Tiempos de Arroz y Sal (27 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Katima hizo un gesto; su cuñado, Said Darya, estaba entrando en el palacio de justicia.

—Míralo: una criatura miserable; sin embargo no lo arrojan al infierno, ni siquiera se convertirá en gusano o en chacal, tal como lo merece. Regresará al reino humano, hará estragos una vez más. Él también, es parte de nuestro jati, ¿lo habías reconocido? ¿Sabías que era parte de nuestro pequeño grupo, al igual que Ibn Ezra?

Ibn Ezra se sentó junto a ellos. La hilera avanzó y ellos con ella.

—Las paredes son sólidas —les informó—. De hecho están muy bien construidas. No creo que podamos escapar.

—¿Escapar? —gritó Bistami—. ¡Éste es el juicio de Dios! ¡Nadie escapa a él! Katima e Ibn Ezra se miraron.

—Tengo la impresión de que cualquier mejora con respecto a la existencia tendrá que ser en una forma humana —dijo Ibn Ezra.

—¿Qué? —gritó Bistami.

—Depende de nosotros. Nadie nos ayudará.

—No estoy diciendo que lo harán. Aunque Dios siempre ayuda si se lo pides. Pero depende de nosotros: eso es lo que he estado diciendo todo este tiempo; estamos haciendo lo que podemos, y estamos progresando.

Katima no estaba en absoluto convencida.

—Ya veremos —dijo—. El tiempo lo dirá. Por ahora me abstengo de emitir ningún juicio. —Se puso de cara a la tumba blanca, se irguió como una reina y arqueando los labios como una tigresa, dijo—: Y a mí nadie me juzga.

Con un gesto de la mano desechó la tumba.

—No es aquí donde se juzgan las cosas. Lo importante es lo que sucede en el mundo.

LIBRO 3. Continentes oceánicos
1

En el año trigésimo quinto de su reinado, el emperador Wanli posó su mirada febril y permanentemente insatisfecha sobre Nipón. Diez años antes, el general nipón Hideyoshi había tenido la temeridad de intentar la conquista de China y, cuando los coreanos le negaran el paso, su ejército había invadido Corea como primer paso de aquella conquista. Habían hecho falta tres años de lucha de un enorme ejército chino para sacar a los invasores de la península de Corea, y los veintiséis millones de onzas de plata que había gastado el emperador Wanli habían puesto su tesoro en extremas dificultades, dificultades de las que nunca se había recuperado. El emperador estaba decidido a vengar ese ataque injustificado (si no se tenían en cuenta los dos infructuosos emprendidos por el Kan Kublai contra Nipón) y a eliminar cualquier peligro futuro que pudiera surgir de Nipón, obligándolo a aceptar la protección china. Hideyoshi había muerto, e Ieyasu, la cabeza de un nuevo shogunato Tokugawa, había unido exitosamente a todas las islas niponas bajo su mando, luego había cerrado el país a los extranjeros. Los nipones tenían prohibido salir, y los que lo hacían tenían prohibido regresar. La construcción de barcos de alta mar también estaba prohibida, aunque Wanli mencionaba irritado en su rojo memorándum que esto no evitaba que las hordas de piratas nipones dominaran el extenso litoral chino utilizando pequeñas embarcaciones. Él pensaba que la actitud de Ieyasu de aislarse del mundo indicaba debilidad; sin embargo, al mismo tiempo, una nación fortaleza de guerreros tan cerca de las costas del Reino Medio tampoco era algo que pudiera tolerarse. A Wanli le complacía pensar en devolver a aquel hijo bastardo de la cultura china a su justo lugar bajo el mando del Trono del Dragón, uniendo entonces Corea, Anam, el Tíbet, Mindanao y las islas Molucas.

Los asesores de Wanli no eran entusiastas acerca de este plan. Por un lado, el tesoro aún no se había recuperado. Por otra parte, la corte Ming ya estaba agotada debido a los dramáticos acontecimientos anteriores que habían tenido lugar en el reino de Wanli; no sólo la defensa de Corea sino también la fuerte disensión causada por el problema de la sucesión, apenas nominalmente resuelto por la elección de parte de Wanli de su hijo mayor y el destierro de su hijo menor a las provincias; todo eso podía cambiar en una semana. Alrededor de aquella situación altamente combustible, como una latente guerra civil, estaba formándose una constelación de conflictos y maniobras en la corte: la emperatriz madre, la emperatriz, los sirvientes civiles de rango superior, los eunucos y los generales; todos conspiraban. Algo en la combinación de inteligencia y vacilación de Wanli, su descontento permanente y sus ocasionales explosiones de ira vengativa, hacía de la corte de su vejez un soterrado nido de intrigas. A sus asesores, particularmente los generales y los que se ocupaban directamente del tesoro, conquistar Nipón no les parecía algo que fuera siquiera remotamente posible.

El emperador, como era de esperar, insistía en que debía hacerse.

Sus generales de alto rango regresaron con un plan alternativo; todos esperaban con ansias que satisficiera los deseos de Wanli. Propusieron que los diplomáticos del emperador acordaran un tratado con el Tozama Daimyo, uno de los shogunes nipones menores, quienes no gozaban de la preferencia de Ieyasu porque se habían unido a él sólo después de la victoria militar de Sekigahara. El tratado estipularía que este shogún menor invitaría a los chinos a uno de los puertos nipones y lo abriría permanentemente al comercio chino. Entonces, más tarde, una gran flota china se haría con el control de ese puerto y esencialmente lo convertiría en un puerto chino, defendido con todo el poderío de la marina china, que había crecido mucho durante el reinado de Wanli para poder defender la costa de los piratas. La mayoría de ellos eran nipones, así que en el tratado había una especie de justicia, como también una oportunidad de comerciar con Nipón. Después de eso, el tratado del puerto podía ser el núcleo organizativo de una conquista más lenta de Nipón, concebida más como un acontecimiento en etapas que como algo repentino. Eso lo haría posible.

Wanli se quejaba de la miserable y parcial interpretación de sus deseos por parte de sus asesores, a la que además consideraba propia de eunucos; pero el apoyo paciente de los asesores de más confianza en aquel período finalmente lo convenció, y aprobó el plan. Se acordó un tratado secreto con un noble del lugar, Omura, quien invitó a los chinos a desembarcar y comerciar en una pequeña aldea de pescadores con un excelente puerto llamado Nagasaki. Se llevaron a cabo los preparativos para una expedición que llegaría allí con una gran flota construida en los remozados astilleros de Longjián, cerca de Nankín, también en la costa cantonesa. Los nuevos y grandes barcos de la flota invasora estaban llenos de provisiones para permitir que la fuerza de desembarco resistiera un prolongado asedio y se reunieron por primera vez mar adentro cerca de Taiwán, sin llamar la atención de nadie en Nipón, excepto Omura y sus asesores.

Por orden directa de Wanli, la flota fue puesta bajo el mando del almirante Kheim, de Anam. Este almirante ya había comandado antes una flota del emperador, en la campaña de subyugación de Taiwán algunos años antes, pero continuaba siendo visto por la burocracia y los militares chinos como un forastero, un experto en la represión de los piratas que había alcanzado aquella aptitud después de haber pasado él mismo gran parte de su juventud como pirata, saqueando la costa de Fujián. Al emperador Wanli esto no le importaba; incluso consideraba que era un punto a favor de Kheim; él quería a alguien que lograra resultados y si esa persona provenía de un sitio que no fuera la burocracia militar, con sus muchos problemas en la corte y en las provincias, tanto mejor.

La flota se hizo a la mar el año trigésimo octavo de Wanli, el tercer día del primer mes. Los vientos primaverales soplaron constantemente desde el noroeste durante ocho días, y la flota alcanzó la corriente de Kurosiwo, el gran río Negro de los nipones, esa fuerte corriente marina que, como un río de cien lis de ancho, se mueve hacia el noreste junto a la costa sur de las islas niponas.

Todo salió según lo planeado, y estaban en camino; pero entonces, los vientos murieron. Nada se movía en el aire. No se veía ningún pájaro, y las velas de la flota pendían flojas, las ballenas golpeaban contra los mástiles sólo debido al movimiento del agua, llevados hacia el noreste por la corriente, pasando al sur de las principales islas niponas, Hokkaido, y alejándose de ellas para adentrarse en la vacía extensión del Dahai, el Gran Océano. Esta extensión azul sin costas estaba dividida en dos por el invisible pero poderoso río Negro, que se movía implacablemente hacia el este.

El almirante Kheim ordenó a los capitanes de los Ocho Grandes Barcos y de los Dieciocho Barcos Menores que fueran hasta el buque insignia con sus lanchas de remo para tener una reunión. Entre estos hombres estaban muchos de los marinos más experimentados de Taiwán, Anam, Fujián y Cantón; en su cara se reflejaba una considerable seriedad; ser arrastrados por la corriente de Kurosiwo era un asunto peligroso. Todos ellos habían oído historias de juncos que se habían quedado encalmados en la corriente, o que habían sido desarbolados por una tempestad, o que habían tenido que derribar sus mástiles para no zozobrar, y después de eso habían desaparecido durante años —en una historia nueve años, en otra treinta— después de lo cual habían ido a la deriva hacia el sureste, desiertos o tripulados por esqueletos. Estas historias y la declaración de un testigo ocular, el médico del buque insignia, I-Chin, quien aseguraba que en su juventud había navegado hasta los confines del Dahai en un junco de pesca desarbolado por un tifón, los llevó a la conclusión de que probablemente había una gran corriente que circulaba en el vasto mar, y que si eran capaces de sobrevivir el tiempo suficiente, podrían regresar a casa.

Aquél no era un plan que alguno de ellos elegiría deliberadamente, pero en aquel momento no había otra opción más que intentarlo. Los capitanes se sentaron en el camarote del almirante en el buque insignia y se miraron unos a otros tristemente. Muchos de los chinos que estaban allí conocían la leyenda de Hsu Fu, almirante de la dinastía Han que en tiempos remotos había zarpado con su flota en busca de tierras para instalarse en el otro lado del Dahai y de quien nunca se había sabido nada. También conocían la historia de los dos intentos de invadir Nipón del Kan Kublai, ambos desbaratados por inoportunos tifones, lo cual le había dado a los nipones la convicción de que había un viento divino que defendería sus islas de cualquier ataque extranjero. ¿Quién podía no estar de acuerdo? Ahora parecía factible que este viento divino estuviera haciendo su trabajo en una especie de broma o revés irónico, manifestándose como una calma divina mientras ellos estaban en el Kurosiwo, con la misma eficacia que un tifón. Después de todo, la calma era increíblemente total, su momento de aparición milagrosamente bueno; podía ser que hubieran sido atrapados en los asuntos de los dioses. Si ése era el caso, no cabía hacer otra cosa que entregarse a sus propios dioses y esperar que las cosas se arreglaran.

Esto no encajaba con la forma de ser del almirante Kheim.

—Suficiente —dijo sombriamente, concluyendo así la reunión.

Él no tenía fe en la buena voluntad de los dioses del mar e ignoraba las viejas historias, excepto cuando le eran especialmente útiles. Estaban atrapados en el Kurosiwo; tenían algún conocimiento de las corrientes del Dahai; que al norte del ecuador iban hacia el este y al sur del ecuador hacia el oeste. Sabían que los vientos predominantes tendían a soplar de la misma forma. El doctor I-Chin había navegado exitosamente este gran círculo en su totalidad; su tripulación no estaba preparada y vivía del pescado y las algas marinas, bebía agua de lluvia y se detenía para abastecerse en las islas por las que pasaban. Ésta era una razón para tener esperanza. Y como el aire continuaba siendo espeluznantemente calmo, la esperanza era todo lo que tenían. Realmente no tenían otra opción; los barcos estaban muertos en el agua, y los más grandes eran demasiado grandes para moverlos a remo. En realidad lo único que podían hacer era sacarle el mejor partido posible a la situación.

El almirante Kheim ordenó por lo tanto a muchos hombres de la flota que pasaran a bordo de los Dieciocho Barcos Menores, y a la mitad de ellos le dio la orden de remar hacia el norte, a la otra mitad hacia el sur, con la idea de que podían remar hasta salir de la Corriente Negra y navegar de vuelta a casa cuando el viento regresara, para informar al emperador sobre lo que había acontecido. Los Ocho Grandes Barcos, tripulados por la dotación más pequeña posible, con las bodegas llenas de las provisiones de la flota que pudieron reunir, se abandonaron a la corriente para atravesar todo el océano. Si los barcos más pequeños lograban regresar a China, se suponía que dirían al emperador que esperara un buen tiempo antes de que volvieran los Ocho Grandes, que llegarían desde el sureste.

En un par de días todos los barcos pequeños desaparecieron detrás del horizonte, y los Ocho Grandes Barcos siguieron a la deriva, amarrados unos con otros en una calma perfecta, fuera de los mapas, hacia el Oriente desconocido. Era todo lo que se podía hacer.

Pasaron treinta días sin que soplara la más ligera brisa. Cada día, la corriente los llevaba un poco más hacia el este.

Nadie había visto nada parecido, jamás. El almirante Kheim, sin embargo, rechazaba todo comentario acerca de la Calma Divina; tal como él había señalado, hacía unos años que el clima estaba cada año más raro, sobre todo hacía bastante más frío y se congelaban algunos lagos que antes nunca se habían congelado y soplaban vientos imprevisibles, por ejemplo algunos tifones que habían estado activos durante semanas seguidas. Algo andaba mal en el cielo. Ésta era la única explicación posible.

Cuando por fin regresó el viento, era fuerte y soplaba del oeste, empujándolos aún más lejos. Navegaron hacia el sur a través del viento predominante, siempre con cautela, esperando mantener los barcos dentro de la hipotética gran corriente circular, ya que supuestamente ésta era la manera más rápida de regresar a casa. Se rumoreaba que en el medio del meandro que hacía la corriente había una zona de calma permanente, tal vez el mismísimo punto central del Dahai, quizás estaba cerca del ecuador, tal vez equidistante de las costas oriental y occidental, aunque de todo esto nadie podía asegurar nada. En cualquier caso, sería una calma ecuatorial de la que ningún junco podría escapar. Para poder esquivar esa zona de calma, tenían que alejarse bastante hacia el este, luego ir rumbo al sur y después, navegar debajo del ecuador y regresar hacia el oeste.

No veían ninguna isla. A veces volaban algunas aves marinas sobre sus cabezas, ellos les disparaban algunas flechas y se las comían para tener buena suerte. Pescaban día y noche con redes, atrapaban peces voladores con las velas y recogían algas marinas que crecían cada vez más raras y rellenaban sus barriles de agua cuando llovía colocando sobre ellos embudos como paraguas invertidos. Rara vez tenían sed y nunca hambre.

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