Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
—Ahora, ya no me queda demasiado tiempo. Me espera mi avión, debo volver a Nueva York. ¿Qué diablos está haciendo tu marido?
—Ahora vuelve.
Pero Jimbo no se movía. Los dos jóvenes acababan de darse la vuelta en aquel preciso instante. Cogidos de la mano, iban bordeando las fachadas de ladrillos rojos de Marlborough Street.
—¿Sí o no, Ann? De momento, sigue siendo de ti de quien depende. He opuesto resistencia a Martha por ti y, en menor medida, por Jimbo. Dame luz verde y le digo que vuelva a Colorado y tendrá que ceder.
Jimbo seguía inmóvil, petrificado, y bajaba la cabeza para contemplar el sobre del que no había logrado deshacerse.
—Sí —dijo Ann—, dile que vuelva.
—Que quede claro —dijo Melanie con autoridad.
Y resultaba evidente que se dirigía tanto a Ann como a Jimbo:
—He tomado mi decisión sólo en nombre de los exclusivos intereses de Killian. He hablado por extenso de ello con Doug Mackenzie.
—También has hablado al respecto a Martha Oesterlé —observó en tono amable Jimbo.
—Sí que he hablado a Martha, pero no tenía necesidad de hacerlo. Todos sabemos su opinión sobre el asunto: Jimbo, tu sitio está en Colorado Springs, delante de Fozzy, y este incesante ir y venir, todas las semanas, es una locura. Sobre todo desde que conseguimos ese contrato con el Gobierno.
Melanie se calló, desconcertada por el nerviosismo que adivinaba en el aire, sin comprender el motivo. Lanzó un vistazo a Ann, pero ésta le daba la espalda, pues parecía absorta en el espectáculo de la calle. Melanie prosiguió:
—Bueno, pues, hablemos claro. Pese a la insistencia de Mackenzie…
Jimbo volvió a sonreír, con sus azules ojos llenos de inocencia y dulzura:
—Y de Oesterlé…
Melanie asintió:
—… de Mackenzie y de Oesterlé, he decidido que acabes el trimestre que has comenzado en Harvard, pero me gustaría que estuvieras en tu puesto en Springs el 2 de enero, Jimbo, y definitivamente y con dedicación exclusiva. Nada de ir y venir más.
Silencio.
—¿Cómo se llama ese otro profesor de informática del que Martha me ha hablado y que podría sustituirte? ¿El del MIT?
—Cavalcanti.
—He preguntado por él a Sonnerfeld y a Wagenknecht. Los dos consideran que es bueno.
—Es mejor que bueno, es notable —dijo Jimbo con amabilidad.
Ann se volvió bruscamente de la ventana y, sin dar explicación, abandonó el salón. La oyeron subir al piso de arriba.
Una pausa.
—Dios mío —dijo Melanie—, ¡ojalá tu puñetero Fozzy no hubiera señalado nada! Todo este asunto me irrita.
—Lo comprendo —dijo Jimbo.
—Quiero mucho a Ann, Jimbo. Os quiero mucho a los dos.
Jimbo se acercó a Melanie, se agachó y la besó en los labios.
Ella le devolvió el beso y se apartó.
—¿Qué ocurre exactamente, Jimbo?
Vaciló:
—¿Los Siete?
Él dijo que no con la cabeza:
—Los Siete no existen. No vamos a volver a hablar de ellos durante años. Era una simple broma.
Entró en la habitación. Ann se encontraba en ella, doblando ropa en una maleta.
Silencio.
Él se sentó en la cama y se quedó mirándola.
Ella alzó la vista hasta él y le preguntó con una ligera nota de agresividad en la voz:
—¿Vas a volver a Colorado?
Entonces la inmensa mano de él se desplazó muy despacio, le tocó la cadera y la acarició. Ella cedió a sus largos dedos y se acercó a él.
Él se la colocó sobre las rodillas. Ella se echó a llorar muy suavemente, sin hacer el menor ruido, ovillada entre los brazos de gigante de él.
Él le dijo:
—Te quiero.
Liza pensó:
«Detestó a esa mujer, que es la suya.
»Y eso no tiene sentido.
»Me reprocho esta animosidad y casi este odio que siento por ella. ¡Celosa!
»Una cosa es saberlo y comprenderlo y otra muy distinta borrar ese sentimiento. Este cuerpo que es el mío tiene sus propias reacciones, que no siempre consigo dominar.
…
»Ha querido devolvernos el dinero que iba en el sobre con las barras rojas. He sentido vergüenza por él. Entonces ha sido cuando he calibrado lo que nos separa a nosotros de él. Cualquiera de nosotros habría adivinado lo que íbamos a responderle, Wes y yo, cuando nos alargó el sobre: »¿Qué dinero? ¿Qué dinero es ése? ¿De donde procede? ¿Por qué hablarnos a nosotros de él? ¿Que nosotros le hemos enviado catorce mil y pico dólares? Pero, ¿de dónde íbamos a sacarlos? Si sólo somos unos niños. Ni siquiera tenemos derecho a abrir una cuenta corriente en un banco. ¿Y que ese dinero que le han enviado es la octava parte de un botín? ¡Pero, bueno! Catorce mil y pico dólares multiplicados por ocho dan unos ciento quince mil dólares. ¿Que nosotros hemos tenido entre nuestras manos ciento quince mil dólares?»
»Me ha decepcionado. No es tan inteligente como yo pensaba o, si no, se deja influir demasiado por sus sentimientos. El resultado es el mismo.
»Me ha decepcionado. No me queda más remedio que reconocerlo.
»Aunque sienta deseos de ofrecerle mi vientre.
…
»Aquel de nosotros que ha tenido la idea de tenderle esa trampa tenía razón.
…
»Falta por saber cómo va a funcionar la trampa, ahora. ¿Qué va a hacer el Hombre-montaña? ¿Denunciarnos? De todos modos, debe de sospechar que no serviría para nada.
»No hay pruebas.
»Y él lo sabe.
»Pero hay otra cosa que Wes y yo y todos los demás hemos advertido.
»Le fascinamos.
»No sólo por nuestra inteligencia, sino también porque él ha conservado, mil veces más que todos los demás hombres, algo de la infancia: como una luz que han olvidado apagar en una casa vacía.
»Desde ese punto de vista, se parece a nosotros.
»¿Qué va a hacer?
»Guardará silencio sobre el robo que hemos cometido, estoy segura.
»Pero, ¿y después?»
Después, los Siete robaron ciento y pico millones de dólares.
Y hubo el primer derramamiento de sangre.
Robar ciento y pico millones de dólares y pasar inadvertido no es asunto de poca monta.
Robarlos presenta ya dificultades, porque no existe ningún lugar en el que se encuentre reunida semejante suma, salvo en Fort Knox en el caso del oro, en Washington, donde se imprimen los dólares en billetes, y en Denver, Filadelfia y San Francisco, donde se acuñan las monedas. Y, suponiendo que se consiga apoderarse de ciento y pico millones de dólares en uno de esos lugares, seguro que se descubrirá el robo rápidamente. Se sabrá cómo se ha cometido y por quién y no hay demasiados países que denieguen la extradición de ladrones.
Los Siete conocían el medio para robar cien millones y pico de dólares sin que se advirtiera, sin necesidad de correr ni antes ni después del robo, sin el menor riesgo de ser identificados.
Sin salir de su colegio de Harvard.
Habrían podido robar mucho más de cien millones y pico, pero cien millones y pico les bastaban para lo que habían de hacer.
No robaron ni oro ni billetes y menos aún monedas y tampoco diamantes: nada tan visible.
Robaron valores mobiliarios.
Es decir, títulos negociables que representan derechos de socios de sociedades como la General Motors, International Business Machine o American Telegraph & Telephone, es decir, derechos de deudores que pueden reportar rentas a sus titulares: en una palabra, acciones y obligaciones.
En otro tiempo, cuando se llevaban títulos de bolsa en la cartera, se recibían de los agentes de Bolsa o los banqueros unos preciosos certificados, iluminados, grabados en letras de oro con palos admirables en vitela de un centímetro de grosor. Hoy, en su lugar, existen los estados informáticos.
Escupidos por ordenadores que, por ejemplo, en el caso simplemente del New York Stock Exchange de Wall Street, una de las catorce bolsas de valores existentes en los Estados Unidos, gestiona unos 630.000 millones de dólares en títulos.
Uno de esos ordenadores encierra, él solo, doce mil millones de dólares de valores negociables. Se encuentra en sótanos férreamente protegidos de un banco de inversión de William Street, en Manhattan (Nueva York). En su memoria, hay 117 millones de títulos diferentes y el ordenador puede indicar el nombre y las referencias codificadas de los propietarios legítimos de cada uno de ellos, los códigos de los agentes de cambio e intermediarios —
brokers, dealers
, especialistas y
odd lot dealers
— que han intervenido como miembros acreditados del New York Stock Exchange, las modalidades y las fechas de las operaciones que han entrañado todas las transferencias.
Es el único que puede hacerlo y en unos segundos o, si no, un ejército de contables tardaría meses y meses y, aun así, se puede apostar con seguridad que cometerían no pocos errores.
Contiene, en particular, el once por ciento de los 287 millones de acciones ordinarias emitidas por la General Motors, doce por ciento de los tres millones de accionistas de American Telegrapah & Telephone, casi el diez por ciento de los accionistas de International Business Machine.
A ese ordenador, en William Street, había sido al que los Siete habían decidido atacar.
Jack Kerner observó el grupo de los ocho adolescentes. Sabía tres cosas de ellos: el curso que aquellos muchachos iban a seguir en su servicio había sido aprobado por Charles S. Hawks, el gran jefe, que era amigo íntimo de un banquero de Boston llamado Cavendish; aquellos muchachos estaban estudiando informática con Jimbo Farrar, del que había oído hablar, y con otro informático, Cavalcanti, al que conocía personalmente; aquellos mocosos eran, al parecer, unos superdotados, alumnos de un colegio creado por la Fundación Killian.
Además, Kerner conocía sus nombres: Wes Cavendish, Joyce Singleton, Frank Myers, Richard Sussman, Jodie Lewinsohn, Jack Getchell, Harry Bright, Gil «Gerónimo» Yepes.
Jack Kerner era programador jefe del Módulo de Gestión de Entradas y Salidas, el MGES, programa destinado a controlar las entradas y las salidas de datos, advertir los errores y corregirlos.
Al final del primer día del curso, se fijó en el más pequeño y más discreto del grupo, el que se colocaba siempre detrás de los demás. Le preguntó:
—Gil, ¿has entendido lo que es el MGES?
El fino rostro moreno cobró la expresión de pánico del joven alumno que no conoce la respuesta a la pregunta que le formula su maestro.
Gil Gerónimo puso unos ojos como platos y asustados.
—No muy bien —respondió con un hilo de voz, pues la timidez lo había vuelto casi afónico.
Al menos ésa era la impresión que daba.
Kerner le dio una palmadita amistosa en la cabeza.
—Voy a explicártelo de nuevo, hijo.
Ni por un instante sospechó lo que se ocultaba tras el espejo sin azogue de los ojazos negros y asustados de Gil Gerónimo Yepes: un cerebro capaz de adivinar, registrar y guardar al instante en la memoria centenares de programas y miles de instrucciones y, además, capaz de concebir y ejecutar la conexión que iba a permitir, a distancia, el contacto con la memoria central del ordenador de William Street, tras haber atravesado los códigos de acceso.
Después, gradas a un simple teletipo y aparato telefónico con teclas, desde el pequeño laboratorio de Harvard, a trescientos kilómetros de allí, le resultaría fácil sacar lo que deseara de dicha memoria y modificar a su gusto sus instrucciones.
Cosa que técnicamente es totalmente posible.
La prueba.
Emerson Thwaites dejó con delicadeza en un estante un jinete portador de un estandarte abigarrado y dijo a Jimbo:
—Es una pregunta muy curiosa.
Sus dulces ojos de porcelana pasaban por los soldados. Sonrió:
—Ann me hizo una pregunta idéntica en su última visita.
—¿Idéntica?
Emerson Thwaits hablaba, caminaba, trabajaba, vivía en una calma absoluta. Tenía la fe más fírme en la mala fe definitiva de la Humanidad en general y, aun así, amaba a la Humanidad en general.
Cuando Thwaites se casó con su madre, Jimbo tenía diez años y ya era más alto que su padrastro, cosa que no había facilitado las cosas, ya en su primer encuentro, cuando su madre le había dicho: «Y ahora tienes un nuevo papá, cielo». Jimbo rompió algunas figuritas aquí y allá con su impulsividad justo antes de ir a enfurruñarse en su nueva habitación.
—Casi con las mismas palabras —dijo Thwaites.
Con la delicadeza de un talador de diamantes, tomó una figurita de una aleación de plomo y metal precioso que representaba hasta el mínimo detalle un Foot Guard, granadero inglés de 1740, reconocible en particular por su mitra.
—¿Sabe usted por qué llevaba una mitra?
Jimbo sonrió: no.
—Las otras unidades ordinarias llevaban tricornio —explicó Thwaites—, pero aquellos soldados tenían la misión de lanzar granadas. A eso debían su nombre. Y los bordes salientes del tricornio habrían podido obstaculizar su movimiento. Así, pues, los tocaron con mitras y, un poco más adelante, con gorros de pelo, que, gracias a su falta de asperezas, no dificultarían el movimiento de sus brazos en el momento del lanzamiento.
El pacifiquísimo profesor de Colombia y después de Harvard imitó a un granadero en el momento de proyectar su mortífero artefacto.
—Así.
—Ahora entiendo —dijo Jimbo.
—Verá usted —prosiguió Thwaites, con imperturbable cortesía— una anomalía heráldica en la parte baja de esta mitra: el caballo de la Casa de Hanóver es blanco sobre fondo azul, cuando, en realidad, un fondo rojo habría sido más reglamentario.
—Eso es lo que estaba preguntándome yo precisamente —dijo Jimbo—. Ese detalle me preocupaba.
Un silencio amistoso, que no distaba demasiado del afecto, los invadió. Con un cuidado infinito, Emerson Thwaites, volvió a colocar en su sitio el Foot Guard, que recuperó su puesto en el centro del ejército multicolor. Entre seis mil y siete mil soldados de infantería y de caballería acampaban en la larga sala de la tercera planta; unos en mesas, otros en innumerables estantes. Aquella colección era desde hacía cincuenta años la pasión de Thwaites y, desde la muerte de la madre de Jimbo, su único amor.
—Y ahora —dijo Thwaites— la respuesta a su pregunta. Es una respuesta del historiador que soy. Hay otros ejemplos de niños promovidos, por un capricho de la Historia, a altas responsabilidades y habilitados para dar libre curso a su naturaleza. Podría mencionar a los jóvenes adeptos de Andreas Baader o a los jóvenes asesinos de las Brigadas Rojas italianas. Sería apartarse un poco, muy poco en realidad, de nuestro tema. No, le citaré tres ejemplos brindados por la Historia: Savonarola en Florencia, hacia 1495, que entregó su ciudad a los niños; Mao, en China, que entregó el poder a los Guardias Rojos; Camboya, más recientemente, que armó a sus adolescentes. En los tres casos…