Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
—No hay azúcar.
—Mandó a paseo todas sus queridas carpetas y clavó sus famosas estilográficas de tinta violeta en la madera de la mesa. Según los polis, de repente comprendió lo que acababa de ocurrir: vio a Jenkins durmiendo como un bendito y entonces, presa de rabia, vergüenza, remordimiento…
Melanie se sentó y tomó un sorbo de café.
—Después fue al cuarto de baño, dejó correr el agua. Se tumbó en la bañera…
Lanzó un gritito ahogado. La mano que sostenía la taza le temblaba.
—Y se cortó las venas, antes de abrirse la garganta.
Melanie se quedó mirando su café.
—He visto la bañera, Jimbo. Es increíble la cantidad de sangre que puede contener un cuerpo humano. Los polis me han preguntado si podía identificar el arma que había utilizado; he dicho que sí, claro está: utilizó el estilete que mi abuelo le había regalado en otro tiempo. Lo llevaba siempre consigo.
Melanie volvió a beber y después, de repente, se precipitó hacia el cuarto de baño de la planta baja. Jimbo no se movió. Melanie volvió poco después. Se sentó en el brazo del sillón en el que se encontraba Jimbo.
—Bésame, por favor: como si Ann no existiera.
Fue un beso de verdad, no el simple contacto de dos labios. Melanie se irguió y fue a ocupar de nuevo su sitio en el sofá.
—Se te da bien: a otro hombre le habría pedido que hiciéramos el amor.
Se atuso el pelo y sonrió:
—Por lo general, me deja nueva, al contrario que a Martha.
Una pausa. Después añadió, con calma:
—Martha, a la que voy a tener que sustituir por alguien.
Sus miradas se cruzaron.
—Por mí —dijo Jimbo.
—Por ti.
Nuevo silencio. Él volvió la cabeza, miró la maleta abierta y dijo con voz suave:
—Era Martha la que se ocupaba personalmente del colegio y de la Fundación.
—No, qué va, Jimbo.
Apartó definitivamente la taza de café.
—Es cierto: Martha era la encargada, pero ésa era tan sólo una ínfima parte de sus tareas. Se ocupaba de muchas otras cosas, en la sociedad. Podía ser un coñazo, pero curraba como dos tíos. Jimbo, son otras las tareas que quiero encomendarte: sólo ésas.
Él cerró los ojos y muy, muy suavemente, dijo:
—Ya sabes hasta qué punto me intereso por esos niños.
—Por eso mismo. Necesito un vicepresidente ejecutivo que me ayude, no un superinformático que sueñe.
Ella se levantó y ya era de nuevo una Killian. Junto a la maleta abierta había, en un mismo marco, fotografías de Ann, Ritchie y Cindy. Melanie metió el marco en la maleta y la cerró.
—Jimbo, la muerte de Martha no cambiará nada en lo que estaba decidido, desde ese punto de vista. Te ofrezco que sustituyas a Martha y pases a ser mi vicepresidente, el jefe después de mí, con el mismo rango que Doug Mackenzie. La sustituirás en todo, salvo en lo relativo a los Jóvenes Genios. Que se vayan al diablo: ¡no te ocupes más de ellos, por favor! Mackenzie designará a alguien para que se ocupe de esa Fundación de chicha y nabo y supervisará todo el asunto. De ti, Jimbo, espero otra cosa. No te ofrezco este ascenso porque siempre haya tenido ganas de acostarme contigo o porque seas el marido de Ann, a la que tanto quiero. Estoy segurísima de que eres el hombre que necesitamos en ese cargo. Tú y yo vamos a poder hacer una labor fantástica; tan sólo el proyecto Roarke va a reportarnos unos beneficios que nos permitirán rentabilizar tu dichoso Fozzy durante cien años, con la condición de que nos concedas a nosotros un poquito más de tiempo y un poco menos a esos monicacos y a tus trenes eléctricos.
Melanie prosiguió:
—Las exequias de Martha y de Jenkins se celebrarán el viernes próximo. Asistiremos todos. Tú vas a irte pitando a Washington, a la cita que Martha tenía en el Pentágono. Tú lo continúas. Andy Barkoff te ha preparado los documentos necesarios
Pensó:
«Al final, matar a Oesterlé y a Jenkins no habrá servido prácticamente para nada.
»Un primer ejercicio de estilo.
»Y el primer paso verdadero —lo de Tolliver fue un simple esbozo torpe— en nuestro nuevo campo de batalla.
»¿Por qué no poner la mira en una ciudad entera, una próxima vez? Un gas o un veneno en el agua municipal. Por ejemplo.
»Interesante, como experiencia.
»Y fabricar una bomba es tan sencillo.
…
»No soñemos demasiado o demasiado deprisa.
»La vida es sorprendente: todo se encadena. Un hecho insignificante entraña otro. Con ellos se pierde el libre arbitrio.
»En el presente caso, se trata de Emerson Thwaites. Ese viejo loco podría plantear un problema a más o menos largo plazo. Sabe algo sobre los Siete.
»La mirada que lanzó a Liza el otro día… Evidentemente, no era la mirada que un hombre normal lanza a una chica tan bonita como ella.
»¡Es que es bastante sutil, ese viejo cabrón!
»Y peligroso».
…
De todos modos, había sido estupendo matar a Oesterlé.
En espera de algo mejor.
Emerson Thwaites desembarcó en Denver, en el aeropuerto de Stapleton, y se encontró a un tal Thomas Wagenknecht esperándolo, quien le explicó:
—Jimbo está aún en Washington. Debería regresar esta noche.
Wagenknecht era un hombre alto y rubio, muy pulcro y con ojos claros, que exhalaba franqueza y honradez, pero, aun así, parecía inteligente. Añadió:
—Y Ann no ha podido venir, porque se lo ha impedido un contratiempo en el último momento.
—¿Nada grave?
—La pequeña Cindy se ha tragado algo, pero he hablado por teléfono con Ann y ya está resuelto. Le manda un beso y lo espera en Manitou.
Thwaites miraba en derredor con curiosidad. Era la primera vez en su vida en que había ido al Oeste. Pensaba asombrado: «He recorrido el mundo entero y he tenido que esperar a los sesenta y cuatro años para ver las Montañas Rocosas. ¿Qué clase de americano soy?»
—He leído dos de sus libros —dijo Wagenknecht—.
El fanatismo religioso de Savonarola a Salem
y
El Renacimiento no existió
. No lo entendí todo, pero la verdad es que fue un descubrimiento.
—No sabía yo que los informáticos leyeran libros de Historia. En realidad, ni siquiera sabía que supiesen leer.
Wagenknecht se echó a reír:
—Pero no todos los informáticos trabajan con un genio como Jimbo Farrar.
Thwaites estaba contemplando las Rocosas.
—O sea, ¿que Jimbo es un genio?
El alto informático rubio miró fijamente al historiador regordete, casi con indignación.
—¿Ha oído usted hablar de Charles Babbage?
—En absoluto —dijo Thwaites sonriendo.
—¿Y de Claude Shannon? ¿De Norbert Wiener? ¿De John Backus?
—Tampoco.
—Son algunos de los hombres sin los cuales los ordenadores no serían lo que son en la actualidad.
—¿Y Jimbo está a la altura de esos hombres?
—¡Ya lo creo, señor mío! ¡Jimbo los supera ya a todos!
—No sabía yo que así fuera hasta ese punto —comentó suavemente Thwaites.
Su mirada seguía fija en la línea violeta y azul de las Rocosas.
—Pues sí, hasta ese punto —dijo Wagenknecht.
Siguieron avanzando en silencio durante unos momentos y después Thwaites preguntó con un matiz de indiferencia voluntaria en la voz:
—¿En qué nivel se encuentra Jimbo dentro de la jerarquía de Killian?
Wagenknecht explicó que arriba del todo estaba Melanie y después, justo por debajo, desde la muerte de Oesterlé, Doug Mackenzie y Jimbo Farrar.
El coche del informático se internó por la Interestatal 25, que se dirigía hacia el Sur, hacia Colorado Springs y Manitou.
Fue un milagro que Thwaites consiguiera contener la lengua para no soltar la frase siguiente: «En una palabra, la muerte de Martha Oesterlé ha dejado el camino expedito».
En su lugar, dijo que las Rocosas eran en verdad muy hermosas.
Los dos o tres generales presentes, algunos civiles y el Secretario de Defensa miraron a Jimbo como pensando: es un problema extraordinariamente complejo y resulta lamentable que el Sr. Farrar lo considere infantil.
—No voy a poder permanecer demasiado tiempo con ustedes —dijo Jimbo—. Debo volver a Colorado, donde me esperan. Tengo un amigo a cenar.
Estaba mirando fijamente a uno de los generales. Se levantó y, por encima de la mesa, se inclinó sobre él. Señaló con el índice una de las decoraciones que tapizaban su uniforme.
—¿La Hoja Azul de Paulownia de la orden del Sol?
—Sí —dijo el general.
—¿Sexta clase?
—Séptima.
—No es gran cosa, ¿eh?
El Secretario se reía sin disimulo. Jimbo le caía muy bien.
Volvieron a ponerse a hablar todos del proyecto Roarke, del MIRV —
Múltiple Independant Re-entry Vehicles
—, es decir, el programa de ataque nuclear más perfeccionado y más reciente. No había otro más
ultra-top-secret
. Era un sistema extraordinariamente divertido, mediante el cual se enviaban afuera de la atmósfera terrestre, agrupados, cohetes con ojivas como mínimo nucleares, mezclados con otros de señuelo, cohetes de madera o casi, y todo ello, al entrar en la atmósfera, se dispersaba en forma de haz antes de volver a caer sobre la jeta del enemigo. «Y, como los cohetes falsos provocan los mismos ecos en el radar que los verdaderos, el enemigo no puede saber cuáles se debe apresurar a destruir antes de recibir todos ellos encima. Mientras lo piensa, está
kaput
».
Los militares habían dado esas explicaciones a Jimbo encantados.
Un solo problema: era totalmente posible —e incluso probable— que el enemigo hubiera tenido la misma idea, «esos hijos de perra son lo bastante canallas y cínicos para hacerlo», y en ese caso «nos encontraríamos ante el mismo problema: distinguir los verdaderos de los falsos. Y a correr se ha dicho».
Y sólo un ordenador podía hacer, en unas décimas de segundo, semejante selección, al tiempo que desencadenaba al instante los tiros de defensa.
—No es precisamente un problema sencillo, señor Farrar. ¿Y dice usted que se ha ocupado de él con sus ayudantes?
Así lo había hecho —y no poco incluso— Jimbo, junto con Ernie Sonnerfeld y Tom Wagenknecht, durante los últimos meses.
Y la solución era deslumbrante:
En primer lugar, una memoria en la que estarían almacenados todos los ecos de todos los cohetes balísticos pasados, presentes y futuros.
Después, la utilización de memorias asociativas, las CAM:
Contact Adressed Memories
…
… evidentemente, completada con un programa de cálculos de correlación, como era lógico.
Y, como se trataba de actuar rápido, muy rápido, y sin equivocarse, sólo se podía hacerlo utilizando memorias auxiliares estáticas de barrido mediante un haz láser deflectado electro-ópticamente, según dijo: algo de lo más sencillo y que permitiría disponer instantáneamente —no instantáneamente, es una exageración; en realidad tardaría unas centésimas de segundo— de varios billones de
bits
.
—¿Y un ordenador puede hacer todo eso?
—Fozzy puede —dijo Jimbo.
—¿Y si sobrestimara usted las capacidades de su ordenador? —replicó el general, quien se preguntaba
in petto
qué diablos podía ser un
bit
.
Jimbo le sonrió con su amabilidad habitual.
—Cualquier cerebro humano tiene una capacidad teórica de dos billones de
bits
, incluso el de un general. Lo único que esperamos es crear algún día, simplemente, ordenadores con la misma capacidad.
Recogió su maletín (que no contenía expediente alguno, sino
a)
un bocadillo de queso;
b)
un manual sobre las turbinas de gas, que pensaba leer en el avión de regreso con el fin exclusivo de mantener en forma su memoria;
c) Nicholas Nickleby
de Dickens, 916 páginas en la edición de bolsillo, que pensaba leer igualmente en el avión de regreso, por placer). Se tomó también el tiempo para explicar que, en lo relativo a los cálculos de correlación, el procesador óptico preparado por su equipo estaba trabajando ya al ritmo de más de mil quinientos millones de
bits
por segundo, lo que iba a mejorar, seguro, sus capacidades, pero ya era de sobra suficiente, en su opinión, para distinguir los cohetes buenos de los otros y, por tanto, constituir un acompañamiento del MIRV.
Y estaría listo para la próxima reunión, que se celebraría el próximo enero.
En el avión de regreso, leyó el manual sobre las turbinas de gas, quinientas páginas de Dickens y algunas revistas para distraerse.
El resto del tiempo, pensó en Ann, en sus hijos. Pensó también en los Siete e igualmente en Emerson Thwaites.
Éste debía de haber llegado a Denver e incluso a Manitou. Seguramente Ann habría ido a buscarlo al aeropuerto.
Jimbo comprendió brutalmente la verdadera razón de la visita del profesor de Harvard.
Y de repente temió por la vida de Emerson Thwaites.
«Son totalmente capaces de matarlo también a él, si se acerca a la verdad».
Thwaites dijo:
—He descubierto ya a dos o tres que son verdaderamente extraordinarios, pero tal vez haya más.
Estaba sentado en un cómodo sillón de orejas, surtido de cojines e instalado en la terraza de la casa de los Farrar. Ann propuso:
—¿Un poco más de café?
—No, de verdad, gracias.
—¿Un licor?
—Tampoco o, si acaso, algo muy suave y muy dulce.
La siguió con los ojos cuando fue a buscarlo y volvió y bebió un poco de Chartreuse.
—Estaba hablándole de esos Jóvenes Genios, hace un momento, Ann. He sacado a relucir ese asunto en nuestra conversación por sorpresa. No los he nombrado, he dicho simplemente: «dos o tres de ellos…» Sin precisar de quién se trataba; antes de ese momento, nada de nuestra conversación tenía la menor relación con los Jóvenes Genios, Harvard o la Fundación Killian. En realidad, estaba hablándole del palacio Gritti de Florencia y usted no me ha preguntado: «Pero, ¿de qué me habla usted?» Hay dos explicaciones: o no me escuchaba usted y, por tanto, no me ha oído o el asunto de los Jóvenes Genios está tan presente en sus pensamientos, que mi observación ha ido a integrarse con toda naturalidad en ellos.
Ella bebió un poco de licor.
—Creo que la segunda explicación es la buena —prosiguió Thwaites—. En Harvard, vino usted a hacerme una pregunta: bastante poco trivial, como reconocerá usted misma. Y, mira por dónde, algún tiempo después su marido, a su vez, vino a hacerme exactamente la misma pregunta. ¿Qué ocurre?