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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (29 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Ambos disfrutaban escuchando hablar a los miwok, pero sólo I-Chin se interesaba por la forma en que las mujeres hacían que las bellotas amargas de los robles de hojas dentadas pudieran ser comidas; para ello, las molían, luego cernían el polvo en un lecho de hojas y arena, con lo que obtenían una especie de harina; I-Chin pensaba que aquello era muy ingenioso. Esta harina y el salmón, tanto fresco como seco, eran la base de su alimentación, que ofrecían abiertamente a los chinos. También comían venado de una especie muy grande, conejos y toda clase de aves acuáticas. De hecho, a medida que avanzó el otoño y fueron pasando los meses, los chinos se dieron cuenta de que la comida en aquel lugar era tan abundante que no había necesidad de practicar la agricultura como se hacía en China. A pesar de lo cual había muy poca gente viviendo allí. Ése era uno de los misterios de aquella isla.

Las cacerías de los miwok en las colinas eran como una gran fiesta, un acontecimiento que duraba todo el día y al que Kheim y sus hombres podían unirse. Los arcos utilizados por los miwok eran frágiles pero efectivos. Kheim ordenó a sus marineros que dejaran las ballestas y las pistolas escondidas en los barcos y que los cañones fueran simplemente dejados a la vista pero no explicados; ninguno de los lugareños preguntó nada sobre esas armas.

En uno de estos viajes de cacería Kheim e I-Chin siguieron al jefe de la tribu, Ta Ma, y a algunos de los hombres miwok río arriba por la quebrada que pasaba por su aldea, entre colinas hasta llegar a una alta pradera desde donde podía verse el océano hacia el oeste. Hacia el este podían ver a través de la bahía, sierra tras sierra de verdes colinas.

La pradera, que era pantanosa junto al río, estaba cubierta de hierba, crecían robles y otros árboles. En la parte más baja de la pradera había un lago en el que vivían muchos gansos: un blanco manto de pájaros que graznaban, molestos por algo, quejándose. Luego toda la bandada se agitó violentamente por los aires, algunos grupos daban vueltas y se dividían y reunían otra vez, volando bajo sobre los cazadores, chillando o concentrándose silenciosamente en el vuelo, con el sonido característico del batir de las alas. Miles y miles de ellos.

Los hombres se detuvieron y observaron el espectáculo con los ojos brillantes. Cuando todos los gansos hubieron desaparecido, vieron la razón del alboroto; una manada de grandes venados se había acercado al lago a beber. Los animales tenían enormes cornamentas. Miraban fijamente a los hombres del otro lado del lago, alertas pero inmutables.

Durante un instante, todo fue quietud.

Finalmente, los venados gigantes se alejaron. La realidad despertó otra vez.

—Todos los seres sensibles —dijo I-Chin, que había estado murmurando sutras budistas durante todo el camino.

Kheim perdía poco tiempo en semejantes tonterías, pero ahora, a medida que el día iba avanzando y ellos caminaban en la cacería por las colinas, viendo innumerables y pacíficos castores, codornices, conejos, zorros, gaviotas y cuervos, ciervos comunes, un oso y dos cachorros, una escurridiza criatura cazadora gris y de larga cola, como un zorro cruzado con una ardilla —etcétera, etcétera—, simplemente todo un país de animales, todos juntos bajo un tranquilo cielo azul —todo en paz, la tierra floreciendo sola, la gente de allí apenas una pequeña parte del todo—, Kheim comenzó a sentirse extraño. Se dio cuenta de que tenía a China por la única realidad del mundo. Taiwán y Mindanao y las otras islas que había visto eran como trozos de tierra, sobras; China había sido el mundo para él. Y China significaba gente. Construida, cultivada, fraccionada hectárea por hectárea, era un mundo tan enteramente humano que Kheim nunca había considerado la posibilidad de que alguna vez pudiera haber existido un mundo natural diferente de aquél. Pero aquí había tierra natural, justo delante de sus ojos, tan llena como podía estarlo de animales de todas las clases, y evidentemente mucho más grande que Taiwán; más grande que China; más grande que el mundo que él había conocido hasta ahora.

—¿Dónde demonios estamos? —le preguntó a I-Chin.

—Hemos encontrado el nacimiento del río de los melocotones en flor —respondió él.

Llegó el invierno; sin embargo los días aún eran cálidos y las noches frescas. Los miwok les dieron mantas de pieles de nutria acuática cosidas con hebras de cuero, y nada podía haber resultado más cómodo directamente sobre la piel, eran tan lujosas como las ropas del emperador de Jade. Durante las tormentas llovía y estaba nublado, pero por lo demás el cielo siempre estaba despejado y soleado. Todo esto estaba sucediendo a la misma latitud de Pekín, según I-Chin, y en una época del año en la que debería haber hecho un frío de muerte y mucho viento, así que el clima era muy comentado por los marinos. Kheim apenas podía creer a los lugareños cuando decían que cada invierno era así.

En el solsticio de invierno, un cálido día soleado como todos los demás, los miwok invitaron a Kheim y a I-Chin a entrar en su templo, una cabaña pequeña y redonda parecida a una pagoda de enanos, el suelo hundido en la tierra y todo cubierto de tierra herbosa, cuyo peso era sostenido por algunos troncos de árbol que se bifurcaban hacia arriba formando un nido de ramas. Era como estar en una cueva, y solamente la luz del fuego y el sol que bajaba como un rayo a través de un agujero lleno de humo en el techo iluminaban el sombrío interior. Los hombres llevaban tocados de plumas ceremoniales y muchos collares de conchas, que brillaban a la luz de la hoguera. Bailaban alrededor de ella siguiendo el ritmo constante de un tambor, turnándose a medida que la noche se iba convirtiendo en día, sin parar hasta que Kheim, ya aturdido, pensó que nunca se detendrían. Luchaba por no quedarse dormido, sintiendo la importancia que aquel acontecimiento tenía para esos hombres que de alguna manera se parecían a los animales de los que se alimentaban. Después de todo, aquel día marcaba el retorno del sol. Pero era difícil no quedarse dormido. Finalmente logró levantarse a duras penas y se unió a los bailarines más jóvenes, y ellos le hicieron lugar mientras él iba haciendo cabriolas de un lado para otro con sus piernas arqueadas. Bailó sin parar, hasta que sintió que era el momento de desplomarse en un rincón, y sólo surgió en la última parte del amanecer, todo el cielo ya iluminado, el sol a punto de abrirse paso a través de las colinas que envolvían la bahía. El feliz grupo de bailarines y tamborileros era conducido por un grupo de jóvenes solteras hasta las chozas para sudar; en su estado de estupefacción Kheim vio la hermosura de esas mujeres, tan fuertes y tan robustas como los hombres, los pies descalzos y los ojos claros y sin deferencia alguna; de hecho parecían estar riéndose gustosamente de los fatigados hombres mientras los acompañaban hasta el baño de vapor y les ayudaban a quitarse los tocados y las galas, haciendo algo que a Kheim le sonaba a comentario escabroso, aunque era posible que lo estuviera imaginando como consecuencia de su propio deseo. Pero el aire encendido, el sudor que le caía a borbotones, el abrupto y torpe chapuzón en el pequeño río, lo mantuvieron despierto en la luz de la mañana; todo ayudaba a incrementar la sensación única que le daba el encanto de aquellas mujeres, más allá de cualquier cosa que pudiera recordar haber experimentado en China, donde los marineros eran siempre recibidos en los restaurantes por las preciosas muchachas en flor. El asombro y la lujuria y el frío del río luchaban contra su agotamiento; luego se durmió en la playa bajo el sol.

Ya estaba de regreso en el buque insignia cuando I-Chin se acercó a él, apretando los labios.

—Uno de ellos murió anoche. Me trajeron para que lo viera. Era la viruela.

—¿Qué? ¿Estás seguro?

I-Chin asintió gravemente con la cabeza, lúgubre como Kheim nunca lo había visto antes.

Kheim se estremeció.

—Tendremos que quedarnos en los barcos.

—Deberíamos partir —dijo I-Chin—. Creo que la hemos traído nosotros.

—¿Pero cómo? Nadie tenía viruela en este viaje.

—Ninguna de las personas de aquí tiene ningún tipo de cicatriz de la viruela. Sospecho que para ellos es algo nuevo. Y algunos de nosotros la tuvimos siendo niños, como podrás ver. Li y Peng tienen muchos hoyos; Peng ha estado durmiendo con una de las lugareñas; su hijo fue el que murió de viruela. Y la mujer también está enferma.

—No.

—Sí. Caramba. Ya sabes lo que le pasa a la gente salvaje cuando llega una nueva enfermedad. Yo lo he visto en Aozhou. Muchos de ellos mueren. Los que no mueran quedarán inmunes contra la enfermedad después de que pase, pero puede que aún sean capaces de contagiar a otros de los que no están expuestos, no lo sé. De cualquier manera, es algo malo.

Podían escuchar a la pequeña Mariposa chillando por la cubierta del barco, jugando con los marineros. Kheim hizo un gesto señalando hacia arriba.

—¿Qué hay de ella?

—Supongo que podríamos llevarla con nosotros. Si la llevamos a tierra, probablemente muera con el resto.

—Pero si se queda con nosotros puede contagiarse y morir también.

—Es cierto. Pero si eso sucede yo podría tratar de curarla.

Kheim frunció el ceño.

—Tenemos provisiones y agua —dijo por fin—. Informa a los hombres. Navegaremos hacia el sur y cuando llegue la primavera cruzaremos el océano para ir a China.

Antes de partir, Kheim cogió a Mariposa y remó hasta la playa de la aldea y se detuvo bastante lejos de la orilla. El padre de Mariposa los vio y se acercó inmediatamente, se metió en el agua y dijo algo. Su voz era ronca, y Kheim pudo ver las ampollas de la viruela por todo el cuerpo.

Kheim alejó la lancha con un golpe de remo.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó a la niña.

—Ha dicho que la gente está enferma. La gente está muerta.

Kheim tragó saliva.

—Dile... que nosotros trajimos la enfermedad.

Ella lo miró, sin entender.

—Dile que nosotros trajimos la enfermedad. No éramos conscientes de ello. ¿Puedes decirle eso? Díselo.

La niña temblaba en el fondo de la lancha.

De repente enfadado, Kheim le dijo en voz alta al jefe de los miwok:

—¡Hemos traído una enfermedad, no lo sabíamos! Ta Ma lo miró fijamente.

—Mariposa, por favor dile algo. Di algo.

Ella levantó la cabeza y gritó algo. Ta Ma dio dos pasos, el agua ya le llegaba a la cintura. Kheim dio un par de paladas más para alejarse, maldiciendo. Estaba furioso y no había nadie con quien estarlo.

—¡Tenemos que irnos! —gritó—. ¡Nos vamos! Dile eso —le dijo a Mariposa lleno de furia—. ¡Díselo!

Ella le gritó a Ta Ma, estaba muy turbada.

Kheim se puso de pie en la barca, que se balanceó. Se señaló el cuello y la cara; luego señaló a Ta Ma. Hizo gestos imitando el dolor, los vómitos, la muerte. Señaló la aldea y sacudió la mano como si estuviera borrándola de una pizarra. Señaló a Ta Ma e hizo gestos indicando que debía irse de allí, que todos debían marcharse, que debían dispersarse. No hacia otras aldeas sino a las colinas. Se señaló a sí mismo, a la niña acurrucada en el bote. Hizo mímica como mostrando que se iría remando, que se harían a la mar. Señaló a la niña, mostrándola feliz, jugando, creciendo, con los dientes apretados todo el tiempo.

Ta Ma parecía no entender ni una sola parte de aquella farsa. Parecía confundido, dijo algo.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho: ¿qué hacemos?

Kheim agitó las manos señalando otra vez las colinas.

—¡Marchaos! —dijo casi gritando—. ¡Dile que se vayan! ¡Dispersaos!

Ella le dijo algo a su padre, tristemente. Ta Ma dijo algo.

—¿Qué ha dicho, Mariposa? ¿Puedes decírmelo?

—Ha dicho adiós.

Los hombres se miraron. Mariposa miraba hacia un lado y hacia el otro, entre ellos, asustada.

—¡Dispersaos durante dos meses! —dijo Kheim, dándose cuenta de que era inútil, pero hablando de todas formas—. Dejad a los enfermos y dispersaos. Después podréis volver a reuniros, y la enfermedad no volverá a atacar. Marchaos. Nosotros nos llevaremos a Mariposa y la mantendremos fuera de peligro. La llevaremos a un barco en el que nadie haya tenido viruela. Cuidaremos bien de ella. ¡Marchaos!

Ya no podía más.

—Dile lo que he dicho —le pidió a Mariposa.

Pero ella sólo gimoteaba y lloriqueaba en el fondo de la lancha. Kheim regresó al barco, y la flota partió saliendo por la gran desembocadura de la bahía con la bajamar, con la proa hacia el sur.

2

Mariposa lloró mucho durante los tres primeros días de navegación, luego comió vorazmente, y más tarde comenzó a hablar exclusivamente en chino. Kheim sentía una puñalada cada vez que la miraba, preguntándose si habían hecho lo correcto al llevarla con ellos. Probablemente habría muerto si la hubieran dejado, le recordaba I-Chin. Pero Kheim no estaba seguro ni siquiera de que eso fuera una justificación suficiente. Y la velocidad de la niña para adaptarse a su nueva vida sólo le hacía sentirse aún más inseguro. ¿Entonces era eso lo que eran? ¿Tan fuertes, tan desmemoriados? ¿Capaces de meterse rápidamente en cualquier situación nueva? Darse cuenta de semejante cosa le hacía sentirse extraño.

Uno de los oficiales se acercó al almirante.

—No encontramos a Peng en ninguno de los barcos. Creemos que debe de haber nadado hasta la costa para quedarse con ellos.

Mariposa también cayó enferma; I-Chin la encerró en la proa del buque insignia, en un nido bien ventilado debajo del bauprés y sobre el mascarón de proa, que era una estatua dorada de Tian-fei. Pasó muchas horas cuidando a la niña a través de las seis etapas de la enfermedad, desde las altas fiebres y el pulso flotante del Gran Yang, pasando por el Yang Menor y el Yang Luminosidad, con escalofríos y fiebre alternativamente, y luego durante el Gran Yin. Le tomaba el pulso cada hora, controlaba todos sus signos vitales, abría con lanceta algunas de las ampollas, la trataba con sus numerosas medicinas, principalmente con un componente llamado Regalo del Dios de la Viruela, que contenía cuerno de rinoceronte molido, gusanos de nieve del Tíbet, jade y perlas triturados; pero también, cuando pareció que había quedado atrapada en el Yin Menor y que la niña corría peligro de muerte, le dio pequeñísimas dosis de arsénico. El progreso de la enfermedad no le parecía a Kheim que fuera como el de la viruela habitual, sin embargo los marineros hacían los sacrificios apropiados para el dios de la viruela, quemando incienso y dinero de papel sobre un santuario del cual había una réplica en los ocho barcos de la flota.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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