Tierra de bisontes (27 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Tierra de bisontes
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Pero así estaban las cosas.

El fuego corrió por la mecha, alcanzó la cazoleta del vetusto arcabuz del capitán Barroso, dudó una décima de segundo, y explotó con tal estruendo que por unos instantes ni quien había disparado, ni ninguno de los participantes en la confusa algarada que vino a continuación tuvo oportunidad de saber qué era lo que había ocurrido con exactitud.

Tampoco era el momento ni el lugar de detenerse a averiguarlo, puesto que los «truenos» volaban por los aires y se escucharon gritos de dolor, asombro y terror cuando tanto Cienfuegos como Andújar y el navajo se precipitaron sobre sus enemigos, dos de los cuales yacían en el suelo mientras que los otros dos habían dejado caer sus antorchas y dudaban entre echar mano a las armas o salir corriendo.

Al ver llegar a quienes se abalanzaban sobre ellos aullando como posesos, sus reacciones fueron muy diferentes; uno se inclinó en busca de la lanza que se había escapado de las manos de su compañero muerto, y el otro optó por perderse en la noche todo lo aprisa que le permitían las piernas.

Al primero, el gomero le clavó en la boca del estómago el arpón en que había convertido su garrocha, mientras Andújar le cercenaba un brazo de un solo machetazo.

El segundo desapareció en las tinieblas como si se lo hubiera tragado la tierra.

Poco después, y a la luz de las antorchas, se pudo comprobar que de los tres enemigos abatidos, dos aún sobrevivían, pero se desangraban con notable rapidez.

La flecha de la ballesta había atravesado directamente el corazón a uno de ellos, la bala de oro le había roto la espina dorsal a otro y del brazo cercenado del tercero brotaba a borbotones un incontenible manantial de sangre.

Los heridos clavaron sus negros ojos cargados de odio en quienes les habían tendido tan traicionera emboscada, pero no emitieron ni tan siquiera un lamento.

Los españoles se fundieron en un abrazo con el navajo, y fue en ese momento cuando Cienfuegos preguntó volviéndose a mirar a su alrededor:

—¿Dónde está L’ardilla?

Transcurrió casi una hora que se les antojó una eternidad hasta que la muchacha hizo su aparición surgiendo de las tinieblas como si se tratara de un fantasma.

A la luz de las antorchas advirtieron que llegaba cojeando, maltrecha y cubierta de moratones y salvajes mordiscos de los que manaban largos hilos de sangre.

—Pero ¿qué te ha ocurrido? —quiso saber su horrorizado padre.

—No tenía armas, pero se defendió como una fiera —fue la seca respuesta.

—¿Perseguiste al que huía? —se asombró Silvestre Andújar—. ¿Te enfrentaste tú sola a un guerrero comanche?

—No podía permitir que contara quiénes somos. —Y mostró el ensangrentado cuchillo del gomero que aún empuñaba con fuerza—. Ahora está muerto.

—¡Dios bendito! ¡Estás loca!

Cienfuegos, que no necesitaba hablar ningún dialecto indígena para entender claramente lo que había ocurrido, hizo un gesto hacia las luces que se aproximaban llegando desde el norte.

—No es momento de explicaciones ni de enfrentarnos a esos malnacidos —dijo—. Más vale que nos larguemos cuanto antes dejando aquí las antorchas para llamar su atención y que se lo piensen bien al ver lo que les ha ocurrido a los suyos.

Reemprendieron la huida, siempre hacia el oeste, siguiendo el camino de las estrellas, pero pronto advirtieron que, por primera vez desde que la conocían, L’ardilla era incapaz de mantener el ritmo de tan agotadora marcha.

Resultaba evidente que, tras recibir la primera puñalada en la espalda de una veloz muchachita que le había saltado encima de improviso, el desesperado comanche había vendido cara su vida, luchando con las únicas armas que tenía, las manos y los dientes, hasta que media docena de furiosas cuchilladas lo dejaron tendido en mitad del desierto.

Ahora la muchacha acusaba las consecuencias del brutal castigo que había recibido antes de conseguir su objetivo, por lo que apenas acertaba a dar un paso pese a su reconocida y casi increíble fuerza de voluntad.

Al fin, los tres hombres decidieron que lo mejor que podían hacer era regresar al manido sistema de turnarse cargándola entre dos colgada de la hamaca, lo que lógicamente los obligó a hacer más lento su avance hasta que la estrella Postrera hizo su aparición en el horizonte y el cielo comenzó a teñirse de rojo a sus espaldas.

Con la primera claridad comprobaron que L’ardilla sangraba hasta el punto de haber perdido el conocimiento, por lo que rasgaron jirones de la vieja vela de la barca que el gomero utilizaba como túnica y vendaron las heridas del mejor modo posible, pese a que trozos de carne habían sido arrancados de cuajo en algunos puntos.

—Es como si se hubiera peleado con un perro rabioso —comentó abatido el andaluz.

—Cuando nos defendemos de la muerte es normal comportarse como un perro rabioso —sentenció el canario—. Ahora lo que tenemos que hacer es intentar contener la hemorragia y procurar que no se mueva demasiado, o se nos quedará por el camino.

Continuaron la marcha hasta que mediada la mañana, Sheetta, que se volvía insistentemente a mirar hacia atrás, indicó con un gesto varios puntos lejanos en los que algo brillaba de forma extraña e intermitente.

—¡Comanches! —dijo—. Señales comanches.

—¿Qué significan? —quiso saber el gaditano.

—No lo sé —admitió el otro con naturalidad—. Es un lenguaje que tan sólo ellos entienden.

—¿Y cómo lo hacen?

—Con hojas de cactus.

—¿Hojas de cactus? —repitió el desconcertado Andújar—. Nunca he visto brillar una hoja de cactus.

—¡No! —dijo el otro—. Normalmente no brillan, pero los sin sombra les quitan las espinas y les van insertando en la piel granos de sal hasta que la cubren por completo. Luego las ponen de cara al sol, se comunican por medio de sus reflejos y nadie es capaz de descifrar lo que se están diciendo.

—¿O sea que a través de esas señales no podemos saber si se dan por vencidos o continuarán persiguiéndonos?

—Por las señales, no —repuso el navajo—. Pero estoy convencido de que nos perseguirán. Son una raza altiva y rencorosa que no aceptará la vergüenza y el descrédito que significará para ellos el hecho de que hayamos acabado con cuatro de sus guerreros sin sufrir ni tan siquiera una baja.

—Era de suponer.

—Buscarán venganza, pero no será hoy porque están obligados a rendir homenaje a sus muertos y colocarlos sobre unas parihuelas, para que los chacales y los coyotes no los devoren. Me temo que a partir de mañana nos perseguirán hasta el fin del mundo.

—O mucho me equivoco, o el fin del mundo debe de estar muy cerca —masculló el de Cádiz, que se volvió hacia el canario con el fin de traducirle lo que el piel roja le había dicho y comentar—: Por lo visto, disponemos de un día de ventaja antes de que empiecen a intentar jodernos de nuevo. ¿Qué hacemos?

—¿Y qué podemos hacer? —fue la respuesta—. No estoy dispuesto a que una partida de salvajes me pongan el culo en cuarentena, o sea que pienso seguir adelante hasta que no pueda dar un solo paso. Para meterme una bala en la cabeza siempre hay tiempo. —Cienfuegos sonrió ampliamente a la par que le guiñaba un ojo al concluir—: ¿Sabes de alguien que se haya suicidado con una bala de oro?

—No, no lo sé —replicó su interlocutor indicando con un ademán de cabeza el arcabuz que colgaba de su hombro—. Pero lo que está claro es que no tendrás oportunidad de hacerlo porque no nos queda ni un grano de pólvora decente. Lo mejor que podríamos hacer es tirar este trasto de una puta vez; pesa como un muerto.

—¡Ni se te ocurra…! —lo contradijo el canario—. Es evidente que casi siempre contaremos con medios para fabricar pólvora, pero no con medios para fabricar un arcabuz. Y ahora más vale que procuremos ponernos a la sombra, porque este maldito sol me está derritiendo las ideas.

Alzaron un mísero chamizo a base de ramas, pieles y hojas de cactus, ya que ciertamente el violento sol y el tórrido calor del mediodía amenazaban con acabar con ellos pues estaban a punto de alcanzar una profunda depresión que se encontraba muy por debajo del nivel del mar, por lo que tenía la «virtud» de succionar el aire y crear un efecto de caldera en cuyo interior llegaban a producirse temperaturas de casi sesenta grados centígrados.

Aquélla era sin lugar a dudas la región más caliente y seca del hemisferio occidental; y lo que contribuía a hacerla más inhóspita y peligrosa que cualquier otra era el sorprendente hecho de que el exceso de óxido de hierro y manganeso había propiciado que, a lo largo de más de veinte millones de años, el viento, el sol y la humedad del rocío hubieran recubierto la arena y las rocas de una especie de barniz que se introducía en las fosas nasales e impedía respirar.

Siglos más tarde, los primeros exploradores europeos bautizarían tan desolada región, en la que jamás había llovido debido a que el agua se evaporaba antes de llegar al suelo, con el más que justificado nombre de Valle de la Muerte.

Al caer la tarde, Cienfuegos abrió los ojos y de inmediato lo alarmó descubrir que la muchacha aún sangraba, pero no por las incontables heridas que le había producido el guerrero comanche, sino que en esta ocasión la sangre le manaba en abundancia de la entrepierna.

—¡Bendito sea Dios! —musitó para sus adentros—. ¡Lo que nos faltaba! ¡Mal momento has escogido para convertirte en mujer!

Abandonó el refugio, trepó a un pequeño macizo de rocas desde el que dominaba el horizonte, y tras un largo rato de detenida observación lo tranquilizó comprobar que no se distinguía presencia alguna de los sin sombra.

Al parecer el navajo tenía razón y disponían de todo un día de ventaja antes de que sus rencorosos e insistentes perseguidores reiniciaran su acoso.

Sin embargo, al trepar hasta la cima y otear el terreno por el que debían continuar su avance, el corazón le dio un vuelco y no pudo evitar lanzar lo que bien podía ser un lamento o tal vez un sonoro reniego. La ancha y profunda depresión que se abría bajo él, y en la que el sol declinante se reflejaba como en un gigantesco espejo amenazando con abrasarle los ojos, constituía, sin lugar a dudas, el lugar más desolado y terrorífico que había visto nunca.

—¡La madre que lo parió! —exclamó asombrado—. ¿Qué coño es eso?

Permaneció varios minutos con la boca abierta, incapaz de aceptar la realidad de tan sorprendente espectáculo, se dejó caer sobre una roca llevándose las manos a la cabeza, y no reaccionó hasta que advirtió que Silvestre Andújar llegaba a su altura, observaba de igual modo la inquietante llanura y acababa por musitar entre dientes:

—¡Que Dios nos ayude! ¡Ése debe de ser el fin del mundo!

—Eso parece —dijo el gomero en tono de profundo abatimiento.

—A esto debía de referirse Sheetta cuando hablaba de una tierra muerta —masculló el abatido andaluz—. Está muerta y enterrada. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Por qué no dejas de preguntar siempre lo mismo? —quiso saber Cienfuegos, mostrando por primera vez cierta impaciencia—. No tengo ni la menor idea de lo que podemos encontrarnos ahí dentro.

—Deberíamos bajar a verlo de cerca antes de que oscurezca —aventuró el andaluz.

—No es mala idea.

A unos cien metros de donde se iniciaba la abrupta depresión, la temperatura ascendía de forma paulatina, de tal modo que el hecho de poner el pie en la arena del fondo era como colocarlo sobre una plancha de cocina o atravesar la puerta de un horno en el que incluso faltaba el aire, que al ser aspirado irritaba la garganta y las fosas nasales.

—Supongo que esto debe de ser lo más parecido al infierno que se pueda imaginar —musitó roncamente el gaditano—. ¿Tenías idea de que pudiera existir algo semejante?

—Ni remotamente —repuso su amigo—. Siempre creí que donde más calor hacía en este mundo era en el lago Maracaibo, en Tierra Firme, pero comparado con esto se me antoja una nevera. ¡Y eso que está atardeciendo…!

—¿Crees que hemos llegado al final del camino?

—Lo bueno que tiene el final del camino es que cuando lleguemos a él estaremos muertos y ya nada nos importará una mierda —le hizo notar el canario—. Pero, hasta que eso ocurra, no nos queda más remedio que intentar encontrar una salida. —Hizo un gesto hacia el frente e inquirió con marcada intención—: ¿Cuánto tiempo calculas que tardaríamos en atravesar el valle?

—¿Acaso se te está pasando por la cabeza la idea de meternos ahí dentro? —se horrorizó el de Cádiz—. Al mediodía, nos hervirá la sangre.

—Mientras hierva quiere decir que la tenemos, mientras que si nos agarran los comanches no nos dejarán ni una gota —señaló hacia ambos lados y añadió—: Si intentáramos bordear esa caldera tanto por el norte como por el sur nos alcanzarían muy pronto, porque al tener que cargar con L’ardilla por un terreno tan accidentado esos salvajes serán mucho más rápidos que nosotros. —Indicó con la mano la enorme extensión de arena, que comenzaba a sumirse en la penumbra, para concluir—: Ésa es nuestra única vía de escape y tú lo sabes.

—Puede que lo sepa, pero me niego a aceptarlo.

Cienfuegos apenas durmió esa noche, obsesionado como estaba por encontrar la forma de adentrarse en tan desolada región con alguna remota posibilidad de sobrevivir en el intento, e incluso sopesó seriamente la opción de rendirse a los sin sombra, que por muy crueles que pudieran resultar siempre lo serían menos que un horrendo fin a causa de la sed, que por lo que había oído decir era la forma de morir más espantosa que existía.

El agua de los cactus y el rocío que se depositaba sobre las hojas de algunos arbustos, así como la sangre de lagartos, iguanas y serpientes, les habían bastado para aplacar esa sed hasta el momento, pero se advertía al primer golpe de vista que en el fondo de la depresión no existían cactus capaces de proporcionar agua, arbustos sobre los que se depositara el rocío, ni mucho menos iguanas o serpientes.

El gomero se había percatado desde el primer momento de que la arena, gruesa y espesa, permanecía pegada al suelo como si una suave laca semitransparente, irritante y casi pegajosa le impidiera elevarse o moverse por culpa de una racha de viento o una simple pisada. A diferencia del que habían atravesado durante aquellos últimos días y de los que había conocido años atrás en Tierra Firme, aquél era un desierto como apelmazado, en el que el viento no parecía reinar, sino comportarse más bien como un cautivo de las montañas circundantes al que tan sólo se le permitía sentirse libre durante algunos amaneceres.

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