Authors: Nicholas Evans
La búsqueda de Buck incluía a dos clases de mujeres. Las que salían con él no sabían nada de las que recibían su dinero. Lo sorprendente del caso era que muchas de las primeras tenían hermanos o primos que conocían de sobra a las segundas. Entre dichos jóvenes, uno o dos habían llegado a ver a Buck en plena acción, y celebraban a carcajada limpia el lema acuñado por Calder en una noche de borrachera, según el cual todas las mujeres eran «de usar y tirar».
El silencio de sus amigos en torno al tema, silencio cuya fuente tal vez se hallara menos en la lealtad que en el miedo a comprometerse, permitió que de los veinte a los treinta años Buck no se ganara fama peor que la de «donjuán», según expresión todavía en boca de algunos; lo cual hizo poco por impedir que fuera visto al mismo tiempo como el soltero más cotizado de Hope, salvo por los envidiosos y los menos perspicaces.
Cuando cumplió los treinta, casi todas las mujeres de su edad, incluidas las que lo encontraban tan excitante en el instituto, habían tenido la sensatez de buscar y encontrar otros candidatos. Todas estaban casadas, y casi todas tenían hijos. Ni corto ni perezoso, Buck empezó a salir con sus hermanas pequeñas, y al igual que había hecho su padre acabó por fijarse en una joven diez años menor que él.
Eleanor Collins era hija del propietario de una ferretería de Great Falls, y acababa de concluir sus estudios de fisioterapia. Buck fue uno de sus primeros pacientes.
Se había hecho un esguince en el hombro sacando un carro de paja del lecho de un arroyo. Su visita anterior a la clínica lo había obligado a someterse a las rudas artes de una mujer madura, de quien se burlaría más tarde diciendo que poseía el atractivo físico y el encanto de un conductor de tanques ruso. Por eso, al ver entrar en la consulta a aquella joven diosa, la tomó por una enfermera.
Eleanor llevaba una bata blanca lo bastante ceñida para que el ojo experto de Buck adivinara el tipo que más le gustaba: delgada, grácil y con pechos grandes. Tenía piel de marfil y melena larga y negra, recogida con pequeñas peinetas de carey. En lugar de corresponder a la sonrisa de su paciente, Eleanor se limitó a fijar en Buck sus espléndidos ojos verdes, preguntándole qué molestias tenía y pidiéndole que se quitara la camisa. Válgame Dios, pensó Buck al desabrochársela, es como esas historias que salen en el Playboy.
De haber sucumbido Eleanor Collins al encanto de que hizo ostentación su paciente, de haber accedido a tomar un café con él después de la comida, de haber sonreído siquiera una vez, el desenlace podría haber sido distinto.
Meses más tarde, recordando aquel día, Eleanor reveló a Buck que había estado más nerviosa que una colegiala; que nada más verlo había descubierto en él al hombre de su vida, y que le había costado mucho esconder sus sentimientos bajo un frío barniz de profesionalidad. El caso es que Buck salió de la clínica con fuego en el hombro y en el corazón. Esto último le bastó para saber que se trataba de algo más que otra aventura de «usar y tirar», ya que habitualmente, el fuego lo sentía en una parte menos noble. Por fin había encontrado a la mujer con quien quería casarse.
De las señales que podrían haber infundido cautela en Eleanor, acaso la más reveladora fuera la tristeza silenciosa y resignada que se leía en los ojos de la madre de Buck. Eleanor podría haber deducido de ella el duro precio que había que pagar por vivir con el primogénito de los Calder; pero lo único que vio en su futura suegra fue (cómo no) una adoración compartida por aquel hombre apuesto y encantador, aquel torbellino de energía que, entre todas las mujeres del mundo, la había escogido a ella como compañera de por vida y madre de sus hijos.
La negativa de Eleanor a acostarse con Buck antes de estar casados no hizo más que azuzar la pasión del novio. Eleanor permaneció virgen hasta la noche de bodas, a partir de la cual cumplió diligentemente con su deber de madre. Fue niño. No hubo discusiones sobre cómo llamarlo. Dos hijas, Lane y Kathy, siguieron a intervalos aproximados de dos años.
—No dejes preñada a tu mejor vaca más de una vez cada dos años —dijo Buck a sus compañeros de copas en El Último Recurso—. Es como se consigue ternera de primera calidad.
Se trataba de una descripción que Buck podía aplicar sin reparos a sus tres primeros hijos. Henry IV era un primogénito Calder hasta la médula, y a veces, cuando iban juntos a cazar, reunir ganado o arreglar una valla, Buck se enorgullecía al ver que su hijo lo imitaba sin darse cuenta, como si fuera lo más fácil del mundo.
¡Dios bendito, pensaba, lo que puede la paternidad! Pero después veía al pequeño Luke, y ya no lo tenía tan claro.
Su segundo hijo no respondía a la imagen de un Calder. A Eleanor le había costado cuatro años y dos abortos tenerlo, y durante ese tiempo algo parecía haber sucedido con los genes Calder. El chico era la viva imagen de su madre: piel blanca de irlandés, pelo oscuro y ojos verdes, penetrantes.
—Seguro que es hijo de su madre —bromeó Buck en el hospital, al ver al niño por primera vez—. Aunque a saber quién será su padre.
Y desde entonces, en presencia de Eleanor, se había referido a Luke como «tu hijo», hasta cuando lo tenía al lado.
Lo decía en broma, por supuesto. Buck era demasiado orgulloso para plantearse la posibilidad de que otro hombre se hubiera atrevido a ponerle cuernos, o de que su mujer lo consintiera. Aun así, albergaba la secreta convicción de que sus genes no habían llegado hasta el chico, o, peor todavía, que habían fallado. Y lo pensaba antes incluso de que Luke empezara a tartamudear.
—Pídelo bien —solía decirle al niño cuando estaban sentados a la mesa. No levantaba la voz. Lo decía con suavidad, pero también con firmeza—. Di: «Leche, por favor.» Con eso basta, Luke.
Y Luke, que sólo tenía tres años, seguía esforzándose en vano, fracasando a cada intento. Sólo le daban la leche cuando rompía a llorar. Entonces Eleanor acudía a su lado, lo abrazaba y se la daba. Acto seguido Buck la acusaba a gritos de ser una estúpida. ¿Cómo iba a aprender el niño si cada vez hacía lo mismo? ¡Vaya por Dios!
Al crecer Luke, creció su tartamudeo. Y los vacíos entre sus palabras parecían unidos por una especie de proceso orgánico al vacío que, poco a poco, se abrió en el seno de la familia: de un lado él y su madre, del otro los demás. Se convirtió más que nunca en el hijo de Eleanor, y no tardaría en ser el único.
Fue en noviembre, un día de nieve, cuando Luke tenía siete años. Dos Henry Calder, su hermano mayor y su abuelo, murieron en un accidente de coche.
El joven Henry, que acababa de cumplir quince años, estaba aprendiendo a conducir, y se hallaba al volante cuando un ciervo se les cruzó en el camino. La carretera era como una superficie de mármol cubierta de aceite y, al virar Henry de modo brusco, el coche resbaló, cayendo por un barranco cual pájaro sin alas. El equipo de rescate lo encontró tres horas más tarde, y el haz de sus linternas localizó a los cadáveres encima de un árbol, cubiertos de nieve, congelados y entrelazados, como después de una espectacular pirueta de ballet.
La muerte del mayor de los Henry, que ya tenía sesenta y seis años, fue la más fácil de asimilar; no así la pérdida de un hijo, abismo del que salen pocas familias. Algunas logran abrirse camino hacia la luz, dando acaso con algún pequeño asidero que la memoria pueda ir cubriendo paulatinamente con su piel de dolor. Otras permanecen para siempre en la oscuridad.
Los Calder encontraron una especie de penumbra, pero cada cual llegó a ella por caminos distintos. La muerte del hijo mayor pareció ejercer una fuerza centrífuga sobre la familia. El hecho de compartir una misma pérdida no les proporcionaba consuelo. Cual pasajeros de un barco que naufraga, y que no se conocen entre sí, nadaban a solas hacia la orilla, como si ayudando a los demás corrieran el riesgo de ahogarse en las olas del dolor.
Las que salieron mejor paradas fueron Lane y Kathy, que optaron por refugiarse con la máxima frecuencia y duración en casa de sus amistades respectivas. Entretanto, su padre, cual valiente pionero, siguió adelante con viril obstinación. Movido quizá por un impulso inconsciente de difundir genes compensatorios, Buck buscó por doquier el consuelo del sexo. Sus incursiones amorosas, sujetas a breve pausa durante el matrimonio, cobraron nuevo empuje.
Eleanor se adentró por una solitaria estepa interior. Pasaba días mirando la tele con expresión ausente. No tardó en conocer a todos los personajes de los culebrones, y ver repetirse temas y caras en los magazines de la mañana, donde veía a mujeres gritando a esposos infieles e hijas acusando a sus madres de haberles robado la ropa y los novios. A veces Eleanor se sorprendía a sí misma participando en el griterío.
Cuando se cansó de la tele probó la bebida, pero no consiguió engancharse. Tenía un sabor horrible, por mucho zumo de naranja o tomate que le pusiera. Servía para olvidar, pero no lo que quería. Le daban arrebatos, como el coger el coche, conducir hasta Helena o Great Falls y una vez allí no tener ni idea de por qué había ido. Bebía con tal discreción que nadie llegó a sospecharlo, ni siquiera cuando se quedaban sin pan o sin leche, ni cuando preparaba la misma cena dos noches seguidas (una vez hasta se olvidó de hacerla). A la larga, Eleanor pensó que no tenía madera de alcohólica y lo dejó como si nada.
Quien más acusó su distanciamiento fue Luke. Se dio cuenta de las muchas veces que se olvidaba de ir a darle un beso de buenas noches, y de lo poco que lo abrazaba en comparación con antes. Eleanor seguía protegiéndolo de las rabietas de su padre, pero sin energía ni pasión, como si se tratara de un deber cuya meta hubiera olvidado.
Nadie vio crecer el sentimiento de culpa del muchacho.
El día del accidente, su hermano y su abuelo se dirigían a Helena para ir a buscarlo a la consulta de la logopeda. Según la lógica inmaculada de un niño de siete años, aquel hecho bastaba para convertir a Luke en culpable. Había acabado de golpe con el padre de su padre y su hijo más querido, el viejo rey y el heredero de los Calder.
Magnífico peso, a fe, para los hombros de un niño.
Dan Prior bebía su tercera taza de café sin dar muestras de advertir la presencia del gigantesco oso gris de Alaska que tenía detrás. Tanto el hombre como el oso miraban la puerta de la que salían, descontentos, los primeros pasajeros del vuelo de Salt Lake City. El avión había llegado con retraso, y Dan llevaba una hora esperando; no tanto como el oso, al que habían pegado un tiro el 13 de mayo de 1977, antes de disecarlo y ponerlo sobre sus patas traseras para pavor de los visitantes de Great Falls.
Dan se había pasado casi todo el fin de semana adecentando la cabaña donde se alojaría Helen e intentando arreglar el carburador de la vieja camioneta Toyota que le había conseguido. Confió en que no se escandalizara demasiado por el estado de una y otra. La cabaña, propiedad del Servicio Forestal, se hallaba junto a un lago pequeño, en las montañas más próximas a Hope. Hacía años que nadie pasaba más de una noche en ella, y a juzgar por su aspecto había servido como local para las juergas nocturnas de pájaros, insectos y pequeños roedores.
La camioneta pertenecía al hermano de Bill Rimmer, que tenía un hospital para vehículos moribundos en el patio trasero de su casa. Aunque llevara un carburador nuevo, sus posibilidades de sobrevivir al invierno eran escasas. Faltaba encontrar una moto-nieve para Helen.
Dan se fijó en las caras de quienes salían por la puerta, preguntándose si Helen estaría cambiada. La noche anterior había desenterrado una foto tomada hacía cinco años en el norte de Minnesota, cuando trabajaban juntos. Ella volvía la cabeza hacia él desde la proa de una canoa, riendo y mirándolo con sus ojazos marrones. Llevaba su vieja camiseta blanca de siempre, con las mangas cortadas y una leyenda en la espalda: «Peligro: hembra cabeza de manada.» Su melena castaña se había vuelto rubia con el sol, y la llevaba como a Dan más le gustaba, recogida en una coleta, dejando a la vista su nuca morena. Dan, que había olvidado lo guapa que era, se quedó contemplando la foto.
A decir verdad, lo sucedido entre ellos no podía calificarse de aventura: sólo una noche al final de un largo verano de trabajo de campo en común, lo normal cuando dos personas han trabajado juntas en plena naturaleza, compartiendo tal grado de intimidad que casi resulta perverso no dar el último paso.
Dan siempre la había encontrado atractiva; más que él a ella, seguro. Y no sólo porque fuera guapa. Le gustaba su rapidez mental, el humor mordaz con que desviaba la atención de sus puntos vulnerables y que usaba casi siempre contra sí misma. Además, su inteligencia era superior a la de cualquier experto en lobos.
Por aquel entonces Dan dirigía un programa universitario de investigación sobre lobos, y Helen era una de las voluntarias. Dan le había enseñado a poner trampas, y ella lo había superado en cuatro días.
Aquella noche de acampada junto al lago, bajo un cielo plagado de estrellas, Dan había sido infiel a Mary por primera y única vez desde el día de su boda. Y había cometido el error de decírselo el día siguiente, dando al traste con su matrimonio. Visto cómo habían ido las cosas, quizá le hubiera convenido más confesar multitud de adulterios, como si fuera lo más normal del mundo. Había tardado bastante en recuperarse, pero al final lo había conseguido, y Mary y él habían seguido siendo amigos y colegas hasta cambiar Dan de empleo.
Mientras buscaba a Helen entre la multitud del aeropuerto, se preguntó si habría alguna posibilidad de reavivar su relación, al tiempo que se conminaba a dejarse de tonterías.
Entonces la vio.
Acababa de salir por la puerta, detrás de una mujer con cara de agobio cuyos dos hijos pequeños lloraban con desconsuelo. Helen lo vio y lo saludó con la mano. Llevaba tejanos y una camisa militar holgada de color beige. Lo único que había cambiado era su pelo. Lo llevaba cortísimo. Caminó hasta donde la esperaba Dan, a pesar de que los niños llorones le obstaculizaban el paso.
—¿Qué les has hecho? —preguntó Dan.
Helen se encogió de hombros.
—He dicho: «Mirad a ese señor que está al lado del oso», y se han puesto a llorar.
Se abrazaron.
—Bienvenida a Montana.
—Gracias. —Helen quiso echar un vistazo a Dan y se apartó un poco sin soltarlo—. Tienes buena pinta, Prior. No parece que el poder y el éxito te hayan cambiado. Pensaba que te habrías puesto traje.