The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (20 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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Tomó otro trago de Chartreuse, vacilante:

—Ann ama a Jimbo y Jimbo ama a Ann. Es un postulado. ¿Me equivoco?

Ella dijo que no con la cabeza.

—Ann, ¿estoy metiéndome donde no me llaman?

No hubo respuesta. Thwaites consultó su reloj:

—El avión de Washington ha aterrizado en principio hace una hora y media. Jimbo ya no tardará mucho.

Una pausa.

—Ann, creo que hay una relación extraña entre Jimbo y esos adolescentes.

Para llegar a la casa, en las alturas de Manitou, sólo se podía tomar una carretera, muy sinuosa y en algunos trechos muy empinada. Aparecieron unos faros. «He tardado demasiado en hablar», pensó Thwaites, casi desesperado. Precipitó su declaración:

—La actitud de Jimbo no es normal.

Ann había divisado los faros antes que él. Se levantó y fue a accionar el conmutador para que se iluminara el garaje. Volvió al gran ventanal desde el que se veía todo el valle.

—Ann…

—No le diga nada.

—Yo haría todo lo humanamente posible para ayudarlos, a los dos.

—Entonces no diga nada. Se lo ruego.

Los faros desaparecieron cuando el coche quedó justo debajo del balcón. Ann salió al encuentro de Jimbo. Thwaites permaneció solo y sintiéndose más desamparado que nunca en su vida. Pensaba: «Y, sin embargo, estoy acercándome a la verdad».

Thwaites contempló, estupefacto, la extraordinaria maraña de trenes y vías. La instalación ocupaba la mayor parte del subsuelo de la quinta de Manitou. Para pasar de una habitación a otra, Jimbo no había dudado en perforar las paredes, a diferentes alturas. Thwaites dijo:

—Y habla usted en ese chisme…

—Es un simple terminal.

—¿Y, a diez kilómetros de aquí, Fozzy lo oye y obedece?

Jimbo respondió:

—Elija un tren, cualquiera de ellos.

—Ese de los vagones rojos.

—Ahora elija lo que quiere que haga: acelerar, aminorar, pararse, cambiar de vía.

Thwaites se rió, incómodo. Propuso al azar:

—¿Retroceder?

Los azules ojos de Jimbo no se apartaban de él. Jimbo ordenó:

—Fozzy, rápido, Pekín-Siracusa, código 5649. Parada y marcha atrás.

La tierna mirada azul seguía clavada en Thwaites, desde sus dos metros de altura, amistosa, ligeramente divertida y parecía decir: «¿Y si me hiciera usted las preguntas de verdad?»

Jimbo dijo en voz alta:

—Va a hacer falta un poquito de tiempo. Hacer retroceder ese tren obligaba a Fozzy a hacer cálculos considerables. Actualmente, hay sesenta y siete trenes rodando al mismo tiempo y un solo cambio afecta al conjunto.

Una lámpara pestañeó en el terminal.

—Ahí está —dijo Jimbo.

El tren con nueve vagones detuvo bruscamente su marcha y volvió a arrancar hacia atrás. Al mismo tiempo, innumerables cambios de vías se movieron, hubo convoyes que aminoraron, cambiaron de vía, aceleraron, se detuvieron en estaciones en miniatura.

—¡Fantástico! —dijo Thwaites, con un nudo en la garganta.

Ya no se atrevía a volver a alzar la vista. Preguntó:

—¿Y si Fozzy estuviera en Boston?

—Una simple cuestión de conexiones.

En aquel segundo, Emerson Thwaites estuvo a punto de hablar de los Jóvenes Genios.

Se calló, no formuló pregunta alguna sobre el asunto que lo había llevado en realidad a Colorado. Sólo preguntó:

—¿Y Fozzy obedece a cualquier voz?

Jimbo respondió suavemente:

—No a cualquier voz, sino a la mía.

Durante su estancia en las Rocosas, aquella reunión a solas delante de los trenes eléctricos fue la única ocasión que tuvo Thwaites de hablar con Jimbo. No la aprovechó, pero nada dijo a Ann y ésta no le hizo más preguntas.

De todos modos, probablemente no habría cambiado en nada lo que sucedió.

—Te he hablado de Emerson Thwaites. Te he dicho que iba a venir a Colorado. Aquí está. Pregúntame por qué ha venido.

—¿Por qué ha venido, chaval?

—Porque se siente solo en su casa-museo de Boston y porque nos quiere. Primera razón.

—Si es la primera, no es la única.

Lo dijo con la voz de Steve McQueen en
Bullit
.

—Exacto, Fozzy.

Una pausa.

—Ha interrumpido sus clases, ha pedido un permiso especial, porque está preocupado: por Ann y por mí.

—¿Una pregunta, chaval?

—Una pregunta, Fozzy.

—¿Por qué está preocupado?

—Porque ha notado algo en relación con los Siete. Tal vez haya descubierto su existencia y su vinculación conmigo.

—No hay pruebas, chaval.

—¡Ya lo creo que sí, Fozzy! Yo tengo una prueba: no me habló de nada. Le brindé una oportunidad de hacerlo, cuando estábamos solos en el sótano. No dijo nada. Sólo hablamos de los trenes eléctricos y vi la mirada de Ann, cuando subimos. Puedo reconstituir lo que había ocurrido entre ellos: hablaron de los Siete y de mí justo antes de mi regreso de Washington y Thwaites preguntó a Ann cómo podía ayudarnos. No sé lo que Ann respondió exactamente: tal vez nada o tal vez: «Si usted nos quiere, no diga nada a Jimbo».

Una pausa.

—¿Fozzy?

—Sí.

—Dos problemas, Fozzy. El primero se refiere a Thwaites. Ya corre peligro. Correrá un peligro cada vez mayor, a medida que vaya acercándose a la verdad y ya se encuentra cerca.

—Entendido, chaval.

—Algo no carbura bien en la cabeza de Jimbo.

—Jimbo no está loco, Jimbo no está loco, Jimbo no está loco…


STOP!

Silencio.

—Segundo problema, Fozzy, muchísimo más grave: Ann. ¿Por qué pidió a Thwaites que no me dijera nada?


Tú ya sabes por qué.

Nuevo silencio.

—Tocado —dijo Fozzy—. Disparo en el blanco, en plena diana, en pleno corazón de Jimbo. PAN. Una sola bala ha bastado.

Y más silencio.

—¡Oh, Dios todopoderoso! —dijo en voz muy baja Jimbo—. Sí, ya sé por qué. En el primer segundo en que comprendió lo que había en los ojos de Ann, en sus silencios y sus vacilaciones, yo…

Una pausa.

—Vergüenza para ella y para mí, Fozzy, pues Jimbo ama a Ann, la ama hasta la muerte.

Una pausa.

—Y tal vez por eso muere.

Silencio.

Al final de la estancia de Thwaites, partieron juntos de Manitou, pero en el aeropuerto de Denver se separaron: Jimbo tomó su avión para Washington y Emerson Thwaites embarcó para Boston.

Veinte minutos entre los dos aviones. El de Jimbo despegó primero.

14

Llegó a la casa de Marlborough Street hacia las tres de la tarde. La Estranguladora no estaba y la casa estaba vacía. Sin siquiera quitarse el abrigo, se paseó un rato largo por las habitaciones de la planta baja, pasando y volviendo a pasar ante el busto en bronce de Maquiavelo e interrogando con la mirada aquel rostro agudo, irónico, de labios finos y ojos entornados.

Por fin se decidió y marcó un número de teléfono:

—Quisiera hablar con la Srta. Malenie Killian.

Una secretaria lo informó de que la Srta. Killian estaba en una reunión y no se podía interrumpirla. Dio su nombre: profesor Thwaites, amigo y padrastro de James Farrar. Quería hablar con la Srta. Killian sobre un problema grave y urgente.

—¿Sobre el Sr. Farrar?

Thwaites vaciló; no había dicho nada al respecto. Sin embargo, no corrigió el error y respondió:

—Sí, eso es.

En ese caso avisarían a la Srta. Killian, quien le devolvería la llamada en cuanto estuviera libre, salvo que fuese de verdad urgente.

—No hasta ese punto —dijo Thwaites, un poco abrumado.

Colgó. Volvió a marcar el número al instante, mientras se reprochaba su estupidez:

—Lo siento, había olvidado que debía salir. Volveré a llamar a la Sra. Killian yo mismo. ¿Hacia las cinco o las cinco y media?

Como gustara. Salió.

El teniente de la Brigada de Homicidios dijo: «No, en modo alguno: al contrario», y se esforzó por parecer interesado; aquel hombrecillo regordete era un historiador reputado, bostoniano desde hacía trescientos años, no sólo conocía a los Cabot y los Lodge, sino que, además, hablaba con ellos y, además, era amigo del jefe de la policía.

Thwaites le habló de la historia de Boston que estaba preparando, algo así como la saga de colorado escrita por Michener, y, en su relato, contaba con incluir tres casos criminales: Harding-Castle en 1873, el Estrangulador de Boston entre junio de 1962 y enero de 1964…

—Y la doble muerte del hotel Lenox de Copley Square.

El teniente accedió a dejarle consultar el expediente Oesterlé-Jenkins.

Thwaites encontró enseguida lo que buscaba. Como la temperatura en la
suite
en la que sucedió el drama era ligeramente mayor de lo normal y como Martha Oesterlé había muerto en el agua tibia, el médico forense no había podido determinar exactamente la hora del fallecimiento.

Según él, entre las diez de la noche y la medianoche era verosímil.

Después, Thwaites fue a ver a Cobb, el guarda nocturno del colegio Killian, viudo, solitario y charlatán y que lo apreciaba mucho.

Tardó mucho en decirle lo que había ido a escuchar. Cobb no se dio cuenta en ningún momento de que en realidad estaba sometido a un interrogatorio.

Sin sospechar nada, el guarda lo informó de que al menos dos Jóvenes Genios habían salido la noche de la muerte de Oesterlé y de Jenkins. Habían ido a Boston y no a cualquier parte: al Hynes Auditorium, que queda a pocos minutos a pie del Lenox.

Y, además, que Jimbo, contrariamente a su programa habitual, había desembarcado en Boston por la tarde y no la noche del lunes.

«Y no me dijo nada cuando nos vimos el martes por la mañana».

… Que, curiosamente, Jimbo había pasado oficialmente una gran parte de la velada en el laboratorio de informática.

Pues había llegado a él a tiempo para que lo viera el equipo de mantenimiento…

Coartada.

… y después Cobb, gracias a una llamada de teléfono hecha por «un alumno con voz de hombre»…

Coartada.

… y después lo había vuelto a ver Cobb en el momento en que se marchaba, hacia las once, tras dar un rodeo, ya que la de pasar por delante de la cabina del guarda nocturno no era en ningún caso la vía directa para ir del laboratorio al aparcamiento…

Coartada.

… Por último, que entre las once y las doce de la noche basta un cuarto de hora escaso para ir en coche de Harvard al Lenox…

… En conclusión, si Jimbo se había acostado en Marlborough Street, nadie podía saber a qué hora había vuelto.

En cuanto regresó, Thwaites telefoneó a la Fundación Killian.

—La Srta. Killian ha intentado ponerse en contacto con usted. Acaba de salir. Volverá a llamarlo.

—Gracias infinitas.

Colgó el auricular del vestíbulo y por fin se quitó el abrigo.

Entonces tuvo una sensación extraña: la de una presencia ajena.

Sin embargo, no se movió. Miró hacia la escalera, obscura, que conducía a las sombrías y silenciosas plantas superiores. Volvió a ver al niño de doce años de pie en el primer escalón, mirándolo fijamente con sus ojazos de un azul suave, cargados de una rabia de loco.

Volvió a descolgar el teléfono:

—El hotel Hay-Adams de Washington, por favor. No tengo el número.

—Lo siento —anunció la recepción del hotel Hay-Adams de Washington—, el Sr. Farrar no ha llegado aún.

—Pero, ¿sí que está en Washington?

—Tenemos la reserva habitual a su nombre, pero la
suite
aún no está ocupada. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—Gracias, no, no dejaré mensaje.

Por segunda vez, colgó, desamparado. «Ha tomado el avión de Washington veinte minutos antes de que yo mismo embarcara. Él mismo me ha dicho que su cita era para mañana. Debería estar en su hotel de Washington, si es que de verdad ha ido allí».

La escalera.

Y entonces sintió, más intensa, la sensación de una presencia ajena allá arriba.

Tenía que subir la escalera o abrir la puerta de la calle y huir; en ningún caso, llamar a la policía.

La escalera subía recta hasta el rellano del primer piso, en el que se encontraban las habitaciones. Después había que girar a la izquierda y los escalones se volvían más estrechos. Thwaites no encendió, pero, al llegar al rellano, el corazón comenzó a latirle como un loco.

La luz de la segunda planta acababa de encenderse.

Cinco segundos después, sonó el teléfono. De nuevo, el corazón le dio un vuelco: «¡Melanie Killian, que me devuelve la llamada!» Había otro aparato en su alcoba, a tres metros de allí. Fue a descolgar:

—¿Señorita Killian? Aquí, Thwaites.

Silencio.

En el otro extremo del hilo, alguien acentuaba voluntariamente su respiración.

—¿Diga? —dijo desesperadamente Thwaites.

… Y al mismo tiempo oyó pasos justo por encima de su cabeza, en el gran salón en el que estaba alineada su colección. El pánico lo sumergió, lo arrolló, se alejó. Una absoluta calma le sucedió. Colgó, volvió a salir al rellano y entonces advirtió que se habían apagado todas las luces de la planta baja mientras estaba hablando por teléfono.

Para darme a entender que no tengo elección.

Levantó la cabeza hacia la segunda planta y gritó.

—Ya voy.

Un instante después, sonó el teléfono tres veces y cesó bruscamente.

Cerró los ojos, estupefacto ante su calma y su lucidez. «Ha llegado el momento, Nicolás».

Sonó el teléfono otra vez y después silencio.

Subió los escalones sin agarrarse a la barandilla, al contrario de su costumbre. Su paso era ligero. Las preguntas…

Tres telefonazos, el silencio.

… Las preguntas que a veces se había hecho sobre lo que haría y pensaría en el momento de su muerte…

Tres telefonazos, el silencio.

… Dichas preguntas encontraban respuesta. Los tres nuevos telefonazos acompañaron su paso por los tres últimos escalones. Entró en el salón. Primero vio los soldados, lo que quedaba de ellos. Los Guardias franceses, los
Foot Guards
y los Granaderos gigantescos de Federico de Prusia, todos, jinetes e infantes, habían sido arrancados de sus pedestales y amontonados en la pesada mesa de roble que servía para pintarlos. Allí los habían destrozado sistemáticamente, con una rabia metódica y fría. Después, habían vertido cuidadosamente plomo fundido sobre la hecatombe.

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