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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (59 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Para simplificar un poco, desde que Ma Laichi regresó de Yemen, trayendo consigo textos de renovación religiosa, ha habido conflictos entre los musulmanes de esta parte del mundo. Hay que comprender que los musulmanes han vivido aquí durante siglos y siglos, casi desde los comienzos del islamismo, y a esta distancia de La Meca y de los otros centros de erudición islámica, se han introducido varias heterodoxias y errores. Ma Laichi quería volver a los orígenes del islamismo, pero la comunidad musulmana de aquí inició pleitos contra él en el tribunal civil Qing, acusándolo de huozhong.

Kang parecía severa, sin duda recordando los efectos de semejante engaño en el interior.
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—Finalmente el gobernador general de aquí, Paohang Guangsi, rechazó el pleito. Pero eso no acabó con el asunto. Ma Laichi procedió a convertir al islamismo a los salars; se trata de un pueblo que habita estas tierras, que habla la lengua turca y que vive en los caminos. Son los que llevan gorros blancos, esos que no parecen chinos.

—Los que se parecen a ti.

Ibrahim frunció el ceño.

—Un poco, tal vez. De cualquier manera, esto puso nerviosa a la gente, puesto que los salars son considerados gente peligrosa.

—Entiendo por qué; lo parecen.

—Esta gente que se parece a mí. Pero no importa. De todas maneras, en el islam hay muchas otras fuerzas, y a veces están en conflicto. Una nueva secta llamada Naqshabandi está intentando purificar el islamismo regresando a las costumbres antiguas y más ortodoxas; en China, el que está al frente de esta gente es Aziz Ma Mingxin, quien, como Ma Laichi, pasó muchos años en Yemen y en La Meca, estudiando con Ibrahim ibn Hasa al-Kurani, un sheiks muy importante cuyas enseñanzas se han difundido por todo el mundo islámico.

»Ahora bien: estos dos grandes sheiks vinieron de Arabia con la intención de producir reformas, después de haber estudiado con la misma gente, pero desgraciadamente hay muchas reformas diferentes. Ma Laichi creía en la oración silenciosa, la llamada dhikri, mientras que Ma Mingxin, que era más joven, estudiaba con maestros que creían que la oración también podía ser cantada en voz alta.

—A mí la diferencia me parece de poca importancia.

—Sí. —Cuando Ibrahim parecía chino quería decir que se estaba divirtiendo con su esposa.

—En el budismo se permiten las dos maneras.

—Es cierto. Pero a menudo suele pasar que estas maneras marcan divisiones más profundas. De todos modos, Ma Mingxin practica la oración jahr, que significa «dicho en voz alta». A Ma Laichi y a sus seguidores esto no les agrada, puesto que representa la llegada a esta región de una reactivación religiosa nueva e incluso más pura. Pero no pueden evitar que esto suceda. Ma Mingxin cuenta con el apoyo de los sufies de la Montaña Negra que controlan ambos lados del Pamir, así que cada día llegan aquí más y más de ellos, que vienen escapando de las guerras entre los iraníes y los otomanos, y entre los otomanos y los fulanis.

—Parece ser un problema grave.

—Sí, bueno, el islamismo no está tan bien organizado como el budismo.

Este comentario hizo reír a Kang. Ibrahim continuó:

—Pero es un problema, tienes razón. La diferencia entre Ma Laichi y Ma Mingxin podría ser fatal para cualquier esperanza de unidad hoy en día.

Los khafiyas de Ma Laichi cooperan con el emperador Qing, ya sabes, y dicen que las prácticas jahriyas son supersticiosas, e incluso inmorales.

—¿Inmorales?

—Danzas y cosas por el estilo. Movimientos rítmicos durante la oración, incluso el hecho de rezar en voz alta.

—A mí me parece algo bastante normal. Después de todo, la celebración es la celebración.

—Sí. Entonces, los jahriyas responden acusando a los khafiyas de ser un culto a la personalidad, de la figura de Ma Laichi. Y lo acusan de cobrar un tributo excesivo, dando a entender que todo el movimiento no es más que una estratagema para obtener poder y riqueza. Y también que sería una forma de colaborar con el emperador en detrimento de otros musulmanes.

—Parece ser un gran problema.

—Sí. Y aquí todo el mundo tiene armas, ¿sabes?, generalmente de fuego, porque como habrás notado en nuestro viaje, la caza todavía es una importante fuente de comida aquí. Así que cada pequeña mezquita tiene una milicia preparada para intervenir en cualquier disturbio, y los Qing han reforzado sus guarniciones para ver de resolver todo esto. Hasta ahora, los Qing han apoyado a los khafiyas, cuyo nombre traducen como «Antigua enseñanza», y a los jahriyas les llaman la «Nueva enseñanza», lo cual los descalifica por definición, por supuesto. Pero lo que es malo para la dinastía Qing es precisamente lo que atrae a los jóvenes musulmanes. Hay mucha agitación ahí fuera. Al oeste de las Montañas Negras las cosas están cambiando muy rápidamente.

—Como siempre.

—Sí, pero ahora con más rapidez.

Kang dijo lentamente:

—China es un país de cambios lentos.

—O, según el temperamento del emperador, un país en el que no se da ningún cambio. En cualquier caso, ni los khafiyas ni los jahriyas pueden desafiar el poder del emperador.

—Por supuesto.

—Como resultado de ello, pelean mucho unos contra otros. Y debido a que los ejércitos del emperador Qing controlan ahora todas las comarcas desde aquí hasta el Pamir, una región que una vez estuvo compuesta de emiratos musulmanes independientes, los jahriyas están convencidos de que el islamismo debe regresar a sus raíces para poder recuperar lo que una vez formaba parte de Dar al-Islam.

—Parece poco probable, si el emperador así lo quiere.

—Sí. Pero muchos de los que dicen estas cosas, nunca han visitado el interior, y mucho menos han vivido allí como tú y yo. Así que no conocen el poder de China. Sólo ven las pequeñas guarniciones, decenas de soldados dispersos y montones de ellos en esta tierra inmensa.

—Eso marcaría una diferencia —dijo Kang—. Bueno. Parece que me has traído a una tierra llena de qi.
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—Espero que no sea demasiado malo. Lo que se necesita, si me preguntas, es una historia y un análisis amplios que reflejen la identidad básica subyacente en las enseñanzas del islamismo y las de Confucio.

Las cejas de Kang se arquearon hacia arriba.

—¿Eso crees?

—Estoy seguro. Ésa es mi tarea. Llevo en esto veinte años.

Kang tranquilizó la expresión de su rostro.

—Tendrás que enseñarme esa labor.

—Me gustaría mucho.Y tal vez puedas ayudarme con la versión china de todo esto. Tengo intención de publicarla en chino, en persa, en turco, en árabe, en hindi y en otras lenguas, si logro encontrar traductores.

Kang asintió con la cabeza.

—Yo seré feliz ayudándote, si mi ignorancia no lo impide.

La casa se terminó de instalar, la rutina de todos se estableció muy similar a la que tenían antes. Las mismas celebraciones y fiestas eran practicadas por el pequeño grupo de chinos han exiliados en aquella remota región, quienes trabajaban en los días festivos para construir templos en los acantilados sobre el río. A estos festejos se sumaban los días santos musulmanes, acontecimientos de suma importancia para la gran mayoría de los habitantes de la ciudad.

Todos los meses llegaban más y más musulmanes desde el oeste. Musulmanes; confucianos; unos pocos budistas, éstos generalmente tibetanos o mongoles; casi ningún taoísta. Principalmente, Lanzhou era una ciudad de musulmanes y chinos han, quienes coexistían bastante precariamente, a pesar de que ya llevaban siglos y siglos de convivencia, mezclándose sólo en los infrecuentes matrimonios mixtos.

Esta doble naturaleza de la región era un problema inmediato para las disposiciones de Kang que concernían a Shih. Si iba a continuar sus estudios para los exámenes del servicio en el gobierno, era hora de que empezara a estudiar con un tutor. Él no quería. Otra alternativa era estudiar en una de las madrazas locales; para eso tendría que convertirse al islamismo. Algo impensable por supuesto para la viuda Kang. Shih e Ibrahim parecían considerar esta opción dentro del espectro de posibilidades. Shih intentaba alargar el tiempo que se le había dado para decidirse. «Apenas tengo siete años», decía.

—Toma hacia el este o hacia el oeste —decía Ibrahim.

—No puedes quedarte sin hacer nada —le decían Ibrahim y Kang.

Kang insistía para que su hijo continuara los estudios para los exámenes del servicio imperial.

—Esto es lo que su padre hubiera querido.

Ibrahim estaba de acuerdo con el plan, puesto que creía que era posible que algún día regresaran al interior, donde el hecho de aprobar los exámenes era algo crucial para las esperanzas de ascenso de cualquier persona.

Shih, sin embargo, no quería estudiar nada. Decía que tenía cierto interés por el islam, algo que Ibrahim no podía dejar de aprobar, aunque con cautela. Pero el interés infantil de Shih estaba puesto en las mezquitas jahriyas, llenas de cantos, canciones, danzas, también a veces bebidas y autoflagelación. Estas expresiones directas de fe liquidaban cualquier posible intelectualismo; no sólo eso, a menudo provocaban peleas emocionantes con los jóvenes khafiyas.

—La verdad es que le gusta cualquier cosa que le dé el menor trabajo posible —decía Kang tristemente—. Tiene que estudiar para los exámenes, no importa si se hace musulmán o no.

Ibrahim estaba de acuerdo con esto, y los dos obligaron a Shih a que siguiera con sus estudios. Éste se interesó cada vez menos por el islamismo puesto que había quedado claro que si decidía tomar ese camino, simplemente agregaría otro curso de estudios a su ya considerable cantidad de trabajo.

No debería haberle resultado muy duro dedicarse a los libros y a la erudición, puesto que con toda seguridad ésa era la actividad dominante en la casa. Kang había sacado provecho de la mudanza al oeste para reunir todos los poemas que tenía en un único baúl; ahora dejaba casi todo el trabajo de lana y bordado para las criadas, y pasaba los días leyendo aquellos fajos de papeles, releyendo las voluminosas pilas de sus poemas, y también los de los amigos, los de la familia y los de extraños que había recogido durante sus años de vida. Las mujeres ricas y respetables del sur de China habían escrito poemas compulsivamente durante los años de las dinastías Ming y Qing; ahora, revisando su pequeña muestra poética, cuyo número ascendía a casi veintiséis mil, Kang le hablaba a Ibrahim de los patrones que estaba comenzando a ver en la elección de temas: el dolor del concubinato, del encierro y la restricción física (ella era demasiado discreta para mencionar las formas reales que a veces tomaba esa restricción, e Ibrahim evitaba cuidadosamente mirarle los pies, no quitaba la mirada de los ojos de ella); el agobiante y repetitivo trabajo de los años de arroz y de sal; el dolor, el peligro y la exaltación del parto; la tremenda experiencia primaria de ser criada como la preciosa mascota de la familia, sólo para que después le obligaran a casarse y, en ese mismo instante, convertirse en algo así como una esclava en una familia de extraños. Kang hablaba con mucha emoción de la sensación permanente de ruptura y dislocación causada por aquel suceso básico en la vida de las mujeres:

—¡Es como vivir a través de una reencarnación mientras la mente de una se mantiene intacta, una muerte y un renacer en un mundo inferior, tanto un fantasma hambriento como una bestia de carga, manteniendo todos los recuerdos de la época en que ana era la reina del mundo! Y para las concubinas es peor aún, ya que ellas descienden al reino de las bestias y los pretas, al propio infierno. Y hay más concubinas que esposas.

Ibrahim solía asentir con la cabeza y la animaba para que escribiera acerca de aquellos asuntos y para que reuniera los mejores poemas que tenía e hiciera una antología como los Correctos comienzos de Yun Zhu, recientemente publicada en Nankín.

—Como ella misma dice en su introducción —señalaba Ibrahim—, «Por cada poema que he incluido, debe de haber diez mil que he omitido». ¿Y cuántos de esos diez mil poemas serían más reveladores que los de ella, más peligrosos que los de ella?

—Nueve mil novecientos —contestó Kang, a pesar de que adoraba la antología de Yun Zhu.

Así que comenzó a compilar una antología, e Ibrahim le ayudaba pidiéndole a sus colegas del interior, y a los del oeste y a los del sur, que enviaran cualquier poema de mujer que pudieran conseguir. Con el tiempo, aquello fue creciendo, como el arroz en la olla, hasta que habitaciones enteras de la nueva casa estuvieron repletas de pilas y montones de papeles, cuidadosamente marcados y separados por Kang por autor, provincia, dinastía y cosas por el estilo. Ella pasaba gran parte del tiempo en aquel trabajo, y parecía estar completamente absorta en él.

Una vez se acercó a Ibrahim con una hoja de papel.

—Escucha —le dijo, en voz baja y con expresión seria—. Es de una tal Kang Lanying, y se llama «La noche que di a luz a mi primer hijo».

En la noche anterior al parto

el fantasma del viejo monje Bai

apareció ante mí. Me dijo:

Con vuestro permiso, señora, regresaré

como hijo vuestro. En ese momento

supe que la reencarnación era algo real. Dije:

¿Qué habéis sido, qué clase de persona sois

que podéis reemplazar el alma que ya está dentro de mí?

Él dijo: Ya he sido vuestro antes.

Os he seguido a través de los siglos

e intentado haceros feliz. Dejadme entrar

y volveré a intentarlo.

Kang miró a Ibrahim, quien asentía con la cabeza.

—Quizás a ella le pasó como a nosotros —dijo él—. En esos momentos aprendemos que algo más grande está sucediendo.

Cuando descansaba de su trabajo de compilación, Kang Tongbi pasaba un buen número de tardes en las calles de Lanzhou. Aquello era algo nuevo. Llevaba a una criada y a dos de los sirvientes más grandes que tenía empleados, hombres musulmanes de densa barba que llevaban una corta espada curva en el cinturón, y ella caminaba por las calles, por la orilla del río, por la patética plaza de la ciudad y por los polvorientos mercados que la rodeaban, y por el paseo sobre la muralla de la ciudad que rodeaba la parte antigua y desde donde había una buena vista del río. Compraba varios tipos diferentes de «zapatos mariposa», como se llamaban, los cuales calzaba en sus pequeños y delicados pies y aún se extendían más allá de ellos, para aparentar que tenía pies normales, y — dependiendo del diseño y de los materiales con que estuvieran hechos— le daban un apoyo y un equilibrio adicionales. Solía comprar todos los zapatos mariposa que encontraba en el mercado y que tenían un diseño diferente de los que ya tenía. Pao no creía que ninguno de ellos le ayudara mucho a caminar; todavía era lenta, con su habitual andar de pasos cortos y desparejos. Pero ella prefería caminar a ser llevada, a pesar de que la ciudad estaba desnuda y llena de polvo y, ya fuera con demasiado calor o con demasiado frío, siempre era muy ventosa. Caminaba observando todo muy detenidamente a medida que avanzaba con sus pasitos lentos.

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