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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (30 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Más tarde, I-Chin dijo que pensaba que el hecho de estar en alta mar había demostrado ser la clave de la recuperación. El cuerpo de Mariposa yacía en la cama mecida por las olas, y su respiración y su pulso tomaron el mismo ritmo, había notado I-Chin, cuatro respiraciones y seis latidos por cada ola, siguiendo un pulso agitado, una y otra vez. Este tipo de armonía con los elementos era sumamente útil. Y el aire salado le llenaba los pulmones de qi y le limpiaba la lengua; hasta le dio unas cucharaditas de agua de mar además de toda el agua dulce que pudiera tomar, sacada pocos días antes del río de su aldea natal. Y así la niña se recuperó y se puso bien, sólo le quedaron algunas cicatrices en la espalda y el cuello.

Navegaron hacia el sur a la vista de la costa de la nueva isla, y cada día estaban más sorprendidos de no llegar nunca a su extremo austral. Llegaron a un cabo que parecía serlo, pero al pasarlo vieron que la tierra volvía a ir hacia el sur otra vez, detrás de unas islas deshabitadas. Aún más al sur vieron aldeas en las playas; ahora ya sabían lo suficiente para identificar los templos de baño. Kheim no dejó que la flota se acercara a la costa, pero envió una lancha e hizo que Mariposa intentara hablar con ellos, pero no le entendían, ni ella a los del lugar. Kheim hizo la mímica que significaba enfermedad y peligro, y los lugareños se apresuraron a regresar a la costa.

Comenzaron a navegar contra una suave corriente que llegaba del sur; el viento seguía soplando del oeste. Aquí la pesca era excelente y el clima templado. Pasaba día tras día en un círculo perfecto de uniformidad. La costa iba hacia el este otra vez, luego hacia el sur, casi siempre en dirección al ecuador, pasando por un gran archipiélago de islas bajas, con buenos fondeaderos y buena agua, y aves marinas con patas azules.

Por fin llegaron a un litoral vertiginosamente empinado, con enormes volcanes cubiertos de nieve a la distancia, como el Fuji, solo que el doble de grande, o más, apuntando al cielo detrás de una empinada cordillera costera, que ya era alta de por sí. Este gigantismo final acababa con la capacidad de cualquiera de pensar que este lugar era una isla.

—¿Estás seguro de que esto no es África? —preguntó Kheim a IChin.

I-Chin no estaba seguro.

—Tal vez. Tal vez aquellas personas que dejamos más hacia el norte son los únicos supervivientes del Fulanchi, que se han visto forzados a vivir en un estado primitivo. Tal vez ésta sea la costa occidental del mundo, y nosotros pasamos navegando por donde se abre el mar del medio cuando era de noche o en medio de una niebla. Pero no creo.

—¿Entonces, dónde estamos?

I-Chin le mostró a Kheim el sitio en que él pensaba que estaban en las largas franjas de un mapa; al este de las últimas señales, afuera, donde el mapa estaba totalmente en blanco. Pero primero señaló la franja más occidental.

—¿Ves?, las costas occidentales de Fulán y África son parecidas a esto. Los cartógrafos musulmanes son muy consecuentes con esto. Y Hsing Ho calculó que el mundo tiene unos setenta y cinco mil lis de circunferencia. Si él está en lo cierto, nosotros sólo navegamos la mitad de esa distancia o tal vez menos, atravesando el Dahai hacia África y Fulán.

—Entonces es posible que él esté equivocado. Tal vez la tierra ocupe más superficie del globo terráqueo de lo que él pensaba. O tal vez el globo sea más pequeño.

—Pero su método era bueno. Yo tomé las mismas medidas en nuestro viaje a las Molucas, dibujé la geometría y descubrí que él tenía razón.

—¡Pero mira! —dijo señalando la tierra montañosa que se erguía ante ellos—. Si no es África, ¿qué es?

—Una isla, supongo. Una gran isla, muy lejana, en medio del Dahai, un sitio al que nadie ha llegado antes. Otro mundo, como el real. Uno oriental como el occidental.

—¿Una isla a la que nunca ha llegado nadie? ¿A la que nadie conoce? —Kheim no podía creerlo.

—¿Y qué? —dijo I-Chin, obsesionado por esa idea—. ¿Quién si no pudo haber llegado aquí antes que nosotros y regresado para contarlo?

Kheim en seguida comprendió.

—Nosotros tampoco hemos regresado.

—No. Y no hay garantía de que podamos hacerlo. Podría ser que Hsu Fu haya llegado aquí, después haya intentado regresar y no lo haya conseguido. Tal vez encontremos a sus descendientes en esta misma costa.

—Tal vez.

Cuando se acercaron a la inmensa tierra, vieron que en la costa había una ciudad. No era muy grande comparada con las ciudades chinas, pero bastante considerable si se la comparaba con las pequeñas aldeas del norte. La mayor parte de ella era del color del lodo, pero varios enormes edificios de la ciudad, y detrás de ella, estaban techados con brillantes planchas de oro batido. ¡Éstos no eran miwoks!

Así que navegaron hacia la orilla con cautela, asustados, con los cañones cargados y preparados. Se asustaron al ver unos barcos rudimentarios sobre la playa —canoas de pescadores como las que algunos de ellos habían visto en las Molucas, generalmente de doble proa y fabricadas con junco tejido—. No se veían armas ni velas ni dársenas ni muelles, a no ser por un muelle de troncos que parecía flotar, anclado bastante lejos de la playa. Era desconcertante ver la grandiosidad terrestre de las construcciones con techos de oro junto a tanta pobreza marítima.

—Quizás haya comenzado siendo un reino interior —dijo I-Chin.

—Mejor para nosotros, a juzgar por el aspecto de esos edificios.

—Supongo que si la dinastía Han nunca hubiera caído, hoy la costa de China también tendría este aspecto.

Una idea extraña. Pero sólo él hecho de mencionar a China ya era reconfortante. Después de eso, señalaron características de la ciudad.

—Eso es como en Cham —dijo uno.

—En Lanka construyen así —dijo otro.

Y así sucesivamente; y aunque aún les parecía extraño, estaba claro, incluso antes de que distinguieran a gente en la orilla que los miraba boquiabiertos, que los que poblaban la ciudad eran personas y no monos o pájaros.

Aunque no tenían muchas esperanzas de que Mariposa pudiera hacerse entender aquí, la llevaron igualmente con ellos cerca de la orilla, en la más grande de las lanchas. Dejaron los trabucos y las ballestas escondidos debajo de los asientos mientras Kheim se ponía de pie en la proa haciendo los gestos pacíficos que habían convencido a los miwok. Luego hizo que Mariposa los saludara amablemente en su lengua, cosa que ella hizo con una voz alta, clara y penetrante. La gente observaba desde la playa; algunos que tenían sombreros parecidos a coronas de plumas les hablaron, pero no era la lengua de Mariposa, ni ninguna que alguno de ellos hubiera oído alguna vez.

Los elaborados tocados que llevaban algunos hicieron que Kheim pensara que tenían cierto aire militar, entonces ordenó alejar la lancha un poco de la costa y que sus hombres tuvieran a mano arcos o lanzas o cualquier otra arma. Había algo en el aspecto de aquella gente que sugería la posibilidad de una emboscada.

No sucedió nada de eso. De hecho, el día siguiente, cuando remaron hasta la orilla, todo un contingente de hombres, vistiendo túnicas a cuadros y tocados de plumas, se postró en la playa. Un poco inseguro, Kheim ordenó un desembarco, alerta a cualquier peligro.

Todo salió bien. La comunicación por medio de gestos y las lecciones de la lengua, rápidas y básicas, eran bastante buenas, aunque los lugareños parecían creer que Mariposa era quien mandaba entre los visitantes, o que tal vez fuera un talismán o una sacerdotisa; era imposible asegurarlo. Desde luego, la veneraban. Sus intercambios mímicos fueron hechos principalmente por un anciano que llevaba un tocado con unos flecos que le colgaban sobre la frente hasta los ojos y una insignia que se extendía bastante más arriba que las plumas. Aquellas comunicaciones siguieron siendo cordiales, llenas de curiosidad y buena voluntad. Les ofrecieron unos pasteles hechos con una especie de harina densa y sustanciosa; así como enormes tubérculos cocidos, también una cerveza suave y agria, que era lo único que parecían beber los lugareños. También un montón de mantas tejidas con precisión, muy cálidas y suaves, hechas con lana de un animal que parecía ser una mezcla de oveja y camello; obviamente sería alguna otra criatura completamente distinta, desconocida para el mundo real.

Por fin Kheim se sintió tan cómodo que aceptó la invitación de visitar al emperador o rey del lugar, que se encontraba en el inmenso palacio o templo con techo de oro en la cima de la colina que estaba detrás de la ciudad. Lo que lo había logrado había sido el oro, pensaba Kheim mientras se preparaba para el viaje, aún sintiéndose un poco intranquilo. Cargó una arma pequeña y la puso en una bolsa que escondió debajo de su abrigo; y le dejó instrucciones a I-Chin para una operación de rescate en caso de que resultara necesario. Y así partieron Kheim y Mariposa y una docena de los marineros más grandes del buque insignia, acompañados por una multitud de lugareños vestidos con túnicas a cuadros.

Caminaron por un sendero cuesta arriba pasando junto a campos y casas. Las mujeres en los campos llevaban a sus bebés en unas tablas que llevaban en la espalda e hilaban lana mientras caminaban. Colgaban telares de unas cuerdas atadas a los árboles para lograr la tensión necesaria. Parecía ser que los patrones a cuadros eran los únicos que utilizaban, generalmente negros y marrones claros, a veces negros y rojos. Los campos estaban llenos de montículos, con forma rectangular, que sobresalían en las tierras húmedas junto al río. Seguramente sembrarían los tubérculos en los montículos. Estaban inundados como los campos de arroz, pero no tanto. Todo era similar pero diferente. El oro aquí parecía ser algo tan común como el hierro en China, mientras que por otro lado no se veía aquí hierro por ninguna parte.

El palacio que dominaba la ciudad era enorme, más grande que la Ciudad Prohibida de Pekín, con muchas construcciones rectangulares adosadas. Todo estaba organizado como sus telas. Las peanas de piedra en el patio del palacio estaban esculpidas formando extrañas figuras, pájaros y animales todos entremezclados, pintados de todos los colores, por lo que a Kheim le costaba bastante mirarlos. Se preguntó si las extrañas criaturas allí representadas podrían encontrarse viviendo en los terrenos de detrás del palacio, o si eran sus versiones del dragón y del ave fénix. Vio muchísimo cobre, y algo de bronce o latón, pero sobre todo oro. Los guardias que estaban en fila alrededor del palacio sostenían largas lanzas con puntas de oro, y sus escudos también eran de oro; decorativos, pero no muy prácticos. Sus enemigos tampoco tendrían hierro.

Dentro del palacio fueron llevados hasta un amplio salón con una pared abierta hacia un patio, las otras tres estaban cubiertas con filigrana de oro. Aquí se extendieron unos mantos sobre los que Kheim y Mariposa y los otros chinos fueron invitados a sentarse.

El emperador entró en la sala. Todos se inclinaron para hacer una reverencia y luego se sentaron en el suelo. El emperador se sentó sobre una tela a cuadros cerca de los visitantes, y dijo algo con cortesía. Era un hombre de unos cuarenta años, de dientes blancos y atractivo, con una amplia frente, pómulos altos y prominentes, ojos castaño claro, barbilla puntiaguda y marcada nariz aguileña. Su corona era de oro, y estaba decorada con pequeñas bolas de oro que pendían de unos agujeros hechos en la corona, como las cabezas de piratas en las puertas de Hangzhou.

Esto también puso incómodo a Kheim, que movió la pistola dentro de su abrigo, mirando a su alrededor con disimulo. No había otras señales que lo perturbaran. Por supuesto que allí había hombres fuertes, claramente el guardián del emperador, preparado para atacar si algo lo amenazaba; pero aparte de eso, nada; ésa parecía ser una precaución habitual cuando había extraños cerca del emperador.

Un sacerdote que llevaba una capa hecha de plumas de pájaro de color azul cobalto entró en la sala y llevó a cabo una ceremonia para el emperador; después de eso estuvieron todo el día de banquete, a base de una carne que se parecía a la del cordero, verduras y un puré que Kheim no pudo reconocer. La cerveza era suave y agria; aquello era todo lo que bebían, salvo un licor muy fuerte. En cierto momento Kheim comenzó a sentirse mareado, pero pudo ver que sus hombres estaban aún peor. A Mariposa no le gustaba ninguno de los sabores, y comía y bebía muy poco. Afuera en el patio, algunos hombres bailaban al son de tambores y caramillos, que sonaban muy parecido a los de los músicos coreanos, lo cual le dio una pista a Kheim; se preguntaba si los antepasados de esta gente habrían llegado a la deriva desde Corea años atrás, llevados por la corriente del Kurosiwo. Tal vez unos pocos barcos perdidos habían poblado toda esta tierra, muchas dinastías atrás; de hecho la música sonaba como el eco de una era pasada. Pero quién podía saberlo. Hablaría con I-Chin sobre esto cuando regresara.

Al atardecer Kheim indicó su deseo de regresar a los barcos. El emperador simplemente lo miró y le hizo un gesto a su sacerdote con capa, luego se puso de pie. Todos se pusieron de pie e hicieron reverencias otra vez. El emperador abandonó la sala.

Cuando se hubo retirado, Kheim se puso de pie y tomó a Mariposa de la mano, e intentó llevarla por el camino por el que habían llegado (aunque no estaba seguro de poder recordarlo); pero los guardias le impidieron el paso, con las lanzas de puntas de oro cruzadas transversalmente en una posición tan ceremonial como lo habían sido sus danzas.

Kheim gesticuló algo que indicaba disgusto, algo muy fácil de hacer, e indicó que Mariposa estaría triste y enfadada si era alejada de los barcos. Pero los guardias no se movieron.

Pues bien. Allí estaban. Kheim se maldijo por haber abandonado la playa con gente tan extraña. Sentía la pistola debajo de su abrigo. Tenía sólo un disparo. Debía albergar la esperanza de que I-Chin pudiera rescatarlos. Había sido una buena idea insistir en que el médico se quedara, ya que sentía que I-Chin haría el mejor trabajo de organización para semejante operación.

Los cautivos pasaron la noche acurrucados unos contra otros sobre su manta, rodeados de guardias de pie que no dormían, pero pasaron el tiempo masticando pequeñas hojas que sacaban de unos saquitos que llevaban debajo de la túnica a cuadros. Observaban con los ojos encendidos. Kheim se acurrucó alrededor de Mariposa, y ella se apretaba contra él como un gato. Hacía frío. Kheim hizo que los otros se apiñaran alrededor, todos juntos, protegiéndola y dándose calor.

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