Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
—¡Ah, es usted, señor Farrar!
—No es la hora de su ronda.
—Alguien, uno de los chicos, creo, ha telefoneado para avisarme de que había luz en los laboratorios.
Jimbo sacó el disquete que acababa de repasar y cargó el siguiente. Le faltaban aún seis por comprobar.
—¿Qué chico?
Cobb se encogió de hombros.
—Un chico. Uno de esos Jóvenes Genios, como los llaman. No sé cuál. Algunos tienen ya voz de hombre.
Jimbo separó sus grandes manos del teclado.
—¿Qué le ha dicho exactamente?
—Que eran por lo menos las nueve de la noche y no era normal que hubiese alguien en los laboratorios en plena noche.
Jimbo sonrió a Cobb:
—Pues ya puede usted estar tranquilo.
—Desde luego —dijo Cobb, que apreciaba mucho a Jimbo y le devolvió la sonrisa.
Acabó marchándose. Jimbo no se movió enseguida, apoyado en los brazos, como quien se dispone a ejecutar un ejercicio de cultura física. Sin embargo, se irguió. Se pasó la mano por la cara y sobre todo por los globos oculares con la punta de sus largos dedos…
… Naturalmente, la hipótesis de que uno de los alumnos hubiera avisado a Cobb era verosímil.
«Pero tú no lo crees, Jimbo. Crees que hay otra explicación.
»Crees que quieren darte a entender algo…»
Le fulguró una idea:
«O asegurarte una coartada»
.
Por el tradicional teléfono mural, llamó a Cobb:
—¿Ha habido algún alumno que haya salido esta noche?
—Sí —dijo Cobb—, montones de ellos.
—¿Un lunes por la noche? ¿Teniendo clases el día siguiente?
Oyó reírse a Cobb. Es que el día siguiente era el General Election Day, día festivo. Ocurría sólo cada cuatro años. Habían salido en grupitos, unos para ir al cine, otros a una exposición o a un concierto en el Hynes Auditorium, en el Prudential Center.
—Volverán hacia las once, seguramente. Es la hora límite fijada por la señorita Oesterlé.
Jimbo le dio las gracias y colgó. Volvió al ordenador, que continuaba con la lectura del contenido de los disquetes, que no era otra cosa que los programas utilizados para la enseñanza.
«Hay tres cosas que sabes perfectamente, Jimbo.
»La primera es que los Siete han utilizado este ordenador —mediante un teletipo y un teléfono con teclas— para llevar a cabo toda la operación del robo de los ciento y pico millones de dólares: ciento y pico, porque, para dar una cifra redonda de 96 —ocho veces doce—, había que haber partido necesariamente de una suma mayor. Los Siete lo han hecho y seguro que no han dejado ninguna pista. Los Siete no cometerían esa clase de error. Los Siete nunca cometen un error, en ningún plano y puedes pasarte horas y meses examinando con lupa cada una de las grabaciones y no encontrarás nada. La verdad es que ocho personas en el mundo saben de momento que ese dinero ha sido robado, por quién y cómo: los Siete y tú. Y tú has recibido tu parte de doce millones. Ése es el primer detalle, Jimbo.
»E1 segundo es el de que los Siete no acudirán a tu cita.
»Estás esperando para nada y lo sabes.
»Siempre lo has sabido.»
Consultó su reloj, como si no tuviera confianza en el péndulo: casi las diez. Se sentó, frente a la pantalla por la que estaba desfilando un programa de gestión de los movimientos de aviones en el suelo en un aeropuerto-tipo. Respiraba el olor familiar de la máquina. Se sentía solo y abandonado.
Quedaba el último detalle.
Desde hacía un buen rato, intentaba reprimirlo, intentaba en vano hundirlo en lo más profundo de su memoria, pero volvía a salir a la superficie, surgía de nuevo, lo invadía.
«De acuerdo, Jimbo, deja salir el tercer detalle.
»Nunca has sido capaz de impedir que tu asqueroso cerebro haga lo que desea, de todos modos. Es demasiado inteligente para ti.
»Déjalo que venga a ocupar el proscenio. Examínalo científica, fríamente.
»E1 tercer detalle que sabes, Jimbo, es que los Siete, en este preciso instante, acaban de modificar bruscamente la cadencia: ruptura de ritmo, todo cambia, se hace divergente.
»Jimbo, los Siete ya no son sólo unos chicos supersuperdotados, con unos cerebros formidables que pueden ridiculizar a cualquiera, capaces de robar cien millones de dólares como si nada, sin el menor riesgo de ser atrapados o de aprender el mongol en tres o cuatro días.
»Examínalo científica y fríamente, Jimbo:
»Los siete están matando.
»Y hasta has adivinado a quién».
Martha Oesterlé, tumbada boca arriba desde hacía horas, gemía en voz baja. Tenía unos ojos como platos y, en cierto sentido, estaba totalmente consciente. En un sentido sólo: ya sólo distinguía la habitación en fragmentos, más o menos, como si le hubieran puesto en los ojos decenas de clichés, cada uno de los cuales reprodujera sólo un detalle del decorado. Y Martha Oesterlé no conseguía reunir todos esos clichés y ponerlos en orden. Le resultaba imposible unirlo todo para formar un conjunto coherente. Su visión estaba fragmentada, como un espejo roto. ¿Cuántas siluetas había que caminaban sin hacer ruido en torno a la cama? ¿Tres? ¿Dos? ¿O era siempre la misma, que se desplazaba?
Y en todos los casos extraordinariamente alta.
Recordaba… Unas manos enguantadas la habían desnudado, la habían obligado sin violencia a acostarse boca arriba, a separar las piernas, a aceptar que el cuerpo desnudo de Fitzroy Jenkins fuera a tumbarse sobre el suyo.
Había sido penetrada por aquel hombre.
Gimió y quiso volver a erguirse. Un instante antes —¿una hora antes?—, cuando había esbozado un movimiento idéntico, las manos enguantadas se lo habían impedido, presionando suavemente sus gruesos y pesados pechos, pero aquella vez, al contrario, las manos enguantadas la ayudaron a sentarse. Por sí solo, aquel cambio de posición hizo afluir una nueva serie de sensaciones, siempre fragmentadas: el cuarto de baño iluminado, el ruido del agua que corría en la bañera, su propio cuerpo totalmente desnudo con sus caderas de hombre y sus gruesos y pesados senos, y el cuerpo igualmente desnudo de Jenkins, tumbado junto a ella; el rostro alelado de Jenkins, que sonreía en el vacío; las siluetas extrañamente enmascaradas que circulaban en torno a su cama.
El objeto que le colocaron en la mano…
… el estilete extraordinariamente acerado que desde hacía años y más años transportaba en su maletín. Su estilete propio, que le había regalado el viejo Killian.
Las manos enguantadas la hicieron cerrar los dedos en torno a su mango, la hicieron alargar el brazo y después bajarlo lentamente. La aguda punta fue a posarse sobre el pecho de Fitzroy Jenkins, en el punto del corazón. Nueva presión suave de las manos enguantadas, que indicaban el movimiento que debía hacer. El brazo de Oesterlé lo ejecutó dócilmente.
La hoja se hundió sin resistencia una docena de centímetros.
Volvió a salir despacio.
Se hundió de nuevo, unos milímetros más allá.
Diez veces, quince veces, veinte veces.
Las manos enguantadas fueron entonces a deslizarse bajo las axilas de Martha Oesterlé. La invitaron a levantarse, cosa que hizo, titubeando. Se dejó conducir hacia el cuarto de baño…
… donde ya no corría el agua y la bañera estaba llena en sus tres cuartas partes.
Dócilmente, entró en la bañera y se tumbó en ella. El estilete seguía en su mano. Las manos enguantadas lo guiaron bajo el agua agradablemente tibia: una incisión en la muñeca izquierda y después, tras haber cambiado de mano el estilete, en la muñeca derecha.
El agua estaba empezando a colorearse de rosa.
El penúltimo movimiento de las manos enguantadas condujo el estilete hacia la garganta: un breve ir y venir para abrir la vena yugular externa, en el lado derecho del cuello.
El último movimiento presionó suavemente la cima del cráneo, para hundir el cuerpo bajo el agua.
Martha Oesterlé se movió un poco, pero no mucho.
Quitaron las toallas-esponja que obstruían las bocas del aire acondicionado; volvieron a ocupar su lugar en el cuarto de baño. La climatización empezó a funcionar de nuevo normalmente y a evacuar las capas de monoamina oxidesa, un catalizador de las reacciones del cerebro humano preparado por el centro de pruebas secretas de las armas biológicas y químicas, en Dugway (Utah), en la época de la guerra de Vietnam.
Según los cálculos de los arquitectos, el sistema de climatización renovaba enteramente el aire de cada
suite
cada cuatro horas. Dicho de otro modo, al cabo de cuatro horas los últimos efluvios de gas iban a ser aspirados y no subsistiría ningún rastro de ellos.
Hacia las diez cincuenta, aún quedaban tres disquetes y algunas cintas por repasar.
Hasta entonces, las había tomado en el orden en que estaban colocadas en los armarios metálicos, maquinalmente. Al fin y al cabo, era un simple pretexto para entretenerse en el laboratorio.
Sacó los tres últimos disquetes y los examinó distraídamente. Como siempre, llevaban una etiqueta que indicaba su contenido y Jimbo podía identificarlos tanto más fácilmente cuanto que la escritura era la suya. El primero encerraba el facsímil de un programa como el que las compañías aéreas utilizan para sus reservas; el segundo reproducía un programa de control empleado por los metalúrgicos; el tercero era una copia extraordinariamente fiel —salvo los errores voluntariamente cometidos por Jimbo— del sistema CAD
Computer Auded Design
(“Diseño asistido por ordenador”), preparado por la General Motors y que servía para el estudio de las carrocerías de los coches.
Jimbo estuvo a punto de no ver el signo.
Un simple garabato escrito con lápiz en el ángulo superior derecho de la etiqueta.
La cifra 7.
Durante dos segundos le faltó la respiración. Cargó el tercer disquete, pero no puso en marcha la lectura enseguida. Se acercó al teléfono y volvió a llamar a Cobb:
—¿Lo despierto?
—No puedo dormir —respondió con bastante acritud Cobb—. Soy vigilante nocturno. No estaba dormido.
Quería simplemente saber si han vuelto los alumnos.
—Siento haberlo despertado.
—Han vuelto muchos.
—Pero no todos.
—No han vuelto los que han ido al auditorio de Boston. Seguro que yo habría oído su autobús… Quiero decir que lo habría visto. No estaba dormido.
«Déjate de cuentos, Jimbo. Esta conversación con Cobb carece de sentido. Sabes perfectamente que los Siete, aquellos de los Siete que han ido a pasar la velada en el Hynes Auditorium —
que no estaba verdaderamente demasiado lejos del Lenox
—, volverán sin falta a su hora y tú, Jimbo, lo único que estás haciendo es reforzar su coartada…»
Jimbo dijo en voz alta:
—Son casi las once y ya he acabado. No voy a tardar en marcharme.
—De acuerdo —gruñó Cobb.
—Apagaré todas las luces del laboratorio.
—De acuerdo.
Una pausa.
—Buenas noches, señor Farrar.
—Gracias —dijo Jimbo.
No se atrevió a responder «Buenas noches para usted también», por miedo a parecer sarcástico.
Volvió al ordenador.
Lectura.
Aquella vez, nada apareció en la pantalla catódica. Habían borrado el contenido del disquete.
… Pero no se molestaron en borrarlo todo, como si fuera un juego o por un error de manipulación; debía de significar algo.
Se transparentó en forma de tres palabras, como en tiempos, cuando Fozzy había descubierto la existencia de los Siete y había interceptado el mensaje que se dirigían unos a otros. La diferencia estribaba en que en aquel momento el mensaje iba destinado a Jimbo Farrar. Lo leyó cuando las tres palabras aparecieron en la pantalla y se repitieron hasta el infinito:
WE LOVE YOU.
LO QUEREMOS.
Y una repetición casi hasta el infinito, mientras se devanaba el disquete:
Lo queremos, lo queremos, lo queremos, lo queremos…
Se quedó un largo rato contemplando la pantalla apagada. Lloró, como un niño, en silencio.
Dio al ordenador la orden de borrar. Sacó el disquete ya vacío y escribió en la etiqueta: «Borrado por error. Farrar»
Se fue.
Podría haber ido hasta el coche sin ser visto por Cobb, pero dio un rodeo por el gran vestíbulo de entrada para pasar por delante del cristal de la cabina del guarda. Cobb le devolvió el saludo.
En aquel momento eran las once y diez minutos.
El día siguiente, Melanie Killian dijo:
—¿Qué andas haciendo en Boston? Hoy es festivo, no hay clase.
—Se me había olvidado —dijo Jimbo.
Una pausa.
—Martha y Fitzroy Jenkins en la misma cama y haciendo el amor… ¡Increíble! Habría jurado que Martha era virgen, a sus cuarenta y cinco años, y lo era, hasta anteayer por la noche, pero los polis son categóricos al respecto: hubo relaciones entre Jenkins y ella y sin violencia.
Melanie soltó una risita breve y sin alegría:
—Evidentemente, ¡sin violencia! ¡A quién diablos se le habría ocurrido la idea de violar a Martha!
Los penetrantes ojos de Melanie recorrieron las dos maletas, una de ellas abierta. Se oyeron pasos en la escalera: apareció Emerson Thwaites. Estrechó la mano a Melanie y propuso:
—¿Un café? Pero la Estranguladora (me refiero a mi señora de la limpieza) ha salido a hacer los recados.
—Yo me encargo —dijo Melanie.
Sin esperar a la respuesta de los dos hombres, entró en la cocina.
—Los dejo —dijo Thwaites a Jimbo—. Tendrán ustedes que hablar, seguro, a solas.
Volvió a marcharse por la escalera para reunirse con sus ejércitos. Melanie volvió con el café.
—Se han descubierto los cuerpos sin vida un poco después de las nueve treinta, esta mañana. Normalmente, deberían haberse alarmado antes, pero Martha había puesto el letrero de «No molestar», y, como siempre, los tenía aterrorizados. ¿Adonde ha ido Thwaites? ¿Leche?
—Arriba. No hay leche.
—Han abierto la puerta con su llave maestra. La puerta estaba cerrada con llave y ésta estaba sobre la mesa del salón. Al entrar, han encontrado a Jenkins desnudo como un gusano, con quince o veinte puñaladas de estilete en el corazón. Al parecer, Martha lo mató mientras dormía. Y no es eso todo: también le cortó el…
Se encogió de hombros y prosiguió:
—Completamente demencial. Eso es lo que pasa cuando se permanece virgen hasta los cuarenta y cinco años. ¿Azúcar?