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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (7 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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Sus movimientos dejaron de ser erráticos. Con la cola levantada y la boca espumeante, cargó en línea recta, como una flecha, sobre el cuerpo del thoat y el poderoso animal destructor, que estaba con sus garras delanteras clavadas en el costado de color gris pizarra, aguardando el momento de defender su presa.

Cuando el banth atacante estuvo a veinte pasos del thoat muerto, el matador respondió al salvaje desafío, y, dando un gran salto, salió al encuentro de su contrario.

El combate que siguió horrorizó al mismo belicoso barsomiano. El furioso desgarrar, el espantoso y ensordecedor rugir, el implacable salvajismo de las fieras teñidas de sangre le paralizaba y fascinaba, y cuando terminó la lucha y ambas bestias, con sus cabezas y costados hechos tiras, quedaron tendidas en el suelo con sus mandíbula aún haciendo presa, las de la una en el cuerpo de la otra, Carthoris, sólo por un esfuerzo de voluntad, se sustrajo al terrible encanto del espectáculo.

Corriendo al lado del thoat muerto, buscó algún indicio de la joven, que temía hubiese compartido la suerte del thoat; pero por ninguna parte pudo descubrir nada que confirmase sus temores.

Con el corazón ligeramente aliviado emprendió la exploración del valle; pero apenas había dado una docena de pasos, cuando sus ojos descubrieron el brillo de una alhaja de poco valor que yacía sobre el césped.

Al recogerla, la primera ojeada le demostró que era un pasador de cabello femenino, y en ella vio la insignia de la casa real de Ptarth.

Pero, siniestro descubrimiento, la sangre, aún líquida, había salpicado las magníficas joyas del adorno.

Carthoris casi se quedó sin respiración, porque las tremendas posibilidades que el caso le sugería inundaban su imaginación. Sin embargo, no podía, no quería creerlo.

Era imposible que aquella espléndida criatura hubiese encontrado un fin tan espantoso. Era increíble que la espléndida Thuvia hubiera podido dejar de existir.

Sobre su arnés, ya incrustado con joyas hasta la correa que cruzaba su ancho pecho, bajo el cual latía su leal corazón. Carthoris, príncipe de Helium, sujetó el brillante objeto que Thuvia de Ptarth había llevado, y, así prendiéndolo, se convirtió en el paladín de la heliumita.

Luego prosiguió su camino hasta el corazón del valle desconocido.

La mayor parte de los árboles gigantescos sólo le permitía ver muy limitada distancia. De cuando en cuando vislumbraba los altos cerros que rodeaban al valle por todos lados, y aunque se dejaban ver claramente bajo la luz de las dos lunas, Carthoris sabía que estaban muy lejos y que la extensión del valle era inmensa.

Durante la mitad de la noche continuó su busca, hasta que, en un momento dado, el distante sonido de la voz de los thoat le obligó a hacer un alto repentino.

Guiado por el ruido de aquellas bestias, habitualmente encolerizadas, se deslizó, avanzando sigilosamente entre los árboles, hasta que al fin llegó a una llanura sin árboles, en cuyo centro se levantaban las bruñidas cúpulas y las torres de brillantes colores de una gran ciudad.

Pegado a las murallas de la ciudad, el hombre rojo vio un extenso campamento de guerreros verdes de los muertos fondos submarinos, y, dejando que su mirada recorriese cuidadosamente la ciudad, comprendió que no se trataba de una metrópoli desierta de un pasado muerto.

Pero ¿cuál podía ser aquella ciudad? Sus estudios le habían enseñado que en esta poco explorada parte de Barsoom la tribu feroz de hombres verdes torquasianos gobernaba de un modo supremo y que ningún hombre rojo había logrado todavía penetrar hasta el corazón de su dominio y volver al mundo civilizado.

Los hombres de Torquas tenían grandes y perfeccionados cañones, con los que su diestra puntería les había permitido rechazar los poco decididos esfuerzos que algunas naciones vecinas de hombres rojos habían hecho para explorar su país por medio de flotas de naves aéreas de guerra.

Carthoris estaba seguro de hallarse dentro de los límites de Torquas; pero nunca había soñado que allí existiese una ciudad tan maravillosa, ni las crónicas de los tiempos pasados habían indicado siquiera semejante posibilidad, porque los torquasianos vivían, como era sabido, y del mismo modo que los demás hombres verdes de Marte, en las ciudades desiertas que se hallan esporádicamente distribuidas sobre el moribundo planeta, y ninguna horda verde había edificado nunca ni siquiera un solo edificio, con excepción de los incubadores de paredes bajas, en que sus crías nacen por efecto del calor solar.

El campo cercado de los guerreros verdes distaba doscientos metros de los muros de la ciudad. Entre ambos no había parapetos de ninguna clase ni alguna otra protección contra el fuego de rifle o de artillería; sin embargo, Carthoris podía ver claramente ahora, a la luz del sol saliente, muchas figuras humanas que se movían a lo largo de la parte superior de la elevada muralla y sobre las azoteas del otro lado de la misma.

Tenía la seguridad de que eran seres semejantes a él mismo, aunque estaban demasiado lejos para que pudiese adquirir la seguridad de que fuesen hombres rojos. Casi inmediatamente después de salir el sol, los guerreros verdes comenzaron a hacer fuego sobre las pequeñas figuras que coronaban la muralla. Con sorpresa para Carthoris, el fuego no fue contestado; en cambio, los últimos habitantes de la ciudad habían buscado refugio contra la prodigiosa puntería de los hombres verdes y ninguna otra señal de vida era visible al otro lado de la muralla.

Entonces Carthoris, manteniéndose al abrigo de los árboles que rodeaban la llanura, empezó a dar la vuelta a la parte posterior de la línea de los sitiadores, esperando, contra toda esperanza, encontrar en alguna parte algún indicio de la presencia de Thuvia de Ptarth, porque ni siquiera ahora podía creer que hubiese muerto.

Era milagroso que no le descubriesen, porque guerreros montados recorrían constantemente en todas direcciones el terreno que se extendía entre el campamento y la selva; pero transcurrió todo el día, y él proseguía aún su aparentemente infructuosa busca, hasta que cerca de la puesta del sol llegó enfrente de una gran puerta, situada en el muro oeste de la ciudad.

Allí parecía estar la fuerza principal de la horda sitiadora. Allí también había sido erigida una gran plataforma, desde la cual Carthoris podía ver a un corpulento guerrero verde en cuclillas y rodeado por varios compañeros suyos.

Ése pues, debe de ser el conocido Hortan Gur, jeddak de Torquas, el feroz viejo ogro del hemisferio sudoeste, porque sólo para un jeddak se levantan tribunas en los campamentos provisionales o sobre la marcha por las hordas verdes de Barsoom.

El heliumita siguió observando, y vio a otro guerrero verde que se adelantaba hacia la tribuna. A su lado llevaba una cautiva, y cuando los guerreros se apartaron para dejar paso a los dos, Carthoris pudo echar una rápida ojeada sobre la prisionera.

Su corazón latió regocijado. ¡Thuvia de Ptarth vivía aún!

Sólo con dificultad reprimía Carthoris el impulso que experimentaba de correr al lado de la princesa de Ptarth; pero, al fin, su sentido común se impuso, porque, en aquellas extraordinarias circunstancias, comprendió que los guerreros verdes se hubieran deshecho de él, resultando inútil su intento y perdiendo toda futura oportunidad que para socorrer a la princesa pudiera presentársele.

Vio cómo era conducida hasta el pie de la tribuna. Vio cómo Hortan Gur se dirigía a ella. No podía oír las palabras de aquél ni las respuestas de Thuvia; pero debieron haber irritado al monstruo verde, porque Carthoris le vio saltar hacia la prisionera y asestarle en el rostro un bárbaro golpe con su brazo ceñido de metal.

Entonces el hijo de John Carter, jeddak de jeddaks, Señor de la Guerra de Barsoom, enloqueció. La antigua y sangrienta bruma a través de la cual su padre había mirado a numerosísimos enemigos flotaba ante sus ojos.

Sus músculos semiterrenales, respondiendo inmediatamente a su voluntad, le transportaron con prodigiosos saltos hacia el monstruo verde que había golpeado a la mujer que él amaba.

Los torquasianos no miraban entonces hacia la selva. Todas las miradas se habían dirigido a la joven y al jeddak, y clamorosas carcajadas acogieron la respuesta del emperador verde a la petición de libertad de su prisionera.

Carthoris había recorrido casi la mitad de la distancia que mediaba entre la selva y los guerreros verdes, cuando un nuevo factor contribuyó a desviar aún más de él la atención de los últimos.

Sobre una alta torre de la ciudad sitiada apareció un hombre. De su boca salieron repetidos y aterradores gritos, gritos que se extendieron, agudos y aterradores, por las murallas de la ciudad, sobre las cabezas de los sitiadores y a través de la selva, hasta los más remotos confines del valle.

Una vez, dos, tres, el espantoso sonido zumbó, en los oídos de los hombres verdes y luego, desde lejos, muy lejos, llegó a través del extenso bosque, agudo y claro, un grito en respuesta.

No era otro que el primero. Por todas partes se alzaron salvajes gritos semejantes, hasta parecer que el mundo temblaba con sus ecos.

Los guerreros verdes miraban nerviosamente hacia todas partes. No conocían el miedo como los hombres de la Tierra podían conocerlo; pero, en presencia de lo extraordinario, su acostumbrada seguridad en sí mismos les abandonaba.

Y luego la gran puerta del muro de la ciudad, que se hallaba enfrente de la tribuna de Hortan Gur, giró repentinamente sobre sus goznes, hasta quedar abierta de par en par. Así se presentó a las miradas de Carthoris un espectáculo tan extraño como jamás lo había visto el joven, aunque por el momento sólo tuvo tiempo para lanzar una sola y fugitiva mirada a los corpulentos arqueros que salían por la puerta, cubiertos con sus largos escudos de forma ovalada; para observar su flotante y oscuro cabello y para asegurarse de que los seres rugientes que llevaban a su lado eran fieros leones barsomianos.

En ese momento se encontraba él en medio de los asombrados torquasianos. Con su larga espada desnuda estaba entre ellos, y a Thuvia de Ptarth cuyos asustados ojos fueron los primeros en posarse sobre él, le pareció que estaba contemplando al mismo John Carter: tan sorprendentemente semejante era el modo de luchar del hijo al de su padre.

El parecido existía hasta en la misma famosa sonrisa con que acostumbraba luchar el virginiano. ¡Y el brazo derecho! ¡Ah, su agilidad y su rapidez!

Todo era, en derredor de Carthoris, tumulto y confusión. Los guerreros verdes saltaban sobre los lomos de sus pertinaces y ruidosos thoats.

Había también allí perros salvajes que lanzaban sus gritos guturales, aullando y dispuestos a lanzarse a las gargantas de los enemigos que se aproximasen.

Thar Ban y otro de los que estaban al lado de la tribuna habían sido los primeros en notar la llegada de Carthoris, y con ellos luchó por la posesión de la joven roja, mientras los otros se apresuraban a salir al encuentro de la hueste que avanzaba desde la ciudad sitiada.

Carthoris procuraba no sólo defender a Thuvia de Ptarth, sino también llegar, al lado del repugnante Hortan Gur para vengar a la joven del golpe salvaje que había recibido.

Consiguió llegar hasta la tribuna, pasando sobre los cadáveres de dos guerreros que se habían acercado a Thar Ban y su compañero para rechazar al arrojado hombre rojo, precisamente cuando Hortan Gur iba a saltar desde la tribuna al lomo de su thoat.

La atención de los guerreros verdes se dirigió principalmente a los arqueros que avanzaban hacia ellos desde la ciudad y a los leones salvajes que caminaban al lado de los arqueros: crueles bestias guerreras, infinitamente más terribles que los mismos perros salvajes.

Cuando Carthoris saltó a la tribuna, puso a Thuvia a su lado y se volvió contra el jeddak que intentaba partir, desafiándole coléricamente y dirigiéndole una estocada.

Cuando la espada del heliumita hirió su piel verde, Hortan Gur se volvió contra su adversario, lanzando un gruñido; pero en el mismo instante dos de sus oficiales le gritaron que se apresurase, porque la carga de los habitantes de bella piel de la ciudad estaba haciéndose más seria de lo que los torquasianos habían presumido.

En vez de quedarse allí para luchar con el hombre rojo, Hortan Gur le prometió su atención para después que hubiera hecho frente a los presuntuosos ciudadanos de la ciudad amurallada, y saltando sobre su thoat, partió al galope para encontrarse con los arqueros que avanzaban rápidamente.

Los demás guerreros siguieron velozmente a su jeddak, dejando a Thuvia y a Carthoris solos en la tribuna.

Entre ellos y la ciudad se desarrollaba una batalla terrible. Los guerreros de bella piel, armados solamente con sus grandes arcos y con una especie de hacha de guerra de mango corto, estaban casi desamparados bajo los salvajes hombres verdes montados, que se hallaban próximos a sus cuarteles; pero, a cierta distancia, sus aguzadas flechas eran tan eficaces como los proyectiles de radium de los hombres verdes.

Pero si los guerreros mismos estaban desconcertados, no así sus salvajes compañeros, los fieros banths. Apenas los enemigos habían llegado a entrar en contacto, cuando centenares de aquellas aterradoras fieras habían saltado entre los torquasianos, derribando a los guerreros de sus thoats, y hasta a los mismos thoats, llevando la destrucción a cuantos enemigos tenían delante.

El número de los de la ciudad también era ventajoso para los mismos, pues parecía que apenas había caído uno de sus guerreros cuando una veintena, de ellos ocupaba el lugar de aquél: en tal número salían por la gran puerta de la ciudad.

Y así sucedió que con la ferocidad de los leones y la superioridad numérica de los arqueros los torquasianos acabaron por retirarse, y, en aquel momento, la tribuna que ocupaban Carthoris y Thuvia vino a encontrarse precisamente en el centro de la batalla.

A ambos le pareció milagroso que ninguno de ellos fuese alcanzado por algún proyectil o alguna flecha; pero, al fin, la confusión de la batalla los sobrepasó completamente más allá del lugar en que se encontraban, de modo que volvieron a quedarse solos entre los luchadores y la ciudad, y sólo quedaron de la lucha, alrededor de la tribuna, los muertos y los moribundos y una veintena de rugientes bestias, peor entrenados que sus compañeros, que se paseaban entre los cadáveres, buscando carne.

Para Carthoris, la parte más extraña de la batalla había sido el terrible estrago hecho por los arqueros con sus relativamente débiles armas. En ninguna parte del terreno que abarcaba su vista había un solo hombre verde herido, sino que los cadáveres de sus muertos yacían en grandes montones sobre el campo de batalla.

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