¡Ay mis hijos! ¡Ay mis hijos! ¡Ya nos perdimos! ¡Ya tenemos que irnos lejos! ¡Oh hijos míos!, ¿a dónde os podré llevar y esconder?
Y como apareció, así desapareció este espectro de las lamentaciones, y nuestros cuerpos parecieron atravesar la pura niebla del suyo, y encontrarnos a la vera de un canal sombrío, de estancadas aguas apenas removidas por el paso de barcas de tiniebla, pues menos só— lid as que el agua parecían, y sus remeros eran monstruos de dos cabezas, hombres con un solo cuerpo y dos testas, que gemían al remar sin prisa y sin ruido:
Pía de venir el fin; el mundo se habrá de acabar y consumir; habrán de ser creadas gentes nuevas y venir otros nuevos habitantes del mundo.
Cómo recuerdo ahora esas voces fantásmicas, Señor, remando mansamente por el canal que dividía la desconcertada multitud del mercado de un gran circuito de patios a donde entramos por un puente, no sé si avanzando o huyendo, pues el desconcierto de mis pasos no era menor que el de los habitantes de esta desconcertada ciudad, cuya forma y continente yo no alcanzaba, tal era el vértigo de mi ingreso en ella, a distinguir, y menos ahora, perdido en un laberinto de patios, cercados por bardas de calicanto y empedrados de piedras blancas, de losas blancas y muy lisas y repentinamente, Señor, halléme en medio de una gran plaza, muy encalada y bruñida y limpia.
Busqué 1a. cercanía de mis veinte jóvenes compañeros y sólo entonces di me cuenta de que yo estaba solo en medio de esa plaza, y que los diez muchachos y las diez muchachas que me guiaron desde el volcán hasta el centro de la ciudad de la laguna, habían desaparecido.
Miré, desolado, a mi alrededor, en búsqueda de ellos. Miré los muros de esta patria ajena, y uno estaba fabricado de puras cabezas de muerto, y el otro de serpientes de piedra, labradas y enroscadas y mordiéndose las colas. Había allí una torre cuya puerta era una boca espantable y con grandes colmillos. La guardaban grandes bloques de piedra que figuraban mujeres con rostros de diablo y faldas de serpientes y abiertas manos laceradas.
Y en medio, yo solo.
Y frente a mí, de nuevo, una portentosa escalinata de piedra cuyos peldaños, lo sabía ya, conducían a un alto adoratorio de sangre y sacrificios. Y a mi lado, un palacio de cantera color de rosa, a cuya entrada se acuclillaba la estatua de un dios o príncipe de cara levantada al cielo, las piernas cruzadas, las manos dobladas sobre el pecho, y en el regazo una artesa de flores amarillas, incendiadas, humeantes, que parecían convocarme.
Entré, mísero de mí, traspasando la cortina de humo de gemelos pebeteros, y caminé a lo largo de un estrecho y bajo pasillo hasta desembocar en un extraño patio lleno de rumores.
Sentí que regresaba a la selva, pero a una selva de suave piedra rosa, por donde se paseaban los pavorreales y en brillantes jaulas o en altos pedestales reposaban, mirándome intensamente, toda clase de aves, desde águilas reales hasta pajarillos muy chicos, pintados de diversos colores. Había gran número de papagayos y patos, y dentro de un estanque se mantenían inmóviles aves muy altas de zancas y colorado todo el cuerpo y alas y cola. Y atados a columnas de piedra por cortas cadenas y anchas carlancas, había allí tigres y lobos que no me miraron, pues demasiado ocupados andaban en devorar venados, gallinas y perrillos, y en tinajas y en cántaros grandes había muchas víboras y culebras emponzoñadas, que traen en la cola uno que suena como cascabel, y en los cántaros había muchas plumas, y las víboras allí estaban poniendo sus huevos y criando a sus viboreznos.
Allí me detuve un momento, pensando si había llegado a palacio deshabitado, como no fuera por estas alimañas, bestias y pájaros, cuando escuché, Señor, el rumor de una escoba y olí el humo de cosa quemada que salía por la puerta de uno de los aposentos que sobre este patio daban.
Era el alto mediodía; ¡cuánto habían visto mis ojos desde este amanecer de la cuarta jornada de mis memorias! Miré al sol desde el centro del patio, y me cegó. Reinaba un silencio absoluto, como si los muros de este palacio pudiesen apartar y aun asesinar los rumores de la ciudad espantada que dejé detrás de mí, pero en cuyo ombligo mismo sentí hallarme. Con los ojos llenos de sol, arruinados por una intensa luz que sólo crecía a cada parpadeo, con el aliento entrecortado por el delgadísimo aire de esta ciudad, entré al aposento donde imaginaba una vida humana: el rumor de una escoba, el olor de papel quemado.
Nada vi al entrar, tal era el contraste entre mi mirada deslumbrada y las intensas sombras del aposento. Largo y vacío era este cuarto. Una estrecha y honda nave de piedra y hoquedades rumorosas. Caminé a lo largo de ella, implorando el regreso de mi acostumbrada mirada.
No sé, hasta el día de hoy, si más me hubiese valido quedar ciego de humo, ciego de sol, de cenizas ciego, que ver lo que al cabo vi: una figura casi desnuda, cubiertas sus vergüenzas por un taparrabos como los que usaban los pobres de esta tierra, que con movimientos a veces lentísimos, a veces bruscos y premiosos, acercaba unos luengos papiros a un mínimo fuego de resinas encendidas en un rincón del desnudo aposento, los miraba consumirse en llamas y luego, con la escoba, barría las cenizas y volvía a coger otros largos papeles, los llevaba al fuego, los incendiaba y barría sus restos.
Luego noté que esa escoba cumplía doble función, y que este hombre casi desnudo la empleaba también como muleta. Reconocí primero su cuerpo, trémulo un instante, plácido al siguiente: le faltaba un pie.
Me acerqué. Dejó de barrer. Me miró a la cara.
Era él, otra vez.
Era yo, el mismo semblante que el espejo celosamente guardado en mi rasgada ropilla reproducía fielmente. Era yo, pero como me vi en la noche del fantasma: oscuro, negros mis ojos, mi cabellera lacia y larga y negra como crin de caballo. Era mi perseguidor, el llamado Espejo Humeante, el señor de los sacrificios, el vengador que perdió un pie el día mismo de la creación, cuando le fue arrancado por las contorsiones de una tierra madre que se desgajaba en montañas, ríos, valles y selvas, cráteres y despeñaderos.
Y éstas fueron sus palabras:
—Señor nuestro: te has fatigado, te has dado cansancio; ya a la tierra tú has llegado. Has arribado a tu ciudad: México. Aquí has venido a sentarte en tu trono. Oh, por breve tiempo te lo conservamos.
Me miró intensamente con esos negros ojos, salvo en el color a los míos idénticos, y no había esta vez, en ellos, la burla o la cólera de nuestro anterior encuentro, sino una penosa resignación:
—No, no es que yo sueñe, no me levanto del sueño adormilado: no te veo en sueños, no te estoy soñando… ¡Es que te he visto, es que ya he puesto mis ojos en tu rostro! Y tú has venido entre nubes, entre nieblas. Como que esto era lo que nos habían dicho los reyes, nuestros antepasados, los que rigieron tu ciudad en tu ausencia y en tu nombre: que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial, que 1 habrías de venir acá… Pues ahora, se ha realizado, ya tú llegaste, con gran fatiga, con afán viniste, desde las grandes aguas, venciendo todos los obstáculos. Llega a tu tierra: ven y descansa; toma posesión de tus casas reales; da refrigerio a tu cuerpo.
Levantó la cara, pues cuanto decía lo decía con la mirada baja, como si temiese contemplarme, y me miró inquisitivamente:
—¿No me equivoco, verdad? ¿Tú eres el esperado, Quetzalcóatl, la serpiente de plumas?
Como era ya mi costumbre, contesté, Señor, con la más simple verdad:
—Llegué por el mar. Llegué de levante. Una tormenta me arrojó a estas costas.
El barrendero cojo afirmó varias veces con la cabeza y a trancos caminó hasta un rincón de este aposento:
—Sólo una duda tenía, dijo, al levantar una manta de algodón y descubrir, arrinconada, una enorme ave cenicienta, una grulla muerta, y en la mollera del pájaro había uno como espejo, como rodaja de huso, en espiral y rejuego.
—Esta grulla fue cazada por los nautas de la laguna, y traída hasta mí, hasta aquí, a mi casa negra, añadió el hombre de la escoba, y en el espejo de la cabeza podían verse el cielo, y los mastelejos, y las estrellas, y bajo ese cielo el mar, y en el mar grandes montañas que avanzaban sobre las aguas, y de ellas descendían en las costas gran número de gentes, que venían marchando desparcidas y en escuadrones, de mucha ordenanza, muy aderezados y a guisa de guerra, y estos hombres eran de carnes muy blancas, y con barbas rojas, y mostraban los dientes al hablar, y eran como monstruos, pues la mitad de su cuerpo era de hombres, pero de bestias con cuatro patas y espantables hocicos espumeantes la otra mitad.
Calló, volvió a mirarme y volvió a preguntarme:
—¿Has llegado solo?
Díjele que sí.
—Creí que no. Creí que vendrías acompañado.
Cubrió al ave muerta con la manta.
Calló de nuevo, ahora un largo rato. Y como si este silencio esperasen, por la estrecha puerta del aposento entraron, en gran compañía, doncellas con mantas dobladas sobre los brazos extendidos, y vestidas ellas de blanco algodón todo labrado; y guerreros con banderas, cuya insignia era un águila abatida a un tigre, las manos y uñas puestas como para hacer presa ; y albinos que entraron como yo a este lugar, cubriéndose los ojos con las manos para defenderse del sol, y que al verme agradecieron las sombras que me rodeaban, y acercáronse a tocarme y murmuraron cosas entre sí; y enanos juguetones, que hicieron cabriolas y muecas y así me celebraron; y los acompañaban lentos pavorreales y veloces perrillos pelones, con piel de cerdo lustroso.
Entonces las doncellas me cubrieron con las mantas, y a mi cuello y colgaron sartales de piedras preciosas, y guirnaldas de flores, y a mis tobillos ataron cascabeles de oro, y en mis brazos colocaron ajorcas de oro encima de los codos, y orejeras de cobre muy pulido en las orejas y otra vez, en mi cabeza, un penacho de plumas verdes.
Y mi doble oscuro, desnudo y apoyado sobre la escoba, a todos les dijo que yo era, en verdad, la Serpiente Emplumada, el gran sacerdote del origen del tiempo, el creador de los hombres, el dios de la paz y del trabajo, el educador que nos enseñó a plantar el maíz, labrar la tierra, trabajar la pluma y tornar la loza; éste es en verdad el llamado Quetzalcóatl, el dios blanco, enemigo de los sacrificios, enemigo de la guerra, enemigo de la sangre, amigo de la vida, que un día huyó al oriente, con tristeza y con cólera, porque sus enseñanzas fueron repudiadas, porque las necesidades del hambre y el poder y la catástrofe y el terror condujeron a los hombres a la guerra y al derramamiento de sangre. Prometió regresar un día, por el mismo rumbo del oriente que se lo llevó, por el lado donde sale el gran sol y se estrellan las grandes aguas, a restaurar el reino perdido de la paz. No hicimos más que guardarle su solio mientras regresaba. Ahora se lo entregamos. Los signos se han manifestado. Las profecías se han cumplido. El trono es suyo y yo soy su esclavo.
Dijo esto mi doble oscuro, penosamente apoyado sobre la escoba que hacía las veces de muleta, y mi oído afinado por el continuo contraste entre la realidad y la maravilla sospechó en sus tonos un regreso a los que empleó en la noche del fantasma: imperceptiblemente, la resignación cedía a un nuevo desafío, y detrás de la dulzura de las palabras un temblor metálico me hacía dudar de la sinceridad de cuanto proclamaba. Sin embargo, deseché esas dudas; y lo hice porque, en verdad, Señor, yo no buscaba los honores que este hombre me ofrecía; poco me importaba reinar sobre la gran ciudad de las torres y los canales; y tristemente, en ese instante en que me era ofrecido un trono, yo sólo pensaba en dos cosas, y a ellas reducía mi deseo: Pedro, nos hubiese bastado un pedazo de tierra, libre y nuestra, en la costa de las perlas; joven amante, señora de las mariposas, quisiera volver a encontrarte, ardiente y bella y terrible, en la noche de la selva, y volverte a amar.
Mas todo ello, mis deseos y mis dudas, fueron embargados por el movimiento de doncellas y guerreros, albinos y enanos, perrillos lisos y vanidosos pavorreales; entre todos me abrieron paso, me indicaron el camino fuera de esta cámara, y yo, desde el umbral, miré hacia atrás, miré a mi vencido doble, que reanudaba su premiosa tarea de quemar papeles y barrer cenizas. No volteó a mirarme.
Salí al patio, y rumores, y personas, invisibles unos y otras, se hicieron presentes, cercanos, como si la ciudad entera resucitase de su estupor, derrotados los signos de esa mañana, cumplidas las profecías de un origen tantas veces invocado en esta tierra, temido y anhelado, sí, como si ese pasado fuese un futuro, bienhechor por momentos, pero en otros apenas presagio de un pasado tan cruel como el anterior; fui guiado, por corredores levantados sobre pilares de jaspe, que miraban sobre grandes huertas, cada una con varios estanques, donde había más aves, centenares de aves, y centenares de hombres dándoles cebo y pasto y pescado y moscas y sabandijas; limpiaban los estanques, pescaban, les daban de comer, las espulgaban, guardaban sus huevos, las curaban, las pelaban, y entendí que de estos magníficos criaderos salían las plumas de que estos naturales hacían tan ricas mantas, rodelas, tapices, plumajes y moscadores; y cruzamos unas salas bajas con muchas jaulas de vigas recias y en unas estaban leones, en otras tigres, en otras onzas, en otras lobos; y llegamos a otro patio lleno de jaulas de palos rollizos y alcándaras, con toda suerte y ralea de aves de rapiña: alcotanes, milanos, buitres, azores, todo género de halcones, muchos géneros de águilas; y de allí pasamos a unas salas altas, en que estaban los hombres, mujeres y niños blancos de nacimiento por todo su cuerpo y pelo, y enanos y corcovados, quebrados, contrahechos y monstruos en gran cantidad; cada manera de estos hombrecillos estaba por sí en su sala y cuarto; y pasamos por una como casa de armas, cuyo blasón es un arco y dos aljabas por cada puerta y en ellos había arcos, flechas, hondas, lanzas, lanzones, dardos, porras y espadas, broqueles y rodelas, cascos, grebas y brazaletes, y palos tostados con huesos de pez y pedernales hincados en las puntas; y detrás de esta casa arribamos a un patio cerrado por tres muros de calicanto y la cuarta parte por una enorme escalinata de piedra.
A ella fui conducido por la compañía de doncellas, guerreros, albinos y enanos, y subí, contándolos por sus peldaños: eran treinta y tres, y al llegar a la cima, chata y cuadrada como todas las de esta tierra, pude ver de nuevo, ahora más de cerca que desde las montañas de la aurora, pero con la lejanía suficiente para percatarme de su contorno, la magnífica ciudad que mi doble, el oscuro príncipe, me acababa de ceder.