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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (43 page)

BOOK: Terra Nostra
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Al enarbolarse el estandarte, también se tocó al arma, previniendo a todas las galeras; el Cronista estaba en uno de los bergantines de reserva que, junto con los barcos de carga, se mantenían alejados para no entorpecer el movimiento de las galeras pero aprestados para meter tropas y material a ellas; escuchó los cañonazos en aceptación de la batalla y vio cómo, inmediatamente, ambas escuadras se pusieron en movimiento, la cristiana avanzando hacia la turca acorralada al fondo del golfo, y la turca avanzando al encuentro de la cristiana, sin más alternativas que deshacerla, perecer, o huir por tierra. El sol volaba cada vez más alto. Calmóse el viento. El golfo se convirtió en un lago cristalino. Pudieron fatigarse menos los remeros. Un aire suave dábales la espalda. Todos, hasta quienes esperaban en la reserva de galeras y bergantines detrás del cuerpo central de batalla, se hincaron para recibir la absolución general y prepararse a morir.

La nave capitana de la escuadra turca disparó el primer cañonazo; el Cronista, de hinojos, sintió el peso de la botella verde en su bolsa y, levantando la mirada al cielo, supo que una parte de su vida se iba y otra llegaba; adiós a la loca y temprana edad, bienvenida la extrema edad del azar: entre las dos edades, entre los dos momentos, encontró un tiempo para hablarle a las nubes, al mar, a los espantados patos que volaban de regreso a las costas pardas:

—Lo que el cielo tiene ordenado que suceda no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir.

Y así se imaginó en la verdadera hora de su muerte, que podía ser esta u otra muy remota aun, sin que por ello el tiempo dejase de ser breve, de crecer las ansias o de menguar las esperanzas.

Seis galeras venecianas, armadas de cañones por todas las bandas, avanzaron a desorganizar a los turcos; resonaron las cajas y clarines de guerra tocando a zafarrancho de combate, pero aun estos poderosos rumores eran vencidos por la espantosa gritería de la morisma; cayeron arrancados los espolones de las galeras cristianas, serrados de antemano, y jugaron las bocas de fuego, causando grande estrago en las naves turcas, cuyos tiros, por la elevación de los espolones, pasaban por alto a las galeras de la cristiandad. No cejaron los turcos, enviando formación tras formación de galeras en su intento de romper la línea cristiana por las alas, atacarla por la espalda y buscar salida al mar abierto; arremetieron al mediodía contra el ala izquierda, intentando romperla y aprovechando que, por temor a acercarse a los bajos de arena de la costa, quedase separada de la cerrada formación en semicírculo. Por ese boquete intentó escaparse el turco y entonces unas manos rudas empujaron al Cronista hacia una lancha y de allí a una de las galeras de reserva y de allí, sin transición, a la lucha encarnizada entre las galeras trabadas en combate como dos animales en la batalla definitiva por el territorio de su alimento y protección.

Llovían las flechas, los arcabuzazos y las granadas, muchas naves se iban a pique y otras encallaban, caían muchos cristianos al panteón marino y muchos jenízaros trataban de alcanzar a nado las costas, ahogándose entre los incendios y el fuego graneado; el Cronista tomó su puesto en la galera, se prendió a su parte del remo y sintió el estremecimiento de la nave ante un cañonazo turco, la destrucción de toda la proa, quedando los apiñados galeotes al descubierto y librados al asalto de los turcos, que entraron a degüello; velozmente se llegó una escuadrilla a defenderles, abordando la galera sitiada y contestando al degüello con el degüello: pero el Cronista, tirado en el piso, sintió la carne abierta de su mano sangrante y sólo con un esfuerzo del que no se creía capaz pudo sacar la botella verde y sellada de su pantalón y arrojarla al mar. La vio volar por el aire, menos veloz que las rociadas de arcabucería, trazar una lenta parábola y perderse, antes de estrellarse contra el agua, entre el humo de los incendios y los cañonazos.

—Inexorables hados, suspiró al perder de vista esa botella con el manuscrito final, las páginas escritas con la seguridad de la desgracia aunque con la inseguridad de la vida: inexorables hados, inexorable estrella, el manuscrito seguiría su ruta, mientras las galeras se trababan unas con otras, aferradas por las proas, costados y popa; el manuscrito bogaría indiferente a la gritería, los tiros, el fuego, el humo y los lamentos; la botella sería arrastrada por las corrientes de un mar turbulento, teñido ahora de sangre, sepulcro de cabezas, brazos y piernas cortados; el manuscrito se alejaba, dueño de su vida propia y eterna; no lo tocarían las picas, las armas enastadas, los fuegos, las saetas de este terrible combate; el manuscrito no perecería entre el incendio y desplome de las entenas, pavesadas y varas; y aun el más desesperado combatiente, ahogándose en el mar espumeante de esta tarde, se aferraría, para salvarse, a los remos, cabos y timones, pero jamás a una botella verde que encerraba un manuscrito. El manuscrito no moriría aunque en este mismo instante muriese su autor.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—¿Cómo te llamas tu, viejo?

—Miguel.

—Yo también.

—Nombre común es; nombre de barro.

—Hay que tomar el nombre de la tierra donde se vive, viejo. Hoy y aquí, Miguel. Ayer, en el melancólico oasis que perdimos. Mijail ben Sama. Anteayer, en las tumultuarias aljamas del encierro, Michah. De las juderías huí antes de que nos asesinaran; del oasis andaluz, antes de que nos derrotaran. Vine a Castilla a morir.

—¿Lo sabías, muchacho?

—Estaba escrito. No se puede huir para siempre de los verdugos. Creía que evitaría sus persecuciones viviendo entre ellos y entre ellos, invisible sería. Ve nada más cómo me equivoqué.

—¿Verdugos los llamas? Sólo reconquistaron lo suyo: Andalucía.

—Conquistaron lo nuestro. Nosotros creamos esa tierra, la embellecimos con jardines y mezquitas y claras fuentes. Antes nada había. Allí vivíamos juntas todas las razas: mira mis ojos negros, viejo, y mi rubia cabellera. Soy dueño de todas las sangres. ¿Por qué he de morir por una sola de ellas?

—Mueres, entonces, por lo secundario y no por lo principal, muchacho.

—¿Qué es lo uno y qué es lo otro? ¿A ti por qué te han encerrado aquí, en esta misma celda, conmigo? ¿Tú por qué mueres?

—Yo no muero. Soy enviado a galeras. Pero es posible que tengas razón. Quizás yo también soy condenado por lo secundario y no por lo principal. Te pido perdón, muchacho. Si no te hubiese visto una tarde… paseándote entre los trabajadores de esta obra… mordisqueando una naranja… con los labios colorados… nada de esto hubiese sucedido. Yo no habría escrito ese malhadado poema.

—Anda, viejo, no te culpes. Si no muero por estas, muero por otras. ¿Cómo voy a cambiar la mezclada sangre de mi cuerpo? Y sangre impura, de árabe y de judío, algún día te la cobra el mundo cristiano. Y luego esos muchachillos de las cocinas, más jóvenes que yo… Los envidiaba. La Señora está más madurilla de lo que piensa. Sangre, muchachos, Señora… qué importa la razón, si me matan mis sentidos, mis placeres, y no los hombres…

—¿Envidias la juventud? Yo envidio la tuya.

—Haces bien, viejo. Me llevo todos mis secretos. Conmigo se quemarán en la hoguera. ¿Qué haras tú con los tuyos? No está mal morir pensando en lo que uno pudo ser: no me gustaría morir sabiendo lo que fui.

—Quizás yo pueda imaginar lo que pudiste ser, muchacho, y escribirlo.

—Buena suerte, viejo, y adiós.

El Cronista gimió, tocándose la mano herida, y en medio de este fragor espantoso, ahogándose entre el acre olor de la pólvora y cegado por su ruinosa opacidad, miró los rasgados pendones del Islam, las menguantes lunas, las derrotadas estrellas, y él mismo se sintió derrotado porque luchaba contra algo que no odiaba y porque no entendía el odio fratricida entre los hijos de los profetas de Arabia y de Israel y porque amaba y agradecía y distinguía y salvaba los méritos de las culturas, aunque no las crueldades de los poderes, conocía y amaba las fuentes y jardines y patios y altas torres de al-Andalus, la naturaleza recreada por el hombre para el placer del hombre y no aniquilada para su mortificación, como en la necrópolis del Señor don Felipe; rodeado de los inextinguibles fuegos de las galeras, creyéndose morir, entonó una muda plegaria para que los pueblos de las tres religiones se amasen y reconociesen y viviesen en paz adorando a un mismo Dios único y sin rostro y sin cuerpo alguno, Dios sólo pudoroso nombre de la suma de nuestros deseos, Dios sólo signo del encuentro y la fraternidad de las sabidurías, los goces, las recreaciones de la mente y el cuerpo; y creyéndose herido de muerte, alucinado por la visión de las cabezas turcas clavadas en las picas y mostradas en alto al grito de la victoria, recordó a ese muchacho cuya mazmorra compartió la noche anterior a la muerte del joven y el exilio del viejo, recordóle no como realmente era sino como el Cronista le imaginaba, héroe impuro, héroe de todas las sangres y de todas las pasiones, deliraba, imaginaba a toda la descendencia de los héroes impuros, sin gloria, héroes sólo porque no desdeñarían sus propias pasiones, sino que las seguirían hasta su desastrosa conclusión, dueños de la totalidad pasional pero mutilados y encarcelados por la crueldad y la estrechez de la razón religiosa y política que convertía su maravillosa locura, su exceso pleno, en delito: punible el orgullo, punible el amor, punible la locura, punibles los sueños; creyéndose morir, imaginó una vez más todas las aventuras de esos héroes, todas las transformaciones de estos caballeros de la ilusión frustrada, de las empresas sólo posibles en un imposible mundo donde el rostro externo y el rostro interno de los hombres fuesen el mismo, sin disfraz, sin divorcio; pero imposibles en un mundo que los enmascaraba a ambos; una máscara para aparecer ante el mundo y otra máscara para huir de él, simulación aquélla, crimen ésta, separada la pasión de la apariencia, para siempre: locos y soñadores, ambiciosos y enamorados, criminales; imaginó a un caballero enloquecido por la verdad de la lectura, empeñado en trasladarse a una mentirosa realidad y así salvarla y salvarse; imaginó a viejos reyes traicionados en negras y tormentosas noche de necedad y locura por hombres y mujeres más crueles que la propia, despiadada naturaleza, que sólo es involuntariamente cruel; y a jóvenes príncipes enamorados de las puras palabras incapaces de convocar la acción o exorcizar la muerte que la realidad reserva a los soñadores; imaginó a un burlador de honras y sagrados, héroe de la pasión secular, que pagaría sus goces en el infierno de la ley que tanto negó en nombre del placer libre, común y profano; imaginó a parejas consumidas por amores a la vez divinos y diabólicos, pues divino y diabólico sería el amor en el que los sujetos ya no se distinguen entro sí, el hombre es la mujer y la mujer el hombre, cada uno el ser del otro, atravesados por un sueño común que desafía las razones sociales de lo individual, lo separado, lo encasillado en condición, haber, familia; imaginó a un gran ambicioso, temblando de frío, solo entre los millones que pueblan la tierra, solo, sin la vecindad de dioses o de hombres, separado de ellos, abandonado y sin más cauce para su energía que acumular el odio y la inquina sobre las espaldas de la naturaleza que niega el tamaño de su orgullo; e imaginó a los pequeños ambiciosos, resignados a la mediocridad sensual, derrotados ya los grandes sueños sin salida del pasado, perdidas sus ilusiones, gastadas a lo largo de toda una vida, como el viajero que algo deja de su riqueza en todas las posadas del camino: poder y riqueza, o asesinato y suicidio: maneras de aceptar o negar la pasión palidecida; imaginó, en fin, al penúltimo de los héroes, el que se da cuenta de que el presente lo encierra, eclipsa su pasado, el pasado cesa de proyectar la sombra del héroe que el héroe antes llamaba su porvenir: Tántalo es el nombre del héroe, de todos los héroes que habrán devorado su presente para alcanzar un loco, ambicioso, enamorado, soñado futuro y, no pudiendo obtenerlo porque el futuro es un veloz fantasma que no se deja apresar, él liebre, nosotros tortugas, deberán voltear la cara al pasado para recuperar lo más precioso, lo que perdieron, lo que no les acompañó en la vibrante y desolada búsqueda de la pasión prohibida por las heladas leyes y reclamada por las hirvientes sangres: el deseo posee, la posesión desea, no hay salida, heroico Tántalo de frágiles cenizas y vencidos sueños, el héroe es Tántalo y su contrincante es el Tiempo: lucha final, vence el Tiempo, vence al Tiempo…

Y creyéndose morir, a todos los imaginó y pensó que ya no tendría tiempo para escribirlos, sólo había podido escribir al último héroe durante la última noche de gracia otorgada a su improbable duración sobre la tierra y así concentró toda su frangible vida, todos sus sentimientos de honrada pobreza, infinita desgracia, indiscreto orgullo, incierto estado, pobres merecimientos y fatigada imaginación, en repetir las primeras palabras del último héroe en ese manuscrito al que le había regalado su última noche como acababa de regalarle el manuscrito mismo al mar, al tiempo por venir, a los hombres que aun no nacían y pensando que quizás, con suerte, algún día, limosa y gastada, arrancada a las blancas arenas de este golfo, impulsada por vastas corrientes a mares más oscuros, encallada en los deltas de ríos poderosos, arrastrada a contracorriente por los remolinos que despedazaban los légamos, depositada al cabo en los turbios lechos de un caudal perezoso, pescada por las manos de un niño o de un loco, de un ambicioso o de un enamorado, de un hombre enfermo, triste y perseguido como él mismo, de otro marrano en otra tierra y en otra edad de desgracias, junto a otros palacios arruinados, cerca de otras cenicientas tumbas, la verde botella sería recogida, su sello roto, su manuscrito extraído, leído y, acaso, comprendido, a pesar del viejo, extraño idioma de la vieja España que los marranos como este Cronista habían rescatado, fijado, dado a leer y divulgado en comunes meste— res; a pesar de las tachaduras y enmendaduras de esta letra de arañas y vaivenes y fiebres y tristezas la noche anterior a la batalla; acaso:

Al despertar (??? —un hombre; un nombre; que lo ponga quien lo encuentre; tenía razón el muchacho que fue condenado a la hoguera ; hay que tomar el nombre de la tierra donde se vive, viejo, nombres de barro y polvo y sueño) una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto (tachado: otro animal, quizás mítico, dragón, unicornio, grifón, mandrágora, la mandrágora se halla al pie de los cadalsos, de las hogueras, Miguel, me oyes, tachado, grifón, salamandra, no, mejor insecto, cucaracha, héroe final, tachado). Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda (caparazón de insecto, enmienda, ojo, escudo del antiguo héroe, caparazón, defensa para que no nos pisoteen) y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades (abismo: tachado, enmiendo, abismo punto central de un escudo de armas, ombligo de la identidad abismal, abismado, sol de los cuerpos) cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hacia el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia. —¿Qué me ha sucedido? No soñaba, no.

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