Con sus ojos entrecerrados y sus delgados labios sin color todo se lo contaba, cuando regresaba al clarear del día a la aldea de Hertogenbosch, a un mudo retablo que acabó por ver lo mismo que los ojos del humilde artesano.
Créanme, fui joven, no nací como ahora me ven, viejo y apaleado, fui joven y amé, les fue contando el caballero al ciego y al muchacho, y propio de juventud es no detenerse a soñar lo que se quiere, sino correr a tomarlo cuanto antes, que los bienes, si no son comunicados, no son bienes, y ganemos todos, partamos todos, folguemos todos, que así se fabrican las maravillas del presente, que la muerte anda lejos y el placer cercano, dijo bajo el súbito sol de La Mancha, el cielo lavado por la tormenta y surcado por nubes de sombras largas, yo amaba a Dulcinea, ella mostrábase virtuosa, valíme de vieja alcahueta, hube a la doncella para mí, empezó a cambiar mi tiempo, maldije a los gallos porque anunciaban el día y al reloj porque daba tan de prisa, dijo el viejo sentado entre los dos féretros que viajaban en la carreta, sorprendiónos el padre de la muchacha, desafióme, violentéme, violentóse, atravesó con la espada a su propia hija y yo con la mía a él: dícese que no hubo día más sangriento en el Toboso; a padre e hija enterraron juntos bajo lápida estatuaria que representaba a la hija dormida y al padre de pie, velándola con su espada, esto contó el viejo mientras la carreta avanzaba lentamente entre el suelo de rocas como huesos a medio enterrar, envuelto en las llamaradas naranja del polvo de Castilla, huí de allí, púsose precio a mi cabeza, cambié de nombre, instaléme en lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, solitario, en mi propia carne sabiendo la verdad de lo que me dijo esa vieja prevaricadora que me consiguió el favor de Dulcinea, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, triste cuidado del porvenir, vecina de la muerte, dijo incorporándose como pudo dentro de la carreta y levantando la lanza como si quisiera herir a las nubes, sólo los libros fueron mi consuelo, los leí todos, imaginé que podía ser uno de esos caballeros sin tacha, rescatar a esas principales damas, vencer a esos pérfidos gigantes y magos, regresar al Toboso, desencantar a mi doncella de piedra dormida, devolverla a la vida, tan joven como el día que murió, Dulcinea, ¿recuerdas a Don Juan, tu joven amante?, míralo ahora, a ti regreso, con bacín por yelmo, quebrada espada y flaco rocín, a tu tumba regreso, dijo el viejo abriendo los brazos como para abarcar la reverberante extensión del llano granítico, regresé convencido, la salvaría del encantamiento de la muerte y la piedra, yo era otra vez el joven Don Juan, no el viejo Don Alonso en quien me convertí para huir de la justicia, imploré ante su tumba, mas no fue la efigie de la doncella la que se movió, sino la estatua del padre, tizona en mano, quien me habló, y me dijo, me hubiera gustado matarte joven, mas te miro viejo y sin largo crédito de la vida, quise desafiarle de vuelta, invitarle a cenar, ahora gustoso me arrojaría al pozo del infierno, ¡fantasmas a mí!, mas la estatua sólo rió, me dijo que a algo peor me condenaba, a que mis imaginaciones y mis lecturas se convirtiesen en realidad, a que mis flacos huesos en verdad se enfrentasen a monstruos y gigantes, a que una y otra vez me lanzase a deshacer entuertos sólo para terminar vapuleado, burlado, enjaulado, tomado por loco, deshonrado, el burlador burlado, rió, te matará el ridículo, pues nadie sino tu verá a esos gigantes, magos y princesas, tú verás la verdad, pero sólo tú, los demás verán carneros y molinos, retablos de titiriteros, cueros de vino, sudorosas labriegas y puercas sirvientas donde tú veas la realidad: ejércitos de crueles déspotas, gigantes, la espantosa morisma y las adorables princesas: tal fue la maldición de la estatua, dijo el viejo caballero, desplomándose sobre uno de los féretros.
Amaneció en una playa de perlas y tortugas, arrojado allí por la tempestad. Creía haber perdido a Pedro en la tormenta. Le encontró al cabo de la costa. Construyeron una casa. Limitaron un espacio. Encendieron un fuego. Llegaron en troncos flotantes unos hombres desnudos y armados con lanzas. Apagaron el fuego. Hirieron a Pedro. Se llevaron al muchacho río arriba, a una aldea habitada por un anciano rey metido dentro de un cesto lleno de perlas. Vinieron las grandes aguas. Subieron al monte. El anciano recibió al muchacho en un templo. Llamóle hermano. Contóle la historia de la creación del mundo nuevo. Primer hombre. El muchacho le agradeció ofreciéndole un espejo. Joven jefe. El anciano murió de terror al mirarse en el espejo. Los hombres de la selva colocaron al muchacho dentro del cesto de las perlas, en el lugar del anciano. Allí, esperaría para siempre, hasta morir, tan viejo como su antecesor.
De provincia en provincia avanzaron, con una rapidez que los demás atribuían a la asistencia diabólica; devastaron las tierras, destruyeron las iglesias, incendiaron los monasterios, al frente de ellos iba un heresiarca joven y rubio, con la cabellera reunida en tres bandas doradas que lo coronaban, la espalda desnuda para mostrar el signo de su elección, los pies descalzos para maravillar con sus doce dedos, el rostro pintado de blanco para brillar de noche, el profeta del milenio humano para unos, el anticristo para otros, el predicador para todos, la tierra sin hambre, sin opresión, sin prohibiciones, sin falsos dioses ni falsos papas ni falsos reyes, familias enteras se unieron a él, monjes renegados, mujeres disfrazadas de hombres, asaltantes, prostitutas, damas de gran alcurnia que renunciaron a sus bienes para encontrar la salvación en la pobreza, que en verdad buscaban noches de placer con él, el joven heresiarca, aquí llamado Tanchelmo, más allá Eudes de la Estrella, nombres que le dieron los demás, Balduino, Federico, Carlos, él sin nombre, acompañado siempre por dos féretros y un mendigo ciego que en ocasiones hablaba por él, agitando a las multitudes de los pobres que les seguían, sólo los pobres alcanzarán el reino de los cielos y el reino de los cielos está aquí, en la tierra, tornadlo todo, cada uno es Cristo, el paraíso está aquí, disolved los monasterios, tomad a las monjas como mujeres, poned a los monjes a trabajar, en verdad os digo: que monjes y monjas hagan crecer la viña y el trigo que nos alimenten, derrumbad a hachazos la puerta del rico, vamos a cenar con él, perseguid al clero, que cada sacerdote nos tenga tal miedo que esconda su tonsura aunque deba cubrirla con mierda de vaca, marchad día y noche, por toda la tierra, de Lovaina a Haariem, de Brujas a San Quintín, de Gante a París, aunque nos degüellen y arrojen al Sena; París es nuestra meta, allí donde el pensamiento es placer y el placer pensamiento, la capital del tercer tiempo, el escenario de la lucha final, la última ciudad, allí donde el persuasivo demonio inculcó una perversa inteligencia a algunos hombres sabios, París, fuente de toda sabiduría, marchemos con estandartes y cirios encendidos en pleno día, flagelémonos en plena calle, amemos a campo abierto, dolor y encanto de la carne, de prisa, sólo tenemos treinta y tres días y medio para culminar nuestra cruzada, es la sacra cifra de nuestra procesión, los días de Cristo en la tierra, el emplazamiento para barrer la podrida iglesia del anticristo en Roma, no hay más autoridad que la nuestra, nuestra vida, nuestra experiencia, no reconocemos nada por encima de eso, síganme, sólo soy uno más de ustedes, no soy el jefe, hagan lo mismo que yo, seduzcan a las mujeres, todas son de todos, tejedores, ahujeros, pifres, mendigos, turlupines, los más pobres, igual que yo, nada es mío, todo es común, no hay pecado, no hubo caída, tomad posesión conmigo del imperio visible que prepara el fin del mundo, predicaba el joven heresiarca mientras el mendigo ciego le acompañaba con la musiquilla de una flauta, sois libres, el hombre consciente es en sí mismo cielo y purgatorio e infierno, el hombre libre de espíritu no conoce el pecado, toma para ti cuanto es y nada es pecado sino lo que imaginas como pecado, regresad conmigo y mi padre ciego al estado de inocencia, desnudaos, tomaos de ]as manos, hincaos, jurad obediencia sólo al espíritu libre, disolved todo voto anterior, matrimonio, castidad, sacerdocio, Dios es libre, luego todo lo creó en común, libremente, para todos, lo que el ojo ve y desea, tómelo la mano, entrad a las posadas, negaos a pagar, dad de palos al que os pida cuentas, sed caritativos, mas si os niegan la caridad, tomadla a la fuerza., mujeres, comida, dinero, las hordas de Flandes, Brabante, Holanda, Picardía, al frente los reyes tahúres, un muchacho con una cruz en la espalda y un flautista ciego: el fin del mundo…
Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?, preguntábame siempre mi escudero, que me abandonó por quedarse a gobernar ínsula insalubre insípida e insensata y yo siempre le respondí:
—¿Qué? Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Guardó silencio un largo rato el viejo de la triste figura, tirado entre los dos cajones de muerto y tomándose entre ambas manos la cabeza que le dolía, y más, con el crujiente vaivén de la carreta. Luego suspiró y dijo:
—Muchos son los caminos para cumplir tan sagrada empresa y el mío sólo uno de ellos. Mas ved mi signo, señores, que cuanto yo vi fue la verdad y todos tuviéronla por mentira; el encantamiento fue de los demás; y mayor el encantamiento de mi encantamiento al ver que sólo yo, maldito por la estatua del padre de Dulcinea, miraba a los gigantes y los demás, como si estuviesen encantados, sólo miraban molinos de viento.
Se acercó, dando de tumbos, al ciego y al muchacho; miróles con ojos airados:
—¿Mas sabéis cuál será mi venganza?
Rió de nuevo y se pegó con el puño sobre el pecho:
—Me declararé razonable. Guardaré mi secreto. Aceptaré que cuanto he visto es mentira. No trataré de convencer a nadie.
Carcajeándose, colocó una huesuda mano sobre el hombro del muchacho.
—Viví la juventud de Don Juan. Quizás Don Juan se atreva a vivir mi vejez. Tú, muchacho… Recuerdo mal… Creo que me parecía a ti en mis años mozos. Tú, muchacho, ¿aceptarías seguir viviendo mi vida por mí?
El joven no tuvo tiempo de responder, ni el ciego de comentar. El viejo alzó los ojos y vio que por el camino que llevaban venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían asimismo con ellos dos hombres de a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas… El viejo, reanimado, saltó de la carreta, espada en mano, dio con sus huesos por tierra, pues el carro no se había detenido, y polvoso, y maltrecho, gritóle al muchacho:
—¡Ea!, aquí encaja la ejecución de mi oficio: deshacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables, ¿no me acompañas, mozo?, ¿no sigues la aventura conmigo?, mirad la injusticia, mirad estos galeotes llevados contra su voluntad, abusados, atormentados, ¿sufriríais que quede impune tamaña ruindad?, ¿no batallarás conmigo, mozo?
El muchacho saltó de la carreta, ayudó al viejo a levantarse y los dos esperaron, serenos, el paso de la cuerda de galeotes.
Mas no sucedió así, sino que una noche unas manos color canela y unas largas uñas negras apartaron los cueros de venado de la enramada y a ella penetró una mujer extrañamente hermosa, con los labios pintados de mil colores y una corona de mariposas de luz, quien le dijo:
—Tu vida peligra. Desde hace días se han reunido alrededor de las fogatas para deliberar. Han decidido ofrecerte en sacrificio. Toma este cuchillo. Ven conmigo. Ahora duermen.
Y entre los dos degollaron esa noche a todos los habitantes del pueblo de la selva. Después se amaron. Al amanecer, ella le dijo:
—Tu destino en esta tierra tiene veinticinco días. Veinte los recordarás, porque durante ellos habrás actuado. Cinco los olvidarás, porque son los días enmascarados que apartarás de tu destino para salvarlos de tu muerte.
—Y al cabo de esas jornadas, ¿qué me pasará?
—Te esperaré en la cima de la pirámide, junto al volcán.
—¿Volveré a verte? ¿Volveré a dormir contigo?
—Te lo prometo. Lo tendrás todo durante un año. Me tendrás a mí todas las noches.
—Sólo un año… ¿Y luego?
La señora de las mariposas no le contestó.
Felipe, el Señor, Defensor Fides, en nombre de la Fe que defiende y de la sacra potestad de Roma, ha puesto sitio a la ciudad flamenca donde encontraron refugio final las hordas del heresiarca y del duque brabantino que las protegió.
—Todo está perdido, dijo el Duque.
Se acarició un lunar en la mejilla y volvió a dirigirse a Ludovico y su joven acompañante.
—Es decir: perdido para ustedes. Haré las paces con don Felipe y Roma. Algo habré ganado: el derecho de cobrar los diezmos y privilegios de navegación y cartas de comercio para mis industriosos súbditos, si depongo las armas. Y, sin necesidad de acuerdos, pero gracias a la cruzada herética, habré desacreditado por igual a la iglesia, que tan fácilmente fue desafiada y humillada por las chusmas, y a los místicos, que a tales excesos se entregaron. El verdadero triunfo de esta guerra es para la causa secular y laica. Recuerden los hombres del porvenir que se pueden quemar efigies, disolver conventos y expulsar monjes, convirtiendo las riquezas improductivas del clero en savia del comercio y la industria. Recuerden también que el populacho guiado por el misticismo arrasa tierras, destruye cosechas, veja a los burgueses y viola a sus mujeres. Así pues, habré triunfado, si depongo las armas. Cosa que haré. En cambio, piden la cabeza de este muchacho. Tú, ciego, puedes irte libre. Triste es reconocerlo: nadie ve en ti un peligro. Anda.
Ludovico se escondió entre las sombras de la catedral. Hasta allí le llevó un terrible olor de vómito y mierda. Escuchó las voces tedescas de los mercenarios de Felipe. Olió la presencia de Felipe: conocía ese cuerpo, lo había amado, lo había poseído. Le habló desde las sombras. No abrió los ojos. Aún no. Los fantasmas no nos espantan porque no podemos mirarlos: los fantasmas son fantasmas porque no nos miran a nosotros.
Luego huyó. Era de noche. Pegó el oído a la tierra. Siguió los rumores de la retirada del Duque y los suyos. Alistó la carreta. Un ciego con dos cajones de muerto. Muertos de hambre, de guerra, de peste, daba igual. Lo dejaron pasar las murallas. Siguió los rumores de la fuga del Duque y los suyos.