—¿Aunque sea injusto? —preguntó Joan exaltado—. ¿Aunque solo sea un petimetre impertinente y pretencioso que se dedica a robar las mujeres de otros?
—Uno espera que sus jefes sean justos. Pero si no lo son, aún son jefes. Un militar debe obedecer. Y yo soy un militar.
—Y ¿le daríais a vuestra mujer?
La sonrisa apareció de nuevo en la faz del valenciano, que tardó en responder.
—Depende de lo que obtuviera a cambio.
Joan sacudió negativamente la cabeza. No le creía.
—Pienso además que el duque tiene algo contra mí desde que nos conocimos en Barcelona.
—Te creo —repuso serio Miquel—. Muy propio de él; le ayudas y te odia porque precisó de tu ayuda.
—¡Echadme una mano, por favor!
—No hay nada que pueda hacer yo, Joan. Si el duque estuviera entre mis amigos, le hablaría, pero no lo haré, porque no me escuchará.
—¿Qué puedo hacer?
—Ya te lo he dicho.
—Mi mujer no está a la venta. No se la daré por nada en el mundo.
—Bien, admiro tu firmeza y tu locura. —Los ojos del valenciano brillaban irónicos—. Pero ¿le pediste a ella su opinión? —Ahora sonreía—. Quizá ella tenga más seso que tú y piense distinto.
El librero se quedó contemplando a su amigo, estupefacto, sin saber qué responder.
El Vaticano formaba una pequeña ciudad en la margen derecha del Tíber. Rodeada por murallas, unas servían para la protección de la Santa Sede frente a enemigos externos y otras, como las que la separaban del Trastévere, defendían el enclave papal de sus enemigos en la propia Roma. Los soldados vaticanos, provistos de alabardas y vestidos de rojo y amarillo, de guardia bajo la imponente mole del castillo de Sant’Angelo —antes mausoleo del emperador Adriano y ahora el gran bastión de la ciudad—, saludaron a Joan. Eran valencianos, le habían visto con frecuencia con Miquel Corella y le reconocían como a uno de los suyos. Dejando a sus espaldas la formidable fortaleza, Joan enfiló a paso ligero el puente de Sant’Angelo, que unía el Vaticano con Roma.
Era principios de noviembre, el Tíber bajaba crecido por las lluvias de otoño, la luz de la tarde de aquel día encapotado disminuía con rapidez y una ráfaga de aire le obligó a calarse el sombrero para que no se lo arrebatara el viento. Después se arrebujó en su capa. Debía apresurarse, Miquel Corella tenía razón; Roma era peligrosa al llegar la noche.
Además de la familia Orsini, que tenía la guerra declarada al papa, las otras grandes familias estaban aliadas o enfrentadas entre ellas por diferencias y rencores surgidos durante la ocupación de las tropas francesas. Para empeorar la situación, en la tierra de nadie situada entre las fronteras de los territorios dominados por las distintas familias, operaban bandas de forajidos que no dudaban en matar por cualquier cosa de valor. El papa y sus
catalani
eran incapaces de imponer su autoridad en muchos lugares de la ciudad.
Joan sujetó bajo la capa las empuñaduras de su espada y su puñal. Su duro contacto suavizó su angustia. Sabía usar bien aquellas armas. Sin embargo, mientras andaba a paso rápido por aquel puente, protegiéndose del viento y del frío, se sintió solo, inmensamente solo.
—Roma no está aún del todo pacificada y es peligrosa al atardecer —le había dicho Miquel Corella al despedirse—. La sobremesa se ha alargado y se hace tarde. Toma uno de mis caballos para el regreso.
Aunque Joan tenía su propio caballo, había acudido a la casa de Miquel a pie. Andar le ayudaba a pensar y tenía mucho en que pensar en aquellos días.
—No, gracias. No os preocupéis —había respondido altivo—. Partiré ahora mismo. Llegaré a casa andando sin problemas.
La incomodidad que le había producido el comentario de Miquel sobre su esposa le hizo rechazar la montura, a pesar de que sabía que lo prudente era aceptarla. La insinuación de que Anna pudiera querer entregarse a Juan Borgia, aunque solo fuera por proteger a los suyos, le ofendía. Y partió sin ceder a la insistencia del valenciano.
Había acudido a Miquel Corella, su protector, en busca de ayuda frente al abuso del hijo del papa, y se había encontrado con que a quien estaba dispuesto a defender el valenciano era precisamente a su enemigo. Y le aconsejaba que se sometiera, cosa que él no pensaba hacer. Su amigo incluso dudaba de la voluntad de resistir de su esposa. Aquello era lo que más le dolía.
Intercambió saludos con los guardas situados en las torres al otro extremo del puente y se adentró a continuación por las calles que le conducirían al Campo de’ Fiori y a su casa.
¡Cuánto había cambiado su vida! Sus padres eran pobres pescadores que habitaban en una aldea perdida y ahora él tenía caballo propio, vestía como un caballero y sabía usar la espada como pocos. Se había instalado en Roma, el centro del mundo, era dueño de un negocio floreciente y en su casa vivían su madre y su hermana, a las que había logrado rescatar cumpliendo parte de la promesa hecha a su padre.
Tenía todo aquello con lo que había soñado y, sobre todo y en especial, a Anna. Sin embargo, ¿era libre como le había prometido a su padre? ¿Era libre como él lo fue navegando con su barca y sus compañeros en busca de tesoros de peces plateados y coral rojo que escondía el mar azul?
Se dijo que no, que no lo era. Había tenido que comprometerse y pagar distintos precios para lograr lo que tenía. Uno de ellos era la obligación contraída con Bernat de Vilamarí, el almirante del rey Fernando de España. Debía diez meses de servicio en los ejércitos del rey, que demoraba en cumplir mientras fuera posible porque quería asegurarse de que su familia estuviese bien asentada en Roma y que la librería fuese capaz de mantener su pujanza durante su ausencia.
Tenía un segundo compromiso, suscrito meses antes con aquel misterioso personaje que su amigo el librero de Nápoles, Antonello, le había presentado: Innico d’Avalos, marqués del Vasto, gobernador de las islas de Ischia y Procida. Joan recordaba que el marqués le había salvado la vida permitiéndole el acceso al Castel dell’Ovo en plena invasión francesa de Nápoles. Con ello, Joan pudo incorporarse a la galera de la cual era ya desertor y librarse de la horca.
No solo le debía la vida, sino que fue D’Avalos quién le concedió los avales y le prestó parte del dinero para abrir su librería en Roma. El marqués del Vasto y Antonello, su amigo librero napolitano, compartían su creencia en la libertad y en los libros como vehículo indispensable de esta, y patrocinaban la expansión de la cultura libre.
Sin embargo, aquel era un asunto menor para Joan; le preocupaba mucho más el compromiso adquirido con Miquel Corella y el clan de los fieles al papa Alejandro VI, los
catalani
. Casi sin darse cuenta, de la mano de su amigo Miquel, aceptando sus ayudas y las de sus camaradas, Juan se fue identificando con ellos y estos le consideraban uno de los suyos. Llegó a sentirse cómodo y orgulloso de aquella pertenencia, aunque con el regreso a Roma de Juan Borgia su sentimiento había cambiado radicalmente. De pronto, a la cabeza del clan se situaba aquel joven fatuo cuyas aventuras en Barcelona Joan conocía demasiado bien y al que consideraba indigno. Y para colmo, aquel tipo se creía con derecho de pernada sobre Anna. Joan negó con la cabeza. Había luchado demasiado por la libertad y amaba demasiado a su esposa para someterse.
El frío viento había vaciado las calles, la luz disminuía con rapidez y en la puerta de alguna casa alumbraba ya una antorcha.
Joan marchaba a buen ritmo, deseaba llegar pronto al Campo de’ Fiori y se reprochó haberse entretenido más de la cuenta en casa de Miquel. Debería haber aceptado el caballo que este le había ofrecido. Pronto fue consciente de que un par de hombres con amplias capas y sombreros de ala ancha calados le seguían. Su primer pensamiento fue hacia el duque de Gandía, pero se dijo que Juan Borgia no precisaba de sicarios. Tenía demasiado poder y debía de creer que lograría imponer sus deseos a su esposa sin necesidad de deshacerse de él. Aquella convicción le hizo pensar que quienes le seguían no eran espadachines, sino simples rufianes que escondían bajo sus capas puñales y garrotes. Aun así, no podía permitir que le siguieran; si tenían compinches emboscados más adelante, se encontraría en serio peligro.
Aceleró el paso hasta casi correr y vio que los otros hacían lo mismo. Esperó a llegar a una zona en la que una antorcha iluminaba la calle, de forma que los que le seguían le pudieran ver con claridad, y súbitamente se dio la vuelta abriendo su capa. Sus perseguidores redujeron el paso al observar las empuñaduras de daga y espada en el cinto de Joan. Este desenfundó a la mitad su espada y el acero brilló a la luz de la antorcha. Aquello hizo que frenaran en seco. Después de aguardar un momento y en vista de que aquellos tipos se mantenían expectantes, desenfundó por completo sus armas para avanzar amenazante hacia ellos. Los hombres dieron media vuelta y se alejaron presurosos. Joan suspiró aliviado. Se dijo que había acertado y que las armas que escondían los rufianes poco podían hacer frente a una espada bien blandida.
Retomó su marcha a paso aún más rápido y cuando estaba ya cerca del Campo de’ Fiori, dos sombras se interpusieron en su camino y en la tenue luz de la calle pudo ver brillar el acero.
—¡Deteneos y tirad las armas! —le ordenaron.
Sintió pasos a su espalda, vio que por atrás se acercaban tres más y supuso que a los dos anteriores se les había unido un tercero, que portaba un chuzo. La situación era desesperada. Si hubiera tenido la seguridad de que solo querían robarle, bolsa, armas e incluso ropa, habría obedecido. Sin embargo, no tenía garantía alguna de que no fuesen a matarle después de robarle o le secuestraran para pedir un rescate y le asesinasen después igualmente. Se maldijo por no haber aceptado el caballo de Miquel. Evocó a Anna, a la que quizá no viera más, y sintió un gran coraje al pensar que podía morir por aquella estúpida imprudencia.
Se dijo que no podía quedar a la merced de aquellos bandidos ni esperar más. En unos instantes estaría rodeado. Se estremeció de frío y temor al despojarse de la capa y con rapidez la enrolló en su brazo izquierdo para usarla como escudo. Después desenfundó daga y espada, llenó sus pulmones de aire y, murmurando una oración, se lanzó a todo correr contra los dos individuos que le impedían llegar al Campo de’ Fiori.
—¡Abrid paso! —les gritó.
No albergaba esperanzas de que le obedecieran, pero sabía, por su experiencia en el abordaje de naves, que los gritos animaban a los que los proferían e intimidaban al contrario. Se lanzó contra el sujeto situado a su derecha tratando de escabullirse entre él y el edificio que hacía esquina con la plaza.
Voceó exigiendo paso franco al tiempo que con su brazo izquierdo, protegido por la capa, paraba la estocada de aquel individuo. Le devolvió un sablazo que le hizo retroceder y se encontró con el otro hombre, que acudía a cerrarle el paso. Intuyó la trayectoria de su acero en la penumbra, esquivó el golpe y al responderle notó que su espada rasgaba ropa y carne a la vez que oía un aullido. Lamentó su acierto; cualquier esperanza de que los bandidos le dejaran con vida si caía en su poder acababa de evaporarse. Ya no quedaba otra opción que luchar. Había avanzado unos pasos, y trató de llegar a la plaza como fuera; sin embargo, el primer hombre se interpuso en su camino. Aprovechando que el herido se había quedado atrás, Joan intentó evitarle corriendo hacia la izquierda y pudo avanzar unos cuantos pasos más hasta la entrada del Campo de’ Fiori. Aquel había sido día de mercado de caballos y unos tratantes rezagados abandonaban el lugar con sus animales y criados a la luz de las antorchas. El familiar olor de los excrementos animó a Joan; faltaba poco para llegar a la librería.
—¡Ayuda! —gritó, a sabiendas de que nadie se enfrentaría a los bandidos.
Pudo ver que los tratantes le miraban, curiosos, sin intención de ayudarle, al tiempo que notaba el dolor de un fuerte pinchazo por debajo del omoplato derecho. Se giró trazando un círculo con su espada que hizo retroceder a su agresor y vio que tenía casi encima a los otros tres individuos, que llegaban corriendo. ¡Si le rodeaban, acabarían con él en un instante! Se arrimó a la casa más cercana para proteger su espalda con el sólido portón de madera, que se encontraba firmemente cerrado.
—¡Ayudadme! —volvió a gritar.
El herido se había quedado atrás; sin embargo, los otros cuatro ya le acorralaban. Dos llevaban simples garrotas y los otros dos, una espada y un chuzo.
—¡Tirad las armas! —le ordenó el de la espada.
Joan sabía que poco podía hacer contra cuatro y que al menor descuido el de la lanza le ensartaría con ella. Aun así, frente a la convicción de que le matarían, decidió resistir. Le dolía la espalda y notaba la sangre que brotaba de ella.
—¡Ayuda! —gritó de nuevo.
Su espada aún infundía temor y pudo rechazar un par de acometidas del individuo del chuzo, desviando la lanza con el brazo izquierdo a la vez que amagaba un golpe, y todo ello sin descuidar su guardia. Se estableció un compás de espera en el que aquellos hombres se azuzaban entre ellos para que uno se arriesgase a darle el golpe definitivo, pero nadie parecía atreverse.
Joan no se hacía ilusiones, le tenían rodeado y las posibilidades de abrirse paso entre sus atacantes eran nulas. En el momento en el que se descuidase le matarían.
—¡A mí! ¡Ayuda! —aulló desesperado.
Había oído abrirse ventanas y ventanucos y sabía que desde la seguridad de sus habitaciones oscuras, múltiples ojos contemplaban la escena a la espera de presenciar su muerte. Se repitió que había sido un estúpido y que no podría siquiera despedirse de Anna, ni de su madre y su hermana, que se encontraban a pocos pasos de allí. ¡Estaban tan cerca y tan lejos! De repente, como si se hubieran puesto de acuerdo al oír su último grito, el del chuzo le envió un lanzazo que apenas pudo esquivar y, aprovechando su movimiento, los demás se abalanzaron sobre él. Aquel era el final. Con su espada detuvo el sablazo que le venía por la derecha mientras exhalaba un grito de dolor al recibir un cachiporrazo en el hombro izquierdo. Instintivamente lanzó una puñalada con la izquierda y notó que daba en carne al tiempo que oía a alguien chillar. Sus nervios se tensaron a la espera de recibir el golpe fatal cuando, de repente, un fogonazo iluminó la oscuridad de la plaza y de inmediato el estampido de un arcabuz rompió el falso silencio de aquella noche llena de susurros y gemidos. El individuo del chuzo se desplomó con un quejido.