Read Territorio comanche Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
—Victoria mis cojones —dijo Márquez. Después apagó la cámara y encendió un cigarrillo.
—Nos vamos —dijo Barlés.
Miraron el tramo de carretera que debían recorrer al descubierto hasta ponerse a salvo en la curva donde estaba el Nissan. Treinta metros, con morteros cayendo a intervalos. Por suerte, la 12.7 ya no llegaba hasta allí.
—Tú queda —insistió el croata—. Mucho peligroso.
Barlés miraba el reloj. Quince minutos hasta Cerno Polje y casi una hora hasta el punto de emisión, si todo iba bien. Peyrot les haría un hueco en el satélite, y transmitiendo en bruto llegarían a tiempo para el Telediario. Incluso, si arañaban unos minutos y Franz o Salem estaban libres, la crónica podía montarse con un texto redactado en el coche mientras Márquez conducía. Empezó a improvisar el comentario sobre las imágenes del puente volando:
Esta mañana la ofensiva musulmana en Bosnia central…
Sin duda Miguel Ángel Sacaluga, el subdirector de Informativos, le diría a Matías Prats y Ana Blanco que abriesen con aquello. En tal caso iba a hacer falta algo mas concreto, referido al puente:
Este puente salto en pedazos esta mañana, para frenar el avance musulmán…
Algo así. O mejor:
En su retirada, los croatas hacen saltar los puentes
. Barlés sacó una libreta del bolsillo para anotar aquella línea. Cuando levantó los ojos vio que Márquez lo miraba.
—Un dólar a que llegamos —dijo el cámara.
—¿A transmitir?
—Al Nissan.
Barlés se echó a reír. Quería a aquel fulano hosco, sin afeitar, que se enamoraba de los puentes y los filmaba mientras saltaban por los aires.
—Va ese dólar.
Una granada de mortero reventó justo en la curva, y todos se tumbaron en la cuneta. Barlés estaba calculando la secuencia y vio que Márquez, atento al reloj, hacia lo mismo. Una granada cada cuarenta y cinco segundos, mas o menos. Con la Betacam y la mochila a cuestas, calculó de veinte a treinta segundos para ponerse a salvo al otro lado.
—¿Cómo lo ves? —le preguntó a Márquez.
—Muy mal se nos tiene que dar.
Aguardaron la llegada del siguiente mortero.
Cuarenta y dos segundos. No ha sido una mala vida, se dijo Barlés. ¿Cómo era aquello…?
He visto cosas que vosotros no veréis jamás… He visto arder naves más allá de Orión, y ponerse el sol en la puerta de Tannhaüser…
Tengo que cambiar las pilas del Sony, recordó. Y lavar las dos camisas sucias que tengo en el hotel. Miró a Márquez, preguntándose en que pensaba el cuando se disponía a cruzar una zona batida. Quizá veía la cara de sus hijas, o lamentaba los polvos que no había echado en su vida. Quizá pensaba en los cincuenta mil duros que cobraba al mes, o quizá no pensaba en nada.
Estalló otro mortero: cuarenta y nueve segundos. Aún volaban por el aire los últimos cascotes cuando Barlés le puso una mano en el hombro a Márquez.
—Nos veremos allí —dijo.
—¿Dónde es allí?
—No sé. Allí.
Márquez se echó a reír con su risa de carraca vieja. Entonces se pusieron en pie y echaron a correr por la carretera.
Sarajevo, agosto 1993.
Mostar, febrero 1994.