Tiempos de Arroz y Sal (25 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Deberíamos reservar un lugar junto a la mezquita para una madraza —dijo Ibn Ezra—, antes de que la ciudad ocupe toda la zona.

El sultán Mawji pensó que esto era una buena idea; ordenó a aquellos que se habían instalado junto a la mezquita mientras trabajaban en su construcción que dejaran el sitio. Algunos de los trabajadores se opusieron, luego se negaron categóricamente. En una reunión el sultán perdió la paciencia y amenazó a este grupo con expulsarlo de la ciudad, aunque la realidad era que daba órdenes solamente a un pequeño guardaespaldas personal, apenas lo suficiente para defenderse, según la opinión de Bistami. Bistami recordó los cuerpos de caballería de Akbar, los soldados mamelucos; aquí el sultán no tenía nada parecido a aquello y, frente a una docena o dos de hoscos recalcitrantes, era impotente. La tradición abierta de la caravana, su espíritu, estaba en peligro.

Pero la sultana Katima montó su yegua árabe y se puso al lado del sultán. Posó una mano sobre su brazo y le dijo algo al oído. Él pareció sorprenderse y pensar con rapidez. La sultana lanzó una mirada feroz a los ocupantes tan poco dispuestos a colaborar y una reprimenda tan gélida que hizo estremecer a Bistami; por nada del mundo se arriesgaría a recibir semejante mirada. De hecho, los rebeldes palidecieron y bajaron la vista llenos de vergüenza.

—Mahoma nos enseñó que el aprendizaje es la gran esperanza que tiene Dios para la humanidad —dijo ella—. La mezquita es el corazón del aprendizaje, el hogar del Corán. La madraza es una extensión de la mezquita. Debe ser así en cualquier comunidad musulmana, para conocer mejor a Dios. Y así será aquí también. Por supuesto.

Luego alejó a su esposo del lugar, conduciéndolo hacia el Palacio que estaba al otro lado del viejo puente de la ciudad. En medio de la noche los guardias del sultán regresaron con espadas desenvainadas y picas listas, para despertar a los ocupantes y echarlos; pero la zona ya había sido abandonada.

Ibn Ezra asintió con la cabeza con alivio al escuchar la noticia.

—En el futuro deberemos hacer planes con bastante anticipación para evitar esas escenas —le dijo a Bistami en voz baja—. Este incidente es probable que no haga más que aumentar la reputación de la sultana, aunque ella tendrá que pagar un precio por ello.

Bistami prefería no pensar en eso.

—Al menos ahora tendremos juntas la mezquita y la madraza.

—Son dos partes de lo mismo, como dijo la sultana. Especialmente si el estudio del mundo de la razón se incluye en el currículo de la madraza. Eso espero. No soportaría que semejante sitio fuera desperdiciado con meras devociones. ¡Dios nos puso en este mundo para entenderlo! Ésa es la forma de más alta devoción a Dios, como dijo Ibn Sina.

La pequeña crisis fue olvidada pronto, y la nueva ciudad, llamada Baraka por la sultana, aquella palabra —cuyo significado era gracia— que Bistami le había mencionado, tomó forma como si nunca hubiera habido otro plan. Las ruinas de la vieja ciudad desaparecieron de calles y plazas, y los jardines y los talleres llenaron la nueva ciudad; tanto la arquitectura como el plano de la ciudad recordaban a Málaga y a otras ciudades costeras andalusíes, pero en Baraka los edificios tenían muros más altos y ventanas más pequeñas, puesto que aquí los inviernos eran fríos, y un viento crudo soplaba desde el mar en otoño y primavera. El palacio del sultán era la única construcción de la ciudad tan abierta y luminosa como una construcción mediterránea; esto recordaba sus orígenes a la gente y les mostraba que el sultán vivía por encima de las exigencias de la naturaleza. Al otro lado del puente, las plazas eran pequeñas, y las calles y las callejuelas estrechas, de manera que se desarrolló una abigarrada medina o casbah a la orilla del río que era, como en cualquier ciudad magrebí o árabe, una verdadera conejera de edificios, normalmente de tres plantas, con las ventanas más altas enfrentadas unas a otras a ambos lados de las callejuelas, tan estrechas que uno podía, como se decía en todas partes, pasar la sal de ventana a ventana sobre la calle.

La primera vez que nevó, todos corrieron hasta la plaza de la mezquita, vestidos con casi toda la ropa que tenían. Se encendió una inmensa hoguera, el almuecín hizo su llamada, se recitaron oraciones, y los músicos del palacio tocaron con labios azules y dedos congelados mientras la gente bailaba alrededor del fuego a la manera sufí. Los derviches daban vueltas en la nieve: todos se reían al verlos, sintiendo que habían traído al islam a un nuevo lugar, a un nuevo clima. ¡Estaban creando un mundo nuevo! En los tranquilos bosques del norte había mucha madera, y el suministro de pescado y aves de corral estaba asegurado; estarían bien abrigados, bien alimentados; durante el invierno, la vida de la ciudad seguiría adelante, bajo una fina manta de húmeda nieve derretida, como si vivieran en la montaña. Sin embargo el río continuaba volcando su caudal en el gris océano, que golpeaba la playa con implacable ferocidad, comiéndose en el acto los copos de nieve que caían en las olas. Éste era su país.

Un día de primavera llegó otra caravana de extraños con sus pertenencias; habían oído hablar de la ciudad de Baraka y querían instalarse en ella. Era otro barco de tontos que había partido de los poblados armenios y zott de Portugal y Castilla; la presencia de criminales se manifestaba abiertamente por el alto índice de mancos y de instrumentos musicales, titiriteros y adivinos.

—Me sorprende que hayan logrado atravesar las montañas —le dijo Bistami a Ibn Ezra.

—La necesidad aguzó su ingenio, sin duda. Al-Andalus es un lugar peligroso para gente como ésta. El hermano del sultán ha demostrado ser un califa muy severo, según he sabido, casi un almonade por su pureza. La forma de islamismo que impone es tan pura que no creo que se haya vivido nunca antes, ni siquiera en la época del Profeta. No, esta caravana está formada por gente que huye. Como la nuestra.

—Santuario —dijo Bistami—. Así llamaban los cristianos a un lugar donde podían encontrar protección. Generalmente, las iglesias, si no una corte real. Como algunos de los morabitos sufies de Persia. Es algo bueno. La gente buena acude a uno cuando la ley en cualquier otro sitio se convierte en algo demasiado duro.

Entonces llegaron. Algunos eran apóstatas o herejes; Bistami discutió con ellos en la mezquita, intentando crear, mientras hablaba, una atmósfera en la cual todos esos asuntos pudieran ser discutidos libremente, sin que una sensación de peligro pendiera sobre la cabeza de los recién llegados — el peligro era real, pero estaba muy lejos, al otro lado de los Pirineos— pero al mismo tiempo también sin que se dijera algo blasfemo contra Dios o Mahoma. No importaba si se era sunita o si se creía en el chiísmo, si se era árabe o andalusí, turco o zott, hombre o mujer; lo importante era la devoción y el Corán.

A Bistami le interesaba ver que este acto de equilibrio religioso fuera cada vez más fácil de mantener a medida que trabajaba más y más en él, como si estuviera practicando algo físico sobre un alféizar o una pared alta. ¿Un desafio a la autoridad del califa? A ver qué decía el Corán sobre esto. Ignorar la tradición que había llenado de costras al libro sagrado y que con tanta frecuencia lo había tergiversado: cortar de raíz. Allí los mensajes podían resultar ambiguos, a menudo lo eran; pero el libro había llegado a Mahoma durante un período de muchos años, y generalmente se repetían en él conceptos importantes, cada repetición expresada de una manera ligeramente diferente. Solían leer todos los pasajes relevantes y discutir las diferencias.

—Cuando estuve estudiando en La Meca —decía—, los verdaderos eruditos solían decir...

Ésta era toda la autoridad que Bistami reclamaba para sí; que había escuchado a verdaderas autoridades. Era el método de la hadith, por supuesto, pero con un contenido diferente: que no se podía confiar sólo en la hadith: estaba el Corán.

—He estado hablando con la sultana sobre este asunto...

Éste era otro argumento habitual. Era cierto que consultaba con ella casi todas las cuestiones que surgían; sin excepción todos los temas que tenían que ver con las mujeres o con la crianza de los niños. Cuando se trataba de la vida familiar siempre defería a su opinión, en la que había aprendido a confiar cada vez más con el paso de los primeros años. Ella conocía el Corán de arriba abajo y había memorizado todos los suras que le ayudaban en su argumento contra el ejercicio exagerado de la autoridad, y su sentimiento protector para con los débiles de la ciudad crecía incesantemente. Sobre todo, ella comandaba el ojo y el corazón, allí donde fuera; sobre todo en la mezquita. Ya no se cuestionaba el derecho que ella tenía de estar allí, ocasionalmente incluso de dirigir la oración. Hubiera parecido antinatural excluir a semejante ser, tan lleno de gracia divina, de un lugar de culto en una ciudad llamada Baraka.

—¿Acaso a mí no me creó Dios? —solía decir ella misma—. ¿No me dio una mente y una alma tan buenas como las de cualquier hombre? ¿No salen de una mujer los hijos del hombre? ¿Negarías a tu propia madre un lugar en el cielo? ¿Puede ganarse el cielo alguien que no merece la bendición de Dios en esta tierra?

Nadie que respondiera estas preguntas negativamente duraba mucho en Baraka. Había otras ciudades que se estaban instalando río arriba y al norte, fundadas por los armenios y los zott, quienes no tenían tanto fervor musulmán. Un número considerable de súbditos del sultán se fue trasladando a ellas a medida que pasaba el tiempo. Sin embargo, la multitud en la gran mezquita era cada vez más numerosa. Construyeron otras mezquitas más pequeñas en los barrios de la ciudad, que no paraba de crecer, las acostumbradas mezquitas de barrio, pero siempre la mezquita del viernes siguió siendo el lugar de reunión de la ciudad, su plaza y los jardines de la madraza llenos de gente en los días santos y durante los festivales y el ramadán; incluso en el primer día de nieve de cada año, cuando se encendía la hoguera del invierno. En aquel entonces, Baraka era una sola familia, y la sultana Katima, su madre y hermana.

La madraza creció tan rápidamente como la ciudad, o más aún. Cada primavera, después de que la nieve se hubiera derretido en los caminos de la montaña, llegaban nuevas caravanas, guiadas por la gente de los valles. En cada grupo llegaban algunos que querían estudiar en la madraza, cada vez más famosa por las investigaciones de Ibn Ezra con las plantas y los animales, los romanos, las técnicas de construcción y las estrellas. Cuando llegaban de al-Andalus, a veces traían con ellos libros recién recuperados de Ibn Rashd o de Maimónides, o nuevas traducciones árabes de los antiguos griegos; también traían el deseo de compartir lo que sabían y de aprender más. El corazón de la nueva convivencia estaba en la madraza de Baraka, y aquel rumor se extendió.

Pero un mal día, a finales del sexto año de la hégira de Baraka, el sultán Mawji Darya cayó gravemente enfermo. Hacía varios meses que había comenzado a engordar, e Ibn Ezra había intentado darle auxilio médico, sometiéndolo a una estricta dieta de cereales y leche; esto parecía mejorar el estado de su piel y darle energía, pero entonces una noche enfermó. Ibn Ezra levantó a Bistami de su cama:

—Ven conmigo. El sultán está tan enfermo que necesita oraciones.

Esto, viniendo de parte de Ibn Ezra, significaba que el enfermo estaba realmente mal, puesto que no era alguien demasiado aficionado a las oraciones. Bistami se apresuró detrás de él, y se reunió con la familia real en el gran palacio. La sultana Katima estaba pálida, y Bistami se sorprendió al ver qué desdichada le hacía su llegada. No era nada personal, pero sabía por qué Ibn Ezra lo había traído a semejante hora; ella se mordió los labios y apartó la vista, las lágrimas le brotaban de los ojos y caían por sus mejillas.

En el interior de la habitación, el sultán se retorcía en silencio salvo por la pesada y jadeante respiración. Su rostro estaba de un rojo oscuro.

—¿Ha sido envenenado? —preguntó Bistami a Ibn Ezra en un susurro.

—No, no lo creo. Su catador está bien —dijo señalando el gran gato que dormía acurrucado en su pequeña cama—. A menos que alguien lo haya pinchado con una aguja envenenada. Pero no veo señal alguna en la piel.

Bistami se sentó junto al inquieto sultán y cogió una de sus calientes manos. Antes de que él dijera una sola palabra, el sultán hizo un débil gemido y se arqueó hacia atrás. Dejó de respirar. Ibn Ezra cogió los brazos y se los cruzó sobre el pecho y presionó fuerte, gruñendo. En vano; el sultán había muerto, el cuerpo aún trabado en su último paroxismo. La sultana irrumpió llorando en la habitación, intentó revivirlo ella misma, llamándolo a él e invocando a Dios y rogando a Ibn Ezra que siguiera intentándolo. Los dos hombres tardaron un buen rato en convencerla de que todo era en vano; habían fracasado; el sultán estaba muerto.

En el islam hay una larga tradición en relación a los funerales. Los hombres y las mujeres se reunían en zonas diferentes durante las ceremonias; sólo se mezclaban después en el cementerio, durante el breve entierro.

Pero por supuesto éste era el primer funeral de un sultán de Baraka; la sultana en persona llamó a toda la población a la plaza de la mezquita, donde había dado órdenes de que el cuerpo yaciera en gran ceremonia. Bistami sólo pudo avanzar con la multitud y ponerse de pie delante de ellos, ofreciendo las viejas oraciones del servicio como si siempre hubieran sido dichas para todos juntos. ¿Y por qué no? Ciertas líneas del servicio tenían sentido solamente si eran dichas a todos los miembros de la comunidad; de repente, observando los desolados rostros de las personas de la ciudad, entendió que la tradición había estado equivocada, que estaba sencilla y claramente mal, y hasta era cruel, separar a la comunidad justo cuando necesitaba estar más unida. Nunca antes había sentido con tanta fuerza una noción tan heterodoxa; siempre había estado de acuerdo con las ideas de la sultana debido a ese principio no estudiado de que ella siempre debía tener razón. Sacudido por aquella repentina revelación y por la imagen del cuerpo del adorado sultán en su ataúd, recordó a todos que el sol sólo brillaba algunas horas en la vida de cualquiera. Pronunció las palabras del improvisado sermón con voz ronca y quebrada; a él mismo le sonaba como si estuviera llegando de alguna otra garganta. Era igual a como había sido en aquellos eternos días hacía ya mucho tiempo, cuando recitaba el Corán bajo la nube de furia de Akbar. Esta asociación lo abrumó y comenzó a llorar, mientras se esforzaba para hablar. Todos en la plaza lloraron, los lamentos comenzaron una vez más y muchos empezaron a flagelarse; esto alivió parte del dolor.

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