Read Territorio comanche Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
—Si mujer va sin mí, nadie cuida ella —repitió el croata.
Barlés observo la expresión hosca, obtusa, del hombre que tenía enfrente. Estaba harto de él, de su mujer y de la granja. Estaba harto de explicar; harto de palabras. De todos modos, Bijelo Polje se veía demasiado lejos de las Facultades de Periodismo. Allí las palabras sobraban.
—Si la Armija llega hasta aquí —dijo, haciendo un último esfuerzo— nadie cuidará de ella tampoco.
El hombre se volvió a medías para mirar a su mujer. Después bajó avergonzado la cabeza e hizo un gesto con la mano, señalando la granja.
—Es todo que tengo.
Barlés asintió despacio, antes de echarle un último vistazo a los chiquillos y caminar de nuevo, en dirección al Nissan. A veces, pensó mientras se alejaba con la mirada del hombre y los críos fija en su espalda, resulta una suerte no tener familia, ni nadie de quien preocuparse en el mundo. De esa forma uno puede salvarse, matar, morir, o reventar en paz.
El zumbido de un avión sobrevolaba el valle. Barlés sabía que era un reconocimiento de Naciones Unidas, pero echó un vistazo instintivo a los árboles cercanos, en busca de posibles lugares donde protegerse. Tres años antes, en Vukovar, un Mig serbio que volaba despacio y bajo lo había sorprendido en idéntica situación que ahora, camino del coche en busca de una batería de reserva. Aquel Mig llegó de improviso cuando Barlés se hallaba al descubierto, en mitad de un descampado. Era tan absurdo correr que estuvo allí quieto y sobrecogido de miedo, mirando hacia lo alto con la inútil batería en la mano, mientras el avión se inclinaba de un ala para identificar la silueta solitaria e inmóvil y las letras TV pintadas en el techo del coche cercano. Barlés recordaría siempre el siniestro fuselaje mimetizado, el reflejo del sol en la carlinga y la silueta del piloto mientras se inclinaba a mirarlo. Después, el Mig se fue a soltar las bombas mas lejos, en la parte vieja de la ciudad, sobre otro objetivo que valiera mas la pena.
Cuando llegó al Nissan, Barlés aún pensaba en Vukovar, el Estalingrado croata. La ciudad fue destruida casa por casa en el otoño del 91, y en algunas de esas casas, mientras todo ocurría, estuvieron Márquez y él. Entraban y salían por los maizales con una vieja Ford Transit incluso durante los últimos días, cuando todo era un montón de escombros donde resistían sin esperanza los últimos defensores. Vivieron en el hotel Dunav hasta que fue destruido, y la ultima noche en el fue aquella en que Gervasio Sánchez salió del refugio en busca de Barlés mientras las bombas serbias caían por todas partes, y los barcos federales, que eran sombras siniestras y oscuras a lo largo de la corriente, tiraban sobre el Dunav desde el río. No había otro refugio que los urinarios, y allí se metieron media docena de soldados croatas, Barlés, Márquez, Jadranka, Gerva Sánchez, el fotógrafo argentino Manuel Ortiz, y Alberto Peláez con su equipo de Televisa Méjico. Fue una noche larga, ruidosa e incómoda, entre el retumbar de las explosiones y el hedor de los retretes.
—De aquí no salimos —decía Alberto Peláez, observando a los jóvenes croatas descompuestos por el pánico. Alberto era un pesimista nato y siempre lo pasaba fatal en las guerras. A pesar de eso, volvía una y otra vez sin que nadie lo obligara, y le entraban unos remordimientos enormes cuando se perdía algo importante. En eso era igual que Julio Fuentes, de
El Mundo
, que lo pasaba muy mal cuando estaba entre las bombas y lo pasaba aún peor cuando no estaba.
Aquella noche, mientras se protegían del ataque serbio en los urinarios del Dunav de Bukovar, a la luz de una vela, los periodistas sacaron una botella de Jack Daniels para encajar mejor la cosa. De vez en cuando, un estampido más próximo hacía temblar las paredes. Acurrucados en un rincón, con la cabeza entre las manos, los soldados miraban a los reporteros como se mira a un grupo de locos. Que coño hacen estos tipos, se preguntaban.
—¿Por qué estas aquí? —interrogó uno de ellos a Manuel.
—Nunca preguntes eso —respondió el argentino.
—Yo estoy porque me he divorciado —dijo alguien—. Para que se joda.
Nadie cuestionó la oscura 1ógica del asunto. Entre ellos, Márquez dormía a pierna suelta, indiferente a las bombas de afuera, al hedor de los urinarios atrancados y a las conversaciones.
—Yo no quiero morir —decía Alberto, medio en broma medio en serio.
—Yo tampoco.
—Ni yo.
—A ver si os calláis de una puta vez.
Pero no se callaban, porque la tensión desata los nervios y la lengua. La botella siguió su ronda y el técnico de sonido mejicano y Manuel, algo mamados, se pusieron a cantar rancheras. Así que Barlés fue a instalarse con su saco de dormir arriba, en el vestíbulo del hotel, junto a una columna de hormigón que le pareció, en la oscuridad, relativamente segura, y Gervasio Sánchez, que era amigo suyo, subió a buscarlo para que bajara de nuevo. Al no convencerlo pasó el resto de la noche tumbado en el vestíbulo con el, haciéndole compañía, iluminados a intervalos por el resplandor de las bombas que estallaban en la calle.
—Si me matan esta noche —decía Gervasio— no te lo perdonaré nunca.
Gerva Sánchez era una de las mejores personas que cubrían aquella guerra. Empezó como
freelance
en las guerras de América latina, El Salvador y Nicaragua, y ahora trabajaba para
Cover
y
El País
, además de enviar crónicas a su diario natal,
El Heraldo de Aragón
. Corría riesgos enormes buscándose la vida de un lado a otro, y después de Vukovar y Osijek y todo aquello pasó largas temporadas en Sarajevo. Se lo encontraban siempre a pie por las calles de la capital bosnia, cargado con sus cámaras y su destrozado chaleco caqui de reportero sobre el antibalas de segunda mano.
—¿Y tú por qué estás aquí? —le preguntaba Barlés, guasón, aquella noche en el vestíbulo del hotel Dunav de Vukovar.
—Porque me gusta— respondía Gervasio humilde, en voz baja.
Además de buena persona, Gerva Sánchez era un gran fotógrafo de guerra. En los últimos tiempos formaba a menudo pareja con Alfonso Armada, de
El País
, un joven con gafas redondas que era autor teatral de éxito, pero fue a Sarajevo para una sustitución y se aficionó tanto a aquello que no había forma de sacarlo de allí. Iban siempre juntos a todas partes, como Hernández y Fernández.
El recuerdo de Gervasio hizo sonreír a Barlés. Sin embargo, respecto a Vukovar no había muchos motivos que justificasen la sonrisa. Ninguno de los soldados croatas que conocieron entonces seguía vivo ya, salvo en las imágenes de Márquez archivadas en Torrespaña. Cuando cayó la ciudad, los serbios asesinaron a todos los prisioneros en edad de combatir, Grüber incluido. Grüber era comandante de la posición de Borovo Naselje, donde Márquez y Barlés solían instalarse durante los combates porque allí los dejaban moverse a su aire. Incluso, una vez, Grüber organizó un contraataque para recuperar un edificio cercano, a una hora con buena luz para que ellos lo filmaran. El contraataque fracasó, pero lograron llegar hasta los blindados serbios destruidos y grabar los cadáveres de soldados federales tendidos en el suelo, antes de que los otros, los vivos, los obligaran a retroceder de nuevo. El comandante Grüber tenía 24 años, fue herido varias veces, y los últimos días, con un pulmón lleno de agujeros y un pie amputado hasta el tobillo, terminó con otros centenares en el sótano del hospital, cuando ya el perímetro defensivo se reducía a unos pocos metros. Así que al llegar los serbios, lo sacaron fuera con los demás y le pegaron un tiro en la nuca. Todos ellos, Grüber y los chicos de Borovo Naselje, Mate y Mirko el bosnio, incluso Rado, el rubito pequeño que se enamoró de Jadranka, la intérprete, estaban ahora en fosas comunes, abonando los campos de maíz.
Aquella misma Jadranka, el amor platónico del pequeño Rado, estaba ahora en el Nissan, anotando las noticias que escuchaba por la radio, y levantó la cabeza para mirar a Barlés, preocupada, cuando este abrió la puerta del coche. El periodista se pregunto si ella recordaría como el a Grüber y al resto de los muchachos de Vukovar. Imaginaba que sí, aunque Jadranka siempre se negaba a hablar de aquello, como si deseara olvidar un mal sueño. Vukovar fue su bautismo de fuego en una guerra que ella empezó como ardiente patriota para terminar decepcionada de la política, la guerra, los hombres y mujeres que manejaban los hilos de ambas. En 1992, tras dimitir de un influyente cargo oficial en el Gobierno Tudjman, Jadranka recuperó su plaza de profesora de castellano y catalán en la Universidad de Zagreb. Alternaba eso con trabajos de intérprete para la embajada de España, y sólo volvía a los frentes de batalla en muy raras ocasiones, para trabajar con Barlés y Márquez, a 130 dó1ares la jornada. La unían a ellos lazos especiales; al fin y al cabo, a su lado había descubierto la guerra casi tres años atrás, moviéndose por toda Croacia de Petrinja a Osijek, de Vukovar a Pakrac; su currículum profesional como interprete de aquel verano-otoño del 91 estaba ligado a los nombres de las mas crueles batallas entre federales yugoslavos y nacionalistas croatas. Era morena, grande y dulce, con el pelo prematuramente encanecido, y sostenía que muchas de aquellas canas correspondían a días de trabajo junto a Márquez y Barlés. Odiaba las corridas de toros y consideraba a los españoles sanguinarios; lo que, viniendo de una croata, tenía mucha guasa.
—Todo va mal —informó Jadranka, apagando la radio.
—Ya me he dado cuenta.
—La Armija se mueve hacia Cerno Polje. Si llegan hasta allí, cortarán la carretera.
El periodista blasfemó despacio, en voz alta y clara. Aquello era un fastidio. Si los musulmanes cortaban la carretera iba a ser difícil irse. Ella, en especial, con su apellido —Vrsalovic— nunca lograría pasar un control de la Armija a pesar de su acreditación de Naciones Unidas.
—Como en Jasenovac —murmuró Barlés.
—Como en Jasenovac —repitió ella, sonriendo inquieta.
Se habrían escapado de Jasenovac un par de años antes, cuando los tanques serbios cerraban la tenaza en torno a Dubica, pasando a toda velocidad por el punto donde la ruta iba quedar cortada diez minutos mas tarde. Antes de abandonar Dubica, Barlés tuvo tiempo para rescatar de una iglesia en llamas dos misales ortodoxos del XVIII y un pequeño lienzo antiguo de San Nicolás, que cortó del marco con cuatro tajos de su Victorinox.
—Se iba a quemar de todas formas —dijo.
Aquello lo hizo acreedor a una bronca de Jadranka cuando esta supo que no tenía la menor intención de entregarlo a un museo o al ministerio de Cultura croata.
—Pillaje se llama eso —repetía, indignada, mientras Márquez hacía volar el coche por la carretera—. Pillaje infame.
El hecho de que Barlés le recordara que la iglesia era serbia ortodoxa y que la habrían incendiado los propios croatas, no atenuaba su indignación. En aquel tiempo, Jadranka conservaba intactos sus puntos de vista morales de antes de la guerra. Era la época en que el equipo de TVE en la que aún se llamaba Yugoslavia lo componían cinco: ellos tres con el técnico de sonido Álvaro Benavent y Maite Lizundía, la productora jovencita novia de un músico de Los Ronaldos. Maite era pequeña, silenciosa y resuelta. Estaba en su primera guerra y hacía exactamente lo que veía hacer a Márquez y Barlés, siguiéndolos a todas partes con su mochila a la espalda y la cabeza agachada cuando pasaban las bombas y las balas. En Vukovar, el día que los serbios lanzaron su primer gran ataque de artillería contra el cuartel general croata, tuvieron que decidir entre bajar al refugio, lo que suponía seguridad momentánea pero también la posibilidad de no salir nunca, o alejarse a pie del sector donde se concentraba el bombardeo. Escogieron la segunda solución, y Mayté los acompañó sin decir esta boca es mía durante aquella larga medía hora, pegándose a las fachadas de las casas, sin poder filmar un plano ni maldita la gana que tenían, mientras los proyectiles reventaban encima y les hacían caer sobre la cabeza tejas y ramas de árboles. En cuanto a Álvaro, el técnico de sonido, era un tipo decidido y tranquilo, que incluso cogió la Betacam para rodar unas imágenes excelentes durante los combates de Czorne Radici. Pero después de Vukovar, y del día que se escaparon por los pelos de Dubica y Jasenovac, no volvió a ser el mismo. Barlés recordaba el ruido de su respiración y sus dedos clavados en el respaldo del coche mientras aceleraban por la carretera y los tanques serbios se movían a lo lejos, en el horizonte. Nunca quiso volver con ellos a la guerra. Después de esto, repetía una y otra vez por la carretera de Jasenovac, yo he cumplido con la patria. Así que os pueden ir dando. A los dos.
Mujeres en la guerra. Jadranka, Maite. Heidi y sus palomas. Catherine Leroy con sus cámaras al hombro, discutiendo con un soldado israelí en Tiro. Carmen Romero, de Efe, mojada de nieve en el Intercontinental de Bucarest, buscando un teléfono para transmitir que había muchos muertos en las calles. Carmen Postigo ejecutando un baile sexy con Ulf, su cámara sueco, la Nochevieja de la caída de Ceaucescu. Aglae Masini cruzando Beirut, esquivando francotiradores, ciega por el gas de las bombas, para transmitir su crónica diaria por télex al diario
Pueblo
. Carmen Sarmiento contando en directo una emboscada, en Nicaragua. Lola Infante en Yamena, mirando despavorida a Barlés cuando éste le puso sobre la falda la clavícula de un esqueleto —tiro en la nuca, manos atadas con alambre devorado por los cocodrilos a orillas del río Chari. Arianne conduciendo con chaleco antibalas y un cigarrillo en la boca mientras los francotiradores disparaban en la
Sniper Avenue
de Sarajevo y en la radio del coche Lou Reed cantaba
Caminando por el lado salvaje
. Cristina Spengler en un Land Rover cubierto de polvo, entre campos de minas al sudoeste de Tinduf. Slobodanka manchada de sangre, intentando cortarle la hemorragia a Paul Marchand. Oriana Fallaci contándole a Barlés lo de su cáncer a bordo de un avión entre Dahran y Hafer Batin, una semana antes de la invasión de Kuwait. Peggy, la cámara de la CNN, con la mandíbula inferior destrozada por una bala explosiva y la lengua por corbata. María la Portuguesa durmiendo con las morenas tetas al aire. Corinne Dufka recortada a contraluz en las llamas del hotel Europa, con el cabello recogido en una trenza, los ceñidos tejanos y las Nikon colgadas del cuello, el día que Barlés no pudo quedarse quieto y ella lo fotografió sacando niños en brazos. Corinne y Barlés se conocían desde El Salvador, y era la mujer mas valiente que el vio nunca en una guerra. Sus fotos de Bosnia daban la vuelta al mundo y eran portadas en
Time
,
Paris Match
y las grandes revistas internacionales. Había estado en Sarajevo meses y meses, entrado en Mostar a pie, por las montañas, y en el 92 saltó sobre una mina en Gorni Vakuf. Tardo un mes en recuperarse, y volvió de nuevo a la guerra, luciendo cicatrices aún frescas que se unían a las antiguas. Como dijo Gerva Sánchez al verla aparecer otra vez en el vestíbulo del Holiday Inn, hay mujeres que tienen un par de cojones.