Tiempo de odio (35 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Tiempo de odio
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—Que todo el mundo conozca la verdad, y en esto se incluyan los reyes que no sabían de qué lado estaba la razón y la justicia. Y que todo el mundo sepa de la ayuda que te será dada. Tus enemigos y los míos serán derrotados. En Cintra, en Sodden y Brugge, en Attre, en las islas de Skellige y en la desembocadura del Yarra reinará de nuevo la paz y tú te sentarás en el trono para alegría de tus compatriotas y de todas las personas amantes de la justicia.

La muchacha del vestido azul bajó la cabeza un poco más.

—Mientras esto sucede— siguió Emhyr—, serás tratada en mi país con el respeto que te mereces por parte mía y de todos mis súbditos. Y como en tu reino todavía arden los fuegos de la guerra, en prueba de respeto, admiración y amistad por parte de Nilfgaard te concedo el título de princesa de Rowan y Ymlac, señora del castillo de Darn Rowan, adonde acudirás ahora para esperar la venida de tiempos más tranquilos y felices.

Stella Congreve se controló, no permitió que su rostro albergase ni siquiera una huella de asombro. No la mantiene junto a él, pensó, la envía a Darn Rowan, al fin del mundo, allí donde él nunca va. Está claro que no tiene intenciones de cortejar a esa muchacha ni piensa en una boda rápida. Está claro que ni siquiera quiere verla a menudo. Entonces, ¿por qué se libró de Dervla? ¿Qué es lo que pasa aquí?

Se sacudió, agarró rauda a la princesa de la mano. La audiencia había terminado. Cuando salieron de la sala, el emperador no las miró. Los cortesanos hicieron una reverencia.

Cuando se fueron, Emhyr var Emreis echó un pie por encima del brazo del trono.

—Ceallach —dijo—. Ven a mí.

El senescal se detuvo a la distancia ceremonial prescrita, se dobló en una reverencia.

—Más cerca —dijo Emhyr—. Acércate más, Ceallach. Hablaré muy bajo. Y lo que te diga sólo está destinado a tus oídos.

—Vuestra majestad...

—¿Qué más hay previsto para hoy?

—La aceptación de las cartas credenciales y la concesión del exequatur formal al embajador del rey Esterad de Kovir —recitó deprisa el senescal—. El nombramiento de vicarios, prefectos y palatinos en las nuevas provincias y palatinados. La concesión del título de conde y de infantado a...

—Al embajador le concederemos el exequatur y le recibiremos en audiencia privada. El resto de los asuntos para mañana.

—Sí, vuestra majestad.

—Informa al vizconde de Aidon y a Skellen que inmediatamente después de la audiencia al embajador tienen que presentarse en la biblioteca. En secreto. Tú también habrás de venir. Y me traerás a ese vuestro famoso mago, ese profeta... ¿Cómo se llama?

—Xarthisius, vuestra alteza. Vive en una torre al otro lado de la ciudad...

—No me interesa dónde vive. Manda por él a alguien, tienen que traerle a mi habitación. En silencio, sin ruidos, en secreto.

—Vuestra alteza... ¿Acaso es razonable que este astrólogo...?

—He dado una orden, Ceallach.

—Sí, señor.

Antes de que pasaran tres horas, todos los convocados se encontraron en la biblioteca imperial. La convocatoria no había asombrado a Vattier de Rideaux, vizconde de Eiddon. Vattier era jefe del servicio secreto militar.

Emhyr llamaba a Vattier muy a menudo, al fin y al cabo estaban en guerra. La convocatoria tampoco había asombrado a Stefan Skellen, llamado Antillo, que cumplía las funciones de comisario especialista en servicios y tareas especiales. A Antillo nunca le sorprendía nada.

La tercera persona, sin embargo, se hallaba sorprendida sin medida de haber sido convocada. Cuanto más que fue a él a quien el emperador se dirigió primero.

—Maestro Xarthisius.

—Vuestra majestad imperial...

—Tengo que fijar el lugar donde está cierta persona. Una persona que se ha perdido o está siendo ocultada. Puede que prisionera. Los hechiceros a los que ya se lo había encargado han fracasado. ¿Lo comprendes?

—¿A qué distancia se encuentra... se puede encontrar la persona a buscar?

—Si lo supiera no necesitaría de tus hechicerías.

—Os pido perdón, vuestra alteza imperial... —El astrólogo tartamudeé)—. El caso es que una distancia muy grande dificulta la astromancia, prácticamente excluye... Ejem, ejem... Y si esta persona se encuentra bajo protección mágica... Puedo intentarlo, pero...

—Más rápido, maestro.

—Necesito tiempo... E ingredientes para el hechizo... Si la conjunción de las estrellas es favorable, entonces... Ejem, ejem... Vuestra alteza imperial, lo que pedís no es cosa fácil... Necesito tiempo...

Un poco más y Emhyr lo mandará clavar en un palo, pensó Antillo. Si el hechicero no para de farfullar...

—Maestro Xarthisius —le interrumpió el cesar de modo inesperadamente cortés, incluso amable—. Tendrás a tu disposición todo lo que precises. También tiempo. Dentro de límites razonables.

—Haré todo lo que esté en mi mano —afirmó el astrólogo—. Pero en largas distancias la astromancia solamente permite una localización aproximada... Muy aproximada, con mucha tolerancia... Con muchísima tolerancia. De verdad, no sé si seré capaz...

—Serás capaz, maestro —dijo el cesar y sus oscuros ojos brillaron ominosamente—. Tengo infinita fe en tus capacidades. Y en lo que se refiere a la tolerancia, cuanto más pequeña sea la tuya, mayor será la mía.

Xarthisius se encogió.

—Tengo que saber la fecha exacta de nacimiento de dicha persona —balbuceé)—. En la medida de lo posible, con la hora... Sería también de ayuda algún objeto que haya pertenecido a dicha persona...

—Cabellos —dijo Emhyr en voz baja—. ¿Sirven los cabellos?

—¡Ooooh! —El astrólogo se alegró—. ¡Cabellos! Eso lo simplificará significativamente... Ah, si pudiera tener también los excrementos o la orina...

Los ojos de Emhyr empequeñecieron peligrosamente y el mago se encogió y se dobló en una profunda reverencia.

—Pido perdón humildemente a vuestra majestad imperial... —gimió—. Pido perdón... Entiendo... Sí, los cabellos serán suficiente... Por completo... ¿Cuándo podré disponer de ellos?

—Hoy mismo te serán entregados junto con la fecha y la hora de nacimiento. Maestro, no te detendré más. Vuelve a tu torre y comienza a investigar las constelaciones.

—Que el Gran Sol guarde a vuestra majestad...

—Bien, bien. Puedes irte.

Ahora nosotros, pensó Antillo. A ver qué es lo que nos espera.

—Todo el que suelte alguna palabra de lo que se va a hablar aquí a partir de ahora —dijo muy despacio el emperador— será descuartizado. ¡Vattier!

—A la orden, vuestra alteza.

—¿De qué forma llegó hasta aquí esa... princesa? ¿Quién se encargó de ello?

—Desde la fortaleza de Nastrog —el jefe de los servicios secretos arrugó la frente— la trajeron en un convoy los guardias de su alteza dirigidos por...

—¡No pregunto eso, diablos! ¿Cómo apareció esa muchacha en Nastrog, en Verden? ¿Quién la llevó hasta la fortaleza? ¿Quién es allí ahora el comandante? ¿Acaso de él procedía la noticia? ¿Godyvrón, o algo así?

—Godyvrón Pitcairn —dijo rápido Vattier de Rideaux—. Estaba, por supuesto, informado de la misión de Rience y del conde Cahir aep Ceallach. Tres días después de los hechos de la isla de Thanedd aparecieron en Nastrog dos personas. Más exactamente: un humano y un elfo mestizo. Ellos fueron quienes, diciendo que actuaban por orden de Rience y del conde Cahir, entregaron la princesa a Godyvrón.

—Aja. —El césar sonrió y Antillo sintió un escalofrío en la espalda—. Vilgefortz prometió que atraparía a Cirilla en Thanedd. Rience me garantizó lo mismo. Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach recibió ordenes muy claras acerca de ello. Y resulta que a Nastrog, en la boca del río Yarra, tres días después de la historia de la isla, a Cirilla la conducen no Vilgefortz, ni Rience, ni Cahir, sino un humano y un medioelfo. Godyvrón, por supuesto, no pensó en arrestar a ambos.

—No. ¿Hay que castigarle por ello, vuestra alteza?

—No.

Antillo tragó saliva. Emhyr guardaba silencio, tocábase la frente, un gigantesco brillante en su anillo relucía como una estrella. Al cabo, el emperador alzó la cabeza.

—Vattier.

—¿Vuestra alteza?

—Pon en marcha a todos tus subordinados. Ordénales capturar a Rience y al conde Cahir. Imagino que ambos están todavía en los terrenos aún no ocupados por nuestro ejército. Utiliza con este fin a los Scoia'tael o a los elfos de la reina Enid. Ambos arrestados hay que llevarlos a Dam Ruach y someterlos a tortura.

—¿Qué hemos de preguntar, vuestra alteza? —Vattier de Rideaux entrecerró los ojos, fingiendo que no veía la palidez que cubría el rostro del senescal Ceallach.

—Nada. Luego, cuando se ablanden un poco, yo mismo les preguntaré. ¡Skellen!

—A la orden.

—En cuanto a ese carcamal de Xarthisius... Si ese barbullón copromante acierta a establecer lo que le ordené establecer... Entonces organizarás la búsqueda de determinada persona en el terreno por el señalado. Recibirás una descripción. No excluyo que el astrólogo señale un territorio sobre el que gobernemos, entonces pondrás en marcha a todos los que respondan por ese territorio. Todo el aparato civil y militar. Éste es un asunto de la mayor prioridad. ¿Has comprendido?

—Sí. Puedo...

—No, no puedes. Siéntate y escucha, Antillo. Lo más probable es que Xarthisius no establezca nada. La persona que le ordené buscar se encontrará seguramente en territorio extranjero y bajo protección mágica. Apuesto mi cabeza a que la persona buscada se encuentra en el mismo lugar que nuestro amigo enigmáticamente desaparecido, el hechicero Vilgefortz de Roggeveen. Por eso también, Skellen, formarás y prepararás un destacamento especial que conducirás personalmente. Elegirás a tus hombres entre los mejores. Tienen que estar dispuestos a todo... y no ser supersticiosos. Es decir, sin miedo a la magia.

Antillo elevó las cejas.

—Tu destacamento —terminó Emhyr— tendrá como tarea atacar y conquistar el escondrijo, todavía desconocido para mí pero con toda seguridad bien escondido y mejor defendido, de Vilgefortz, nuestro antiguo amigo y aliado.

—Entendido —dijo, impasible, Antillo—. imagino que a la persona buscada, a la que con toda seguridad encontraré, no debe caérsele ni un pelo de la cabeza.

—Bien imaginas.

—¿Y a Vilgefortz?

—A él si se le puede caer. —El emperador sonrió cruelmente—. A él, incluso, se le deben caer para siempre. Junto con la cabeza. Esto también afecta a otros hechiceros que halles en su escondrijo. Sin excepciones.

—Entendido. ¿Quién se encargará de encontrar el escondrijo de Vilgefortz?

—Tú, Antillo.

Stefan Skellen y Vattier de Rideaux intercambiaron miradas. Emhyr se repantigó en el sillón.

—¿Está todo claro? Entonces... ¿De qué se trata, Ceallach?

—Vuestra alteza —gimió el senescal, al que hasta entonces nadie había prestado atención—. Ruego merced...

—No hay merced para los traidores. No hay piedad para los que se opongan a mi voluntad.

—Cahir... Mi hijo...

—Tu hijo... —Emhyr entrecerró los ojos—. No sé todavía cuál fue la culpa de tu hijo. Quisiera creer que su culpa radica en la estupidez y la incapacidad, no en la traición. Si así fuera, será decapitado y no muerto en la rueda.

—¡Vuestra alteza! Cahir no es un traidor... Cahir no pudo...

—Basta, Ceallach, ni una palabra más. Los culpables serán castigados. Intentaron engañarme y no se lo perdonaré. Vattier, Skellen, acudid dentro de una hora a recibir las órdenes firmadas, las instrucciones y los poderes, después de lo cual os pondréis a ejecutar inmediatamente la tarea. Y todavía algo más: no creo que deba añadir que la muchacha que no hace mucho visteis en la sala del trono tiene que seguir siendo para todos Cirilla, reina de Cintra y princesa de Rowan. Para todos. Ordeno que tratéis esto como secreto de estado y asunto de la mayor importancia.

Todos miraron al cesar con asombro. Deithwen Addan yn Carn aep Morvudd sonrió levemente.

—¿Es que no habéis entendido? En lugar de la verdadera Cirilla de Cintra me han enviado a no sé qué patosa. Seguro que se hicieron ilusiones estos traidores de que no la reconocería. Pero yo soy capaz de reconocer a la verdadera Ciri. La reconocería en el fin del mundo y en las tinieblas del infierno.

Capítulo sexto

Grande enigma es el que el unicornio, aunque en mucho espantadizo y temeroso de las gentes, si encuentra tal doncella que todavía no haya tenido trato carnal con varón alguno, se le arrima, osado y sin ningún temor, dobla la testa y sobre el regazo de ella la asienta. Dícese que en tiempos pasados y remotos, había doncellas que de aquello un verdadero proceder hicieron. Quedábanse largos años sin casamiento y practicando la castidad, para servir a los cazadores como reclamo de unicornios. Pronto, sin embargo, se supo que el unicornio se allega sólo a las mozas jóvenes, que a las viejas las tiene por nada. Siendo bestia sabia, el unicornio entiende sin falta que el perdurar en exceso en estado virginal es cosa sospechosa y contraria a la naturaleza.

Physiologus

La despertó el calor. Le hizo volver en sí el bochorno que quemaba la piel como el hierro del verdugo.

No podía mover la cabeza, algo la retenía. Se retorció y gritó de dolor al sentir cómo se despegaba y estallaba la piel de la sien. Abrió los ojos. La piedra sobre la que apoyaba la cabeza estaba parduzca a causa de la sangre coagulada y seca. Se tocó la sien, percibió bajo los dedos una costra dura y reventada. La cicatriz había estado pegada a la piedra, se había arrancado de ella con el movimiento de la cabeza y ahora fluía la sangre y el plasma. Ciri tosió, carraspeó, escupió arena junto con una densa y pegajosa saliva. Se incorporó sobre los codos, luego se sentó, miró a su alrededor.

Por todos lados la rodeaba una llanura pedregosa, de un rojo grisáceo, cortada por barrancos y fallas, con grupos de piedras amontonados aquí o allí y con enormes rocas de extrañas formas. Sobre la llanura, muy alto, colgaba un sol ardiente, enorme, dorado, que volvía amarillo el cielo al completo y alteraba la visión con su brillo cegador y la vibración que provocaba en el aire.

¿Dónde estoy?

Tocó con precaución su sien herida y tumefacta. Dolía. Dolía mucho. Debo de haber pegado unos buenos botes, pensó, debo de haberme dado unos buenos revolcones por la tierra. De pronto se dio cuenta de su ropa, rasgada y rota, y descubrió nuevos focos de dolor: en los riñones, en la espalda, en los brazos, en los muslos. Durante la caída, arena y piedrecillas se le habían metido por todos lados: en los cabellos, en las orejas, en la boca, también en los ojos, que picaban y lloraban. Le ardían los dedos y los codos, que tenía raspados hasta el mismo hueso.

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