Tengo que matarte otra vez (22 page)

Read Tengo que matarte otra vez Online

Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Tengo que matarte otra vez
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

En ese punto de la descripción había empezado a temblar hasta el punto de derramar el té por el suelo. Fielder le había quitado la taza de la mano con cuidado, pero Palm ni siquiera pareció darse cuenta.

—¿Hay algún motivo en concreto por el que ha sentido tanta preocupación por ella? —le preguntó con cautela—. No conseguía contactar con ella, de acuerdo. Pero de ahí a venir a verla… No puede decirse que esta casa quede a la vuelta de la esquina precisamente. ¿Hubo algo más? ¿Algo que lo inquietara? Podría ser importante.

Palm reflexionó, pero no se le ocurrió nada.

—No, de hecho no. Quiero decir que me pareció inquietante que una anciana de casi setenta años viviera sola en un lugar tan apartado como este. Pero no pensaba tanto en un crimen como en la posibilidad de que hubiera tropezado y se hubiera caído, por ejemplo, que no pudiera llegar al teléfono. Nadie se habría dado cuenta.

—¿La señora Westley le mencionó en algún momento que le hubiera ocurrido nada fuera de lo habitual?

—¿Algo fuera de lo habitual?

Fielder pensaba en el ascensor del edificio de Carla Roberts y en el funcionamiento peculiar que esta había observado poco antes de que la asesinaran.

—Algo que la inquietara.

—No mencionó nada al respecto.

—¿Por qué quería marcharse de aquí precisamente en esa época del año? Poco antes de Navidad, en pleno invierno… No es que sea la época del año más típica para cambiar de vivienda, ¿verdad?

—Más bien al contrario, no es nada habitual —concedió Luke Palm.

—¿Y qué motivo le dio ella?

—Que llevaba demasiado tiempo sintiéndose sola en esta casa. No me lo dijo directamente, pero me di cuenta de que si había aguantado tanto tiempo había sido por lealtad a su difunto marido. Que había sido él quien había tenido esa casa como proyecto y ella había tenido escrúpulos a la hora de desprenderse de la finca justo después de haber enterrado a su marido. Pero sencillamente ya no aguantaba más viviendo aquí.

—¿Mencionó algo en concreto que hubiera podido precipitar la decisión?

—No.

—Según me han informado mis colaboradores, les ha dicho que estuvo usted aquí la semana pasada, el diez de diciembre, para visitar la casa. Y que, en su opinión, fue precisamente ese día cuando la asesinaron.

—Por el calendario —dijo Palm en voz baja—, el de la cocina. Todavía está por arrancar la hoja del día diez de diciembre. Eso es lo que me hace pensar de ese modo.

—¿No le llamó nada la atención, mientras estuvo aquí?

—No.

—¿Había más coches abajo, en el aparcamiento?

—No.

—¿Y cuando se marchó? ¿Tampoco se encontró con ningún coche?

—No, por desgracia no. —Palm negó con la cabeza—. Me gustaría poder ayudarlo más, pero no había ninguno. En cualquier caso, que yo me diera cuenta, no.

En ese momento Christy McMarrow entró en la estancia y le pidió a Fielder que subiera.

—Los compañeros que recogen pruebas —dijo— han encontrado algo.

En la primera planta había un agente frente a la puerta del cuarto de baño. Sostenía una bolsita de plástico transparente que contenía un proyectil de arma de fuego.

—Al parecer la utilizó para abrir la puerta tras la que se había parapetado la víctima. Hizo saltar a tiros el cerrojo.

—Interesante. —Fielder contempló el proyectil con los ojos entornados—. En el otro lugar de los hechos no encontramos ningún indicio de la existencia de un arma de fuego. Deberíamos volver a comprobarlo de nuevo más a fondo.

—Pero señor, si ya…

—Da igual. Mañana mandaremos de nuevo un equipo al piso de Carla Roberts.

Las investigaciones habían tenido lugar durante todo el fin de semana. Sin embargo, no habían encontrado pruebas de que se hubiera utilizado ninguna arma de fuego en el piso de Carla Roberts a pesar del minucioso registro al que habían sometido la vivienda. El forense le había practicado la autopsia a Anne Westley. Christy había recibido los resultados ese mismo lunes por la mañana.

—El forense confirma las sospechas del agente inmobiliario acerca del momento del crimen —dijo Christy tras tomar un sorbo de café—. Es muy probable que sucediera el diez de diciembre. Podría haber ocurrido también el once, pero el calendario confirma la primera hipótesis.

—¿Cuál fue la causa de la muerte? —preguntó Peter Fielder—. ¿También murió ahogada en su propio vómito?

—No. El asesino también le metió el trapo en la garganta con gran brutalidad, pero al parecer no llegó a provocarle náuseas. Al final le taponó la nariz herméticamente con precinto adhesivo y eso le provocó la asfixia.

—Habría sido más fácil pegarle un tiro.

—Pero probablemente eso le habría parecido demasiado rápido.

Fielder asintió mientras examinaba sus anotaciones. Habían descubierto que el marido de Anne, Sean Westley, había sido profesor en la Universidad de Londres. Que a raíz de un accidente ocurrido tres años atrás había muerto de una pulmonía. Antes de retirarse, Anne había trabajado como pediatra en una clínica de Kensington. La pareja no tenía hijos.

—Tenemos que informarnos acerca del consultorio de la víctima —dijo Fielder—, por si en algún momento se produjo un caso de negligencia médica en el que Anne Westley se viera envuelta.

—¿Está insinuando la posibilidad de que se trate de la venganza de unos padres rencorosos? —preguntó Christy—. ¿Qué relación hay entre eso y Carla Roberts?

—Casi ninguna. Solo quiero descartarlo. ¿Estamos de acuerdo, pues, en que podría tratarse del mismo asesino?

—Puesto que hemos tratado el tema del paño de cocina con la mayor confidencialidad, podemos descartar la posibilidad de que el asesino haya imitado el método utilizado para el primer crimen. Los dos casos llevan la misma firma unívoca. Es de suponer que en el caso de Roberts el asesino también debía de llevar un arma, aunque no llegara a utilizarla. Pero eso explica que Carla Roberts aparentemente se hubiera dejado atar de pies y manos: debió de amenazarla con un arma.

Fielder revisó sus notas de nuevo como si fuera posible arrancarles la solución al enigma con solo mirarlas fijamente el tiempo necesario.

—¿Qué hay de las dos víctimas? ¿Tenían algo en común? ¿Hay algo que relacione a Carla Roberts con Anne Westley?

—A primera vista solo tenían en común el hecho de que vivían solas —respondió Christy—. En los dos casos tenemos vidas especialmente aisladas y solitarias. Las dos habían perdido a sus respectivas parejas, una por divorcio y la otra por fallecimiento. Anne Westley no tenía parientes. Carla Roberts sí tenía una hija, pero mantenía poco contacto con ella. En ambos casos el asesino pudo matarlas con bastante tranquilidad. Podía contar con que tardarían en descubrirse los casos.

—Y eso es todo.

—Es mucho. Si tenemos en cuenta que tal vez sea eso lo que motivó al asesino: la mera oportunidad de matarlas. Independientemente de quién fuera la mujer, de cuál fuera su destino y cuál fuera su historia.

—En fin —dijo Fielder—, podría tratarse de una coincidencia. Eso me convencería en el caso de la señora Westley. Un psicópata que se encontrara merodeando por el bosque acechando a su víctima. Puede que no le haya costado mucho descubrir que una mujer vivía sola en esa casa y que nadie acudía a verla con regularidad. Pero ¿cómo pudo enterarse de la peculiar situación de Carla Roberts? No, tiene que ser otra cosa. Algo que relacione a Westley con Roberts más allá de la soledad en la que vivían. La pensionista de Hackney a la que le costaba llegar a final de mes y la pediatra jubilada, viuda de un profesor de Tunbridge Wells, que llevaba una vida acomodada. Son dos mundos completamente distintos.

—Carla Roberts no siempre había vivido en un edificio de viviendas con una jubilación modesta —reflexionó Christy en voz alta—. Antes de que quebrara su empresa constructora, su ex marido había ganado dinero a mansalva. Es perfectamente posible que tanto Roberts como Westley hubieran participado en los mismos acontecimientos sociales en Londres.

—¿Y que las dos mujeres se conocieran?

—Tampoco podemos descartarlo del todo, ¿no? Por ejemplo, sería igualmente posible que la doctora Westley fuera la pediatra de Keira Jones, la hija de Carla. Seguro que no resultará difícil comprobarlo.

—Sí. Otras cosas costarán más.

—Tenemos mucho trabajo por delante.

Él asintió, cansado. Enseguida se le ocurrió algo más.

—El desván de la casa de Anne Westley… Al parecer le encantaba pintar. ¿Había algún indicio de esa misma afición en el piso de Carla Roberts?

Christy negó con la cabeza.

—No, ni el más mínimo. En el piso no encontramos ni un solo pincel, por no hablar de dibujos y cosas por el estilo. Puedo preguntárselo a su hija pero, para ser sincera, me temo que también podemos olvidarnos de ese punto.

2

Lunes, 21 de diciembre, 22.05 h

Gillian Ward no es mucho mejor que Michelle Brown. Las dos son desagradecidas, arrogantes y engreídas, además de unas maleducadas. A una le devolví el perro que parecía darle sentido a su vida (creo que no está con ningún tío, lo que no me extraña con el carácter que gasta, eso no se le hace a nadie, ¡¡yo no querría estar con ella aunque me lo pidiera de rodillas!!). Y respecto a la otra, incluso me hice cargo de su hija. ¡Su única hija! ¿Y cómo me lo paga? ¡Con un tibio «gracias» y punto! De alguna forma me pareció incluso desconfiada. ¡Como si me hubiera llevado a la pequeña por algún motivo miserable!

Su marido demostró ser todavía peor. Thomas Ward es el tipo más antipático que conozco. Cuando vino el jueves pasado parecía que se estuviera enfrentando a un terrorista acuartelado. Habría sido mejor que se hubiera llevado a su hija sin mediar palabra. Fue doloroso ver lo mucho que le costó agradecérmelo. A Gavin siempre le ha caído bien, pero no entiendo por qué. Ese tipo apenas puede andar derecho de la arrogancia que lleva encima y eso está a punto de costarle el matrimonio, pero creo que ni siquiera se da cuenta. Vive solo para su empresa y para el deporte. Por supuesto, cada cual hace lo que le da la gana, pero no debería olvidarse de su esposa y de su hija de ese modo. Gillian terminará abandonándolo, tan seguro como que dos y dos son cuatro. Y cuando ocurra, se le quedará cara de tonto y se preguntará qué ha hecho mal. Y yo me alegraré de que se quede solo y por la noche tenga que volver a una casa oscura y vacía. Lo único malo es que probablemente no tardará en tener otra pareja nueva. Es guapo y se gana bien la vida, y para las mujeres esas dos cosas son lo más importante. Incluso si después las tratan mal. En cambio no se fijan en los hombres como yo, que trataríamos bien a nuestra esposa y estaríamos dispuestos a dedicarle tiempo y cariño.

Sé perfectamente que me ha tomado por un pederasta. Sería para troncharse de risa si no fuera por lo humillado que me siento. Yo no abusaría jamás de un niño. Me gustan los niños. Me encantaría tener hijos. Y respecto a Becky, yo solo pretendía ayudar. ¿Qué debería haber hecho? ¿Qué habría preferido que hiciera, Thomas Ward? ¿Que la hubiera dejado ahí a oscuras y hubiera seguido mi camino?

Por la tarde vi cómo Gillian salía con el coche. Ese día no fue a la oficina. Descuidé el resto de mis objetivos de observación porque me resulta muy difícil separarme de ella. Salió de casa hacia las cuatro y por algún motivo me pareció que tenía un aspecto distinto al habitual. No es que saliera especialmente emperifollada, tal vez un poco más maquillada, pero sin exagerar. Creo más bien que era su aura, lo que había cambiado. Resulta difícil describirlo, pero estaba muy guapa. Más elegante que antes, cuando también la había visto.

He empezado a preocuparme después de que se marchara. Casi creo que, de haber tenido mi coche cerca, la habría seguido. Lo tenía en el garaje y si me hubiera marchado a casa a pie para ir a recogerlo la habría perdido de vista de todos modos. Pero durante las horas siguientes no pude dejar de preguntarme adónde habría ido. Me dejó muy inquieto, acechado por presentimientos lúgubres. Algo está ocurriendo en esa familia que no traerá nada bueno. Y todo lo está provocando Thomas Ward. Aunque a menudo las cosas toman una dinámica propia y es posible que en este caso ya sea así.

Yo estaba haciendo mi ronda habitual, hacía frío y nevaba cada vez con más intensidad, pero no podía volver a mi cómoda y cálida habitación. Quería saber cuándo volvería Gillian a casa.

Y mientras estaba fuera soportando la tormenta de nieve que caía cada vez con más ganas, mientras contemplaba la casa, cuya iluminación navideña se encendía automáticamente a una hora determinada, frente a la puerta, entre la oscuridad apareció Becky. Eran poco más de las seis. A mediodía había visto cómo se dirigía a casa de una amiga y, a juzgar por el número de chicas que había, supuse que se trataba de una fiesta de cumpleaños. Cuando la fiesta hubo terminado, Gillian todavía no había regresado. Me extrañó mucho, ella no es así. Sin embargo, pensé que quizá habría tenido problemas a causa de la nieve. Tal vez se había quedado atascada en algún lugar. Era la primera nevada persistente del invierno, de las que siempre acaban comportando problemas de tráfico.

Becky llamó a la puerta, pero por supuesto nadie la abrió. Llamó de nuevo. Dio un paso atrás y contempló la fachada de la casa. Volvió a llamar. Al final acabó golpeando la puerta con los puños y rompió a llorar.

En medio de aquella peculiar calma en la que el mundo se sume cuando nieva, pude oír sus sollozos. Eso casi me rompe el corazón.

Crucé la calle, me detuve frente a la verja del jardín y la llamé por su nombre:

—¡Becky!

Ella se dio la vuelta. Yo estaba justo debajo de una farola, pudo reconocerme sin demasiados problemas. Me gustó comprobar cómo el miedo y la desconfianza que se habían apoderado de su rostro desaparecieron de repente. Me había reconocido. El hombre que vive al final de la calle.

—Hola —dijo Becky. Su voz sonó afectada por las lágrimas.

—¿No hay nadie en casa? —pregunté yo a pesar de que ya sabía la respuesta.

—No. Nadie. Y no tengo llave para abrir.

—¿Tus padres saben que querías entrar en casa?

Ella negó con la cabeza.

—Pensaba pasar la noche en casa de una amiga, pero nos hemos peleado y he decidido volver a casa.

Como mínimo eso explicaba de un modo tranquilizador el comportamiento de Gillian: esperaba que su hija pasaría la noche en casa de su amiga. No podía suponer que volvería.

—¿Sabes? —dije yo—. Creo que te pondrás enferma si te quedas mucho más tiempo aquí con el frío que hace. Si quieres te acompaño de vuelta a casa de tu amiga…

—¡No! —exclamó ella.

—… pues ven a mi casa. Más tarde puedo acompañarte otra vez hasta aquí. ¿Qué te parece?

Ella dudó un poco, es natural, le habían inculcado que no debía ir con desconocidos y al fin y al cabo eso es lo que yo era para ella. Pero al menos era un desconocido que la saludaba a ella y a sus padres. Eso hizo que se decidiera a acompañarme. Además, tampoco tenía elección. Al parecer se había enfadado mucho con su amiga, solo me tenía a mí.

Le dimos zumo de naranja y galletas caseras y creo que le caímos bien. Nos contó cosas de la escuela y de la fiesta a la que había asistido y nos dijo también que no pensaba volver a dirigirle la palabra a la que había sido su mejor amiga. Era encantadora. Tenía unas ganas locas de que llegara Navidad para marcharse con sus abuelos. Cada año se la llevaban el día 26 de diciembre y se quedaba con ellos hasta principios de enero. Son los padres de su madre, que viven en Norwich. Gillian también procede del Anglia Oriental y la verdad es que le pega mucho, con esos paisajes tan amplios y tan verdes. Me imagino a Gillian por la red de lagos y ríos de Norfolk, en medio de los campos de lavanda, e imagino que el verano debe de sacar a relucir reflejos plateados en su largo pelo rojizo. Un día en la playa y la piel se le llena de pecas, mientras que la brisa marina debe de rizarle todavía más ese pelo tan indómito.

Millie me dijo que debería llamar a sus padres y dejarles un mensaje en el contestador automático y probablemente fue una buena idea por su parte. Sin embargo, eso provocó el desagradable encuentro con el matrimonio Ward en casa. Él se comportó de un modo asqueroso, mientras que ella… Sí, respecto a ella me siento muy decepcionado. De algún modo también había creído que volvería de nuevo, si no al día siguiente, durante el fin de semana o, como mínimo, hoy. Para darme las gracias de nuevo o para disculpar el comportamiento de su marido. Pero no ha sido así, no ha vuelto a aparecer. Por eso al principio he dicho que es igual que Michelle Brown, porque de ella tampoco he vuelto a saber nada de nada. Sigue saliendo a pasear alegremente con su perro y yo… simplemente no existo.

Las mujeres no me toman en serio, da igual lo que haga por ellas. Como si fuera invisible. O como si desprendiera un mal olor que las mantuviera alejadas de mí. En el caso de Gillian, pensé que las cosas tal vez serían distintas. Pero en esencia ella también me trata como si fuera escoria.

No debo dejar que el odio crezca demasiado. El odio es nocivo.

Incluso para quien lo siente.

Other books

Save My Soul by Elley Arden
Good Earls Don't Lie by Michelle Willingham
The Clause by Brian Wiprud
Carolina Heart by Virginia Kantra
Accidental Mobster by M. M. Cox
Crashed by Timothy Hallinan
Beloved Stranger by Joan Wolf