The Chicano/Latino Literary Prize (34 page)

BOOK: The Chicano/Latino Literary Prize
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another fable was wrought.

Her charro,

mahogany on the couch,

snored harmonies

and surrendered no ay-ay-ays of love.

Liliana Valenzuela

First Prize: Novel

Zurcidos invisibles
(excerpt)

La pared crujió. ¿Era un sueño? Todavía era tan temprano, ni siquiera las siete. Dolores miró de reojo al reloj. Miró la cama vacía de Marta. ¿Dónde está Marta? Ah, está haciéndoles el desayuno a los dos inquilinos y a Rafael. Ya han de haber salido al trabajo y ella estará lavando los platos. La lámpara se balanceaba del techo, despacito, de la puerta a la ventana. Dolores trató de enfocar sus ojos en la lámpara pero no podía distinguirla bien. ¿Dónde estarán mis lentes? Dolores los buscó a tientas sobre su buró mientras oía otro tronido. Más fuerte. Inconfundible. Se quitó las lagañas, se puso los lentes y vió la pared de enfrente partirse en un zigzag de cemento, de pronto pudo ver la casa de sus vecinos a través del agujero. La casa rugía, y los gritos de los vecinos se colaban por hoyos y grietas. Las camas de Dolores y Marta bailaban por el piso, las píldoras amarillas, azules y rojas de Marta salieron del botiquín y se estrellaron contra la ventana, las medicinas de Dolores cayeron junto a la jarra de agua que dejaba sobre el buró.

“¡Marta! ¡¡Marta!! ¡Ven a bajarme!” gritó Dolores desesperada mientras sonaba la campanita que usaba para que le trajeran la comida. La campanita se ahogaba como la voz de un monaguillo en pleno mercado de la Merced, enterrada en escombros y pedazos de cemento que caían por todos lados. Nuestra casa es fuerte, pensó Dolores, es de las casas buenas, de antes, no se va a caer, no se puede caer.

Abajo, Marta se agarraba de la puerta del refrigerador mientras los platos caían como abanicos al piso. Pedazos de tazas, de cristal cortado esparcidos por el suelo. Agarraba con la otra mano una botella de leche que se desparramaba por la cocina. Marta escuchaba los gritos de su tía a lo lejos perdidos entre la orquesta de vidrio, el cemento encabronado y la tierra que rugía para tragarlo todo. La tierra tiene hambre, pensó Marta, y regó el resto de la leche en el piso. Le echó los restos del huevo, los frijoles, el café, quiso que se lo tragara todo y la dejara en paz. Marta pensó en subir al cuarto y ayudar a bajar a su tía. Pero no lo hizo. No quiso que su tía viviera ya más. Quería que se la tragara la tierra. Que se la comiera junto con los frijoles y la leche y que no regresara nunca más.

Marta trató de salir de la casa pero se caía una y otra vez en el piso. Los pesados muebles se deslizaban crujiendo sus viejas maderas, las polillas saltaban para salvar sus vidas, el gato lloraba en el jardín, el candelabro cayó en el piano de cola y ella sonrió. No volvería a escuchar esa música que la atormentaba, el piano estaría mudo. Sus rodillas llenas de moretones, gateó hasta llegar a la puerta delantera. Me largo, pensó Marta, y se atravesó corriendo al camellón de las palmeras.

“¡Martaaaa! ¡Marta!” gritó su tía por última vez mientras el techo de tejas le caía encima como castañuelas. Las medias, las pañoletas, las corbatas salieron por la ventana. De los closets de Marta, de Dolores y de Rafael salieron discos de Elvis, cartas de enamorados clandestinos, dildos, tequila, minifaldas, tacones de aguja, postales de Las Vegas, aceites olorosos y manuales del Kama Sutra. Una enorme viga de madera cayó sobre el estómago de Dolores y la pared se derrumbó enfrente de ella.

Gritos de espanto salían de todas las casas. Marta estaba acostada en el camellón, la ropa rasgada, el rimel corrido sobre su cara, riendo incontrolablemente.

Hoy en la tarde viene Leti con los chiquillos a merendar. Marta tiene que ir por leche, los tamales y preparar el atole. Tía Dolores ha estado muy exigente todo el día. “Marta, tráeme mis lentes”. “Marta, hazme un chocolate”. “Marta, ¿ya le diste de comer al gato?” A Marta ya le anda por salir de la casa.

“Voy por la leche, Tía”, dice Marta mientras agarra su monedero, las llaves y la bolsa verde del mandado y sale a la Avenida Sinaloa.

“No te tardes”, dice Dolores, sorbiendo los últimos tragos de su chocolate.

El sol se cuela por las palmeras que desfilan por el camellón. Marta pasa por el puesto de las flores, la panadería, la refaccionaría, la farmacia del Perpetuo Socorro. Al caminar va sonando su monedero, contenta de respirar aire fresco. Cruza la Avenida Nuevo León y llega a la Tamalería Flor de Lis. Pide 6 de chile rojo, 6 de verde, 2 oaxaqueños y 5 de azúcar para los niños. Compra la leche en el súper de al lado y decide pasar a Woolworth's por una malteada de fresa. Entra a la tienda en Avenida Revolución, pasa por la sección de los dulces rojos, las paletas mimí, los pirulís, y se sienta a la barra. Al lado derecho una pareja come unos tacos de pollo y al izquierdo una viejita come una dona. Marta sorbe lentamente la malteada, apretando el popote con los labios y dejando los pedazos de fresas para el final. La señorita de Woolworth, con su uniforme a rayas verdes y blancas y su gorrito de la misma tela la mira de reojo. Su cabello rubio pintado sale de su gorrito en caireles. “Te gustan las malteadas, ¿verdad?” le pregunta mientras enjuaga la licuadora.
“Sí, me encantan, trato de venir cada que puedo, pero mi tía está enferma y casi no me deja salir”, dice Marta. “Ah qué caray, así es con los parientes, yo también tengo una tía que se queja todo el tiempo, que si la reuma, que si los juanetes, gracias a Dios no vive con nosotros”, dice la señorita sobándose la espalda y riéndose. Marta sonríe.

“¿Por qué te tardaste tanto?” le grita la tía Dolores desde su recámara. “No te puede uno encargar nada. Distraída que eres. Ándale, ayúdame a bajar que ya van a venir Leti y sus niños a merendar. ¿Trajiste los tamales?”

“Sí, tía”, dice Marta mientras se muerde el labio inferior y pone los tamales en una olla tapada para que no se enfríen. Saca la leche de la bolsa y por poco se le resbala al suelo. La mete temblorosa al refrigerador y sale desesperada escaleras arriba.

“Anda, Marta, ayúdame”, dice Dolores, empuñando su bastón. “Sí, tía”, dice Marta, mientras la levanta del brazo de su sillón y respira su olor a clavo oxidado. Marta está agitada y con trabajo baja a su tía Dolores a la sala, la instala en su sillón preferido, perpendicular al círculo de los otros sillones y sillas. Le trae una galleta con un vaso de leche y sube rápidamente al cuarto que comparte con su tía.

Saca las pastillas de puntitos azules con amarillos y se traga dos. Tal vez hoy necesite tres, piensa, que con la emoción del día, de la malteada, Woolworth, la calle, el regaño, y por si fuera poco al rato llega mi hermana Leti con sus chiquillos. Los niños se portan bastante bien. Pero luego tocan música en el piano y eso le pone tan triste, sobre todo el “Claro de Luna” de Beethoven, no lo aguanta, las tripas se le aflojan por dentro y no quiere sino llorar.

Marta se retoca el maquillaje, dibuja una larga línea negra sobre sus ojos, los labios un rojo castaña. Se echa perfume bajo de las orejas y baja a preparar las botanas.

Mi tía Martita nos trae cacahuates, pedacitos de queso, aceitunas y vasos de orange crush o coca, aunque hoy también nos dieron rompope. Mi tía Martita bebe rompope también. Mi mamá platica con mi tía Dolores que está en su sillón de reina, de ladito. Trae sus lentes oscuros y anda toda de negro, aunque ya hace mucho que se murió su esposo, yo ni lo conocí, dicen que era bien borracho. Mi tía Martita casi no habla, sólo cuando le preguntan algo, nos trae las botanas y se ríe cuando nos ponemos las carpetas que hay en los sillones en la cabeza, como si fuéramos a ir a misa. Mi mamá nos arrebata las carpetas despúes de un rato y nos dice que nos estemos quietos.

Mi tía Dolores habla de lo caro que está todo, de cómo le duelen las manos y ya no puede coser igual que antes, de que ahora sí la van a operar de las cataratas, y de España, de cómo su papá era rico y tenía tierras y se vino a
México a hacer más fortuna y de cómo todo es mejor allá. Mi mamá le da la razón en todo porque no le gusta pelear ni contradecir y además es su tía.

Mi tío Rafa baja por las escaleras y nos saluda. Mi tío Rafa y mi tía Martita viven con mi tía Dolores desde que se murió mi abuelo y se vinieron a México desde Celaya. Mi tía Dolores renta además dos cuartos de la casa. A veces hay unos japonesitos, otras veces estudiantes o maestros, pero ella dice que los japonesitos son los mejores, tan educados y ceremoniosos que ni se les siente que están ahí.

Al rato tocamos el piano. Yo toco “El Cisne”, “Canción de Primavera”, “Para Elisa”. Este piano suena mejor que el de la casa porque el techo es bien alto, casi como una iglesia, con un balcón interior, y además es de cola. Está cubierto con una mantilla de España bordada con flores rojas, amarillas y blancas. Mi tío Rafael, de traje café y corbata aunque esté en su propia casa y haga calor, se sienta al piano. No sé qué espíritu le entra cuando toca que aprieta la boca y resopla por la nariz como un caballo desbocado. Levanta la cabeza hacia el techo y cierra los ojos, mientras que da unos acordes endemoniados y no se equivoca ni una vez. Suda y suda y sus dedos se mueven de un lado a otro tocando el “Movimiento Perpetuo”, “El Sueño de Amor” y el “Rincón de los Niños”. Le aplaudimos con muchas ganas y le pedimos “La Danza del Fuego”, “El Estudio Revolucionario”, y él sigue tocando, disculpándose que disque no ha tenido tiempo de ensayar pero yo creo que sí ha ensayado pues no se equivoca nunca.

Mi tía Marta tiene una cara como que quiere llorar. Dice buenas noches y sube las escaleras a su cuarto. Dicen que la música la altera mucho, sobre todo cuando Rafael toca “El Claro de Luna”, que está mal de los nervios y con la música se pone peor. Me cuelo arriba y la llamo, “Tía Martita, ábreme, no seas malita, y subimos a la azotea a ver a los colipavos todos blancos y esponjados, ábreme, no estés triste”. Oigo que repega un mueble contra la puerta, pesado y ronca, ya no puede entrar. “Tía, ¿por qué? ¡Ábreme!”

Ya se encerró, no quiere ver a nadie. Me siento afuera de su puerta y desde el balcón interior veo y oigo a mi tío Rafa dar los últimos acordes del “Claro de Luna”:
Luna que te quiebras sobre las tinieblas de mi soledad, ¿adónde vas?
¿Cómo va esa otra canción? Luna que quiebras el corazón de mi tía, lo haces cachitos, alumbras unos charcos llenos de recuerdos…

“¿Qué te hicieron, tía Martita? Dice mi mamá que extrañas a tu papá que murió cuando eras tan joven, ¿es cierto, tía? ¿Te descuacharrangaste todita por dentro? ¿Por qué tienes esos ojos de panda?”

¿Cuándo fue que pensé por primera vez, “mi tía Martita está muerta”? Nunca le dije a nadie.

Benjamín Alire Sáenz

Second Prize: Short Story

Alligator Park
(excerpt)
I

In 1984 or maybe 1985, I don't remember the year, the years seem far away to me like they never happened, but they happened—I know they happened. Anyway, whatever year it was, I think 1985, we were living in Tecapán and I heard my mother and father talking about all the rumors—I was always listening to other people's conversations—the rumors about the guerrillas. My mother said there was talk, lots of talk about the guerrillas and they were assassinating people. My father shook his head like he already knew it. My mother kept talking about how the guerrillas had begun to bother people and sometimes took them out of their houses and encouraged them to join. I heard those things many times afterwards and I knew it was all true. It was true. They tried, the guerrillas, to convince lots of my friends to fight the government and after a while I didn't see some of them anymore so I guess some of them did join. I don't know, it's confusing, but I do remember those things. I remember those things. I dream about them sometimes but I don't know what the dreams mean, but they scare me and so now I don't pray.

I had a friend of mine, well, not a very good friend, but a friend and he was a teacher at our school. I liked him real well because he liked my ideas and he was very good to us, but he always seemed a little sad even when he laughed. Me and another friend of mine were talking to him before school one day and that day six men came into the school courtyard. The men were all covered up and they had handkerchiefs on their faces and all I could see was their eyes, and the eyes weren't old and the eyes were soft, but they had weapons, maybe rifles, maybe guns—I can't remember—and the men shot and killed our teacher right there in front of us. And the teacher was right in the middle, saying something, but I don't remember anymore what he was saying and I guess it doesn't matter because he just fell. It was the first time I ever saw blood and I saw a lot of it afterwards so now I hate the color red, and the men, the men took some of the students, maybe six of them, all about my age, between ten and fourteen years old because those were the ages of the people who went to our school, and me and my friend, Arturo, ran and hid. What we did was run and hide and I remember thinking that I was going to be dead like my teacher so I ran. Arturo was right behind me and all I could think of was bullets and the eyes of the men. We hid in some fields of a farm outside of our town and we sat there all day until night came and we never said a word.

Jaime put down the notes he'd taken down that morning. He didn't feel like reading any of it anymore. It bothered him. He thought of Franklin and the
distant look on his face when he was telling him his story. He had explained to Franklin that political asylum cases weren't easy and that it would take a long time, and the first thing they had to do was write down his story.

“Can't I just tell the judge everything?” Franklin asked.

Jaime tried to explain that everything had to be on paper, and Franklin answered that he couldn't even speak English much less write it.

“I know,” Jaime told him, “that's why you have me. You tell me and I'll write everything down, and then I'll put it into English and then we'll fix it all up and organize it so it will all make sense.”

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