Tiempos de Arroz y Sal (57 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Con sus dedos fríos y finos, Ibrahim cogió una muñeca de la viuda. Sintió el pulso de ella, quizás ahora más rápido. Pero él le pidió que mirara fijamente la llama de la vela y le habló en persa, en árabe y en chino; canturreando en voz baja, sin énfasis ni tono, un sutil murmullo. Ella nunca había oído una voz como ésa.

—Estáis caminando en el fresco rocío de la mañana, todo está en paz, todo está en orden. En el corazón de la llama el mundo se despliega como una flor. Respiráis en la flor, inhalando lentamente, exhalando lentamente. Todos los sutras hablan a través de vos dentro de esta flor de luz. Todo está centrado, subiendo y bajando por vuestra espina dorsal como la marea. El sol, la luna, las estrellas, cada uno en su sitio, girando alrededor de nosotros, abrazándonos.

De aquella misma manera siguió murmurando, hasta que el pulso de Kang estuvo sereno y constante en los tres niveles, un pulso flotante y relajado, la respiración profunda y relajada. Ibrahim tuvo realmente la cabal sensación de que ella había abandonado aquella habitación a través del pórtico de la llama de la vela. Nunca había experimentado antes que alguien se alejara de él tan rápidamente.

—Ahora —sugirió—, viajáis en el mundo del espíritu, y veis todas vuestras vidas. Decidme lo que veis.

La voz de la viuda sonó aguda y dulce, diferente a la habitual.

—Veo un viejo puente, muy antiguo, que atraviesa un arroyo seco. Bao es joven y lleva una túnica blanca. La gente me sigue sobre el puente hacia un..., un lugar. A la vez viejo y nuevo.

—¿Qué ropa lleváis?

—Una larga... camisa. Como ropa para dormir. Es abrigada. La gente grita mientras pasamos.

—¿Qué dicen?

—No lo entiendo.

—Sólo repetid los sonidos que oís.


In sha ar am. In sha ar am
. Hay gente montada a caballo. Oh; ahí estáis vos. También sois joven. La gente quiere algo. La gente grita. Los hombres a caballo se acercan. Se acercan con rapidez. Bao me advierte...

Ella se estremeció.

—¡Ah! —dijo, con su voz habitual.

Su pulso comenzó a hacerse correoso, a acelerarse. Sacudió violentamente la cabeza, miró a Ibrahim.

—¿Qué fue eso? ¿Qué sucedió? —preguntó.

—Os habíais ido. Veíais otra cosa. ¿Lo recordáis?

Ella negó con la cabeza.

—¿Caballos?

Cerró los ojos.

—Caballos. Un jinete. Una caballería. ¡Yo tenía problemas!

—Hmm. —Le soltó la muñeca—. Probablemente.

—¿Qué ocurría?

Él se encogió de hombros.

—Tal vez alguna... ¿Habláis algún...? No. Ya habéis dicho antes que no. Pero en este viaje hun, parecíais estar oyendo árabe.

—¿Árabe?

—Sí. Una oración bastante común. Muchos musulmanes suelen recitarla en árabe, aunque ésa no sea su lengua. Pero...

Ella se encogió de hombros.

—Tengo que descansar.

—Por supuesto.

Ella lo miró, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Yo..., podría ser; por qué yo, aunque... —Sacudió la cabeza y las lágrimas cayeron—. ¡No entiendo por qué pasa esto!

Él asintió con la cabeza.

—Es muy raro que entendamos por qué suceden las cosas.

Ella se rió brevemente.

—Pero a mí me gusta entender.

—A mí también. Creedme; es el mayor de mis placeres. Por raro que suene.

Una pequeña sonrisa, o una mueca de desazón, que él ofreció para que ella la compartiera. Un entendimiento compartido, por la solitaria frustración que cada uno sentía por entender tan poco.

Kang respiró profundamente y se puso de pie.

—Os agradezco vuestra ayuda. Confío en que volveréis otra vez, ¿no es cierto?

—Por supuesto. —Él también se puso de pie—. No ha sido nada, señora. Siento que sólo hemos comenzado.

De repente se asustó, vio a través de él.

—Volaban pancartas, ¿recordáis?

—¿Qué?

—Vos estabais allí. —Ella sonrió como pidiendo disculpas, se encogió de hombros—. Vos también estabais allí.

Él fruncía el ceño, tratando de entenderle.

—Pancartas... —Pareció ensimismarse un rato—. Yo... —Meneó la cabeza—. Tal vez. Recuerdo... cuando veía pancartas, de niño, en Irán, eso solía significar tanto para mí. Más de lo que yo podría explicar. Como si estuviese volando.

—Venid otra vez, por favor. Tal vez vuestra alma hun también pueda ser invocada.

Él asintió con la cabeza, frunciendo el ceño, como si todavía estuviese buscando un pensamiento escurridizo, una pancarta en la memoria. Incluso mientras se despedía y se marchaba, aún estaba distraído.

Ibrahim regresó otro día de esa misma semana, y ambos tuvieron otra sesión «dentro de la vela» como le decía Kang. Desde las profundidades de su trance comenzó a hablar sin parar en una lengua que ninguno de ellos entendía: ni Ibrahim mientras la escuchaba, ni Kang cuando él le leyó más tarde lo que había escrito.

Él se encogió de hombros, parecía conmocionado.

—Les preguntaré a algunos colegas. Por supuesto podría tratarse de una lengua completamente perdida para nosotros. Debemos concentrarnos en lo que veis.

—¡Pero no recuerdo nada! O muy poco. Como se recuerdan los sueños, que desaparecen rápidamente al despertar.

—Entonces cuando estáis de verdad dentro de la vela, en ese momento, tengo que utilizar mi inteligencia, hacer las preguntas correctas.

—¿Pero y si no os entiendo? ¿O si respondo en esa otra lengua?

Él asintió con la cabeza.

—Pero parecéis entenderme, al menos en parte. Tiene que haber una traducción en más de un campo. O el alma hun encierra más cosas de lo que siempre se ha sospechado. O el zarcillo que os mantiene en contacto con el alma hun que viaja transporta otras partes de lo que sabéis. O la que entiende es el alma po.

Levantó las manos: ¿quién podría saberlo?

Entonces algo acudió a la cabeza de ella y posó una mano sobre el hombro de él.

—¡Había un desprendimiento de tierras!

Se quedaron los dos en silencio, de pie. El aire se estremecía ligeramente.

Él se fue desconcertado, distraído. En cada partida se iba atónito, y en cada regreso no dejaba de murmurar ideas, esperando impacientemente su próximo viaje dentro de la vela.

—Un colega de Pekín piensa que la lengua que vos utilizáis podría ser una forma de berberisco. En otros momentos, quizás utilizáis el tibetano. ¿Conoceis esos lugares? Marruecos está en el otro lado del mundo, el extremo occidental del norte de África. Los marroquíes son los que volvieron a poblar al-Andalus cuando murieron los cristianos.

—Ah —dijo ella, pero lo negó con la cabeza—. Yo siempre fui china, estoy segura. Debe de ser algún antiguo dialecto chino.

Él sonrió, era una imagen extraña y agradable.

—China está en vuestro corazón, tal vez. Pero yo creo que, de vida en vida, nuestras almas recorren todo el mundo.

—¿En grupos?

—Los destinos de la gente se entrelazan, como dice el Corán. Como los hilos en vuestro bordado. Se mueven juntos como las razas vagabundas de la Tierra: los judíos, los cristianos, los zott. Restos de antiguas costumbres que han quedado sin hogar.

—O las nuevas islas del mar Oriental, ¿verdad? ¿Entonces también pudimos haber vivido allí, en los imperios de oro?

—Ésos podrían ser egipcios de épocas remotas, huidos del diluvio de Noé hacia el oeste. Las opiniones están divididas.

—Sea lo que sea, yo estoy segura de ser china de pies a cabeza. Y siempre lo he sido.

Él la observó con una pizca de su sonrisa en los ojos.

—La lengua que habláis cuando estáis dentro de la vela no suena como chino. Y si la vida es inextinguible, tal como parece ser, quizás hayáis vivido antes incluso de que existiera China.

Ella respiró profundamente y suspiró.

—Es fácil de creer.

Cuando Ibrahim llegó la vez siguiente era de noche, así que pudieron trabajar en silencio y oscuridad; de manera que la llama de la vela, la habitación sombría y el sonido de la voz de él serían lo único que parecería existir. Era el quinto día del quinto mes, un día de mala suerte, el día de la festividad de los fantasmas hambrientos, cuando a aquellos pobres pretas que nunca habían tenido descendientes vivos se les honraba y se les daba un poco de paz. Kang había recitado el sutra surangama, el que exponía el rulai-zang, un estado de mente vacía, mente tranquila, mente verdadera.
8

Ella hizo los rituales de purificación de la casa y ayunó, también le pidió a Ibrahim que hiciera lo mismo. Así que cuando por fin terminaron con todos los preparativos, ambos se sentaron solos en la mal ventilada y oscura cámara, observando una vela ardiendo. Kang entró en la llama casi en el mismo instante en que Ibrahim le tocó la muñeca; su pulso fluía, un pulso «yin en yang». Ibrahim la observaba atentamente. Ella murmuró algo en la lengua que él no podía comprender, o tal vez en otra lengua diferente. Había un brillo en su frente, y parecía muy turbada.

La llama de la vela se encogió hasta tener el tamaño de una judía. Ibrahim tragó saliva, intentando alejar el miedo, entrecerrando los ojos por el esfuerzo.

Ella se movió, su voz se agitaba cada vez más.

—Habladme en chino —dijo él suavemente—. Hablad en chino.

Ella gimió, murmuró. Luego dijo, muy claramente: —Mi esposo ha muerto. Ellos no querían..., lo envenenaron, no querían aceptar a una reina entre ellos. Querían lo que teníamos nosotros. ¡Ah!

Y comenzó otra vez a hablar en el otro idioma. Ibrahim retuvo las palabras más claras en la mente, luego vio que la llama de la vela había crecido otra vez, pero que había superado su tamaño normal, elevándose tanto que la habitación se calentó y comenzó a estar sofocante; él temió por el techo de papel.

—Por favor, calmaos. Oh, espíritus de los muertos —dijo él en árabe.

Kang gritó con la voz que no era la suya.

—¡No! ¡No! ¡Estamos atrapados!

Después, ella estaba sollozando, llorando con todas sus fuerzas.

Ibrahim la contuvo sosteniéndole los brazos, apretándola suavemente, y de repente ella lo miró; parecía despierta, y sus ojos se agrandaron.

—¡Vos estabais allí! Estabais allí con nosotros, estábamos atrapados en una avalancha, ¡estábamos allí atrapados a punto de morir!

Él negó con la cabeza.

—No lo recuerdo...

Ella se liberó y le dio una bofetada. Las gafas de Ibrahim salieron volando y atravesaron la habitación, ella se precipitó sobre él y lo cogió de la garganta como para estrangularlo, sus ojos fijos en los de él, de repente mucho más pequeños.

—¡Estabais allí! —gritaba—. ¡Recordad! ¡Recordad! Él pareció ver lo que ocurría en los ojos de ella.

—¡Oh! —dijo, horrorizado, mirando ahora a través de ella—. Oh, Dios mío. Oh...

Ella lo soltó, y él cayó al suelo. Ibrahim daba palmaditas en el suelo como buscando sus gafas.

—Inshalá, inshalá. —Buscaba a tientas, luego levantó la vista para mirarla—. Apenas erais una niña...

—Ah —dijo ella, y se desplomó sobre el suelo junto a él. Ahora lloraba a moco tendido—. Ha pasado tanto tiempo. Estaba tan sola. — Sorbió por la nariz con fuerza, se secó los ojos—. Siguen matándonos. Nos siguen matando.

—Así es la vida —dijo él, secándose los ojos. Se incorporó—. Eso es lo que sucede. Ésos son los recuerdos que conserváis. Una vez fuisteis un muchacho negro, un hermoso muchacho negro, ahora puedo veros. Y una vez fuisteis mi amigo, dos viejos juntos. Estudiábamos el mundo, éramos amigos. Buenos tiempos.

La llama de la vela descendió lentamente hasta quedar en su tamaño normal. Se sentaron en el suelo uno junto al otro, demasiado cansados para moverse.

En cierto momento Pao llamó muy suavemente a la puerta, y ellos se sobresaltaron con una sensación de culpabilidad, a pesar de que ambos habían estado perdidos en sus propios pensamientos. Se pusieron de pie y volvieron a sentarse en las sillas, y Kang llamó a Pao y le pidió que llevara un poco de zumo de melocotón. Cuando ella regresó con el zumo, ambos se habían tranquilizado; Ibrahim había recuperado sus gafas, y Kang había abierto el postigo de la ventana para dejar entrar el aire nocturno. La luz de la luna menguante a medias velada por las nubes se sumaba al resplandor de la llama de la vela.

Con las manos aún temblando, Kang bebió unos sorbos de zumo de melocotón y le dio unos mordiscos a una ciruela. Su cuerpo también estaba temblando.

—No estoy segura de poder hacer eso otra vez —dijo, mirando hacia otro lado—. No sé si lo soportaría.

Él asintió con la cabeza. Fueron al jardín y se sentaron en el frescor de la noche, debajo de las nubes, comiendo y bebiendo. Tenían hambre. El aroma de los jazmines llenaba el aire oscuro. Aunque no hablaban, parecían acompañarse.

Soy más vieja que la propia China,

caminé por la jungla en busca de comida,

navegué los mares del mundo,

luché en la larga guerra de los asuras.

Me cortaron y sangré. Por supuesto. Por supuesto.

No es extraño que mis sueños sean tan descabellados,

no es extraño que me sienta tan cansada.

No es extraño que siempre esté enfadada.

Montones de nubes que ocultan mil picos;

vientos que soplan y dan color a diez mil árboles.

Ven a mí, esposo; vamos a vivir juntos

las próximas diez vidas.

Cuando Ibrahim hizo la visita siguiente, la expresión en su rostro era solemne, y estaba vestido con más elegancia que las otras veces que se habían visto; parecía que llevaba el atuendo de un clérigo musulmán.

Después de los saludos habituales, cuando estuvieron solos otra vez en el jardín, él se puso de pie y la miró a los ojos.

—Tengo que regresar a Gansu —le dijo—. Debo ocuparme de unos asuntos familiares. Y mi maestro sufí me necesita en su madraza. Lo he postergado todo el tiempo que he podido, pero ahora debo marcharme.

Kang miró hacia otro lado.

—Lo sentiré.

—Sí. Yo también. Todavía hay mucho de que hablar.

Silencio.

Luego Ibrahim se movió y habló otra vez.

—He pensado en una manera de resolver este problema, esta separación entre nosotros, tan poco deseada, y es que te cases conmigo: acepta mi propuesta de matrimonio y cásate conmigo, y venid tú y tu gente, conmigo, a Gansu.

La viuda Kang parecía completamente sorprendida. Lo miraba boquiabierto.

—¡Vaya!; no puedo casarme. Soy una viuda.

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