Cargada alternativamente por dos de los tres hombres, L’ardilla se balanceaba en la cómoda hamaca, por lo que al cabo de un rato dormía profundamente, lo cual hizo que su padre asintiera con una leve sonrisa de satisfacción:
—¡Es bueno que descanse! —dijo—. Mañana tendrá que hacer un gran esfuerzo.
Los españoles se limitaron a encogerse de hombros, pese a que resultaba evidente que sentían una lógica curiosidad; se encontraban demasiado cansados como para dedicarse a pedir explicaciones en unos momentos en que marchaban por el desierto, a paso ligero y llevando cargada a una criatura que a cada metro parecía ir ganando peso.
Pasada la medianoche, el navajo, que de vez en cuando se detenía para mirar hacia atrás, lanzó lo que debía de ser un malsonante reniego en su incomprensible dialecto, al tiempo que señalaba un grupo de luces que se movían en la distancia.
—Nos siguen-dijo.
—¿En la oscuridad? —se asombró el andaluz.
El indígena asintió.
—En el desierto resulta bastante sencillo distinguir una huella con la ayuda de antorchas —señaló—. Algunos rastreadores incluso lo consideran la mejor manera de perseguir cerdos salvajes, pumas o venados porque cuando los sorprende la luz se quedan muy quietos y se les puede cazar con mayor facilidad.
—¡Joder! —masculló el gomero cuando Andújar le hubo traducido las palabras del piel roja—. ¡Qué tipos tan pesados! ¡Si salgo de esta no vuelvo a probar un grano de maíz en mi vida!
Aceleraron la marcha aun a riesgo de darse de bruces contra un cactus hasta que al fin la estrella a la que apodaban la Postrera alcanzó poco más de una cuarta en el horizonte, con lo que comenzó a anunciarse a sus espaldas un nuevo día. Al despuntar éste, Sheetta oteó el horizonte y señaló un extenso promontorio de rocas de escasa altura que se divisaba delante de ellos, ligeramente a la derecha.
—¡Hacia allí! —gritó, seguro de sí mismo.
En cuanto lo hubieron alcanzado despertó a la muchacha, que lo primero que hizo fue sonreír a su «futuro esposo» como si acabara de disfrutar de una plácida noche en un lecho de pétalos de rosa.
—¡Buenos días! —saludó en un perfecto castellano.
A continuación saltó a tierra, esforzándose por pisar siempre sobre las rocas, escuchó con atención las últimas recomendaciones de su padre y, tras sonreír alegremente una vez más, echó a correr con su agilidad de siempre, de tal forma que a los pocos instantes había desaparecido tras el promontorio, rumbo al noroeste.
—¿Adónde diablos va? —se alarmó un desconcertado Cienfuegos.
—¡Ni la más remota idea! —replicó el andaluz—. Y no creo que sea hora de pedir explicaciones; es hora de correr.
Libres de la carga que significaba la muchacha aceleraron el paso, pero era evidente que se encontraban agotados; la huida estaba resultando excesivamente larga y una hora después, cuando el sol comenzó a recalentar la llanura haciéndolos sudar a mares, el gaditano se detuvo de improviso mientras comentaba jadeante:
—¡Es inútil! ¡Acabarán cogiéndonos!
—¡Un esfuerzo más!
—¿Para qué? —protestó—. ¡Míralos! Cada vez están más cerca. Es sólo cuestión de tiempo.
—¡Ya falta poco!
Silvestre Andújar se volvió al navajo, que era quien había hecho semejante aseveración, para inquirir desconcertado:
—¿Poco para llegar adónde? ¡No se distingue más que desierto por todas partes! Ni tiene fin, ni existe un maldito lugar en que ocultarse.
—Confía en mí… —insistió el otro.
Continuaron durante media hora larga, ya casi a trompicones, hasta que de improviso Sheetta se detuvo para señalar con gesto de triunfo un punto a sus espaldas, a poco más de una legua hacia el noroeste.
—¡Allí! —exclamó alborozado—. ¡Allí!
Los dos españoles se volvieron en la dirección que indicaba, y al instante pudieron advertir cómo dos columnas de humo muy negro ascendían en paralelo. A diferencia de las que habían visto durante los últimos días, no se interrumpían, sino que se limitaban a subir rectamente hacia el cielo, cada vez más oscuras y siempre muy cerca la una de la otra.
—¿Lo ves?
—Lo veo… —repuso confuso el de Cádiz, que no parecía entender la razón del entusiasmo que manifestaba el piel roja—. Vuelven a ser columnas de humo. ¿Qué diablos significan ahora?
—¡Comanches!
—¿Comanches? —repitió, sorprendido—. ¿Los crueles sin sombra de los que siempre hablas con tanto miedo? ¿Los guerreros más sanguinarios de estas tierras?
—Comanches sin sombra —admitió el otro sin perder la calma—. Dos columnas de humo cada vez más negro y que nunca se interrumpen indican a todas las tribus de los alrededores que se aproxima una partida de saqueadores.
—¿Y eso te alegra? Por lo que has contado son mucho peores que los que nos han tenido esclavizados.
—¡Mucho peores, en efecto, pero en esta ocasión acuden en nuestra ayuda! —Alargó el brazo señalando directamente al este—. Como puedes ver, los que nos perseguían también han visto el humo y ya han empezado a correr en dirección contraria intentando proteger a sus mujeres y a sus hijos.
Cienfuegos, que permanecía a la expectativa, aguardó a que Andújar lo pusiera al corriente de lo que el nativo decía, y al comprobar que, efectivamente, sus enemigos se alejaban regresando por donde habían venido, inquirió:
—Pregúntale si cree que esos jodidos sin sombra nos van a respetar por el simple hecho de ser enemigos de sus enemigos.
—¡Por supuesto! —fue la firme respuesta.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque el único comanche sin sombra que se puede encontrar en estos momentos en tres días a la redonda, es mi hija.
—¿Qué pretendes decir?
—Que esas hogueras las ha encendido ella.
—¡Hijo de la gran puta! —no pudo menos que exclamar abrazándolo el entusiasmado andaluz, que se apresuró a traducirle al gomero lo que el otro decía—. ¡Todo ha sido un truco! ¡Un fabuloso engaño! ¿De modo que para eso la hemos cargado toda la noche?
—¡Exactamente! —asintió el indígena—. Quienes nos perseguían andaban tras las huellas de tres fugitivos, y siempre nos han tenido a la vista a los tres, por lo que no han podido sospechar que ha sido un cuarto, al que creían escondido en el valle, el que ha prendido fuego a esas hogueras. Ahora huyen convencidos de que sus peores enemigos les vienen pisando los talones.
—¿Y cuando se den cuenta del engaño ya estaremos lejos? ¡Astuto! Muy astuto —admitió Silvestre Andújar, que se dirigió ahora a Cienfuegos—. Me da la impresión de que vas a tener una nueva esposa digna de ti.
—¡Déjate de bobadas! Ya sabes lo que pienso con respecto a eso, aunque sinceramente reconozco que ha demostrado que merece su nombre; tal como aseguraba Ojeda de la princesa Anacaona: «Es más lista que una ardilla».
—Confiemos en que no te salga tan cachonda como ella.
Dos horas después, la chicuela hizo su aparición en la distancia, llegando desde el norte; venía correteando y saltando como si en lugar de encontrarse en el corazón de un tórrido desierto, estuviera paseando despreocupadamente por un hermoso jardín en el que acababa de cometer una divertida travesura.
Al verla llegar, sonriente y oliendo a humo, el gaditano comentó divertido:
—¡Tú podrás decir lo que quieras, pero me juego la cabeza a que ésta, o te lleva al huerto o acaba contigo! Es una auténtica navaja… Pero una navaja de afeitar.
L’ardilla era capaz de extraer agua del tronco de unos enormes cactus de ocho metros de altura a los que llamaba «saguaros», al igual que era capaz de cazar y cocinar iguanas, serpientes, tortugas, tórtolas y una especie de diminutas codornices de cresta negra a las que buscaba de noche en sus nidos con el fin de retorcerles el pescuezo sin darles tiempo a reaccionar.
Fue ella quien se ocupó de levantar con ramas y hojarasca una rústica choza en la que los hombres descansaran a la sombra, porque lo cierto era que los tres, y especialmente su padre, parecían haber llegado al límite de sus fuerzas. Por su parte, ella continuaba moviéndose con una asombrosa hiperactividad que tenía la virtud de poner nerviosos incluso a quienes se limitaban a seguirla con la mirada.
—¿Es que no puede quedarse un minuto quieta? —inquiría a menudo un desconcertado Cienfuegos—. No para de ir de un lado a otro como si le hubieran metido una guindilla en el culo… ¡Me agota!
—¡Pues imagínatela en la cama…!
—¡No digas sandeces!
—¿Sandeces? No te arriendo las ganancias.
Esa misma tarde tuvo lugar una curiosa anécdota. En un determinado momento en que el andaluz se había alejado un centenar de metros, Cienfuegos quiso llamar su atención por medio de un sonoro silbido, lo que provocó que tanto Sheetta como su hija lanzaran un alarido de terror y se taparan los oídos como si tan agudo sonido les resultara del todo insoportable.
Cuando Andújar inquirió la razón de tan sorprendente comportamiento replicaron que jamás habían escuchado a un ser humano emitir un ruido tan estridente y desagradable que «más parecían chirridos propios del diablo que de un hombre».
—Lo cierto es que en todos estos años nunca he oído silbar a un piel roja —dijo el gaditano—. Imitan el canto de muchos animales y algunas aves, pero muy quedamente, sin nuestra capacidad de lanzar un silbido que se escuche a lo lejos.
—Pues en la Gomera andaríamos jodidos si no supiéramos silbar; es la única forma que tenemos de comunicarnos de una montaña a otra.
—¿Y es cierto eso de que sois capaces de entenderos como si estuvierais hablando?
—¡Lógico! Te puedes desgañitar gritando sin que las palabras resulten inteligibles ni a la cuarta parte de distancia de lo que llega con absoluta claridad un buen silbido, porque un sonido agudo se propaga muchísimo mejor que uno grave.
A partir de ese día el canario se aplicó a la tarea de enseñar a sus compañeros de viaje los rudimentos de la técnica del «silbo gomero», convencido como estaba de que el hecho de conseguir transmitir desde muy lejos conceptos tan simples como «ven», «corre», «huye», «sube», «baja», «peligro», «escóndete» o «agua», podrían resultarles de gran utilidad en algún momento.
—Ingrid me explicó en cierta ocasión que los humanos empezaron a ser superior es a los animales a partir del día en que fueron capaces de comunicarse —dijo—. Y silbar cambiando las tonalidades no es más que otra forma de comunicarse.
Mientras ensayaban, entre risas y bromas vista la escasa habilidad de Sheetta para introducirse los dedos en la boca y soplar con intención de conseguir emitir algún sonido, continuaban recuperando fuerzas, siempre atendidos y alimentados por la hacendosa e incansable criatura de los grandes ojos negros y las largas trenzas, hasta que en la mañana del tercer día vino corriendo hacia ellos pero sin que en esta ocasión brillara su eterna sonrisa en los labios.
—¡Comanches! —gritaba señalando un punto en el horizonte—. ¡Comanches sin sombra!
Los tres hombres se pusieron en pie de un salto, aguzaron la vista en dirección al lugar que indicaba, y no tardaron en descubrir que, en efecto, dos rectas columnas de humo negro se elevaban al cielo.
—¿Qué significa eso? —quiso saber Silvestre Andújar, aturdido.
—Que vienen los comanches —repitió Sheetta con el rostro sombrío.
—¿Pero los comanches de verdad o los comanches que os inventasteis vosotros?
El navajo tardó en responder, evidentemente preocupado, hasta que al cabo de un rato replicó con un leve encogimiento de hombros:
—A mi modo de ver existen tres posibilidades: la primera, que alguien viera nuestra señal y decidiera transmitirla a su vez, lo cual no parece demasiado lógico cuatro días más tarde. La segunda, que por una maldita coincidencia vengan los comanches, tal como suelen hacer de vez en cuando. Y la tercera, y a mi modo de ver la más probable, que alguna partida de guerreros que anduviera vagabundeando por los alrededores viera nuestras señales, las creyera, y decidiera acudir a colaborar con los suyos participando en el reparto del botín.
Cuando Cienfuegos tuvo puntual conocimiento de lo que opinaba el navajo se limitó a comentar sin inmutarse:
—¿O sea que tenemos dos posibilidades sobre tres de que quienes nos traten de joder ahora sean otros pieles rojas aún más brutos que los anteriores? —Lanzó un sonoro reniego y añadió—: ¡Bien! Parece ser que a eso se limita nuestro destino, y lo que me gustaría saber es si nos encontramos lo suficientemente seguros aquí, o existe alguna posibilidad de que den con nosotros.
Cuando el andaluz tradujo la pregunta, Sheetta indicó con un gesto de la barbilla las claras huellas que se dibujaban sobre la arena al tiempo que señalaba:
—No ha soplado el viento, y por lo tanto no se ha borrado nuestro rastro. En cuanto los sin sombra lo descubran vendrán por nosotros, porque conocen el desierto mejor que nadie y saben que les resulta mucho más sencillo capturarnos aquí, que entre las montañas o los bosques.
—En ese caso, ¿qué es lo que aconsejas? —quiso saber el gaditano.
—¿Y qué voy a aconsejar? —inquirió el otro, sorprendido—. Lo de siempre: salir corriendo más aprisa que nunca.
—¿Y adónde iremos a parar?
—¡Cualquiera sabe!
Los comanches sin sombra tenían justa fama de crueles, despiadados y sanguinarios, y de igual modo tenían justa fama de ser excelentes rastreadores y veloces e incansables corredores.
Constituían una rama escindida de la tribu comanche, escindida a su vez de los poderosos shoshoni originarios del actual estado de Wyoming, y por lo general su forma de vida se limitaba a vagar desde las estribaciones de las nevadas Montañas Rocosas al norte, hasta el corazón de los desiertos del sur, sin instalar campamentos estables más que durante muy cortas temporadas, dado que el punto fuerte de su economía se basaba principalmente en el robo y la caza.
También solían traficar con esclavos, por lo que habían implantado sobre sus extensos territorios de nefasta influencia una especie de imperio del terror contra el que resultaba prácticamente imposible intentar rebelarse.
Durante las diversas ocasiones en que algunas de las tribus que sufrían periódicamente sus desmanes decidieron unirse en un desesperado intento por castigar tanta osadía, se habían encontrado con la desagradable sorpresa de que no conseguían dar con ellos por mucho que buscaran.
Según una vieja leyenda apache, los sin sombra habían establecido un pacto con el demonio —al que al parecer rendían culto— y de ese modo lograban que en los momentos de apuro los convirtiera en invisibles durante un corto período de tiempo.