—Ya te advertí que no saben contar más que hasta los dedos de las manos; de ahí en adelante son «muchos».
—Muchos pueden ser doce o cuarenta, aunque para el caso es lo mismo porque basta con cinco para jodernos. ¿Alguna idea?
—Correr.
—No es mala.
—¿Pues a qué estamos esperando?
Iniciaron una rítmica carrera, siempre en dirección al oeste, en un desesperado intento por mantener las distancias al menos hasta que llegara la noche convencido de que si para entonces habían alcanzado las llanuras que se divisaban a lo lejos podrían continuar la marcha guiándose por las estrellas, lo cual probablemente les concedería una mayor ventaja.
Ello significaba no detenerse durante más de veinticuatro horas, pero les constaba que se trataba de una cuestión de vida o muerte.
El sol caía a plomo cuando alcanzaron la orilla de un río de unos treinta metros de ancho y escasa profundidad que fluía mansamente en dirección sur, y que aparecía flanqueado por una espesa vegetación, lo que los invitó a refrescarse, comer algo y descansar unos minutos.
La infatigable L’ardilla aprovechó no obstante para trepar a un árbol, y sus noticias no fueron en absoluto reconfortantes: sus perseguidores habían ganado terreno a ojos vista.
Al oírlo, su padre comentó que por su parte se daba por vencido; era el de más edad, se encontraba agotado a causa de la larga carrera y entendía que por su culpa se estaba retrasando la marcha del grupo.
—Si me enseñaran cómo se encienden esos «truenos» podría alejarme en otra dirección y los haría explotar cuando los guerreros estén a punto de cruzar el río, para llamar su atención —dijo—. De ese modo los atraería hacia mí haciéndoles perder tiempo.
—Como idea no es mala —admitió el gomero cuando Andújar le hubo traducido lo que el navajo proponía—. Si consiguiéramos desviarles aunque tan sólo fuera una legua en cualquier otra dirección, caería la noche antes de que nos dieran alcance.
—Pero no considero justo que se sacrifique por nosotros —le hizo notar el andaluz—. Y tampoco creo que la chica acepte dejar atrás a su padre a sabiendas de que le van a matar.
—Tal vez no sea necesario que se sacrifique —señaló Cienfuegos mientras observaba con especial detenimiento el paisaje circundante.
—¿En qué estás pensando? —quiso saber Andújar.
—En que otro haga ese trabajo…
—¿Se te ha ocurrido alguna idea?
—Cuando una partida de salvajes pretenden cortarte en pedacitos, o se te ocurren ideas o acabas troceado. —El cabrero indicó con un gesto el machete al tiempo que añadía—: Enciende una hoguera y ve cortando unas cuantas ramas gruesas, que ahora vuelvo.
Se alejó aguas arriba hasta que calculó que una de las muchas colmenas que colgaban de los árboles que bordeaban las orillas reunía las condiciones apropiadas para lo que se había propuesto, por lo que súbitamente echó a correr, se lanzó sobre ella aferrándola en el aire como si se tratara de una pelota y fue a caer al río antes de que las abejas tuvieran tiempo de comprender qué era lo que estaba ocurriendo.
Se mantuvo sumergido dejándose llevar por la corriente hasta que consideró que los insectos que ocupaban la colmena se habían ahogado, pero aun así cuando emergió de nuevo aún la mantuvo largo rato bajo el agua.
A los pocos instantes ponía el pie en la orilla, justo en el punto en que se encontraban sus compañeros de viaje, y comentaba con una leve sonrisa:
—Miel para merendar y cera para velas —guiñó un ojo con picardía—. Es un viejo truco que me enseñó mi buen amigo Papepac, un indígena de Tierra Firme; si eres lo suficientemente rápido a la hora de lanzarte al agua no recibes ni una sola picadura.
Puso a calentar la cera y con un pedazo de cuerda que hacía las veces de pabilo fabricó en pocos minutos un grueso velón, aunque bastante antiestético, de unos veinte centímetros de altura por diez de diámetro.
A continuación unió con lianas los troncos que el andaluz había cortado, y le colocó encima una rústica caseta construida a base de ramas y un pedazo de piel de ciervo.
Por último situó la vela en el centro, rellenó la caseta con hierba seca hasta media altura y depositó en el fondo cuatro de los «truenos» que había preparado días atrás con pedazos de caña.
—¿Me quieres explicar para qué coño sirve todo esto? —no pudo menos que inquirir un intrigado Silvestre Andújar, que había seguido todos sus movimientos con la misma curiosidad y desconcierto que el navajo y su hija.
—Es muy sencillo —fue la inmediata respuesta—. Cuando encendamos la vela, que estará muy bien protegida del viento por la caseta, dejaremos que la corriente arrastre la balsa río abajo. Calculo que la llama tardará un par de horas en consumir la cera lo suficiente como para llegar a la altura de la hierba seca y prenderle fuego; ese fuego se transmitirá a las mechas, y éstas harán, ¡con suerte!, que al menos un par de «truenos» exploten. El ruido y el humo provocará que los pieles rojas se desvíen en aquella dirección, con lo que ganaremos un tiempo precioso.
—¡Caray!
—Calculo que si, al menos por una vez, las cosas salieran como deberían salir, obtendríamos tres o cuatro horas de ventaja.
—¿Esto también te lo enseñó tu amigo Papepac? —quiso saber el sorprendido gaditano.
—No, querido, no. Esto es el fruto de veinte años de tener que ingeniármelas para conseguir que no me maten. Otros, mucho más fuertes o más valientes, se quedaron en el camino porque no supieron sacar provecho de lo que tenían a mano, o no fueron capaces de reaccionar con la suficiente celeridad. Sobrevivir en este Nuevo Mundo no es tarea sencilla ni que esté al alcance de los torpes; o te despabilas o acabas bajo tierra.
Le prendió fuego a la vela, aguardó hasta cerciorarse de que había prendido con fuerza, y a continuación colocó la balsa en el agua y vadeó hasta el centro de la corriente con el fin de dejarla allí.
Observó cómo se alejaba lentamente rumbo al sur, para acabar por alzar la mano y gritarle como si se tratara de un ser vivo:
—¡Recuerda que nos jugamos la vida! ¡No me falles…!
Minutos después, los cuatro habían atravesado el río, pero no lo abandonaron hasta encontrar una zona de piedra y rocas en la que podían salir del agua sin dejar sus huellas en la orilla.
Sheetta hizo especial hincapié en que procurasen no romper las ramas, que se esforzaran por pisar sobre rocas que no corrieran peligro de moverse, y que no se les ocurriera hacer ningún tipo de necesidad fisiológica.
—Lo que diferencia a un hombre perseguido de un animal perseguido, es que este último caga y mea sin tener en cuenta que al hacerlo está dejando tras sí un rastro que un buen cazador encuentra e interpreta de inmediato —dijo—. Y si han llegado hasta aquí es de suponer que esos guerreros son buenos cazadores.
Continuaron por tanto la marcha, no a la carrera, pero sí a buen ritmo, hasta que la muchacha se detuvo de improviso, prestó atención y se volvió hacia el sur.
—Han sonado los truenos… —dijo.
—Yo no he oído nada —reconoció el andaluz.
—Yo tampoco.
No obstante, aguzaron la vista en la dirección que indicaba, y al fin pudieron advertir cómo a unos cinco kilómetros de distancia se elevaba una columna de humo que nada tenía en común con las que solían encender los guerreros en la cima de las montañas.
—¿Seguro que ha sido una explosión? —preguntó el gomero.
—L’ardilla afirma que la ha oído claramente.
—En tal caso, los que nos siguen, que están mucho más cerca, también la habrán oído, correrán hacia allí y no encontrarán nada porque lo que quede de la balsa, si es que queda algo, se lo habrá llevado el río. ¡Me gustaría ver su cara!
—¡A mí, no! —replicó el de Cádiz—. Ya les he visto la cara más que suficiente.
Al atardecer comenzaron a descender hacia un pequeño valle atravesado por un riachuelo y cubierto de una espesa vegetación, que desde la altura no se diferenciaba en absoluto de los otros muchos valles semejantes que habían encontrado en su recorrido por las estribaciones de la meseta del Colorado, pero que en el momento de alcanzar el nivel del suelo los dejó mudos de asombro; los árboles que lo poblaban superaban los cien metros de altura por casi doce de diámetro y presentaban todo el aspecto de contar mil años de antigüedad.
Se trataba del bosque más meridional de secuoyas californianas del que jamás se hubiera tenido noticias, formado tan al sur gracias a las especiales características climáticas del peculiar valle, mucho más húmedo y frío que la región circundante a causa de las corrientes de aire.
Sheetta comentó que su padre le había contado que muy al norte, en las tierras dominadas por la tribu de los cheyennes, existían enormes árboles sagrados en los que moraban los dioses, pero que siempre había considerado que aquélla era una leyenda infundada, fruto de la imaginación de un padre deseoso de deslumbrar a sus hijos con fantasiosas historias de hadas y duendes.
De igual modo le había contado que en el país de los cheyennes existían enormes osos que vivían en montañas cubiertas de nieve, y que lo mismo se alimentaban de salmones que pescaban en las cascadas de los ríos, que de seres humanos que mataban de un solo zarpazo, pero resultaba evidente que nadie estaba dispuesto a aceptar que algo así pudiera ser verdad.
¡Un oso de las nieves que igual come peces que hombres! ¿A quién se le ocurre?
Pero ahora resultaba que aquellos fabulosos árboles existían realmente y que, por si fuera poco, algunos de ellos se encontraban mucho más próximos de lo que nunca hubiera podido imaginar.
Cuando el canario se cansó de mirar hacia lo alto, a riesgo de partirse el cuello, no pudo menos que comentar:
—¡En este condenado lugar todo lo han hecho a lo bestia…! Los ríos son más grandes, las praderas más extensas, los cañones más profundos, las manadas de vacas más numerosas, y ahora los árboles más altos. ¿Habías visto alguna vez algo semejante?
—Ni en sueños; el mayor pino de Andalucía no alcanza ni la cuarta parte de la altura de cualquiera de estos monstruos. Con un hacha, un cincel y un martillo sería capaz de vaciar el tronco y construirme en su interior una cabaña de tres pisos.
Cienfuegos dirigió una nueva mirada a su alrededor regodeándose en la belleza del lugar, que semejaba una inmensa catedral de columnas de madera rojiza por entre las que penetraban los verticales rayos del sol sin alcanzar nunca un suelo por el que serpenteaba un riachuelo de aguas cristalinas. Al fin comentó con gesto pesaroso:
—Es uno de los lugares más hermosos que he visto nunca, y daría cualquier cosa por detenerme a descansar aquí unos días, pero me temo que esos cabrones continúan empeñados en tocarnos las pelotas y no nos dejarán en paz. ¡Mejor nos vamos! Es preciso que alcancemos la llanura antes de que caiga la noche.
Abandonaron el lugar con la sensación de pesadumbre de quien se sabe expulsado a la fuerza del paraíso, porque en verdad era aquél un bosque encantado en el que se diría que cualquier prodigio tendría lugar en el momento más inesperado.
Y sabían que lo que les esperaba era el desierto.
Lo alcanzaron al oscurecer, a la hora bruja, cuando mil tonalidades de grises se habían apoderado del paisaje difuminando sus contornos y convirtiendo en seres fantasmagóricos los enormes cactus que en la distancia semejaban gigantes con los brazos en cruz.
La desolada llanura impresionaba más en aquellos descoloridos momentos que a pleno sol.
Y aparentaba no tener fin.
—¡Dios santo! —se vio obligado a exclamar el andaluz—. Hemos pasado por la prueba del océano, las praderas, los ríos, las montañas y el cañón más prodigioso que nadie pudiera imaginar. Nos faltaba el desierto y aquí lo tenemos.
—Y el principal problema estriba en que en esa tierra tan seca no existe forma alguna de ocultar nuestras huellas. Dejaremos un rastro que hasta un ciego podría seguir. —El gomero hizo un gesto hacia Sheetta y su hija, que discutían acaloradamente a pocos metros de distancia, e inquirió desconcertado—: ¿Qué les ocurre?
—¡No lo sé! —reconoció el otro—. Cuando hablan entre ellos no entiendo ni una palabra; su dialecto no se parece en nada a los de los sioux, los apaches o cualquiera de las tribus vecinas. Los navajos conocen otras lenguas, pero por lo visto no existe nadie que sea capaz de hablar la suya.
—¡No me extraña! —comentó el gomero—. ¡Suena a galimatías!
Concluida la discusión, que en realidad no lo era aunque pudiera parecerlo a causa de tan peculiar forma de expresarse, el cacique se volvió a Silvestre Andújar para comentar en el dialecto que éste conocía:
—Mi hija ha tenido una idea que apruebo, pero que resulta larga de explicar en todos sus detalles, sobre todo si se la tienes que traducir a tu amigo. Perderíamos mucho tiempo, y el tiempo escasea. Lo que ahora importa es que quienes nos vienen siguiendo crean que tan sólo somos tres hombres los que nos hemos adentrado en el desierto y lleguen a la conclusión de que mi hija ha tenido miedo y ha preferido esconderse en el bosque.
—¿Y si la buscan?
—No se molestarán en hacerlo; pesa muy poco, por lo que su valor en maíz no merece la pena. Les interesamos nosotros, y lo que pretendemos es que continúen siguiéndonos, convencidos de que a ella la hemos dejado atrás.
—¿Y cómo esperas conseguirlo?
—Cargándola —fue la sorprendente respuesta, al tiempo que indicaba con un gesto la inseparable garrocha del gomero y la hamaca que éste siempre llevaba consigo—. La colgaremos del palo y nos turnaremos para transportarla entre dos. —Como advirtió que Andújar hacía ademán de protestar, añadió—: Confía en nosotros; hasta ahora nos habéis ayudado, pero éste es nuestro territorio y sabemos cómo desenvolvernos en él.
Tanto el andaluz como Cienfuegos estuvieron plenamente de acuerdo en que no era momento de pedir explicaciones, de modo que se limitaron a aceptar el desconocido plan de quienes parecían convencidos de lo que hacían.
Al caer la noche se alejaron, por tanto, desierto adelante con la muchacha suspendida en el aire, y si algo resultaba evidente era que no dejaban tras sí más que las huellas de tres hombres adultos.
Las estrellas se mostraron fieles a una cita a la que acudían hacía millones de años, y tanto Ingrid como Rocío hicieron su aparición con el fin de indicarles el camino del oeste pese a que las praderas hubieran quedado atrás hacía ya mucho tiempo.