—No, por desgracia. Es la milicia de los señores barones. Los Nissiros.
—¿Los Nissiros? —Llorón torció el gesto—. ¿Y de ónde vienen? ¿Quién los manda?
—Uno más viejo que ellos, alto, prieto, bigotudo como un siluro.
—¡Je! —Llorón se volvió a los camaradas—. Buenas las hemos. A uno sólo de ésta conocemos, ¿no? Ése es creo nuestro viejo amigo Versta el Créeme, ¿os recordáis? ¿Y qué es, compadre, lo que los Nissiros trajinan en vuestro pueblo?
—Los señores Nissiros —aclaró sombrío el colono— tienen destino a Tyffi. Nos honran con su visita. Portan un preso. Traparon a uno de la banda de los Ratas.
—¡Seguro! —bufó Remiz—. ¿Y al emperador de Nilfgaard no traparon?
El colono frunció el ceño, apretó la mano sobre el asta de la lanza. Sus compañeros murmuraron sordamente.
—Versus a la posada, señores guerreros. —Los músculos en las mandíbulas inferiores del colono temblaban con fuerza—. Y platicar con los señores Nissiros, vuestros amigos. Paece que estáis al servicio del prefecto. Preguntar a aquellos señores Nissiros por qué el bandido a Tyffi conducen, en vez de acá, en el pueblo, clavarlo en un palo y cuartearlo con bueyes, tal y como el prefecto manda. Y recordar a los señores Nissiros, vuestros amigos, que acá manda el prefecto y no el barón de Tyffi. Nosotros ya tenemos los bueyes uncidos y el palo afilado. Si los señores Nissiros no quieren, nosotros haremos lo que convenga. Decírselo.
—Lo diré, obligao. —Llorón guiñó significativamente a sus camaradas—. A seguir bien, señores.
Fueron al paso por entre las chozas. La aldea parecía muerta, no se veía ni un alma. Bajo una cerca hozaba una cerda muy delgada, sucios patos se revolcaban en el barro. Un enorme gato negro cruzó el camino de los jinetes.
—¡Lagarto, lagarto! ¡Puto gato! —Remiz se inclinó en la silla, escupió, puso los dedos en una señal que protegía del mal de ojo—. ¡Cruzó el camino, hideputa!
—¡Así se le atragante un ratón en el gargüero!
—¿Lo qué?
—Un gato. Negro como la pez. Nos cruzó el camino, lagarto, lagarto.
—Que le den. —Llorón miró alrededor—. Mirai, mirai, qué despoblado. Mas de reojo he visto que las gentes están en sus casas, atentas. Y daquesta otra puerta vi cómo rebrillaba una jabalina.
—Cuidan de las hembras —se rió aquél que había deseado al gato problemas con el ratón—. ¡Los Nissiros en el pueblo! ¿Escuchasteis lo que dijo el labrador aquel? Claro se vio, que no gusta de los Nissiros.
—Y no es de extrañar. El Créeme y su compaña no perdonan ni una saya. Eh, no se las buscan ni nada, los señores Nissiros. Los barones los nombran «vegilantes del orden», por ello los pagan, para que lo mantengan, para que guarden los caminos. Y grítale a un labrador al oído: «¡Nissir!», y verás, se caga las patas abajo de miedo. Pero tiempo al tiempo. Un corderillo más que se afanen, una moza más que se trajinen y los labradores les clavarán en sus viernos, verás. ¿Sus fijasteis en los de aquesta puerta, que morro tenían más emperrados? Éstos son colonos de Nilfgaard. Na de bromas con ellos... Ja, he aquí la taberna...
Azuzaron los caballos.
La taberna tenía un tejado de paja ligeramente hundido, copiosamente cubierto de musgo. Estaba a cierta distancia de las chozas y construcciones utilitarias, marcaba sin embargo el punto central de todo el terreno rodeado por la destrozada empalizada, el lugar donde se cruzaban los dos caminos que atravesaban la aldea. A la sombra del único árbol grande de los alrededores se extendía un corral, con parte para el ganado y parte para los caballos. En esta última había cinco o seis caballos desensillados. Delante de las puertas, en las escaleras, estaban sentados dos tipos vestidos con almillas de cuero y con sombreros puntiagudos de piel. Ambos abrazaban contra el pecho unas jarras de barro y entre ellos había una escudilla llena de huesos mordisqueados.
—¿Y quién va? —gritó uno de los tipos a la vista de Llorón y su compañía, que estaban desmontando—. ¿Qué es lo que buscáis? ¡Largarsus! ¡La taberna está ocupada en nombre de la ley!
—No grites, Nissir, no grites —dijo Llorón, bajando a Ciri de la silla—. Y abre más el portón, que queremos entrar. Tu comandante, Versta, es nuestro camarada.
—¡No sus conozco!
—¡Pos que eres un palomo! Y yo y el«Créeme servimos juntos en los viejos tiempos, antes de que viniera acá Nilfgaard.
—Bueno, si es así... —El tipo dudó, soltó el pomo de la espada—. Entrar-sus. A mí me importa un pito...
Llorón empujó a Ciri, otro Pillador la agarró del cuello de la camisa. Entraron.
El interior era oscuro y agobiante, olía a humo y asado. La taberna aparecía casi vacía, sólo estaba ocupada una mesa, que se alzaba a la triste luz que entraba por un ventanuco de escamas de pez. A ella se sentaban unos cuantos hombres. Al fondo, junto al hogar, se afanaba el tabernero, haciendo tintinear las cacerolas.
—¡Honor a los señores Nissiros! —tronó Llorón.
—A nosotros no nos honra cualquier buey —ladró uno del grupo sentado junto al ventanuco, al tiempo que escupía al suelo. Otro le contuvo con un gesto.
—Despacito —dijo—. Éstos son de los nuestros, ¿no los reconoces? Llorón y sus Pilladores. ¡Saludos, saludos!
Llorón se alegró y se movió en dirección a la mesa, pero se detuvo al ver a sus camaradas con la vista fija en el poste que sujetaba la viga. Junto al poste estaba sentado en un taburete un muchacho delgado y rubio de menos de veinte años, extrañamente doblado y torcido. Ciri se dio cuenta de que la posición innatural derivaba del hecho de que las manos del muchacho estaban dobladas hacia atrás y atadas y el cuello estaba fijado al poste con unas riendas de cuero.
—¡Que me llene de granos! —resopló con fuerza uno de los Pilladores, el que tenía a Ciri agarrada del cuello—. ¡Mira, Llorón! ¡Es el Kayleigh!
—¿Kayleigh? ¡No es posible!
Uno de los Nissiros que estaba sentado a la mesa, un gordo con los cabellos cortados en un pintoresco copete, lanzó una sonora risa gutural.
—Es posible —dijo, al tiempo que lamía una cuchara—. Es Kayleigh en propia y asquerosa persona. Valió la pena alzarse al alba. Por él me darán lo menos media sesentena de florines en buena moneda imperial.
—Agarrasteis a Kayleigh, vaya, vaya. —Llorón arrugó la frente—. O sea, que cierto dijo el labrador nilfgaardiano...
—Treinta florines, su perra madre —suspiró Remiz—. No es cualquier cosa... ¿Paga el barón Lutz de Tyffi?
—Así es —confirmó otro Nissir, moreno de pelo y moreno de bigotes—. El poderoso barón Lutz de Tyffi, nuestro señor y bienhechor. Los Ratas le saquearon un hato en el camino, de lo que se ardía de rabia y puso precio. Y nosotros seremos, Llorón, los que tomemos el precio, créeme. ¡Ja, mirar sólo, mochachos, vaya un buho ahora! ¡No es de su gusto que nosotros y no él agarráramos al Rata, aunque también su prefecto le mandó rastrar la banda!
—El Pillador Llorón —el gordo del copete señaló a Ciri con la cuchara— también pilló algo. ¿Ves, Versta? Una moza.
—Veo. —Al de los negros bigotes le brillaron los dientes—. ¿Qué es eso, Llorón, tanto te ahoga la hambre que robas niños para rescate? ¿Quién es esta marrana?
—¡No te importa!
—[Vaya que duro! —se rió el del copete—. Y que sólo queremos estar aseguras de que no es una hija tuya.
—¿Su hija? —Versta, el de los largos bigotes, se rió—. Qué dices. Para poder sembrar una hija, hay que tener huevos.
Los Nissiros relincharon de risa.
—¡Ah, reirsus, testas de carnero! —gritó Llorón y se amohinó—. Y a ti, Versta, no te digo más: antes de que pase el domingo, te asombrarás de quién es el más famoso, vosotros y vuestro Rata o yo y lo que hiciera. ¡Y veremos quién es más liberal, si vuestro barón o el prefecto imperial de Amarillo!
—Me podéis besar el ses —anunció con desprecio Versta y volvió a sorber su sopa— tú y tu prefecto, tu emperador y todo Nilfgaard, créeme. Y no te infles. Y hasta yo sé que Nilfgaard de una semana a esta parte busca a una moza, lo dice hasta el polvo del camino. Sé que recompensa hay por ella. Pero a mí eso me importa una mierda. Yo ni al prefecto ni a los nilfgaardianos pienso servir y les escupo. Yo ahora sirvo al barón Lutz, sólo ante él respondo, ante naide más.
—Tu barón —graznó Llorón— sirve a Nilfgaard en lugar de ti, y lame la bota nilfgaardiana. Por eso tú no tienes que hacerlo, y hablar te es fácil.
—No te dispares —dijo conciliador el Nissir—. No contra ti he hablado, créeme. Que la moza que Nilfgaard busca tú la hallaras es buena cosa, lo veo con gusto, el que tú la recompensa te lleves y no esos putos nilfgaardianos. ¿Y que sirves al prefecto? Naide se elige los señores, ellos eligen, ¿o no? Venga ya, sentaos con nosotros, bebamos por este encuentro.
—Bueno, por qué no —Llorón accedió—. Sólo que darme previo un cacho cuerda. Ataré la moza al palo junto a vuestro Rata, ¿de acuerdo?
Los Nissiros relincharon de risa.
—¡Velailo, el terror de la frontera! —rió el gordo del copete—. ¡El brazo armado de Nilfgaard! Átala pues, Llorón, átala, y fuerte. Pero toma mejor una cadena de yerro, porque esa tu famosa prisionera está lista para quebrar la cuerda y romperte los morros antes de huir. ¡Paece tan peligrosa que hasta se me ponen los pelos de punta! incluso los camaradas de Llorón rieron con una risa apagada. El Pillador enrojeció, soltó el cinturón, se acercó a la mesa.
—Yo lo decía para seguridad, para que no tome el tole...
—No le des vueltas al culo —le interrumpió Versta, partiendo el pan—. Que quieres charlar, pues entonces siéntate, ponte a la cola como es de ley.
Y esa moza, si es tu voluntad, la cuelgas por los pies del techo. Me importa tanto como estiércol de gorrino. Sólo que es en mucho gracioso, Llorón.
Para ti y para tu prefecto puede que sea una presa importante, pero para mí no es más que una pobre cría asustada. ¿La quieres atar? Ella, créeme, apenas se tiene en pie, así que cómo va a huir. ¿De qué tienes miedo?
—Pos sus diré de lo que tengo miedo. —Llorón se mordió el labio—. Ésta es una aldea nilfgaardiana. Aquí no nos han recibido con el pan y la sal, y para vuestro Rata, dijeron, ya tienen un palo bien afilado. Y están en su derecho, pos el prefecto dio un decreto para que se justiciara a los bandoleros en el sitio de captura. Y si no les dais al preso, están listos hasta a afilar palos para todos vosotros.
—Oh, vaya —dijo el gordo del copete—. A los grajos asustan, los mastuerzos. Mejor que no se nos pongan en medio o les haremos correr la sangre.
—No les vamos a dar al Rata —añadió Versta—. Nuestro es y a Tyffi irá.
Y que el barón Lutz arregle el asunto con el prefecto. Ah, para qué hablar en vano. Siéntate.
Los Pilladores, soltándose los cinturones de las espadas, se sentaron contentos a la mesa de los Nissiros, gritando al tabernero y señalando que Llorón invitaba. Llorón acercó un taburete de una patada al poste, agarró a Ciri por los hombros, la empujó de tal modo que cayó, golpeando con el hombro en las rodillas del muchacho atado.
—Siéntate aquí —aulló—. Y no te me menees porque te rajo como a una perra.
—Jodio piojo —gritó el muchacho, mirándole con los ojos entrecerrados—. Perro...
Ciri no conocía la mayoría de las palabras que salieron de los labios torcidos y arrugados del muchacho, pero por los cambios que se daban en el rostro de Llorón dedujo que debía de tratarse de palabras extraordinariamente insultantes y blasfemas. El Pillador palideció de rabia, agitó las manos, le golpeó al atado en la cara, le agarró por sus largos cabellos, le agitó, golpeando la sien del muchacho con el poste.
—¡Eh! —gritó Versta, al tiempo que se levantaba de la mesa—. ¿Qué es lo que pasa allí?
—¡Le estoy quitando los colmillos a este asqueroso Rata! —gruñó Llorón—. ¡Os meteré los pies en el culo, a los dos!
—Ven acá y deja de mover los morros. —El Nissir se sentó, bebió de un trago una jarra de cerveza, se limpió los bigotes—. A tu presa dale lo que aguante, pero del nuestro mantente largo. Y tú, Kayleigh, no te hagas el listo. Estáte callao y empieza a pensar en el potro que el barón Lutz mandó preparar en la villa. La lista de las cosas que te va a hacer el bederre está ya escrita y, créeme, tiene tres codos de largo. Media villa apuesta ya a ver hasta qué punto aguantas. Ahorra entonces fuerzas, Rata. Yo mesmo voy a poner unas perrillas y cuento con que no me la vas a liar y aguantas lo menos hasta la castración.
Kayleigh escupió, con la cabeza vuelta, cuanto le permitían las riendas atadas al cuello. Llorón tiró del cinturón, midió con una furiosa mirada a Ciri, acurrucada en el taburete, después de lo cual se unió a la compaña de la mesa, maldiciendo, puesto que de la jarra que le había traído el posadero ya sólo quedaban unos restos de espuma.
—¿Y cómo lo trapasteis al Kayleigh? —preguntó, al tiempo que le mostraba al posadero su deseo de ampliar su pedido—. ¡Y para colmo vivo! Porque el que sus cargarais a los otros Ratas, no lo doy crédito.
—Ciertamente —respondió Versta, mirando con aspecto crítico lo que se acababa de sacar de la nariz—, tuvimos suerte. A solateras estaba. De la panda se separó para ir por la Fragua Nueva a ver la moza y pasar la noche. El alcalde, que sabía que no andábamos lejos, nos hizo llamar. Acertamos a llegar antes del alba y lo agarramos en el pajar, ni le dio tiempo a piar.
—Y con la moza suya nos entretuvimos tos juntos —se rió el gordo del copete—. Si la noche con Kayleigh no fue de su gusto, no fue mala cosa para ella. Nosotros la dimos gusto al albor, tanto, tanto, que luego ni manos ni pies podía menear.
—Pos entonces sus digo que cabrones sois, y tontos —afirmó Llorón, en voz alta y tono burlón—. Sus jodisteis unos buenos dineros, atontaos. En vez de perder tiempo con la moza, habisteis de calentar el yerro y preguntar al Rata dónde pernota la cuadrilla. Pudisteis tener todos, Giselher y Reef... Por Giselher, los Varnhagen de Sarda daban ya veinte florines hace un año. Y por la jodia ésa, cómo la nombran... Mistel, creo... Por ella el prefecto habría dado más entoavía, después de lo que le hizo a su sobrino en Druigh, cuando los Ratas asaltaron un convoy.
—Tú, Llorón —Versta frunció el ceño—, o bien eres tonto de nacimiento o bien esta vida dura te ha sacao el seso de la testa. Somos seis. ¿Iba a atacar a toda la cuadrilla yo solo o qué? Y la recompensa tampoco se nos escapa. El barón Lutz le va a asar los talones a Kayleigh en el mazmorra, no será tacaño, créeme. Kayleigh lo va a cantar to, va a soltar ónde están los escondrijos y los refugios, y entonces con buena mesnada iremos, rodearemos a la banda y los sacaremos como cangrejos de su concha.