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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (32 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Kheim se acercó a I-Chin y le estrechó la mano.

—Muchas gracias —le dijo formalmente ante los demás—. Nos has salvado. Hubieran sacrificado a Mariposa como si fuera un cordero, y a los demás nos hubieran matado como a moscas.

A Kheim le parecía totalmente razonable pensar que los lugareños no tardarían en recuperarse del susto de las pistolas, después de lo cual serían peligrosos debido a su gran número. Incluso ahora ya se estaban reuniendo a una distancia prudente para observarlos. Así que después de embarcar a Mariposa y a sus hombres, Kheim consultó con I-Chin y los jefes de provisiones de los barcos, para ver qué provisiones les faltaban para una travesía de regreso por el Dahai. Luego llevó a un gran grupo armado a tierra una última vez y, después de que se dispararan unos cuantos cañonazos contra la ciudad, él y sus hombres marcharon al palacio, cantando y marchando al son de tambores. Al llegar allí, atraparon a un grupo de sacerdotes y mujeres que escapaban por una puerta trasera. Kheim disparó a uno de los sacerdotes, y ordenó que sus hombres ataran al resto.

Después de eso, se puso delante de los sacerdotes e hizo gestos indicando sus demandas. La cabeza aún le latía dolorosamente, seguía flotando en el extraño regocijo de la muerte; era extraordinario qué fácil era transmitir una lista bastante elaborada de peticiones solamente con mímica. Se señaló a sí mismo y a sus hombres, luego hacia el oeste, e hizo que una de sus manos se alejara navegando en el viento de la otra. Levantó muestras de comida y las bolsas de hojas de té, indicando que quería una provisión de ellas. Hizo mímica indicando que todo aquello debía ser llevado a la playa. Se acercó al rehén principal y simuló que lo desataba y que se despedía de él con la mano. Si las mercancías no llegaban... Apuntó con la pistola a cada uno de los rehenes. Pero si llegaban, los chinos pondrían a todos en libertad y se irían.

Representó cada paso del proceso, mirando a los rehenes a los ojos y hablando muy poco, pues pensó que sería sólo una distracción. Luego hizo que sus hombres liberaran a todas las mujeres capturadas, también a algunos de los hombres que no llevaban tocado, y los envió con claras instrucciones de que consiguieran las mercancías requeridas. Por sus miradas estaba seguro de que habían entendido perfectamente bien lo que debían hacer.

Después de eso, llevaron a los rehenes hasta la playa y se dispusieron a esperar. Esa misma tarde aparecieron unos hombres que llevaban unos bultos sostenidos por unas cuerdas atadas alrededor de la frente. Depositaron los sacos en la arena y se alejaron, mientras se inclinaban sumisos ante los chinos. Carne seca, pasteles de cereales, las pequeñas hojas verdes, discos y adornos de oro (a pesar de que Kheim no los había pedido); mantas y rollos enteros de la suave tela local. Mirando todo aquello desparramado sobre la playa, Kheim se sintió como un recaudador de impuestos, duro y cruel; pero también estaba aliviado; poderoso únicamente de una manera poco convincente, puesto que la suya era una magia que no comprendía ni controlaba. Sobre todo se sintió satisfecho. Tenían lo que necesitaban para regresar a casa.

Él mismo desató a los rehenes y les indicó con gestos que volvieran con los suyos. Le dio a cada uno una bala de pistola.

—Algún día regresaremos —les dijo—. Nosotros, o gente aún peor que nosotros.

Durante un instante, pensó si aquella gente cogería la viruela, como los miwok; sus hombres habían dormido sobre las mantas del palacio.

No había manera de saberlo. Los lugareños se alejaron a tropezones, apretando las balas de pistola en la mano o dejándolas caer. Sus mujeres estaban a una distancia prudente, felices al ver que Kheim había cumplido su teatral promesa, felices al ver libres a sus hombres. Kheim ordenó embarcar los sacos y regresar a bordo. Remaron hasta los barcos y se hicieron a la mar. La isla de la gran montaña quedó atrás.

3

Después de tantas peripecias, navegar por el Gran Océano les resultó algo muy familiar, muy pacífico. Los días pasaban unos tras otros. Siguieron al sol en su marcha hacia el oeste, siempre hacia el oeste. Casi todos los días eran calurosos y soleados. Luego, durante un mes, las nubes crecían cada día y por la tarde estallaban en grises chubascos con truenos que pronto callaban. Después de los chubascos, el viento soplaba desde el sudeste, el más franco para la travesía. Los recuerdos de la gran isla comenzaron a parecer sueños o las leyendas que habían oído sobre el reino de los asuras. Si no fuera por la presencia de Mariposa, les habría costado creer que todo aquello había sucedido.

Mariposa jugaba en el buque insignia. Se balanceaba en la arboladura como un mono pequeño. Había cientos de hombres a bordo, pero la presencia de una niña pequeña lo cambiaba todo: navegaban con una bendición. Los otros barcos se mantenían cerca del buque insignia con la esperanza de poder verla o de ser bendecidos con una visita ocasional. Muchos de los marineros creían que ella era la diosa Tianfei, que viajaba con ellos para mantenerlos a salvo, y que ésa era la razón por la que el viaje de regreso estaba siendo más tranquilo de lo que había sido la navegación hacia el Levante. El clima era más afable, el aire más cálido, los peces más abundantes. Tres veces pasaron junto a pequeños atolones, deshabitados, y pudieron sacar cocos y corazones de palmera, incluso una vez agua. Pero lo más importante, sentía Kheim, era que iban con rumbo al oeste, de regreso a casa, al mundo que conocían. La sensación de esta travesía era tan diferente a la del anterior que parecía extraño que se tratara de la misma actividad. ¡Simplemente esa orientación podía marcar semejante diferencia! Era difícil navegar hacia el sol de la mañana, era difícil navegar alejándose del mundo.

Navegar, día tras día. El sol saliendo por popa, poniéndose a proa, acompañándolos. Hasta el sol les estaba ayudando —tal vez demasiado— ahora ya estaban en el séptimo mes, y hacía un calor infernal; después no hubo viento durante casi todo un mes. Le rezaban a Tianfei, ostensiblemente sin mirar a Mariposa mientras lo hacían.

Ella jugaba en los obenques, inconsciente de las miradas de reojo. Ahora hablaba chino bastante bien, y le había enseñado a I-Chin todo lo que pudo recordar de la lengua de su tierra. I-Chin había escrito cada palabra, para tener un diccionario que sería útil en futuras expediciones a la isla. Era interesante, le decía a Kheim, porque generalmente sólo elegía el ideograma o la combinación de ideogramas que sonara más como la palabra miwok al ser pronunciada y escribía la definición más precisa que podía de su significado miwok, dada la fuente de información; pero por supuesto cuando buscaba los ideogramas para los sonidos era imposible no oír su significado chino por lo que toda la lengua miwok se convertía en una nueva serie de homónimos que se debían agregar al ya gigantesco número existente en chino. Muchos de los símbolos literarios o religiosos chinos dependían de puros accidentes de homonimia para hacer su conexión metafórica, por lo que se decía que el décimo día del mes, shi, era el aniversario de la piedra, shi; o la imagen de una garza real y un loto, lu y lian, por homonimia se convertía en el mensaje: «que tu camino (lu) sea siempre ascendente (lian)»; o la imagen de un mono sobre el lomo de otro mono se podía leer de forma similar a «que seas gobernador generación tras generación». Pues para I-Chin las palabras miwok para decir «ir a casa» se parecían a wu ya, cinco patos, mientras que la palabra miwok para decir «nadar» se parecía a Peng-zu, el personaje legendario que había vivido ochocientos años. Por lo que solía cantar «cinco patos nadando a casa, sólo les llevaría ochocientos años», o «voy a saltar del extremo y convertirme en Peng-zu», y Mariposa solía reírse a carcajadas. Otras similitudes en las palabras de la navegación y el mar de las dos lenguas hacían sospechar a I-Chin que la expedición de Hsu Fu hacia el este había llegado después de todo al continente de Yingzhou y que al menos había dejado allí algunas palabras chinas; si es que los miwok no eran descendientes directos de los hombres de aquella expedición.

Algunos ya hablaban de regresar a la nueva tierra, a la que llamaban el reino de oro del sur, para someterlo y llevarse su oro al mundo real. No decían «Lo haremos», lo cual sería de mala suerte, obviamente; decían «Si alguien lo hiciera...». Otros hombres escuchaban estas conversaciones abriendo en sus mentes una enorme brecha que los alejaba de aquellas palabras, sabiendo que si Tianfei los dejaba llegar a casa, ya nada los induciría nunca a cruzar el Gran Océano.

Luego quedaron totalmente encalmados, en un sitio donde no llovía, no había una nube, no soplaba viento y el agua no se movía por la ausencia de corriente. Era como si hubiese caído sobre ellos una maldición, probablemente como consecuencia de las vagas conversaciones sobre el codiciado oro. Comenzaron a calcinarse. Alrededor de los barcos había tiburones, por lo que no podían nadar para refrescarse; debían echar una vela al mar entre dos barcos y formar una especie de piscina, de agua muy caliente, donde el agua les llegaba hasta el pecho. Kheim hizo que Mariposa se pusiera una camisa y le permitió que saltara al agua. Negarse al deseo de la niña hubiera significado enfurecer a la tripulación. Resultó ser que nadaba como una nutria. Los hombres la trataban como a la diosa que era, y a ella le causaba gracia verlos coqueteando como niños. Era un alivio poder hacer algo diferente, pero la vela no podía aguantar la humedad y los botes que pegaban sobre ella, y poco a poco se deshizo. Así que sólo lo hicieron una vez.

La calma ecuatorial comenzó a ser peligrosa. Se quedarían sin agua, luego sin comida. Probablemente alguna corriente suave siguiera empujándolos hacia el oeste, pero I-Chin no era optimista.

—Lo más probable que hayamos derivado hasta el centro de la gran corriente circular y que estemos como en el centro de un remolino.

Recomendó que se navegara hacia el sur siempre que fuera posible, para regresar tanto con el viento como con la corriente; Kheim estuvo de acuerdo, pero la calma era total y era imposible navegar. Todo se parecía mucho a lo que había sucedido en el primer mes de la expedición, sólo que ahora no estaban en el Kurosiwo. Otra vez discutieron sobre la posibilidad de arriar los botes y remolcar los barcos, pero los enormes juncos eran demasiado grandes para esta maniobra, e I-Chin consideró que era peligroso desollar las manos de sus hombres con los remos cuando ya las tenían tan secas. El único recurso eran los destiladores; dejarlos todo el día al sol y racionar el agua que quedara en los barriles. Y dar agua a Mariposa continuamente, sin importar lo que ella dijera acerca de hacer lo que hacía todo el resto. Le hubieran dado con gusto el último barril de la flota.

Ya habían llegado al punto en que I-Chin iba a proponer a sus hombres que guardaran la orina para mezclarla con la poca agua que quedaba, cuando en el sur aparecieron unas nubes negras; pronto estuvo claro que ahora el problema iba a ser que habría demasiada agua. El viento comenzó a soplar con fuerza, las nubes no tardaron en estar sobre ellos y el agua comenzó a caer a cántaros. Se desplegaron los embudos sobre los barriles, que se llenaron otra vez en pocos minutos. Luego la cuestión era salir bien parados de la tormenta. Sólo juncos tan grandes como los suyos eran lo suficientemente altos y flexibles como para sobrevivir a semejante acometida durante mucho tiempo; hasta los Ocho Grandes Barcos, expuestos al sol como lo habían estado en la calma ecuatorial, se hinchaban ahora bajo la lluvia, rompiendo muchas de las maromas y cabos que los mantenían unidos, de manera que el hecho de soportar la tormenta se convirtió en una tarea continua de tapar agujeros, goteras y filtraciones, y reparar vergas, obenques y cabos de maniobra rotos por la furia de los elementos.

Durante todo este tiempo las olas se hicieron cada vez más grandes, hasta que finalmente los barcos subían y bajaban como si estuvieran sobre enormes colinas de humo, balanceándose a un ritmo inexorable, hasta podría decirse majestuoso. En el buque insignia las olas pasaban su espuma blanca sobre la cubierta, después de lo cual su gente lograba tener una breve visión del caos que había de horizonte a horizonte, conservando tal vez a la vista dos o tres de los barcos, balanceándose todos a ritmos diferentes y siendo alejados por el viento hacia la desvaída lobreguez. En general no había nada que hacer más que agazaparse en los camarotes, todos empapados y aprensivos, incapaces de oírse unos a otros por el rugir del viento y las olas.

En el punto álgido de la tormenta entraron en el ojo del pez, esa extraña y siniestra calma en la que algunas olas desordenadas se agitaban de aquí para allá en todas las direcciones, estrellándose unas contra otras y lanzando sólidas masas de agua blanca al aire oscuro, mientras que alrededor de ellos unas nubes bajas y negras oscurecían el horizonte. Por lo tanto, se trataba de un tifón; nadie se sorprendió. Como en el símbolo del yin-yang, había puntos de calma en el centro del viento. Pronto regresaría desde la dirección opuesta.

Así que trabajaron en las reparaciones a un ritmo febril, sintiéndose como siempre uno suele sentirse, que puesto que ya habían podido soportar la mitad del camino, sería posible llegar hasta el final. Kheim miraba con atención a través de la oscuridad el barco que estaba más cerca; parecía tener serios problemas. Los hombres se agolpaban en la borda, mirando fijamente y de manera anhelante a Mariposa, algunos hasta gritándole. No había duda de que pensaban que sus problemas resultaban del hecho de no tenerla a bordo con ellos. El capitán gritó a Kheim que tal vez tendrían que desarbolar el barco en la segunda mitad de la tormenta para evitar un naufragio y que los demás tendrían que ir a buscarlos si fuera necesario, después de que todo hubiera pasado.

Pero cuando el tifón atacó otra vez, las cosas tampoco fueron bien en el buque insignia. Una gran ola arrojó a Mariposa torpemente contra una pared, y después de eso el miedo de los hombres era completamente palpable. Perdieron de vista a los otros barcos. Las inmensas olas se rompían otra vez en espuma por el viento y sus crestas daban contra el barco amenazando hundirlo. El timón se partió en dos; después de eso, aunque intentaron reemplazar el timón, de hecho estaban al garete, con los flancos golpeados por cada ola que pasaba. Mientras los hombres luchaban para controlar el timón y salvar el barco, y algunos eran arrastrados al agua o ahogados en cubierta, I-Chin se ocupaba de Mariposa. Le gritó a Kheim que se había roto un brazo y aparentemente algunas costillas. Kheim pudo ver que le costaba respirar. Regresó a la lucha por controlar el timón, y finalmente lograron echar una ancla por uno de los flancos del barco, lo que no tardó en colocar la proa en la dirección del viento. Aquello los salvó de momento, pero incluso viniendo por la proa, las olas eran terribles, y les costó todos los esfuerzos imaginables evitar que los compartimientos del barco se inundaran. Todo lo hacían sumergidos en una agonía de aprensión por Mariposa; los hombres gritaban furiosos que debería haber estado mejor cuidada, que era imperdonable que hubiera ocurrido una cosa así. Kheim sabía que era su responsabilidad.

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