Authors: Nicholas Evans
Pero lo hizo.
Había soñado con ella hacía dos noches. En el sueño, Luke estaba tendido sobre las rocas y tenía a sus pies el prado donde en primavera habían hecho su cubil los lobos. El lugar parecía cambiado, pero los lobos eran los mismos, adultos y cachorros al completo, sentados en corro como en aquella ilustración del viejo ejemplar de
El libro de la selva
que tanto le había gustado de pequeño. Helen estaba sentada con ellos, como si formara parte del grupo. Levantaba la cabeza, llamaba a Luke por su nombre y le preguntaba por qué los espiaba. Lo hacía por pura curiosidad, no porque estuviera enfadada. Entonces Luke se levantaba y trataba de decir que no quería hacerles daño, que él también deseaba formar parte del grupo; pero se le trababa la lengua. No lograba pronunciar las palabras. La mujer y los lobos se limitaban a mirarlo fijamente. El sueño acababa así.
Oyó a sus espaldas el lúgubre reclamo de un buho. Dio media vuelta y tuvo que esperar a que se le acostumbrara la vista, que llevaba un buen rato fija en las ventanas iluminadas de la cabaña. El buho estaba a pocos metros, sentado en las ramas inferiores de un abeto y mirándolo con ojos grandes y dorados, tan próximo que aun a oscuras se le veían las rayas del pecho. A Luke le pareció gracioso: el observador observado.
Volvió a mirar el lago. En la cabaña seguían sin apreciarse señales de vida. Se daba el hecho insólito de que Helen hubiera corrido las cortinas y cerrado la puerta; pero tenía las luces encendidas, y Luke estaba seguro de su presencia, por haber visto la camioneta aparcada y haber oído ladrar al perro. Debía de estar leyendo. Para Luke, no verla siempre era una decepción; pero le bastó saber que estaba en casa. Vía libre, pues, para emprender su tarea nocturna.
Se internó en el bosque sin hacer ruido. El buho lo vio pasar, pero no se movió.
Mientras caminaba entre los árboles, trazando una curva en dirección al arroyo, Luke volvió a pensar en el encuentro de la feria. Se había esperado ver a Helen igual de taciturna que cuando estaba sola, y el hecho de encontrarla tan distinta le había quitado de encima el temor de ser el causante de su tristeza, por lo que estaba haciendo con sus trampas.
¿Por qué iba a saberlo? ¡Nunca lo he visto!
¡Había que ser idiota para decir eso! Luke no se cansaba de recriminárselo. El hecho de que Helen fuera simpática no hacía más que empeorar las cosas, al igual que con Cherry o cualquier otra chica a la que quisiera causar buena impresión. Siempre acababa quedando como un bobo. Por supuesto que Helen Ross no era exactamente una «chica», pero aparte de eso a él le había pasado lo mismo de siempre: se había puesto tan nervioso que había acabado por tartamudear, no decir lo que quería y quedar justamente como el cretino por quien lo tomaban fantasmones como Jerry Kruger.
No había nada que hacer. Luke solía desesperar de que alguna chica descubriera su lado bueno. Claro que quizá no tuviera ningún lado bueno. Quizá su destino fuera convertirse en un hombre triste y solo, un anciano condenado a hablar con los pájaros como si estuviera loco.
Le había sorprendido lo guapa que era Helen de cerca, con su sonrisa y su manera de mirar a los ojos. Los suyos eran marrones. ¡Qué bien le quedaban sus shorts de color caqui, y aquella camiseta que dejaba al descubierto unos brazos dorados por el sol!
Miró hacia abajo y vio a
Ojo de Luna
entre los árboles, paciendo en el lugar donde lo había dejado, junto a la parte menos profunda del arroyo, que caía en cascada desde el extremo sur dellago por las angosturas de un conducto rocoso. El rugido de la corriente ahogaba todo sonido que pudiera emitir el caballo. Aun así,
Ojo de Luna
oyó a su dueño y levantó la cabeza. Luke apoyó la cara en la media luna blanca del rostro del caballo, en la que se había inspirado para bautizarlo, y acto seguido se pasó un minuto entero acariciando el cuello del animal entre murmullos cariñosos. Después montó en la silla, cuya pesada carga incluía todo lo necesario para la tarea de aquella noche, y azuzó a
Ojo de Luna
en dirección al arroyo.
La bravía corriente se deshacía en espuma contra los corvejones del caballo, cuyos cascos, sin embargo, hallaron apoyaderos firmes en las rocas resbaladizas, de modo tal que jinete y montura no tardaron en alcanzar la orilla opuesta y meterse por el bosque en dirección a la primera línea de trampas.
De hecho Luke no pensaba que Helen se propusiera perjudicar a los lobos. Ahora bien, ponerles collares era arrebatarles la libertad. Podían ser localizados y eliminados en cualquier momento por quien tuviera interés en ello. Era extraño que los biólogos no lo entendieran así; aunque a fin de cuentas quizá fueran como todos, gente que, incapaz de aceptar la idea de otros seres realmente salvajes, se afanaba por domesticarlos y encadenarlos.
Al principio Luke se había tomado lo de las trampas casi como un juego. Le parecía divertido seguir por bosques y montañas a Helen y el del control de depredadores, Rimmer, averiguando dónde colocaban las trampas y llevándose la sorpresa de que no lo descubrieran. A los seis o siete días había topado con Helen; por suerte ya había acabado con las trampas y volvía a los pastos de su padre, por lo que su presencia nada tenía de extraña.
Luke no había podido descubrir el emplazamiento de todas las trampas de buenas a primeras, y había tardado unos días en encontrarlas. Después Helen había empezado a moverlas de sitio, pero su astucia no había impedido a Luke seguirla cuando iba a revisarlas. El muchacho se había regocijado con la creciente perplejidad de ella, y todavía más con la reacción del perro.
Le había costado un tiempo dar con la fórmula adecuada.
Había empezado yendo a una tiendecita de animales de Helena y comprando unos cristales verdes ideados para impedir que perros y gatos hicieran sus necesidades en el césped. El dueño, sorprendido por la petición de doce frascos, comentó que debía de tener un problema muy serio. Luke contestó que no, pero que el césped era muy grande.
Una prueba con los perros del rancho lo convenció de que acaso los cristales no bastaran para mantener el césped libre de lobos. Ni corto ni perezoso, volvió a la ciudad y compró un líquido contra los insectos, amoníaco y varias clases de pimienta, productos que mezcló con los cristales hasta conseguir una sustancia pegajosa, temiendo en todo momento que le explotara en las narices.
Cuando olió el resultado estuvo a punto de desmayarse. Con los perros funcionó de maravilla. Si se dejaba un trozo de carne en el suelo, bastaba con dibujar un círculo alrededor con la mezcla para que los pobres chuchos no se atrevieran a cruzarlo y se quedaran gimiendo y babeando al otro lado. Hasta bautizó el nuevo producto como «Lobostop».
Recordaba haber leído que los dos olores más odiados por los lobos son el diesel y la orina humana. El primero era fácil de obtener. Al lado de los establos había un depósito de gasolina, y Luke siempre se llevaba un pote lleno para añadir al Lobostop en torno a las trampas. La orina era más difícil. Para veinte trampas hacía falta mucha. Llegó a plantearse si no habría manera de recurrir a los retretes de El Último Recurso a fin de aumentar el suministro propio, pero no se le ocurrió ninguna. Al final no tuvo más remedio que beber mucho y distribuir la orina en pequeñas cantidades, utilizando el sistema de reparto ideado por Dios. Nunca había bebido tanta agua, ni meado tanto.
Las dos primeras líneas de trampas colocadas por Helen cerca de los pastos fueron pan comido. Una vez neutralizadas, apenas haría falta revisarlas. En ambos casos se trataba de una especie de pasillo cuyos extremos habían quedado bloqueados con sendas barreras triples de Lobostop, diesel y orina. Luke también vertió la mezcla alrededor de cuantas trampas hubiera logrado encontrar, aunque no demasiado cerca, no fuera a darse cuenta Helen.
Por último, como precaución final, mojó las trampas y los excrementos de lobo colocados por Helen junto a ellas con un «antiolores» comprado en una tienda de artículos de caza. Lo más pesado fue borrar las huellas que había ido dejando.
Una mañana en que estaba escondido detrás de unas rocas vio bajar al perro de Helen por la cuesta, justo encima de la barrera. Fue como en los dibujos animados: el pobre bicho pareció chocar con un muro invisible de ladrillos. Husmeó, gimió y salió disparado en dirección contraria. Su dueña ni siquiera se dio cuenta. A Luke le dio tanta risa que también se batió en retirada.
Las trampas de la parte alta del cañón eran otro cantar. El relieve impedía bloquearlas todas juntas. Como los lobos daban la impresión de recorrer la zona poco menos que al azar, Luke no tuvo más remedio que echar el líquido alrededor de cada trampa. Si, de acuerdo con la tónica reciente, a Helen se le ocurría mover alguna y Luke no se daba cuenta, podía perder varias horas buscándola.
Peor había sido lo de hacía un par de noches, al caérsele a Luke la bolsa con todo el Lobostop en el camino de subida. De nada le había servido volver atrás a buscarla. Al final se había visto obligado a hacer saltar algunas trampas, técnica a la que sólo recurría cuando se le acababa la mezcla. Seguro que Helen lo encontraría sospechoso, y eso sin contar el miedo que se pasaba, ya que había que hacerlo sin activar los collares transmisores sujetos a las trampas.
A veces Luke conseguía ocuparse de las trampas a la luz del día, justo después de haberlas revisado Helen. Era más fácil, pero corría el riesgo de que lo descubrieran. Por eso tenía por costumbre hacerlo de noche, no sin antes comprobar que Helen estuviera en la cabaña.
La excusa con que Luke justificaba sus ausencias del hogar era sencilla: propuso a su padre acampar en los pastos para poder vigilar al ganado de noche. A su madre le había parecido una barbaridad; no así a su padre, que, favorablemente impresionado, dio su respaldo a la idea.
En ocasiones, Luke tardaba tanto en ocuparse de las trampas del cañón que en lugar de volver a la tienda se limitaba a buscar un lugar resguardado donde acurrucarse con el saco de dormir que siempre llevaba atado a la silla de montar.
La única noche que solía pasar en casa era la del jueves, a fin de poder presentarse duchado, afeitado y descansado a su sesión de logopedia matinal. Su madre no se cansaba de decirle lo pálido, cansado y en baja forma que lo veía. Comparaba su aspecto al de un drogadicto, aunque a él le pareció difícil que hubiera visto alguno.
—Me parece muy mal que duermas a la intemperie.
—Estoy bien, mamá. Me gusta.
—Es peligroso. Te comerá un oso.
—Te... te... tengo mal sabor.
—Lo digo en serio, Luke.
—Oye, mamá, que ya no soy un niño. No me pa... pasará nada.
Pero lo cierto era que empezaba a resentirse. Al verse en el espejo pensó que su madre no andaba muy desencaminada. A saber cuánto más podría durar.
Dio enseguida con las dos líneas de trampas del bosque. El cielo empezaba a nublarse, pero como había luna apenas le hizo falta usar la linterna para localizar las trampas y refrescar las barreras con una buena dosis de Lobostop, diesel y orina propia. Una hora después había borrado sus huellas y azuzaba a
Ojo de Luna
por la senda larga y empinada que llevaba al cañón.
Ignoraba por dónde se movían los lobos. Durante la última semana había ido dos veces al prado donde habían pasado casi todo el verano, pero no estaban. Según sabía por sus libros, a esas alturas del año, con los lobeznos ya crecidos, los lobos abandonaban los «lugares de reunión» y empezaban a cazar en manada.
Hacía unas noches que los había oído aullar, y, pese a la dificultad de establecer la procedencia de los ruidos en un relieve tan escabroso, supuso que estarían por encima de Wrong Creek, dos kilómetros al norte. Con algo de suerte se habrían hartado de olisquear la porquería con que Luke había rociado la zona.
Ya al pie del cañón, ató a
Ojo de Luna
a un sauce de la orilla. Aprovechando que la cuesta estaba llena de arbustos de salvia, arrancó una rama frondosa y resistente para usarla de escoba. Después volvió a beber agua y, cogiendo la bolsa donde llevaba las botellas de Lobostop, diesel y antiolores, echó a caminar por la orilla pedregosa del arroyo.
Avanzó con tiento, asegurándose de no pisar más que rocas y maleza y evitando dejar huellas en las partes polvorientas.
Helen había colocado tres series de trampas por encima de una estrecha senda de ciervos que bordeaba un bosquecillo de enebro. Al otro lado del camino la cuesta se hacía más pronunciada. Luke se detuvo entre los arbustos, a pocos metros de donde le pareció que estaba la primera trampa.
Miró a ambos lados del camino para orientarse. Buscaba algún matojo o mata de hierba, señal inequívoca de que era ahí donde ella había cavado el agujero para su maloliente cebo. No vio nada.
Las nubes habían ocultado la luna por completo. Se oyó un trueno detrás de las montañas, semejante a un largo redoble de tambor.
Luke sacó la linterna y avanzó poco a poco entre los arbustos, iluminando el otro lado del camino. Vio algo delante, una mancha oscura en el color claro de la tierra. Al acercarse reconoció los excrementos de lobo, y supo que había encontrado lo que buscaba. Ahí estaba la mata de hierba, un poco más atrás; la trampa debía de estar enterrada entremedio, sabiamente camuflada con tierra y ramitas.
Evitando pisar la senda, metió la mano en la bolsa para coger el antiolores, se puso en cuclillas y empezó a rociar los excrementos. Volvió a oírse un trueno difuso, más próximo que el anterior.
—¿Se puede saber qué coño haces?
Fue como si le hubieran clavado una aguijada para el ganado. La voz procedía de detrás de los árboles, y sobresaltó de tal modo a Luke que perdió el equilibrio y se desplomó de espaldas en los arbustos. Se le había caído el spray y la linterna, y no veía ni jota. Notó que tenía el sombrero encima de la cara. Oyendo que alguien salía de los árboles y se abalanzaba sobre él, se apresuró a ponerse en pie y bajar corriendo por la cuesta.
—¡Que te crees tú eso, hijo de puta!
Helen dio un salto de un lado a otro del camino. El desconocido le llevaba unos diez metros de ventaja y seguía alejándose. Ya había cubierto la mitad de la cuesta a base de dar zancadas de gigante por la maleza. De repente un rayo iluminó su silueta, con los brazos separados para mantener el equilibrio. Llevaba el sombrero en una mano y, colgada de los hombros, una especie de bolsa de la que caían cosas.