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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Tiempo de odio (32 page)

BOOK: Tiempo de odio
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El rey Foltest cruzó rápido la sala, se detuvo ante el trono pero no se sentó, sólo se inclinó, apoyó el puño sobre la mesa. Estaba muy pálido.

—Vengerberg está bajo sitio —dijo en voz baja el rey de Temeria— y será ocupado en cualquier momento. Nilfgaard avanza irresistible hacia el norte. Los destacamentos sitiados aún luchan, pero eso no cambiará ya nada. Aedirn está perdido. El rey Demawend ha huido a Redania. No se conoce la suerte que ha corrido la reina Meve.

El Consejo guardaba silencio.

—Los nilfgaardianos alcanzarán nuestra frontera oriental, es decir, la entrada al valle del Pontar, en unos pocos días —continuó Foltest, todavía en voz muy baja—. Hagge, la última fortaleza de Aedirn, no se mantendrá mucho tiempo, y Hagge ya es nuestra frontera oriental. Y en nuestra frontera del sur... ha sucedido una cosa muy mala. El rey Ervyll de Verden ha rendido juramento de vasallaje al emperador Emhyr. Cedió y abrió las puertas de las fronteras de la desembocadura del Yaruga. En Nastrog, Rozrog y Bodrog, que se suponía que tenían que proteger nuestros flancos, hay ya guarniciones nilfgaardianas.

El consejo guardaba silencio.

—Gracias a ello —siguió Foltest—, Ervyll ha conservado el título real pero su soberano es Emhyr. Formalmente, Verden es todavía un reino, pero en la práctica es ya una provincia de Nilfgaard. ¿Comprendéis lo que esto significa? La situación ha dado la vuelta. Las fortalezas verdenianas y la desembocadura del Yaruga están en manos nilfgaardianas. No puedo acometer el paso del río. Y no puedo debilitar el ejército que está allí formando el cuerpo que tenía que adentrarse en Aedirn y apoyar a los soldados de Demawend. No puedo hacerlo. Pesa sobre mí la responsabilidad por mi país y por mis súbditos.

El consejo guardaba silencio.

—El emperador Emhyr var Emreis, césar de Nilfgaard —retomó el rey la palabra— me ha ofrecido una propuesta... un acuerdo. Lo he aceptado. Ahora os expondré en qué consiste este acuerdo. Y vosotros, cuando me escuchéis, comprended... Reconoced que... Decid que...

El consejo guardaba silencio.

—Decid... —concluyó Foltest—. Decid que os traigo la paz para nuestros tiempos.

 

—De modo que Foltest metió el rabo entre las piernas —murmuró el brujo, mientras partía con los dedos otro palito—. Llegó a un acuerdo con Nilfgaard. Dejó a Aedirn a merced del destino...

—Sí —confirmó el poeta—. Mandó sin embargo el ejército al valle del Pontar, tomó y ocupó la fortaleza de Hagge. Y los nilfgaardianos no entraron en los desfiladeros de Mahakam y no cruzaron el Yaruga por Sodden, ni atacaron Brugge, a la que, después de la capitulación y vasallaje de Ervyll, tienen en una tenaza. Éste fue sin duda el precio por la neutralidad de Temeria.

—Ciri tenía razón —susurró el brujo—. La neutralidad... La neutralidad por lo general se convierte en vileza.

—¿Qué?

—Nada. ¿Y qué hay de Kaedwen, Jaskier? ¿Por qué Henselt de Kaedwen no ayudó a Demawend y a Meve? Tenían un pacto, les unía una alianza. E incluso si Henselt, siguiendo a Foltest, se mea en las firmas y los sellos de los documentos y le importa poco la palabra de rey, no creo que sea tonto. ¿Acaso no entiende que después de la caída de Aedirn y el acuerdo con Temeria, le llega a él la vez, que es el siguiente en la lista de Nilfgaard? Kaedwen debiera apoyar a Demawend por puro sentido común. No hay ya en el mundo fidelidad, ni verdad, pero al menos seguirá existiendo el sentido común. ¿Qué dices, Jaskier? ¿Hay todavía sentido común en el mundo? ¿Si ya sólo queda en él odio e hideputez?

Jaskier volvió la cabeza. Las linternillas verdes estaban cerca, les rodeaban en un ceñido anillo. No se había dado cuenta de ello, ahora comprendía. Todas las dríadas habían estado escuchando su narración.

—Callas —dijo Geralt—. Y eso quiere decir que Ciri tenía razón. Que Codringher tenía razón. Todos tenían razón. Sólo yo no tenía razón, brujo ingenuo, anacrónico y tonto.

 

El centurión Digod, conocido por el apodo de Mediaolla, apartó la lona de la tienda y entró, jadeando pesadamente y gruñendo con furia. Los decuriones se levantaron en el acto, adoptando posturas y gestos militares. Zyvik echó hábilmente una piel de carnero sobre el barrilete de vodka que estaba entre dos sillas, antes de que el centurión acertara a acostumbrarse a la semioscuridad. No se trataba de que Digod fuera precisamente un apasionado contrario de que se bebiera en el servicio o en el campamento, sino que más bien era por salvar el barrilete. El apodo del centurión no había salido de la nada: el rumor afirmaba que en condiciones adecuadas era capaz con gallardía y en un tiempo record de trasegar media olla de aguardiente. El vaso cuartelero, que tenía una capacidad de un cuartillo, el centurión era capaz de apalancárselo como si fuera de medio cuartillo, de un solo trago, y raramente, al hacerlo, se mojaba los labios.

—Bueno, ¿y qué, señor centurión? —preguntó Bode, decurión de los ballesteros—. ¿Qué es lo que han acordado los nobles comandantes? ¿Qué órdenes? ¿Cruzamos la frontera? ¡Hablad!

—Agora —jadeó Mediaolla—. Vaya una calorina, qué diablos... Agora os lo soltaré todo. Pero primero dadme algo de beber, porque tengo el gaznate más seco que un esparto. Y no me digáis que no tenéis, porque apesta a orujo hasta a una versta de la tienda. Y sé de dónde. De bajo aquel pellejo.

Zyvik, murmurando blasfemias, sacó el barrilete. Los decuriones formaron un apretado grupo, tintinearon las escudillas y los vasos de cinc.

—Aaaaj. —El decurión se limpió los mostachos y los ojos—. Uuuuj, vaya una guarrería. Echa otra vez, Zyvik.

—Presto, hablad de una vez —se impacientó Bode—. ¿Qué órdenes? ¿Nos echamos contra los nilfgaardianos o seguimos plantaos acá en la frontera como el muerto en el entierro?

—¿ Ganas tenéis de jarana? —Mediaolla carraspeó con fuerza, escupió, se sentó pesadamente en el taburete—. ¿Tanta prisa os corre cruzar la frontera, a Aedirn? Os reconcome, ¿eh? Os sale el lobo de adentro, nada, os relucen los colmillos.

—Sí —dijo frío el pequeño Stahler, pasando de un pie al otro. Ambos, como viejo soldado de caballería que era, los tenía doblados como arcos—. Sí, señor centurión. La quinta noche ya que dormimos con las botas puestas, dispuestos. Eso, y que queremos saber qué va a pasar. O bien jarana, o bien de vuelta al fuerte.

—Vamos al otro lado de la frontera —anunció Mediaolla—. Mañana a la amanecida. Cinco unidades de coraceros, los Grises por delante. Y agora prestad oído que voy a decir lo que a nosotros, centuriones y coraceros, nos mandan el voievoda y el noble señor margrave Mansfeld de Ard Carraigh, el cual derecho mismo de hablar con el rey viene. Poned las orejas porque no voy a hablar dos veces. Y éstas son órdenes poco corrientes.

En la tienda se hizo el silencio.

—Los nilfgaardianos cruzaron por Dol Angra —dijo el centurión—. Aplastaron Lyria, en cuatro días llegaron a Aldersberg, allá en encarnizada lucha hicieron polvo el ejército de Demawend. De paso, apenas tras seis días de sitio, tomaron con traiciones Vengerberg. Agora a paso vivo van hacia el norte, empujan el ejército de Aedirn hacía el valle del Pontar y hacia Dol Blathanna. Vienen hacia nosotros, hacia Kaedwen. Así que las órdenes para los Coraceros Grises son éstas: cruzar la frontera e ir raudos hacia el sur, derechos al Valle de las Flores. En tres días hemos de estar en el río Dyfne. Repito, en tres días, lo que decir quiere que al trote vamos a ir. Ni un paso al otro lado del río Dyfne. Ni un paso, repito. Ni aunque al otro lado aparecieran los nilfgaardianos. Con éstos, cuidado y atentos, no comencéis una trifulca. De ningún modo ¿entendido? incluso si les diera por intentar cruzar el río, sólo hay que hacerse de ver, mostrarles las enseñas, para que sepan que somos nosotros, el ejército kaedweno.

En la tienda se hizo aún un mayor silencio, aunque había parecido que no era posible ser más silencioso.

—¿Cómo es eso? —masculló por fin Bode—. ¿No luchar con los nilfgaardianos? Pero, ¿vamos a la guerra o no? ¿Cómo es, señor centurión?

—Tales son órdenes. No vamos a la guerra, sino... —Mediaolla se rascó el cuello—. Sino en ayuda fraterna. Vamos a cruzar la frontera para prestar protección a las gentes del Alto Aedirn... Cuernos, qué es lo que digo... No de Aedirn, sino de la Marca Baja. Así habló el noble margrave Mansfeid. Ciertamente, explicó, Demawend sufrió derrota, se hundió y ahora está tendido a lo largo, porque malgobernó y la política le daba por culo. Así que se acabó, él y todo el Aedirn ése. Nuestro rey le emprestó muchos reales a Demawend, puesto que le ayudaba, y no es cosa de dejar echarse a perder tales riquezas, hora es de recuperar esos dineros y hasta con réditos. No podemos tampoco permitir que nuestros paisanos y hermanos de la Marca Baja caigan en la servidumbre de Nilfgaard. Tenemos que, cómo se dice, liberarlos. Puesto que éstas son tierras nuestras de antaño, la Marca Baja, hubo un tiempo en que estas tierras estaban bajo el cetro de Kaedwen y agora bajo este cetro vuelven. Hasta el río Dyfne. Éste es el acuerdo que nuestro magnánimo rey Henselt ha firmado con Emhyr de Nilfgaard. Pero pacto o no pacto, los Coraceros Grises habrán de estar junto al río. ¿Habéis entendido?

Nadie respondió. Mediaolla frunció el ceño, agitó los brazos.

—Ah, qué os joda un can, una mierda habéis entendido, lo veo. Pero no os mortifiquéis, yo tampoco lo hago. Porque para entendimientos ya están su majestad el rey, los condes, los voievodas y los señores de alta cuna. ¡Nosotros somos soldados! Nosotros, a obedecer órdenes: llegarnos al río Dyfne en tres días, quedarnos allí como un muro. Y eso es todo. Sírveme, Zyvik.

—Señor centurión... —tartamudeó Zyvik—. ¿Y qué pasará...? ¿Qué pasará si el ejército de Aedirn ofrece resistencia? ¿Si cortan las trochas? Pues, al fin y al cabo, iremos armados por su país. ¿Qué, entonces?

—Y si nuestros paisanos y hermanos —Stahler alzó la voz en tono venenoso—, ésos a los que al paecer hemos de liberar... ¿y si comenzaran a tirar de arco y flecha, a apedrearnos? ¿Qué?

—Tenemos que estar en tres días cabe el Dyfne —dijo Mediaolla con énfasis—. Y no después. Si hubiera quien quisiera retardarnos o detenernos, claro está que no es amigo. Y a los que no son amigos con la espada hay que sajarlos. ¡Pero cuidado y atentos! ¡Cumplid las órdenes! No queméis ni aldeas ni alquerías, no les quitéis sus bienes a las gentes, no hurtéis, no forcéis a las mujeres! Guardadlo bien en la memoria, soldados, porque quien quiebre esta orden acabará en el potro. El voievoda lo repitió cien veces: ¡joder que no vamos como atacantes, sino con ayuda fraterna! ¿De qué cono te ríes, Stahler? ¡Es una orden, su puta madre! ¡Y ahora idos a vuestros decenares, ponerme a todos en pie, los caballos y los pertrechos han de brillar como la luna llena! A media tarde tienen que estar todas las unidades dispuestas para revista, el propio voievoda pasará revista de los Coraceros. Si hubiera de avergonzarme por alguno de los decenares, el decurión se acordará de mí, vaya si se acordará. ¡A cumplir las órdenes!

El último en salir de la tienda fue Zyvik. Entrecerrando los ojos a causa del sol, observó el tumulto que reinaba en el campamento. Los decuriones se apresuraban a acudir a sus destacamentos, los centuriones corrían y blasfemaban, la nobleza, los cornetas y los pajes estorbaban a cada paso.

La caballería acorazada de Ban Ard trotaba por el campo, levantando tempestades de polvo. El bochorno era insoportable.

Zyvik avivó el paso. Cruzó junto a cuatro escaldos de Ard Carraigh que habían llegado el día anterior, sentados a la sombra que daba la ricamente adornada tienda del margrave. Los escaldos estaban componiendo en aquel momento una balada sobre las victoriosas operaciones militares, sobre el genio del rey, sobre el buen juicio del caudillaje y la hombría de la soldadesca. Como de costumbre, lo hacían antes de la operación, para no perder tiempo.

—Nos recibieron nuestros hermanos, con el pan y la sal lo hicieron... —cantó para probar uno de los escaldos—. A sus libertadores y salvadores, recibieron con el pan y la sal... ¡Eh, Hrafnir, dime alguna rima que no sea vulgar para «sal»!

El otro escaldo le dijo la rima. Zyvik no escuchó cuál.

El decenar, acampado entre los sauces junto al estanque, se levantó al verle.

—¡Prepararse! —gritó Zyvik, quedándose lo suficientemente lejos para que su aliento no influyese en la moral de sus subordinados—. ¡Antes de que el sol se alce cuatro dedos, todos a pasar revista! ¡Todo tiene que brillar como el sol, justamente, las armas, los pertrechos, los arneses, los propios caballos! ¡Habrá revista, sí me tengo que avergonzar de alguno ante el centurión, le arranco los pies al que sea! ¡Vivo!

—Vamos a la guerra —se imaginó el palafrenero Carraca, metiéndose a toda prisa las faldas de la camisa en los pantalones—. ¿Vamos a la guerra, señor decurión?

—¿Y qué te pensabas? ¿Que al baile, a la feria? Vamos a cruzar la frontera. Mañana al albor marcharán todos los Coraceros Grises. El centurión no dijo en qué orden, pero al fin y al cabo nuestro decenar siempre va por delante. ¡Venga, brío, mover los culos! Alto, volver. Lo diré ya, pues a lo seguro luego no quedará tiempo. Ésta no va a ser una guerra como de costumbre, muchachos. No sé que gelipollez moderna se han inventado los magnates. No sé que libración o algo así. No vamos a pelear con el enemigo, sino a esas, cómo se digan, nuestras tierras de antaño, con como lo nombren, ayuda fraterna. Así que atentos a lo que digo: a las gentes de Aedim ni tocarlas, no robéis...

—¿Cómo es eso? —Carraca abrió la boca—. ¿Cómo es eso, no robar? ¿Y entonces de qué vamos a dar de comer a los caballos, señor decurión?

—Robar paja para los caballos, bueno, pero sólo eso. No rajéis a la gente, no les queméis las chozas, no destrocéis las labranzas... ¡Cierra la boca, Carraca! ¡Al fin y al cabo no somos bandoleros, esto es un ejército, la madre que os parió! ¡Obedecer las órdenes, porque si no, al potro! Lo dije, no matéis, no prendáis fuego, a las mujeres...

Zyvik se detuvo, reflexionó.

—A las mujeres —terminó, al cabo— forzarlas por lo bajini, de modo que nadie lo vea.

 

—En el puente sobre el río Dyfne —concluyó Jaskier— se estrecharon las manos. El margrave Mansfeld de Ard Carraigh y Menno Coehoorn, caudillo mayor de los ejércitos nilfgaardianos de Dol Angra. Se estrecharon las manos sobre el ensangrentado y agonizante reino de Aedirn, sellando su reparto del botín como bandidos. El gesto más repugnante que ha conocido la historia.

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