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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Tiempo de odio (30 page)

BOOK: Tiempo de odio
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—Ni lo pienses —murmuró el brujo—. ¿Te has olvidado de dónde estás?

—Hasta ese punto ellas... —El trovador miró a su alrededor, asustado—. Nada de fuego, ¿verdad?

—Los árboles odian el fuego. Ellas también.

—Su perra madre. ¿Vamos a estar sentados en el frío? ¿Y en esta jodida oscuridad? Si extiendo la mano no veo ni mis propios dedos...

—Pues entonces no la extiendas.

Jaskier suspiró, se incorporó, se limpió los codos. Escuchó cómo el brujo, que estaba sentado a su lado, rompía finos palitos con los dedos.

En la oscuridad brilló de pronto una lucecilla verdosa, al principio borrosa y poco clara, pero que se aclaró con rapidez. Después del primero resplandecieron otros, en muchos lugares, moviéndose y bailando como luciérnagas o fuegos fatuos en el pantano. El bosque revivió de pronto con los brillos en la oscuridad, Jaskier comenzó a ver las siluetas de las dríadas que les rodeaban. Una se acercó, dejó algo delante de ellos que parecía como un montón de plantas roídas. Él extendió con precaución el brazo, acercó la mano. Las brasas verdes estaban completamente frías.

—¿Qué es esto, Geralt?

—Astillas y un tipo de musgo. Sólo crece aquí, en Brokilón. Y sólo ellas saben cómo preparar todo esto junto para que luzca. Gracias, Fauve.

La dríada no respondió, pero tampoco se fue. Se puso en cuclillas al lado. Su frente estaba ceñida por un festón, sus largos cabellos le caían sobre los hombros. A aquella luz, los cabellos tenían un aspecto verdoso y puede que de verdad lo fueran. Jaskier sabía que los cabellos de las dríadas tenían los tonos más extraordinarios.

—Táedh —dijo con voz melodiosa, alzando hacia el trovador unos ojos que brillaban en un rostro pequeño que estaba cruzado oblicuamente por dos bandas paralelas de oscura pintura de camuflaje—. ¿Ess've vort shaente aen Ettariel? ¿Shaente a'vean vort?

—No... Puede que luego —respondió cortésmente, intentando elegir las palabras de la Antigua Lengua. La dríada suspiró, se inclinó y acarició con delicadeza el mástil del laúd que yacía al lado, se incorporó como un muelle. Jaskier observó cómo se adentraba en el bosque, hacia otra persona que se vislumbraba vagamente en las titubeantes tinieblas producidas por el brillo impreciso de las linternillas verdes.

—Espero no haberla ofendido —dijo en voz baja—. Ellas hablan en su propio dialecto, no conozco las formas de cortesía...

—Comprueba si tienes un cuchillo en la panza. —En la voz del brujo no había ni mofa ni humor—. Las dríadas reaccionan ante las ofensas clavando un cuchillo en la panza. No temas, Jaskier. Resulta que están dispuestas a perdonarte mucho más que unos errores lingüísticos. El concierto que les diste al pie del bosque les ha gustado, a todas luces. Ahora eres ard táedh, el gran bardo. Están esperando a la siguiente parte de "La flor de Ettariel". ¿Sabes cómo sigue? Porque ésta no es una balada tuya.

—La traducción es mía. He enriquecido un tanto la música élfica, ¿no te has dado cuenta?

—No.

—Me lo imaginaba. Por suerte, las dríadas saben más de arte. No sé dónde he leído que son increíblemente musicales. Por eso tracé mi inteligente plan por el que, dicho sea de paso, todavía no me has alabado.

—Te alabo —dijo el brujo al cabo de un instante de silencio—. Fue de verdad inteligente. Y la suerte te acompañó, como de costumbre. Sus arcos aciertan a doscientos pasos. Por lo general no esperan a que alguien cruce a su lado del río y comience a cantar. Son muy sensibles a los olores desagradables. Y si la corriente del Cintillas arrastra el cadáver, no les apestará el bosque.

—Ah, qué más da. —El poeta carraspeó, tragó saliva—. Lo más importante es que tuve éxito y que te he encontrado. Geralt, ¿cómo...?

—¿Tienes navaja?

—¿Qué? Claro que tengo.

—Me la dejas por la mañana. Esta barba me va a volver loco.

—Y las dríadas no tenían... Hum... Claro, es verdad, a ellas las navajas les son inútiles. Te la dejaré, por supuesto. ¿Geralt?

—¿Qué?

—No traigo conmigo nada para jalar. ¿Puede ard táedh, el gran bardo, tener esperanza de cenar aprovechando la hospitalidad de las dríadas?

—Ellas no cenan. Nunca. Y las guardianas de las fronteras de Brokilón ni siquiera desayunan. Tendrás que aguantarte hasta el mediodía. Yo ya me he acostumbrado.

—Pero cuando lleguemos a su capital, a ese famoso Duen Canell oculto en el corazón de bosque...

—No vamos a llegar nunca allí, Jaskier.

—¿Cómo es eso? Pensaba que... Pero si a ti... Pero si te han concedido asilo. Si a ti... te toleran...

—Has usado la palabra adecuada.

Guardaron silencio largo rato.

—Guerra —dijo por fin el poeta—. Guerra, odio y desprecio. Por todos lados. En todos los corazones.

—Poetizas.

—Pero es así.

—Exactamente así. Venga, di con lo que vienes. Cuenta qué es lo que ha pasado con el mundo en el tiempo en que me han estado curando aquí.

—Primero —Jaskier carraspeó bajito— cuéntame tú qué es lo que de verdad sucedió en el Garstang.

—¿Triss no te lo ha contado?

—Me lo contó. Pero me gustaría conocer tu versión.

—Si conoces la versión de Triss, conoces una versión más completa y seguramente más veraz. Cuéntame qué es lo que pasó después, cuando ya estaba en Brokilón.

—Geralt —Jaskier susurró—. Yo de verdad que no sé lo que pasó con Yennefer ni con Ciri... Nadie lo sabe. Triss tampoco...

El brujo se movió con brusquedad, las ramas crujieron.

—¿Te he preguntado yo por Ciri o Yennefer? —dijo con la voz cambiada—. Háblame de la guerra.

—¿No sabes nada? ¿No han llegado noticias hasta aquí?

—Han llegado. Pero quiero escucharlo de tus labios. Habla, por favor.

—Los nilfgaardianos —comenzó el bardo al cabo de un instante de silencio— atacaron Lyria y Aedirn. Sin declarar la guerra. El motivo fue no sé qué ataque de los ejércitos de Demawend a un fuerte de la frontera de Dol Angra, perpetrado durante el congreso de los brujos en Thanedd. Algunos dicen que fue una provocación. Que se trataba de nilfgaardianos vestidos como soldados de Demawend. Cómo fue en realidad, creo que no lo sabremos nunca. En cualquier caso, la respuesta de Nilfgaard fue rapidísima y masiva: un potente ejército cruzó la frontera, un ejército que debía de haber estado concentrado en Dol Angra desde hacía semanas, si no meses. Spalla y Scala, las dos fortalezas fronterizas de Lyria, fueron conquistadas sobre la marcha, en apenas tres días. Rivia estaba preparada para un sitio de muchos meses y capituló a los dos días bajo la presión de los gremios y los mercaderes a los que se prometió que si la ciudad abría las puertas y pagaba un rescate, no sería saqueada...

—¿Mantuvieron la promesa?

—Sí.

—Curioso. —La voz del brujo cambió de nuevo de tono—. ¿Mantener promesas en los tiempos que corren? No digo que antes ni siquiera se pensaba en ofrecer tales promesas porque nadie las esperaba. Los artesanos y los mercaderes no abrían las puertas de las fortalezas sino que las defendían, cada gremio su propia torre o baluarte.

—El dinero no tiene patria, Geralt. A los mercaderes les da igual bajo qué gobierno hagan dinero. Y a los palatinos de Nilfgaard les da igual de quién vayan a sacar los impuestos. Un mercader muerto no hace dinero y no paga impuestos.

—Sigue hablando.

—Después de la capitulación de Rivia el ejército de Nilfgaard siguió hacia el norte a una velocidad increíble, casi sin encontrar resistencia. Los ejércitos de Demawend y Meve retrocedieron sin poder formar un frente para una batalla decisiva. Los nilfgaardianos llegaron hasta Aldersberg. Para no permitir el asedio de la fortaleza, Demawend y Meve se decidieron a presentar batalla. La posición de sus ejércitos no era la mejor... Su perra madre, si hubiera más luz te dibujaría...

—No dibujes. Y resume. ¿Quién ganó?

 

—¿Habéis oído, señores? —Uno de los registradores, jadeante y sudoroso, se acercó al grupo que rodeaba la mesa—. ¡Ha venido un mensajero desde el campo! ¡Vencimos! ¡La batalla ha sido ganada! ¡Victoria! ¡Nuestro es el día! ¡Le dimos al enemigo, le dimos en la cabeza!

—Más bajo —se enfadó Evertsen—. Me estalla la cabeza con esos gritos vuestros. Sí, lo he oído, lo he oído. Hemos vencido al enemigo. Nuestro es el día, nuestro es el campo y la victoria también es nuestra. Vaya una sensación.

Los alguaciles y registradores se callaron, miraron a su superior con asombro.

—¿No os alegráis, señor alguacil mayor?

—Me alegro. Pero sé hacerlo en silencio.

Los registradores callaron, mirándose los unos a los otros.

Crios, pensó Evertsen. Chavalillos crecidos. Al fin y al cabo, no es de asombrarse que ellos lo hagan, pero, por favor, allá, en la colina, incluso Menno Coehoorn y Elan Trahe, buf, incluso el general Braibant, de grises barbas, gritan, saltan de alegría y se congratulan dándose palmetadas en las espaldas. ¡Victoria! ¡Nuestro es el día! ¿Y de quién tenía que ser? Los reinos de Aedirn y Lyria no pudieron movilizar en conjunto a más de tres mil caballeros y diez mil soldados de infantería, de los cuales un quinto, ya en los primeros días de la invasión, resultó bloqueado y aislado en fuertes y fortalezas. Parte del resto del ejército tuvo que retroceder para defender las alas, amenazadas por los asaltos de largo alcance de la caballería ligera y los ataques de sabotaje de los destacamentos de Scoia'tael. Los restantes cinco o seis mil —de éstos no más de mil doscientos caballeros— presentaron batalla en los campos de Aldersberg. Coehoorn lanzó contra ellos un ejército de trece mil hombres, entre los que había diez estandartes acorazados, la flor de los caballeros de Nilfgaard.

Y ahora se alegra, chilla, se golpea con la maza de mariscal en el muslo y pide cerveza a gritos...

¡Victoria! Vaya una sensación.

Con un brusco movimiento recogió y juntó en un montón los mapas y notas que anegaban la mesa, levantó la cabeza, miró a su alrededor.

—Poned la oreja —dijo burlón a los registradores—. Voy a dar órdenes.

Sus subordinados se congelaron en actitud de espera.

—Cada uno de vosotros —comenzó— escuchó ayer el discurso que lanzó el señor mariscal de campo Coehoorn a los coraceros y oficiales. Así que llamo la atención a vuesas mercedes de que lo que el mariscal les dijo a los soldados a vosotros no os concierne. Vosotros tenéis otras tareas y órdenes que cumplir. Mis órdenes.

Evertsen calló, se limpió la frente.

Guerra a los castillos, paz a las chozas, había dicho el día anterior el caudillo Coehoorn. Conocéis esta ley, añadió en seguida, os la enseñaron en la academia militar. Esta ley era obligatoria hasta hoy, desde mañana habéis de olvidarla. Desde mañana estáis obligados por otra ley, que va a convertirse ahora en la consigna de la guerra que estamos llevando a cabo. Esta consigna y mis órdenes son así: guerra a todo lo que vive. Guerra a todo lo que arde con el fuego. Tenéis que dejar detrás de vosotros tierra quemada. Desde mañana llevaremos la guerra más allá de la línea detrás de la que retrocederemos cuando firmemos un tratado. Nosotros retrocederemos pero allí, detrás de esa línea sólo ha quedar tierra quemada. ¡Los reinos de Rivia y Aedirn tienen que quedar envueltos en cenizas! ¡Recordad Sodden! ¡Hoy ha llegado la hora de la venganza!

Evertsen carraspeó con fuerza.

—Antes de que los soldados dejen tras de sí la tierra quemada —dijo a los mudos registradores— vuestra tarea será sacar de esta tierra y de este país todo lo que se pueda, todo lo que puede acrecentar la riqueza de nuestra patria. Tú, Audegast, te ocuparás de cargar y transportar todas las cosechas que ya estén recogidas y guardadas en los almacenes. Todo lo que está en los campos y que no destruyan los gallardos caballeros de Coehoorn, hay que recogerlo también.

—Tengo poca gente, señor alguacil...

—Habrá esclavos de sobra. Obligadlos a trabajar. Marder y tú... He olvidado como te llamas.

—Helvet. Evan Helvet, señor alguacil.

—Ocupaos del ganado. Agrupadlo en rebaños, conducidlo a los puntos destinados para cuarentena. Cuidado con la glosopeda y otras enfermedades. Matad los animales enfermos o sospechosos de estarlo, quemad los cuerpos. El resto llevadlo al sur por la senda decidida.

—A la orden.

Ahora la tarea especial, pensó Evertsen, mirando a su subordinado. ¿A quién encargársela? Todos son unos crios, todavía en pañales, todavía han visto poco, no tienen experiencia de nada... Ah, me faltan aquellos viejos y versados alguaciles... Guerra, guerra, siempre guerra... Los soldados mueren muchos, y a menudo, pero los alguaciles, si se toma en cuenta la proporción, no mucho menos. Pero entre los soldados no ves el daño porque siempre vienen nuevos porque todos quieren ser soldados. Pero, ¿quién quiere ser alguacil o registrador? ¿Quién, cuando le pregunten los hijos a la vuelta qué es lo que hizo en la guerra, quiere contar cómo midió las fanegas de grano, cómo contó pieles malolientes y pesó cera, cómo condujo a través de caminos llenos de baches y cubiertos con mierda de buey un convoy de carros cargados con el botín, cómo azuzó un rebaño bramante y berreante, tragando polvo, suciedad y moscas...?

Tareas especiales. La metalurgia de Gulet, con sus grandes hornos. Las fresadoras, la fundición de calamina y la gran forja de hierro de Eysenlaan, quinientos quintales de producción anual. La azofarería y las manufacturas de lana de Aldersberg. Los molinos de malta, las destilerías, tejedurías y tintorerías de Vengerberg...

Desmontar y transportar. Así había ordenado el emperador Emhyr, el Fuego Blanco que Baila sobre los Túmulos de sus Enemigos. En dos palabras. Desmontar y transportar, Evertsen.

Una orden es una orden. Ha de ser cumplida.

Queda lo más importante. Las minas de metales y sus productos. Monedas. Joyas. Obras de arte. Pero de esto me ocuparé yo mismo. Personalmente.

 

Junto a las negras columnas de humo que se veían en el horizonte se alzaron otras más. Y más. El ejército ponía en práctica las órdenes de Coehoorn. El reino de Aedirn se convertía en un país de incendios.

Por el camino, chirriando y levantando una niebla de polvo, iba una larga columna de máquinas de asedio. Hacia Aldersberg, que todavía se defendía. Y hacia Vengerberg, capital del rey Demawend.

Peter Evertsen miró y contó. Calculó. Repasó. Peter Evertsen era el gran alguacil del Imperio, en caso de guerra, primer alguacil del ejército. Cumplía esta función desde hacía quince años. Cifras y cálculos, ésa era toda su vida.

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