Read Territorio comanche Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Kukunjevac fue la guerra de verdad. El día era gris, con algo de niebla sobre los campos verdes y las granjas que ardían en la distancia. A medida que se acercaban al pueblo cesaban las conversaciones y los comentarios, hasta que todos guardaron silencio y sólo se oyó el ruido de los pasos sobre la gravilla de la carretera. Barlés recordaba a Márquez caminando en la fila que iba por la derecha, un paso tras otro, la cámara a la espalda y la cabeza baja, mirando las botas del soldado que lo precedía; absorto en sus pensamientos o concentrado como un guerrero antes del combate. Y en realidad se trataba exactamente de eso. A veces Márquez parecía un samurái hosco y solitario, que se bastara a si mismo sin necesitar un solo amigo en el mundo. quizá todo cuanto los hombres echan en falta, aquello que les hace poner un pie ante el otro y largarse, él lo encontraba en la guerra.
Kukunjevac fue tan duro como esperaban; incluso más. En cabeza iba una sección de
cebras
, tropas de elite con el pelo rapado a franjas que solían cubrirse la cara con verdugos durante el combate. La técnica era simple: llegaban a una casa, sacaban a la gente escondida en el sótano a punta de fusil, la hacían caminar delante como escudo humano, y las casas empezaban a arder a los lados de la carretera. Uno de los cebras vino a Márquez para soltarle un amenazador
no pictures
cuando lo vio filmar a los civiles, así que el resto de las imágenes hubo que tomarlas a escondidas, con la cámara en la cadera y como si no estuviesen grabando nada. Barlés siempre recordaría Kukunjevac a través de las imágenes de Márquez; las que más tarde, en la sala de montaje de Zagreb, los equipos de otras televisiones acudieron a ver en impresionado silencio. El grupo de civiles que camina en vanguardia con los brazos en alto, estrechándose unos contra otros como un rebaño asustado. Soldados disparando ráfagas con el fondo de casas en llamas. La carretera inclinada, pues a veces Márquez no podía estabilizar bien la cámara, con soldados protegiéndose tras un blindado que mueve el cañón a derecha e izquierda mientras avanza. Otra vez el rebaño asustado y gris, lejano, en cabeza. El hongo de humo negro de una explosión cercana. El soldado joven que grita en un portal, alcanzado en el vientre, y aquel otro en estado de shock mirando a la cámara con ojos vidriosos mientras le taponan, o intentan hacerlo —no se quedaron allí para comprobarlo— la intensa hemorragia de la femoral desgarrada. Y el campesino con ropas civiles, muy joven, a quien un cebra enmascarado interroga dándole bofetadas que lo hacen volver la cara a uno y otro lado mientras se orina encima de puro terror, con una mancha húmeda y oscura extendiéndosele, hacia abajo, por la pernera del pantalón.
Sí. Kukunjevac fue la guerra de verdad, y no existía Hollywood capaz de reconstruir aquello: el cielo gris, los soldados moviéndose por la carretera, las casas ardiendo. Y la sensación de peligro, tristeza inmensa, soledad, que transmitía la imagen ligeramente torcida de la cámara de Márquez. Barlés lo recordaba caminando entre los soldados con la Betacam en la cadera, inexpresivo, las aletas de la nariz dilatadas y los ojos entornados, saboreando la guerra. Y tenía la certeza absoluta de que ese día, en Kukunjevac, Márquez había sido feliz.
—Te apuesto un dólar —dijo Barlés— a que no vuelan el puente.
—Va ese dólar.
Márquez sacó del bolsillo un arrugado billete y se lo dio. Siempre era el mismo dólar el que apostaban, pasándoselo uno a otro según los avatares de la fortuna. Sólo una vez cambiaron de divisa, en Mostar, apostando un millón de dinares a que no habría ninguna bomba entre las dos y las dos y medía de la tarde. A las dos y siete minutos, un mortero croata hizo impacto a diez metros del lugar donde conversaban con un teniente de los cascos azules españoles mató a un civil e hirió a otros dos. Márquez grabó al teniente recogiendo a un herido mientras caían otros dos morteros más. El teniente quedó cubierto de sangre ajena, todos creyeron que también le habían dado a él, y contaban que su mujer, al verlo en el Telediario, se llevó un susto de muerte. El caso es que, al terminar, Barlés fue hasta el banco de Mostar, cuyos escombros estaban alfombrados con billetes de la desaparecida federación yugoslava, contó un millón en fajos de mil y se lo entregó a Márquez para saldar la apuesta.
Mostar. Habían visto destruido a bombazos el puente del siglo XVI y el antiguo barrio turco junto al río, donde al principio de la guerra aún era posible sentarse a tomar un café entre las viejas tiendas del mercado. Ahora sólo el hecho de acercarse a esa zona era peligroso, porque había francotiradores y caían morteros todo el tiempo. Márquez y Barlés buscaban un buen sitio, una esquina razonablemente protegida, y se apostaban allí con la cámara lista, filmando a la gente que corría para cruzar mientras les disparaban desde el otro lado del río. Pero de vez en cuando venía un mortero. Los morteros son peligrosos, porque entre las casas nunca se oyen venir y de pronto te los encuentras encima, como Marco Luchetta, D'Angelo y aquel cámara con barba, Alessandro Otta, los tres italianos de la RAI que una semana después, enero del 94, se bajaron de un blindado en el mismo sitio donde Márquez había filmado al teniente. Esta vez el mortero cayó diez metros mas acá, adjudicándoles los números 46, 47 y 48 en la relación de periodistas extranjeros muertos en Bosnia. Barlés y Márquez conocían a Alessandro y sobre todo a Marco, que les mostró una vez la foto de sus dos hijos en el hotel Anna María de Medugorje; el mismo del que salieron aquella madrugada para cruzar las líneas y no volver, dejando los equipajes en las habitaciones y la cuenta sin pagar. Porque todos los reporteros, cuando los matan, dejan en el hotel la cuenta sin pagar, camisas sucias en el armario, un mapa clavado con chinchetas en la pared y una botella de whisky sobre la mesilla de noche.
Sí. Barlés sabia por experiencia que los morteros tienen muy mala idea. Que lo dijeran si no, allí donde estuviesen, los setenta desgraciados muertos de un solo impacto dos semanas después en el mercado de Sarajevo. O los que hacían cola para el agua en el mismo Mostar. Aquellas colas del agua, del pan o de lo que fuese, cualquier tipo de concentración humana, eran blanco favorito de los francotiradores, que usaban balas explosivas. Las balas explosivas son el catecismo de los
snaiperisti
, junto al viejo principio de que nunca debes matar a la primera victima con el primer disparo. Se lo había explicado a Barlés y Márquez un francotirador bosnio en la parte vieja de Sarajevo: resulta mas rentable pegarles en partes no vitales, brazos o piernas, y dejarlos allí, vivos y desangrándose, mientras se va cazando a quienes acuden en su auxilio. Sólo después, al terminar, se los remata con un último disparo en la cabeza. Después de aquello filmaron al francotirador haciendo una demostración práctica, y se enteraron de que a veces, con suerte, si el tiro ha sido en la cabeza e destrozo del cerebro sigue mandando impulsos, se mueve el cuerpo y la gente cree que continua vivo, y va a por el, y bang.
Miguel Gil Moreno se había indignado mucho en Mostar cuando se lo contaron. Miguel era un abogado de Barcelona que había cambiado la toga por el periodismo y se paseaba de un lado para otro, por la guerra en una moto de trial de 650 cc. Era su primer conflicto, bélico y se lo tomaba todo muy a pecho porque aún vivía esa edad en que un periodista cree en buenos y malos, y se enamora de las causas perdidas, las mujeres y las guerras. Era valiente, orgulloso y cortés: nunca le pedía nada a nadie, hablaba a todo el mundo de usted era muy cuidadoso con el lenguaje. Miguel había conseguido, nadie supo como, una acreditación de prensa con una carta de la revista
Solo Moto
, y ahora mandaba excelentes crónicas desde la primera línea a
El Mundo
a diarios de provincias, utilizando el teléfono satélite del Cuarto Cuerpo de la Armija. Mientras otros periodistas contaban la guerra desde hoteles de Medugorje Spit y Zagreb, cada vez salía y regresaba con medicinas y comida pal los niños. Se lo encontraban por allí, entre los escombros, con un pañuelo verde en torno a la frente, alto flaco y sin afeitar, con los ojos enrojecidos y esa mirada inconfundible que se les pone a quienes recorren los mil metros mas largos de su vida; mil metros que ya siempre los mantendrán lejos de aquellos a quienes nunca les ha disparado nadie. Lo apodaban
El Muyahidin
porque con su pelo negro y su nariz aquilina parecía más musulmán que los propios bosnios. Después, cuando se quedaba sin un duro y le ofrecían el Intersat de TVE para llamar a casa, su madre le daba unas broncas espantosas.
Tipos raros. Las guerras estaban llenas de tipos raros. Como Heidi, la periodista alemana que echaba miguitas de pan a las palomas en la plaza Bascarsija y se ponía furiosa cuando las espantaban los bombazos. O Florent, el fotógrafo francés tan guapo que parecía un modelo de Armani, intentando que le pegaran un tiro a toda costa porque su novia le puso los cuernos en París mientras él se exponía a que le volaran los huevos en Sarajevo; desesperado, se paseaba por
Sniper Avenue
a ver si le acertaban, mientras Gervasio Sánchez y los compañeros le hacían fotos con teleobjetivo desde lejos, por si acaso. Pero todos los francotiradores pasaban mucho de él. Tipos raros como Antíoco Lostia, del
Corriere
, un milanés tan enorme que su chaleco antibalas parecía un sostén antibalas, con dientes de conejo y pelo cortado a cepillo; cada vez que caía una bomba en una habitación del Holiday Inn, Antíoco la tachaba en una lista que llevaba en el bolsillo, como si se tratara de un cartón de bingo. Una vez organizó una fiesta para celebrar haberse tirado a la intérprete mas guapa del hotel, y la tribu entera se dio cita, intérprete incluida, en un restaurante abierto a fuerza de dólares para la ocasión, comiendo latas de conservas y
spaghetti
mientras las bombas serbias caían en la calle.
Tipos raros como la banda de Julio Alonso, un equipo que trabajaba para varias televisiones, con todo el personal fumado hasta arriba y acarreando un garrafón enorme de whisky: María la portuguesa, que era corresponsal de radio y cantaba fados y espirituales negros cuando se mamaba; Pinto, reportero estrella de la RTP a pesar de que estaba loco como una cabra; el Petit Francés, un turista que se acerco a Sarajevo con un Renault 4L a ver cómo era la guerra y decidió quedarse; y el propio Julio, que había trabajado en TVE para
Informe Semanal
hasta que decidió establecerse por su cuenta. Arrastraban un cortejo de periodistas
freelancers
aventureros zumbados, furcias —Pinto amaba a una— e interpretes locales, y se metían en todos los fregados a bordo de coches destartalados llenos de botellas vacías y agujeros de tiros, con el radiocassette a todo trapo y en mitad de unos colocones tremendos. Una vez, María la portuguesa le pidió permiso a Fernando Múgica para lavarse en su habitación del Holiday Inn, y después se quedó dormida en la cama, completamente desnuda y boca arriba. Tenía unas tetas estupendas, Así que, al encontrársela allí, Múgica fue en busca de Barlés y pasaron la tarde sentados los dos frente a la cama, tomando copas y charlando mientras contemplaban el paisaje.
La banda de Julio Alonso era legendaria entre la tribu de los enviados especiales. Todos estaban muy pasados de vueltas, pero trabajaban mucho y tenían una suerte increíble. Una vez Julio estaba en Osijek con la Betacam al hombro, grabando un tejado sobre el que diez segundos antes había caído una bomba, cuando estalló otra exactamente en el mismo lugar, y todas las tejas se le vinieron encima y le quedó una imagen, como dijo mientras se sacudía el polvo, de puta madre. En otra ocasión el Petit Francés iba al volante hasta las cejas de canutos y los metió a todos, equivocando el camino, en mitad del frente de Dobrinja, donde ni los cascos azules se atrevían a ir. Pero nadie les disparó ni un tiro. Todos, serbios, croatas y musulmanes, estaban demasiado asombrados para reaccionar, viendo desde sus trincheras a aquel grupo de locos que discutía y daba marcha hacia atrás y hacia adelante en medio del campo de batalla, tirando por la ventanilla botellas vacías de JB a los campos llenos de minas. Jorge Melgarejo, que por un acceso de enajenación mental transitoria los acompañaba aquel día, siempre sudaba a chorros al recordarlo. Jorge era un tipo menudo, extrovertido y valiente, que se ponía una servilleta del hotel encima del casco para que tuviese menos aire militar. Como era bajito, sonreía siempre y usaba un casco de talla grande, solía tener aspecto de champiñón simpático. Era muy aficionado a las motos y a los divorcios, y mantenía de su propio bolsillo un asilo de huérfanos en Afganistán. Estando con los
muyahidines
en las afueras de Kabul, una granada rusa estalló delante, tirándole encima cuatro cadáveres de afganos pero sin hacerle un rasguño a él. De todos modos, como decía el corresponsal de EFE Enrique Ibáñez entre chupada y chupada a su vieja pipa, regalo de Arafat en Beirut, Jorge era reportero de la Radio Vaticana en castellano; así que, en su caso, los milagros tenían poco mérito: iban a cargo de la empresa.
Pasaban quince minutos y el puente seguía intacto. Márquez comprobó el indicador de batería y maldijo en voz alta. Quizá los continuos apagones del hotel habían afectado el nivel de carga.
—Voy al coche —le dijo Barlés.
Se puso en pie y caminó por la carretera hacia la granja, cuyos muros oscuros se veían en el primer recodo. Jadranka, la intérprete croata, estaba detrás con el Nissan vuelto en dirección opuesta al puente, por si las cosas se ponían mal y era necesario largarse a toda prisa. Siempre lo dejaban así desde que dos años antes, en Gorne Radici, una andanada de mortero los sorprendiera con el coche atravesado en el camino. En aquella ocasión, Márquez, Álvaro Benavent, Maite Lizundía y Jadranka habían tenido que arrojarse a la cuneta mientras Barlés, con las manos temblándole de angustia entre los zambombazos, maniobraba, marcha adelante y marcha atrás, hasta que todos pudieron correr de nuevo a bordo y salir zumbando.
En la trasera del Nissan estaba el material pesado: baterías y cintas de reserva, micrófonos, trípode, cables y herramientas, junto a varios bidones de gasoil, un botiquín de primeros auxilios y los cartones de tabaco de Márquez. También un par de cajas de malta escocés llenas de cintas con música para acompañar los largos recorridos por carretera: Sinnead O'Connor, Manolo Tena, los Platters, Bangless, Joe Cocker, Concha Piquer, Madonna. El Nissan era blindado, con ruedas a prueba de balas y una manta de kevlar en el piso para amortiguar el efecto de las minas. Costó veinte millones de pesetas, y Barlés se preguntaba quién del departamento de Administración de TVE, por lo general mezquino hasta la exageración a la hora de soltar un duro extra, había caído en el estado de euforia etílica necesario para autorizar aquel dispendio. La salud física o el bienestar de sus enviados especiales no era algo que quitara el sueño a los responsables de Torrespaña, capaces de regatear hasta el importe de una cena en Sarajevo el día de Nochebuena, o pedir factura cuando gastabas cincuenta dólares en sobornar a un aduanero. A la hora de liquidar cuentas, el diálogo era siempre idéntico: