¡Te traicionaron! ¡Te mintieron y engañaron! ¡Todos! ¡Eras una marioneta para ellos, eras un muñequito en un palo! ¡Te utilizaron! ¡Te condenaron al hambre, al sol ardiente, a la sed, a las humillaciones, a la soledad! ¡Ha llegado el tiempo del odio y la venganza! ¡Tienes poder! ¡Eres poderosa! ¡Que todo el mundo tiemble ante ti! ¡Que todo el mundo tiemble ante la Antigua Sangre!
Traen a los brujos al cadalso: Vesemir, Eskel, Coén, Lambert. Y Geralt... Geralt se tambalea, está cubierto de sangre...
—¡No!
Alrededor de ella, fuego, al otro lado de la pared de llamas, unas salvajes relinchadas, los unicornios se encabritan, agitan las cabezas, golpean con los cascos. Sus melenas son como deshilachados estandartes de guerra, sus cuernos, largos y afilados como espadas. Los unicornios son grandes, grandes como caballos de nobles, mucho más grandes que su Caballito. ¿De dónde han venido? ¿De dónde han venido tantos? Las llamas crepitantes se disparan hacia el cielo. La mujer morena alza los brazos, en sus manos hay sangre. Sus cabellos los dispersa el calor.
¡Arde, arde, Falka!
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—¡Fuera! ¡Vete! ¡No te quiero! ¡No quiero tu poder!
¡Arde, Falka!
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—¡No lo quiero!
¡Quieres! ¡Lo deseas! ¡El deseo y el ansia arden en ti como el fuego, el deleite te seduce! ¡Éste es el poder, ésta es la fuerza, ésta es la potencia! ¡El más deleitoso de los deleites del mundo!
Relámpago. Trueno. Viento. El golpeteo de los cascos y los relinchos enloquecidos de los unicornios alrededor del fuego.
—¡No quiero ese poder! ¡No quiero! ¡Lo rechazo!
No supo si fue el fuego el que se apagó o sus ojos los que se oscurecieron. Cayó mientras sentía en el rostro las primeras gotas de lluvia.
Hay que quitarle la existencia al Ser. No se puede permitir que exista. El Ser es peligroso. Confirmación
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Negación. El Ser no convocó la Fuerza para sí. Lo hizo para salvar a Ihuarraquax. El Ser compadece. Gracias al Ser Ihuarraquax está de nuevo entre nosotros
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Pero el Ser tiene Fuerza. Si quisiera utilizarla
...
No va a poder utilizarla. Nunca. La rechazó. Rechazó la Fuerza. Completa mente. La Fuerza se fue. Es muy extraño
...
Nunca entendemos a los Seres
.
¡Y no hay que entenderlos! Quitémosle la existencia al Ser. Antes de que sea demasiado tarde. Confirmación
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Negación. Vámonos de aquí. Dejemos al Ser. Dejémoslo a su destino
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No supo cuánto tiempo yació entre las rocas, atravesada por los escalofríos, con la vista fija en el cielo que cambiaba de colores. Estaba alternativamente oscuro y claro, frío y caluroso, y ella yacía, impotente, seca y vacía como aquel pellejo, aquel cadáver de roedor, seco y escupido por el cráter.
No pensaba en nada. Estaba sola, estaba vacía. No tenía ya nada y no sentía nada dentro de sí. No había sed, hambre, cansancio, miedo. Había muerto todo, incluso la voluntad de sobrevivir. Sólo quedaba un vacío grande, frío, terrible. Percibía aquel vacío con todo su ser, con cada célula de su organismo.
Sentía sangre en la parte interior de su muslo. La era indiferente. Estaba vacía. Había perdido todo.
El cielo cambiaba de colores. No se movía. ¿Acaso tenía algún sentido moverse en el vacío?
No se movió cuando a su alrededor golpearon cascos de caballos, tintinearon las herraduras. No reaccionó a los sonoros gritos y a los llamamientos, a las voces alzadas, ni a los bufidos de los caballos. No se movió cuando la agarraron manos fuertes y duras. La alzaron del suelo, colgaba impotente. No reaccionó a los tirones ni a los meneos, a las preguntas violentas y a gritos. No los entendía ni quería entender.
Estaba vacía e indiferente. Aceptó con indiferencia el agua que le salpicó el rostro. Cuando le pusieron la cantimplora a los labios no se atosigó. Bebió. Indiferente.
Luego también continuó indiferente. La subieron a un arzón. Tenía el perineo sensibilizado y le dolía. Temblaba, así que la envolvieron en una gualdrapa. Estaba flácida y sin fuerzas, se caía de la silla, así que la ataron con un cinturón al jinete que iba sentado detrás de ella. El jinete apestaba a sudor y orina. A ella le resultaba indiferente.
Alrededor había caballos. Muchos caballos. Ciri los contemplaba con indiferencia. Estaba vacía, había perdido todo. Nada tenía ya sentido.
Nada.
Ni siquiera el que el caballero que comandaba a los jinetes llevara un yelmo con las alas de un ave de rapiña.
Cuando prendiose fuego a la hoguera de la malvada y cuando alcanzáronla las llamas, principió aquesta a maldecir a los caballeros, barones, hechiceros y señores del concejo presentes en la plaza, y esto, con verbo tan horroroso que a todos les acometió el espanto. Y puesto que la hoguera tan sólo de palos mojados estaba hecha, para que la diablesa no la giñara tan presto y para que conociera del fuego del castigo, mandose agora allegar yerbas secas y terminar el martirio. Mas verdaderamente un demonio habitaba en aquesta maldita, pues si bien chisporroteaba ya con brío, ni un grito daba de dolimiento, sino que más terribles todavía maldiciones echaba de sí. «Nacerá un vengador de mi sangre», dijo a voz en grito. «Nacerá de la Antigua Sangre manchada un destructor de naciones y mundos! ¡De los mis sufrimientos cobrará venganza! ¡Muerte, muerte y venganza a todos vosotros y a vuestras generaciones!» Sólo aquesto alcanzó a vociferar antes de quemarse. Así morió Falka, tal castigo recibió por la sangre inocente vertida.
Roderick de Novembre, Historia del mundo, tomo II
—Miraila. Quemada por el sol, llena de heridas, sucia. Todavía bebe como una esponja y, hambrienta estaba que daba miedo. Os digo, del este vino. Vino a través del Korath. A través de la Sartén.
—¡Cuentos! Nadie sobrevive a la Sartén. Del oeste vino, de la sierra, por el paso del Secucho. Apenas al extremo de Korath se perdió y esto ya fue bastante. Cuando la encontramos, estaba ya caída y sin espíritu.
—Al oeste tales despoblados abarcan muchas millas. ¿De ónde venía andando?
—No andaba, que cabalgaba. Quién sabe cuan largo. Huellas de caballo había a su vera. Debe de haberla tirado el caballo en el Secucho, por eso está apaleada y llena de moratones.
—¿Y a cuento de qué es tan importante para Nilfgaard, por curiosidad? Cuando nuestro prefecto nos mandó a buscarla, pensara yo que alguna dama noble se perdiera. ¿Y que es ésta? Una guarrilla común y corriente, una barrendera harapienta, y para colmo muda y sin seso. Ciertamente no sé, Llorón, si habremos encontrado la moza que era...
—Ella es. Y en suma, que de común y corriente na. Común y corriente, la hubiéramos encontrado muerta.
—No mucho faltó. Y ni la lluvia la habría salvado, creo yo. Cuernos, ni los viejos más viejos recuerdan que hubiera llovido en la Sartén. Las nubes siempre pasan de largo el Korath... ¡Incluso cuando en el valle llueve, allí ni gota cae!
—Miraila, cómo traga. Cual si una semana no hubiera tenido nada en los morros... ¡Eh, tú, tragona! ¿Te gusta la cecina? ¿Y los corruscos secos?
—Preguntaila en elfo. O en nilfgaardiano. No entiende el normal. Ésta es una lechigada élfica o así...
—Ésta lo que es, es tonta y no muy cuerda. Cuando al alba la monté en el caballo, lo mismo que si sentara un monigote de madera.
—No tenis ojos —enseñó los dientes el llamado Llorón, calvo y de constitución recia—. ¡Vaya unos Pilladores que estáis hechos si entodavia no la habéis cogido! Ésta no es ni tonta ni loca. Lo finge, sólo. Es una pájara rara y astuta.
—¿Y por qué es tan importante para Nilfgaard? Prometieron recompensa, mandaron patrullas a todos lados... ¿Por qué?
—Eso no lo sé. Pero no está de más preguntarla a ella... Con un palo en los lomos, hay que preguntarla... ¡Ja! ¿Sos habéis dado cuenta de cómo me ha mirado? Todito lo entiende, escucha atenta. ¡Eh, moza! Soy Llorón, rastreador, de los llamados Pilladores. Y esto, va, mira aquí, ¡esto es una vara, de las llamadas palo! ¿Te gusta el pellejo de tus espaldas? Pues suelta...
—¡Basta! ¡Callad!
La orden a gritos, fuerte, que no toleraba oposición, vino desde el otro fuego, ante el que estaba sentado el caballero junto con su escudero.
—¿Os aburrís, Pilladores? —preguntó el caballero amenazante—. ¡Entonces todos al trabajo! ¡Limpiar los caballos! ¡Limpiar mis armas y mis avíos! ¡Al bosque por leña! ¡Y no toquéis a la moza! ¿Habéis entendido, malcriados?
—Ciertamente, noble señor Sweers —masculló Llorón. Sus camaradas bajaron la cabeza.
—¡Al trabajo! ¡Cumplir las órdenes!
Los Pilladores comenzaron a trajinar.
—El destino nos ha castigao con este cabronazo —murmuró uno—. Que también el prefecto no tuviera otra cosa que hacer que ponernos por cima a un puto caballero...
—Digo —masculló por lo bajo otro, mirándole de reojo—. Y al cabo, nosotros fuimos, Pilladores, quienes a la moza hallamos. Nuestras narices fueron las que nos hicieron de cabalgar el Secucho.
—Cierto. El mérito es nuestro y el señoritingo se lleva el premio, a nosotros alguna perra chica nos soltarán... A los pies, un florín, toma, Pillador, aquí ties, dale las gracias al señor...
—Cierra el pico —susurró Llorón—, pos todavía nos van a oír...
Ciri se quedó sola junto al fuego. El caballero y el escudero la miraban inquisitivamente, pero no se dirigieron a ella.
El caballero era un hombre viejo pero fuerte, con un rostro severo marcado por las cicatrices. Durante el viaje siempre llevaba puesto el yelmo con las alas de pájaro, pero no eran las alas que Ciri había visto en sus pesadillas, y también, luego, en la isla de Thanedd. No era el Caballero Negro de Cintra. Pero era un caballero nilfgaardiano. Cuando impartía órdenes, hablaba fluidamente la común, pero con un marcado acento, parecido al de Sos elfos. Con su escudero, un muchacho no mucho mayor que Ciri, hablaba sin embargo en un idioma cercano a la Vieja Lengua, pero menos cantarín, más duro. Debía de tratarse de la lengua nílfgaardiana. Ciri, que conocía bien la Vieja Lengua, comprendía la mayor parte de las palabras. Pero no traicionó esto. Durante la primera parada, al borde del desierto que ellos llamaban la Sartén o Korath, el caballero nilfgaardiano y su escudero la cubrieron de preguntas. Entonces no respondió porque se sentía indiferente y estaba aturdida, sólo a medias consciente. Al cabo de unos días de viaje, cuando salieron de las barrancas rocosas y bajaron hacia el verde del valle, Ciri volvió en sí, comenzó por fin a mirar al mundo a su alrededor y a reaccionar, aunque con indolencia. Pero seguía sin responder a las preguntas, así que el caballero dejó de dirigirse a ella. Daba la sensación de que no le prestaba atención. De ella se ocupaban sólo los jayanes que decían llamarse los Pilladores. Éstos también le preguntaron. Eran muy agresivos.
Pero el nilfgaardiano del yelmo alado les llamó inmediatamente al orden. Estaba claro quién era allí el señor y quién el servicio.
Ciri fingía ser una muda tonta, pero aguzaba bien el oído. Poco a poco comenzó a comprender su situación. Había caído en manos de Nilfgaard. Nilfgaard la había estado buscando y la había encontrado, seguramente siguiendo la ruta por la que la había enviado el caótico telepuerto de Tor Lara. Lo que no había conseguido Yennefer, lo que no había conseguido Geralt, lo habían conseguido el caballero del yelmo alado y los rastreadores llamados Pilladores.
¿Qué había pasado en Thanedd con Yennefer y Geralt? ¿Dónde había aterrizado ella? Albergaba las sospechas más terrible. Los Pilladores y su cabecilla, Llorón, hablaban en una versión simplona y desmañada de la lengua común, pero sin acento nilfgaardiano. Los Pilladores eran personas normales, pero servían a un caballero de Nilfgaard. Los Pilladores se alegraban ante la idea de la recompensa que les pagaría el prefecto por encontrar a Ciri. En florines.
Los únicos países donde la moneda corriente era el florín y la gente servía a los nilfgaardianos eran las provincias imperiales gobernadas por los prefectos, allá en el lejano sur.
Al día siguiente, durante un alto a la orilla de un arroyo, Ciri comenzó a pensar en la posibilidad de huir. La magia podía ayudar. Con mucho cuidado, intentó el hechizo más simple, una débil telekinesia. Pero sus temores se confirmaron. No tenía ni siquiera una chispa de energía hechiceril. Después del jugueteo irracional con el fuego, las capacidades mágicas la habían abandonado por completo.
Se sumió de nuevo en la indiferencia. A todo. Se encerró en sí misma y se hundió en la apatía. Durante mucho tiempo.
Hasta el día en que mientras cabalgaban a través de un brezal se les cruzó en el camino el Caballero Azul.
—Ay, ay —murmuró Llorón, mirando a los caballos que les cortaban el paso—. La vamos a tener. Son los Varnhagen, del fuerte Sarda...
Los caballos se acercaban. A la cabeza, montado en un poderoso caballo rucio, iba un gigante vestido con una armadura de hierro que brillaba en tonos celestes. Junto a él había otro hombre con armadura, por detrás iban dos jinetes con simples ropas grises, indudablemente pajes.
El nilfgaardiano del yelmo alado se acercó a ellos, manteniendo a su bayo a un paso bailarín. Su escudero acariciaba el pomo de la espada, se giró sobre la silla.
—Quedaos atrás y cuidad de la muchacha —gritó a Llorón y sus Pilladores—. ¡No os mezcléis!
—No somos tan bolos —dijo en voz baja Llorón, en cuanto el escudero se había alejado—. No somos tan bolos como para mezclarnos con los importantones de Nilfgaard...
—¿Habrá pelea, Llorón?
—Seguro. Entre los Sweers y los Varnhagen hay odio de familia y venganza de sangre. Bajarsos. Guardar la mochacha, que ella es nuestro bien y beneficio. Si hay suerte, nos vamos a llevar todo el premio que haya por ella.
—A lo seguro que los Varnhagen también buscan la moza. Si prevalecieran, nos la quitarían... Y sernos sólo cuatro...
—Cinco. —Llorón sonrió—. Arresulta que uno de ésos de atrás de Sarda es mi compadre. Veréis, de esta trifulca el beneficio será nuestro y no de los señores caballeros...
El caballero de la armadura azul tiró de las riendas de su rucio. El alado se plantó enfrente. El compañero del Azul hizo trotar a su caballo, se detuvo por detrás. Su extraño yelmo estaba adornado con dos tiras de cuero que colgaban de su visera y que tenían el aspecto de dos grandes mostachos o de colmillos de morsa. En la parte delantera de su silla Dos Colmillos tenía un arma de aspecto amenazador, que recordaba un poco al espontón que llevaba la guardia de Cintra, pero con un asta significativamente más corta y una moharra bastante más larga.