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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (28 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Pero no vieron tierra alguna. La travesía siguió, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. El aparejo y la maniobra comenzaron a desgastarse. Las velas estaban cada vez más transparentes. La piel de todos era cada vez más transparente.

Los marineros se quejaban. Ya no aprobaban el plan de navegar el círculo de la corriente alrededor del inmenso mar; pero no había vuelta atrás, como les dijo Kheim. En el punto al que habían llegado ya no tenían opción. Así que se ignoraron todas las quejas. Kheim era un almirante con el que nadie quería tener problemas.

Navegaron bajo tormentas que se daban en el cielo y sintieron los estremecimientos de la mar de fondo. Pasaron tantos días que los recuerdos de antes de la travesía se hacían cada vez más distantes y confusos; Nipón, Taiwán, incluso la propia China, comenzaban a parecer sueños de una existencia anterior. En su mundo no había otra cosa más que navegar y navegar: un mundo de agua, un plato azul de olas debajo de un cuenco invertido de cielo azul, y nada más. Ya ni siquiera buscaban tierra. Una masa de algas marinas era algo tan asombroso como lo hubiera sido alguna vez una isla. La lluvia era siempre bienvenida, puesto que los períodos ocasionales de racionamiento y sed les habían enseñado dolorosamente su completa dependencia del agua fresca. Ésta provenía principalmente de la lluvia, a pesar de los pequeños destiladores que I-Chin había construido para quitar la sal al agua del mar; así conseguían unos cuantos cubos cada día.

Todo se reducía a lo más elemental. El agua era el océano; el aire era el cielo; la tierra, los barcos; el fuego, el sol y sus pensamientos. Los fuegos se iban apagando. Algunos días Kheim se despertaba, observaba otra vez cómo el sol se ponía y se daba cuenta de que ese día se había olvidado de tener por lo menos un pensamiento. Y él era el almirante.

Una vez pasaron junto a los restos de un inmenso junco, entrelazados con algas marinas y blanqueados por los excrementos de los pájaros, apenas a flote. Otra vez vieron una serpiente de mar que avanzaba hacia el este, cerca del horizonte, tal vez les mostraba el camino.

Quizás el fuego había abandonado por completo la mente de todos los hombres y estaba únicamente en el sol, ardiendo allí arriba, en una sucesión de días sin lluvia. Pero algo debe de haber quedado; unas brasas casi apagadas; ya que cuando la tierra asomó en el horizonte hacia el este, casi al anochecer, todos gritaron como si hubiese sido lo único que habían deseado en cada momento de los ciento sesenta días de aquel inesperado viaje. Vieron unas verdes montañas que caían precipitadamente al mar, aparentemente estaban desiertas; no importaba; era tierra. Y parecía ser una gran isla.

A la mañana siguiente, la tierra aún estaba allí, delante de ellos. ¡Oh, tierra!

Una tierra muy empinada, sin embargo, tan empinada que resultaba imposible divisar algún lugar que sirviera para desembarcar: no había bahías ni desembocaduras de ríos; sólo un enorme muro de verdes montañas, que tenía sus cimientos en el mar.

Kheim ordenó navegar hacia el sur, pensando aún en el regreso a China. Por una vez el viento estaba a su favor y la corriente también. Navegaron rumbo al sur durante todo aquel día, y el siguiente también, sin ver un solo puerto. Entonces, una mañana, mientras se alzaba una ligera niebla, vieron que habían pasado junto a un cabo, que protegía la barra de un río, y más al sur había un claro entre las colinas, muy grande y muy visible. Una bahía. En el lado norte de esta majestuosa entrada había una zona de turbulentas aguas blancas, pero después de eso la navegación fue tranquila y la marea les ayudó acompañándolos hasta la costa.

Así fue que entraron en una bahía que no se parecía a ninguna de las que ellos habían visto en sus viajes. Un mar interior, en realidad, con tres o cuatro islas rocosas dentro y colinas alrededor, también había unas marismas en la gran mayoría de la costa. Las colinas eran rocosas en la cima pero principalmente boscosas, las marismas de un verde lima, amarillentas por el otoño. Un tierra hermosa; ¡y desierta!

Viraron hacia el norte y anclaron en una cala poco profunda, que estaba protegida por una hilera de colinas que se perdía en el agua. Entonces, algunos de ellos divisaron un hilo de humo que se elevaba en el aire de la tarde.

—Allí hay gente —dijo I-Chin—. Pero no creo que esto pueda ser el extremo occidental de las tierras musulmanas. No hemos navegado tanto como para eso, si Hsing Ho está en lo cierto. Ni siquiera deberíamos estar cerca, todavía.

—Tal vez la corriente era más fuerte de lo que pensabas.

—Tal vez. Esta noche puedo verificar la latitud.

—Bien.

Hubiera sido mejor calcular la distancia desde China, pero ése era un cálculo que no podían hacer. Había sido imposible realizar cálculos exactos mientras derivaban con la corriente; a pesar de las constantes estimas de IChin, Kheim creía que su error estaba en el orden de los mil lis.

En cuanto a la distancia al ecuador, I-Chin informó aquella noche, después de medir las estrellas, que estaban aproximadamente en la misma línea que Edo o Pekín; un poco más al norte que Edo, un poco más al sur que Pekín. I-Chin dio un golpecito a su astrolabio pensativamente.

—Es la misma distancia al ecuador que tienen los países
hui
en el lejano oeste, en Fulán, donde murió todo el mundo. Si es que puede confiarse en el mapa de Hsing Ho. Fulán, ¿lo ves? Un puerto llamado Lisboa. Pero aquí no hay Fulanchi. No creo que esto pueda ser Fulán. Es posible que hayamos encontrado una isla.

—¡Una gran isla!

—Sí, una gran isla —suspiró I-Chin—. Ojalá pudiéramos resolver el problema de la distancia a la que nos encontramos de China.

Con él todo era una interminable queja. Estaba obsesionado con la hora; con un cronómetro preciso y un almanaque que diera los tiempos de las estrellas en China, él podría calcular la distancia que los separaba de Pekín. Se decía que el emperador tenía algunos buenos relojes en su palacio, pero en el barco no había ninguno. Kheim lo dejó con sus quejas.

A la mañana siguiente se levantaron y se encontraron con un grupo de lugareños, hombres, mujeres y niños, vestidos con faldas de cuero, collares de conchas y tocados de plumas, que estaban en la playa observándolos. No tenían telas, según parecía, tampoco metales salvo unos pequeños trozos de oro batido, cobre y plata. Las puntas de sus flechas y lanzas eran de obsidiana tallada, sus cestas estaban tejidas con junco y agujas de pino. En la playa había grandes montes de conchas más arriba de la marca de la marea alta, y se podía ver el humo que se elevaba de los fuegos que ardían dentro de unas casuchas de mimbre, pequeños refugios como los que los granjeros pobres de China utilizaban para los cerdos en invierno.

Los marinos rieron y charlaron al ver a aquellas personas. Estaban en parte aliviados y en parte asombrados, pero era imposible sentir miedo ante semejante gente.

Kheim no estaba tan seguro.

—Son como la gente salvaje de Taiwán —dijo—. Tuvimos algunas peleas terribles con ellos cuando perseguíamos a los piratas en las montañas. Debemos tener cuidado.

—También hay tribus como ésta en alguna de las islas Molucas; yo las he visto. Pero están mejor equipadas que esta gente.

—No veo casas de ladrillo ni de madera, no veo nada de hierro, eso significa que no hay armas de fuego...

—Para el caso tampoco hay campos de cultivo. Deben de comer almejas —dijo señalando los grandes montones de conchas— y pescado. Y todo lo que puedan cazar y recoger. Parece gente pobre.

—Eso no nos dejará mucho a nosotros.

—No.

—¡Hola! ¡Hola! —saludaron los marineros.

Kheim les ordenó que callaran. Él e I-Chin embarcaron en una de las pequeñas lanchas de remo, y cuatro marineros los llevaron hasta la orilla.

Desde la lancha Kheim saludó a los lugareños con las palmas hacia arriba y hacia afuera, como se hacía en las islas Molucas con los salvajes. Los lugareños no entendían una sola palabra de lo que decía, pero sus gestos dejaban clara su intención pacífica, y ellos parecieron reconocerla. Después de un rato, pisó tierra confiado en que tendría una bienvenida pacífica, pero dio instrucciones a los marineros de que por si acaso tuvieran preparados los trabucos de chispa y las ballestas.

Una vez en tierra, el almirante fue rodeado por una gente curiosa que farfullaba en una lengua desconocida. Algo distraído por la imagen de los pechos de las mujeres, saludó a un hombre que se adelantó un paso y cuyo colorido y elaborado tocado tal vez correspondía al de un jefe. El pañuelo de seda que Kheim llevaba en el cuello, bastante descolorido y estropeado por la sal, tenía la imagen de un ave fénix; Kheim lo desató y se lo dio al hombre, sosteniéndolo extendido para que pudiera ver la imagen. La seda interesó más al hombre que la imagen.

—Deberíamos haber traído más seda —dijo Kheim a I-Chin.

I-Chin meneó la cabeza.

—Estábamos invadiendo Nipón. Memoriza las palabras que utilizan para nombrar las cosas, si puedes.

I-Chin señalaba cada cosa que veía, cestas, lanzas, vestidos, tocados, los montones de conchas, y repetía lo que ellos decían y anotaba todo rápidamente en su pizarra.

—Bien, bien. Bien recibidos, bien recibidos. El emperador de China y sus humildes sirvientes los saludan.

La imagen del emperador que apareció en su cabeza hizo sonreír a Kheim. ¿Qué haría Wanli, el Enviado Celestial, con estos pobres vaciadores de conchas?

—Necesitamos enseñar el mandarín a alguno de ellos —dijo I-Chin—. Tal vez a un muchacho, son los más rápidos.

—O a una muchacha.

—No entremos en eso —dijo I-Chin—. Necesitamos pasar algún tiempo aquí para reparar los barcos y reabastecernos. No queremos que estos hombres nos ataquen.

Con gestos Kheim describió sus intenciones al jefe de la tribu. Quedarnos un tiempo, acampar en la costa, comer, beber, reparar barcos, regresar a casa, más allá de la puesta del sol, hacia el oeste. Parecía que finalmente habían entendido casi todo. Como respuesta, entendió de parte de ellos que comían bellotas y calabazas, pescado y almejas y pájaros, incluso animales más grandes, probablemente se referían a los ciervos. Cazaban en las colinas. Había mucha comida, y los chinos fueron bien recibidos. Les gustaba la seda de Kheim; querían cambiar magníficos cestos y comida por más seda. El oro que utilizaban en sus adornos provenía de unas colinas en el este, detrás del delta de un gran río que desembocaba en la bahía más allá de donde ellos se encontraban, casi directamente hacia el este; indicaron dónde era eso: en un claro que se veía entre las colinas, parecido al claro que llegaba hasta el mar.

Puesto que era evidente que esta información acerca de la tierra interesaba a I-Chin, la gente del lugar se la transmitió de una manera muy ingeniosa; aunque no tenían papel ni tinta, no sabían escribir ni dibujar, excepto los dibujos de las cestas, tenían mapas de una clase muy particular, los hacían en la arena de la playa. El jefe y algunos otros notables se agacharon y con sus manos dieron forma a la arena húmeda, muy minuciosamente, alisando la parte que correspondía a la bahía, luego entraron en animadas discusiones acerca de la verdadera forma de la montaña que se erguía entre ellos y el mar, a la que llamaban Tamalpi y señalaban e indicaban con gestos que era una doncella durmiente, aparentemente una diosa, aunque era difícil asegurarlo. Utilizaron hierba para representar un amplio valle que había tierra adentro entre las colinas que rodeaban la bahía por el este, y humedecieron los canales de un delta y dos ríos, uno que venía desde el norte, el otro desde el sur en un gran valle. Al este de este valle se elevaban montañas mucho más altas que las de la cordillera de la costa; en las cimas había nieve (indicada con pelusa de diente de león) y entre ellas había uno o dos grandes lagos.

Señalaron todo esto en medio de largas discusiones con respecto a los detalles, y preocupándose por los pliegues diminutos y los trocitos de hierba y ramitas de pino; todo por un mapa que la próxima marea alta se llevaría. Pero cuando terminaron, los chinos sabían que el oro provenía de gente que vivía en la falda de las montañas, la sal la traían de la costa de la bahía, la obsidiana era del norte y del otro lado de las grandes montañas, de donde también era la turquesa; etcétera, etcétera. Y todo ello sin compartir una lengua, simplemente explicando las cosas con mímica y mostrando la maqueta de arena del país.

En los días que siguieron, sin embargo, intercambiaron palabras que daban nombre a los objetos y acontecimientos cotidianos; I-Chin hizo listas y comenzó a escribir un glosario; también comenzó a enseñarle a uno de los niños del lugar, una chiquilla de unos seis años, la hija del jefe, y muy atrevida; parloteaba constantemente en su propia lengua. Los marinos chinos la llamaron Mariposa, tanto por su comportamiento como por la broma de que tal vez para entonces la existencia de ellos no fuera más que un sueño de la pequeña. Ella disfrutaba diciéndole a I-Chin el nombre de cada cosa; todo lo decía con mucha seguridad, y más rápidamente de lo que Kheim había imaginado, ya estaba hablando en chino tan bien como en su propia lengua, a veces mezclando los dos idiomas, pero generalmente reservando el chino para I-Chin, como si ésa fuera su lengua personal y él una especie de fenómeno o un bromista empedernido, siempre inventando nombres falsos para las cosas; nada de eso estaba lejos de la verdad. Desde luego, sus padres estaban de acuerdo en que I-Chin era un extranjero bastante raro, que les tomaba el pulso y les palpaba el vientre, les inspeccionaba la boca, les pedía que observaran su orina (a esto ellos se negaban) y cosas por el estilo. Ellos también tenían una especie de médico, quien los guiaba en purificaciones rituales en un simple baño de vapor. Este anciano de tez rojiza y mirada enojada no era un médico como lo era IChin, pero éste se interesó muchísimo en el herbario y las explicaciones de aquel hombre, en tanto I-Chin podía descifrarlas, utilizando el más sofisticado de los lenguajes de señas y gracias a la creciente facilidad de Mariposa con la lengua china. La de los lugareños se llamaba miwok, así también se llamaba la gente a sí misma; la palabra significaba «pueblo» o algo parecido. Dejaron bien claro con sus mapas que su aldea controlaba las fuentes del río que desembocaba en la bahía. Otros miwok vivían en las tierras cercanas de la península, entre la bahía y el océano; otros pueblos con lenguas diferentes vivían en otras partes del país, cada uno con nombre y territorio propios, aunque los miwok podían discutir interminablemente entre ellos sobre los detalles de estas cosas. Dijeron a los chinos que el gran estrecho que desembocaba en el océano había sido creado por un terremoto, y que la bahía había sido de agua dulce antes de que el cataclismo dejara entrar al océano. Esto parecía poco probable a Kheim y a I-Chin, pero entonces una mañana después de haber dormido en tierra firme, fueron despertados por un fuerte temblor, y el sismo duró varios latidos de corazón, y regresó dos veces aquella mañana; así que después de eso ya no estaban tan seguros como antes acerca del origen del estrecho.

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