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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (9 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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—No conozco nada más allá de las colinas lotharianas —dijo—. Pocos pueden vivir cerca de las odiosas ordas de Torquas. Ha conquistado todo Barsoom a excepción de este valle y de la ciudad de Lothar. Aquí los hemos derrotado a lo largo de incontables eras, aún cuando insisten en sus intentos por destruirnos. No sé de dónde provenís, a no ser que seáis descendientes de los esclavos que los torquasianos conquistaron al principio de los tiempos, cuando redujeron al vasallaje al mundo exterior; hemos oído que destruyeron a todas las razas a excepción de ellos mismos.

Carthoris le intentó explicar que los torquasianos gobernaban sobre una parte relativamente pequeña de Barsoon, y eso gracias a que sus dominios no poseían ningún interés para la raza roja; pero el lothariano no parecía ver más allá del valle de Lothar más que las brutales ordas de Torquas.

Tras una larga conversación, consintió en que los dos jóvenes penetraran en la ciudad, y un momento más tarde, la puerta circular se abrió penetrando en su nicho, y Thuvia y Carthoris entraron en la ciudad de Lothar.

Todo lo que abarcaba su vista evidenciaba una riqueza fabulosa. Las fachadas de los edificios que daban a la avenida estaban ricamente labradas, y las puertas y ventanas estaban adornadas por piedras preciosas incrustadas en sus dinteles. Tablillas de oro batido, incrustadas en las paredes, mostraban escenas de la historia de pueblos ya olvidados.

Aquel con el que habían estado hablando desde las murallas se encontraba en medio de la avenida esperándolos. Tras él se encontraban un centenar o más de hombres de su misma raza. Todos iban vestidos con largas túnicas y ninguno llevaba barba.

Su postura era más de precaución que de enemistad. Siguieron a los recién llegados con la mirada; pero no dijeron palabra alguna.

Carthoris observó que la ciudad había estado hacía muy poco tiempo rodeada por una horda de feroces guerreros; sin embargo, ahora no veía armado a ningún ciudadano, ni podía ver soldado alguno.

Se preguntó si todos los combatientes de que disponía la ciudad había realizado la salida en un esfuerzo supremo por vencer al enemigo, dejando a la ciudad desguarnecida.

Se lo preguntó a su huésped.

El hombre sonrió.

—Ninguna criatura viva, salvo un puñado de nuestros sagrados banths han salido hoy de Lothar—. Le respondió.

—¡Pero los soldados… los arqueros! —Exclamó Carthoris— Vimos a miles de ellos traspasar la puerta, arrollando a las hordas de Torquas y poniéndolas en derrota con sus mortíferas flechas y sus fieros banths.

El hombre volvió a sonreír con su conocida sonrisa.

—¡Mirad! —gritó, y señaló una ancha avenida que pasaba por debajo y delante de él.

Carthoris y Thuvia siguieron la dirección indicada, y allí, marchando marcialmente, a la luz del sol, vieron avanzar hacia ellos un gran ejército de arqueros.

—¡Ah! —exclamó Thuvia—. ¿Han vuelto por otra puerta; o acaso son ésas las tropas que han quedado para defender la ciudad?

De nuevo el hombre sonrió con su sagaz sonrisa.

—No hay soldados en Lothar —dijo—. ¡Mirad!

Carthoris y Thuvia se habían vuelto hacia él mientras hablaba, y ahora, cuando volvieron a dirigir sus miradas hacia los regimientos que avanzaban, sus ojos se abrieron desmesuradamente, asombrados, porque la amplia avenida que pasaba por delante de ellos estaba tan desierta como una tumba.

—¿Y los que cargaban hoy sobre las hordas? —susurró Carthoris—. ¿También ellos eran imaginarios?

El lothariano movió la cabeza.

—Pero sus flechas mataban a los guerreros verdes —insistió Thuvia.

—Vamos a presencia de Tario— replicó el lothariano—. Él os dirá lo que juzgue que debéis saber. Yo podría deciros demasiado.

—¿Quién es Tario? —preguntó Carthoris.

—El jeddak de Lothar —replicó el guía, conduciéndolos por la amplia avenida por la cual sólo hacía un momento habían visto marchar al ejército fantasma.

Durante media hora caminaron a lo largo de agradables avenidas, entre los más espléndidos edificios que ambos habían visto jamás. Muy pocas personas se veían. Carthoris no podía por menos que notar la apariencia de despoblación de la poderosísima ciudad.

Al fin llegaron al palacio real. Carthoris lo vio desde lejos, y conjeturando la naturaleza del magnífico edificio, se maravilló de que ni siquiera allí hubiese apenas señales de actividad y vida.

Ni siquiera un solo guardia se veía ante la gran puerta de entrada, ni en los jardines que más allá se extendían, en los cuales, según podía ver, había señales de la variadísima vida que late dentro de los recintos de los sitios reales de los jeddaks rojos.

—Aquí —dijo su guía— está el palacio de Tario.

Mientras hablaba, Carthoris posaba, una vez más, sus miradas sobre el maravilloso palacio. Con una repentina exclamación, sé frotó los ojos y volvió a mirar. ¡No! No podía equivocarse. Ante la maciza puerta había una veintena de centinelas. En la avenida que conducía al edificio principal había dos filas de arqueros, una a cada lado.

Los jardines estaban llenos de oficiales y soldados que se movían activamente de un lado para otro, como si estuviesen ocupados en sus obligaciones de aquel mismo momento.

¿Qué clase de gente era aquella, que podía hacer que en un momento dado brotase un ejército del aire impalpable? Dirigió una mirada a Thuvia. Ella también había presenciado evidentemente la transformación.

La joven, estremeciéndose ligeramente, se aproximó más a su compañero.

—¿Cómo te lo explicas? —susurró ella—. Esto es de lo más extraordinario.

—No puedo explicármelo —repitió Carthoris—, a menos que hayamos perdido la razón.

Carthoris se volvió vivamente hacia el lothariano. Éste sonreía.

—Me parece que acabáis de decir que no había soldados en Lothar dijo el heliumita, señalando con gesto a los guardias—. ¿Qué son aquéllos?

—Pregunta a Tario —replicó el lothariano—. Pronto estaremos en su presencia.

No pasó mucho tiempo antes de que entrasen en una elevada cámara, en un ángulo de la cual había un hombre reclinado sobre un soberbio asiento cubierto por un alto dosel.

Cuando los tres se aproximaron, el hombre volvió sus soñolientos ojos, como si estuviese medio dormido, hacia ellos. A cinco metros del dosel, su guía se detuvo y, susurrando a Thuvia y a Carthoris que siguiesen su ejemplo, se arrojó de bruces al suelo. Luego, alzándose sobre las manos y las rodillas, comenzó a arrastrarse hacia el pie del trono, moviendo su cabeza y agitando su cuerpo como lo hubiera hecho un perro que se aproximase a su amo.

Thuvia dirigió una rápida mirada a Carthoris. Éste se mantenía erguido, con su cabeza levantada y los brazos cruzados sobre su ancho pecho. Una altiva sonrisa corría por sus labios.

Tario le contemplaba fijamente, y Carthoris de Helium le miraba directamente a la cara.

—¿Quiénes son ésos, Jav? —preguntó el jeddak, al que arrastraba su vientre por el suelo.

—¡Oh Tario, el más glorioso jeddak! —replicó Jav—. Estos son extranjeros que han llegado con las hordas de Torquas a nuestras puertas, diciendo que eran prisioneros de los hombres verdes. Cuentan cosas extrañas de ciudades muy distantes del Lothar.

—Levántate, Jav —ordenó— Tario—, y pregunta a esos dos por qué no muestran a Tario el respeto que le es debido.

Jav se levantó y se dirigió a los extranjeros. A la vista de su actitud altiva, su rostro se puso lívido. Saltó hacia ellos.

—¡Criaturas! —les gritó—. ¡Inclináos, inclináos sobre vuestros vientres ante el último de los jeddaks de Barsoom!

CAPÍTULO VII

Los arqueros fantasma

Cuando Jav saltó hacia él, Carthoris puso su mano sobre el pomo de su larga espada. El lothariano se detuvo. El gran aposento estaba vacío, con excepción de las cuatro personas que lo ocupaban; pero cuando Jav dio unos pasos hacia atrás, a causa de la actitud amenazadora del heliumita, este último se encontró rodeado de una veintena de arqueros.

¿De dónde habían salido? Carthoris y Thuvia estaban asombrados.

Ahora, la espada del primero saltó de su vaina, y en el mismo instante los arqueros, retirándose un poco, tendieron sus armas.

Tario casi se había levantado, reclinándose sobre uno de sus codos. Por primera vez vio plenamente la figura de Thuvia, que había estado oculta detrás de Carthoris.

—¡Basta! —gritó el jeddak, levantando su mano en ademán de protesta; pero en aquel mismo instante la espada del heliumita hería severamente a su antagonista más próximo.

Cuando el agudo filo tocó en su blanco Carthoris dejó que la punta se deslizase al suelo, y, con los ojos muy abiertos, dio unos pasos hacia atrás, consternado, pasándose el dorso de su mano izquierda por sus ojos.

Su acero había cortado el aire incorpóreo, su antagonista se había desvanecido: ¡ya no había arqueros en la habitación!

—Es evidente que son extranjeros —dijo Tario a Jav—. Antes de imponerles ningún castigo debemos asegurarnos de que se enfrentan a nosotros conscientemente.

Entonces se volvió hacia Carthoris; pero su mirada se dirigía continuamente a las perfectas líneas de la espléndida figura de Thuvia, cuya exhuberancia quedaba más acentuada que oculta por los correajes que vestía la princesa barsomiana.

—¿Quién sois —preguntó— que no conocéis la etiqueta de la Corte del último de los jeddaks?

—Yo soy Carthoris, príncipe de Helium —replicó el heliumita—. Y ésta es Thuvia, princesa de Ptarth. En las Cortes de nuestros padres, los hombres no se postran ante la realeza. Desde que los Primogénitos descuartizaron a su inmortal diosa, miembro por miembro, los hombres no se han arrastrado sobre sus vientres ante ningún trono de Barsoom. ¿Pensáis, por tanto, que la hija de un poderoso jeddak y el hijo de otro se humillarían de tal modo?

Tario miró a Carthoris por largo tiempo. Al fin, dijo:

—No hay otro jeddak en Barsoom que Tario. No hay más raza que la de Lothar, a no ser que las hordas de Torquas se dignifiquen con tal nombre. Los lotharianos son blancos; vuestras pieles son rojas. En Barsoom no quedan mujeres. Vuestro compañero es una mujer.

Casi se levantó, inclinándose mucho hacia adelante, y señalando con dedo acusador a Carthoris.

—¡Sois un embustero! —gritó—. Ambos mentís, y osáis presentaros ante Tario, último y más poderoso jeddak de Barsoom, y asegurar vuestra estirpe real. Alguien lo pagará, Jav, y o mucho me engaño o eres tú mismo quien ha osado tan descaradamente burlarse del buen carácter de vuestro jeddak. Llévate al hombre. Deja a la mujer. Veremos si los dos son unos embusteros. Y después, Jav, sufrirás las consecuencias de vuestra temeridad. Pocos quedan de nosotros; pero Komal debe ser alimentado. ¡Id!

Carthoris pudo ver que Jav temblaba al postrarse, una vez más, ante su amo; y luego, levantándose, se volvió hacia el príncipe de Helium. — ¡Ven! —dijo.

—¿Y he de dejar a la princesa de Ptarth aquí sola? —exclamó Carthoris.

Jav pasó bruscamente a su lado, susurrando.

—Sígueme. No puede hacerle daño, a no ser que la mate, y eso puede hacerlo ya permanezcas aquí o ya te retires. Mejor haremos en retirarnos ahora; confía en mí…

Carthoris no comprendió; pero algo había en el tono con que Jav hablaba que le tranquilizaba, y así, se dispuso a retirarse, pero no sin dirigir una mirada a Thuvia, con la que intentaba darle a entender que si la dejaba era por su propio interés.

Como respuesta, ella le volvió la espalda, pero no sin dirigirle antes tal mirada de desprecio, que le hizo sonrojarse.

Entonces vaciló; pero Jav le cogió por la muñeca.

—¡Ven! —susurró—. O hará que aparezcan los arqueros, que te atacarán, y esta vez no habrá salvación. ¿No has visto cuan inútil ha sido tu acero contra el aire tenue?

Carthoris se volvió involuntariamente para seguirle.

Cuando ambos salieron de la cámara, él se volvió hacia su compañero.

—Si no puedo matar al aire incorpóreo —preguntó—, ¿cómo quieres que tema que el aire sutil pueda matarme?

—¿No has visto cómo caían los torquasianos ante los arqueros?preguntó Jav. Carthoris movió la cabeza. —Así caerías ante ellos, y sin una sola oportunidad de defenderte o vengarte.

Al hablar, Jav llevó a Carthoris a una pequeña habitación de una de las numerosas torres del palacio. Allí había asientos, y Jav mandó al heliumita que se sentase.

Durante algunos minutos, el lothariano contempló a su prisionero, pues tal se consideraba ahora Carthoris.

—Casi estoy convencido de que eres una persona real —dijo al fin.

Carthoris se echó a reír.

—Desde luego, soy real —dijo—. ¿Por qué lo dudas? ¿Es que acaso no puedes verme y tocarme?

—También puedo ver y tocar a los arqueros —replicó Jav—, y, sin embargo, todos sabemos que ellos, al menos, no son reales.

Carthoris mostró, por la expresión de su rostro, su asombro a cada nueva referencia a los misteriosos arqueros, el ejército lothariano que se desvanecía en el aire.

—¿Entonces, qué pueden ser? —preguntó.

—¿De veras no lo sabes? —preguntó Jav.

Carthoris movió la cabeza negativamente.

—Casi puedo creer que nos has dicho la verdad y que eres realmente de otra parte de Barsoom o de otro mundo. Pero dime: en vuestro propio país, ¿no tenéis arqueros para aterrorizar los corazones de los guerreros de las hordas verdes cuando matan en compañía de los fieros banths de guerra?

—Nosotros tenemos soldados —replicó Carthoris—. Nosotros, los de la raza roja, somos todos soldados; pero no tenemos arqueros para defendernos, como los vuestros. Nosotros nos defendemos a nosotros mismos.

—¿Vosotros salís y matáis a vuestros enemigos? —exclamó Jav incrédulamente.

—Por supuesto —replicó Carthoris—. ¿Cómo lo hacen los lotharianos?

—Ya lo has visto —Le respondió el otro—. Enviamos a nuestros arqueros inmortales, inmortales porque no viven, existiendo solamente en la imaginación de nuestros enemigos. En realidad, nuestras mentes gigantescas son las que nos defienden, enviando legiones de guerreros imaginarios para que se materialicen ante los ojos de la mente de nuestros enemigos. Ellos los ven; ven sus arcos tendidos; ven sus agudas flechas lanzadas velozmente, con infalible precisión, hacia sus corazones. Y mueren, matados por el poder de la sugestión.

—Pero ¿y los arqueros muertos? —exclamó Carthoris—. Dices que son inmortales, y, sin embargo, yo he visto sus cadáveres, en grandes montones, sobre el campo de batalla. ¿Cómo puede ser esto?

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