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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (8 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Nunca le había faltado tan poco para escandalizar a su hermana.

—¿Te vas a vivir con él? —había dicho Celia, mirando el equipaje.

—Sí.

—¿Y sólo lo conoces desde hace dos semanas?

—Mira, hermanita, a falta de príncipe azul a veces vale más pájaro en mano.

Desde el divorcio de sus padres, la vida amorosa de Helen había sido una sucesión de aventuras fracasadas. No se entienda como que había sido promiscua; aun en caso de habérselo propuesto, el hecho de vivir casi todo el año en plena naturaleza se lo ponía difícil. El problema era su extraña habilidad para dar con los hombres menos indicados. Salvo alguna que otra excepción, se trataba de individuos a los que otras mujeres veían venir a la legua, tipos que llevaban un letrero luminoso en la frente con las palabras «gilipollas», «tramposo» o «cabrón»; hombres que ni le gustaban ni le parecían deseables, pero que, por un motivo u otro, siempre acababan en su cama.

Helen no se explicaba su falta de tino. Quizá rebajara sus expectativas por la secreta convicción de carecer de encantos para un buen partido. Tampoco podía decirse que sus despreciables amantes le encontraran muchos, puesto que solían ser ellos quienes ponían fin a la aventura, salvo cuando ella tenía la certeza de que estaban a punto de dejarla, y conseguía tomar la delantera.

En general, sin embargo, Helen se aferraba a la relación, procurando que las cosas funcionaran hasta en el peor de los casos, y buscando desesperadamente la aprobación del canalla de turno hasta que éste se iba, empezaba a engañarla o aprovechaba una última cena en un restaurante barato para anunciárselo con tacto: mira, cariño, quizá sea mejor que lo dejemos.

Como nunca había vivido con ninguno de ellos, la propuesta de Joel le produjo un ataque de pánico. Pasó semanas despertándose en plena noche con el corazón a cien, avasallada por la certeza de que en cuanto se hiciera de día aquel hombre tierno y maravilloso que roncaba discretamente a su lado le diría que todo había sido un error y que preparase las maletas, cogiera su perro y se largase de una vez.

Pero no fue así, y con el tiempo Helen fue sintiéndose más tranquila. Hasta empezaba a parecerle que no eran dos personas, sino una. Lo había leído en los libros, pero nunca se lo había creído. Pues bien, era cierto. Muchas veces se adivinaban los pensamientos sin decir nada. Tanto podían pasarse la noche entera conversando como no hablar en todo el día.

Cuando alguien se interesaba por su trabajo, Helen salía del paso con tres o cuatro bromas y se apresuraba a cambiar de tema tomando la iniciativa de las preguntas. ¿Importarle a alguien lo que ella hacía? Inconcebible. A Joel, en cambio, no había quien lo distrajera de su meta; y, como quien no quiere la cosa, ella empezó a explicarle lo que siempre se había guardado para sí. Él la convenció de que su director de tesis tenía razón: era una buena investigadora. Incluso excepcional.

La primera vez que Joel le dijo que la quería ella no supo cómo reaccionar, y se limitó a murmurar y besarlo. No se sentía capaz de contestar lo mismo, por muy cierto que fuera. Quizá él perteneciera a esa clase de hombres que se lo dicen a todas sus compañeras de cama. Pero su timidez tenía otros motivos: declarar su amor por Joel tenía algo definitivo que la asustaba, como formar un círculo uniendo los dos cabos de una cuerda. Suponía completar algo. Acabarlo.

No obstante, con el invierno en puertas y el Cape Cod cada vez más vacío de turistas, escasas ya las grandes bandadas de aves migratorias, tuvo la sensación de que ella también se despejaba. Libre de dudas e inhibiciones, consiguió aceptar lo que habían descubierto entre los dos. Segura de que Joel la quería, se convenció de ser digna de su amor. Por primera vez en su vida, los piropos que le echaba Joel la hicieron sentir guapa de verdad. ¿Y por qué no declararle su amor, aunque probablemente ya lo supiera? Por eso, la segunda vez que se lo oyó decir contestó que ella también.

Trasladaron al salón la mesa grande de la cocina y la colocaron delante del ventanal con vistas a la bahía, llenándola de papeles e instalando en ella sus ordenadores portátiles. Pero apenas trabajaban. Se pasaban casi todo el día hablando o contemplando la espuma de las olas grises, segada por el viento. Alimentaban constantemente la estufa de leña, y cada día sacaban a pasear a
Buzz
, con quien daban largas caminatas por la playa en busca de madera.

Joel sabía tratar a los animales, y
Buzz
, tan rebelde hasta entonces, no tardó en convertirse en su esclavo fiel, obedeciendo sus órdenes de sentarse o levantarse y de ir corriendo a buscar palos lanzados al agua a distancia inverosímil. A Helen la asustaba ver al pobre perro zarandeado por las olas, que llegaban a cubrirlo por entero. Estaba convencida de que iba a ahogarse, pero Joel no hacía más que reír. Al rato, una cabeza empapada salía de la espuma con los dientes hincados en el palo, objeto de constantes y milagrosas recuperaciones. Después de muchos esfuerzos,
Buzz
conseguía llegar hasta la arena, se acercaba a él y le ponía su trofeo, ansioso ya de nuevas correrías.

Joel acababa de descubrir la ópera. Helen, que siempre se había declarado enemiga acérrima del género, se quejaba cada vez que le veía poner un disco, y todavía más cuando lo oía cantar; pero un día él la sorprendió tarareando un fragmento de Tosca en la ducha, y ella tuvo que admitir que había cosas buenas. Eso sí, Sheryl Crow era mucho mejor.

Se daba la circunstancia, difícil de explicar, de que los propietarios hubieran dejado unas estanterías llenas de mohosas traducciones de clásicos rusos. Joel dijo que siempre había querido leerlos, pero que nunca se le había presentado la ocasión. Empezó con Dostoievski y, transitando por Pasternak y Tolstói, no tardó en llegar a Chéjov, en quien descubrió a su favorito.

A Joel le gustaba cocinar, y aprovechaba el momento de hacer la cena para contarle el argumento del libro que tenía entre manos. Ella sonreía y observaba sus movimientos. Después de cenar delante de la chimenea, se tumbaban juntos en el sofá. A veces leían, y otras hablaban de lugares que habían visitado o tenían ganas de conocer.

Joel recordó que su padre solía llevarlo de noche a buscar cangrejos con sus hermanos. Bogaban en barca por la bahía, soltaban las nasas y encendían una hoguera en la playa. Después salían otra vez al mar y recogían las nasas. Su padre, que no tenía manías, las vaciaba en la barca misma.

—La barca era pequeña y sólo llevábamos el traje de baño, sin zapatos ni nada. ¡Imagínate! ¡Todo lleno de cangrejos y langostas corriendo a oscuras por el fondo de la barca, alrededor de nuestros pies! ¡Vaya si no gritábamos!

Le contó que una vez, al recoger la nasa, habían encontrado una bolsa de plástico con una botella de whisky y una nota que decía: «¡Gracias por la langosta!» Según él, debía de haber sido cosa de algún yate.

A Helen le encantaba oír sus historias. Después hacían el amor, acompañados por el repiqueteo de los tablones de madera y el gemido del viento en los aleros.

Ese invierno, por primera vez en años, la nieve fue abundante y tardó casi un mes en fundirse. Hacía tanto frío que la bahía se heló. Mirando por el ventanal de la casa, cubierto de escarcha, ambos tenían la impresión de estar en plena tundra, con el horizonte gris a lo lejos. Joel dijo que eran como Jivago y Lara, aislados en su palacio de hielo. Según él sólo faltaba oír los aullidos nocturnos de esos lobos de Minnesota a que tan aficionada era ella.

Aquella primavera y aquel verano fueron para Helen los más felices de su vida. Alquilaron una pequeña embarcación y él le enseñó a navegar. Algunas noches se internaban en el bosque hasta llegar a un estanque de agua dulce, donde nadaban desnudos. La oscuridad del agua hacía resaltar sus cuerpos, que ondulaban como gasas blancas, henchidos todavía de sol. Escuchaban abrazados el croar de las ranas, y el rumor del oleaje más allá de las dunas.

Helen prefería ayudar a Joel que trabajar en su tesis. Parecía que los lobos hubieran pasado a formar parte de una época remota, un lugar de su pasado en que reinaba la desolación. Su vida estaba ahí, en aquella bahía de playas inmensas y cielos luminosos, con un aire tan cargado de sal y ozono que respirarlo era como limpiarse el cráneo por dentro.

Volvió a su tesis el segundo otoño. Siguiendo la promesa que se habían hecho un año antes, trabajaron juntos al lado del ventanal. A veces se pasaban el día discutiendo un problema con que había topado uno de los dos. También se daba el caso de que apenas hablaran. Joel iba a hacer té a la cocina y se lo dejaba a Helen encima de la mesa, aprovechando para darle un beso en el pelo. Helen se lo devolvía en la mano, sonreía y seguía trabajando en silencio.

Pero algo empezó a cambiar, muy gradualmente al principio. Joel se volvió más reservado, y a veces corregía las palabras de Helen. La criticaba por nimiedades, como haber dejado platos por fregar o haberse olvidado de apagar la luz. A ella no le molestaba mucho, pero tomaba nota y procuraba no volver a incurrir en los mismos errores.

Siempre habían estado en desacuerdo sobre el tema central de la investigación de Helen: naturaleza contra educación. Para Joel, los actos de todo ser vivo estaban condicionados por sus genes de forma casi absoluta, mientras que ella consideraba al aprendizaje y las circunstancias como factores que podían tener el mismo peso. Habían dedicado muchas horas al debate, caracterizado siempre por su moderación; pero él empezó a impacientarse cuando salía el tema, y una noche se puso a gritarle, tratándola de idiota. Más tarde pidió perdón y Helen no le dio más vueltas, pero estuvo dolida varios días.

Por Navidades fueron a casa de Celia, y Joel y Bryan discutieron por una nueva catástrofe en África central. Los programas de noticias mostraban imágenes de cientos de miles de refugiados hambrientos huyendo de masacres tribales, rodeados de inmundicia y con barro hasta las rodillas. Un grupo de ayuda norteamericano, víctima de una emboscada, había sido asesinado a machetazos. Bryan estaba viendo la tele en el salón, estirado en su tumbona de piel. Comentó que no entendía tantos esfuerzos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Joel.

Helen reconoció su tono desde el pasillo. Había estado leyendo un cuento a los niños, y acababa de darles un beso de buenas noches. Carey le había preguntado si iba a casarse y tener hijos con Joel, a lo que Helen había contestado en broma, para no tener que dar una respuesta seria.

Bryan dijo:

—Pues que tampoco es cosa nuestra.

—¿Entonces qué? ¿Dejamos que se mueran?

—Llevan siglos matándose, Joel.

—¿Y eso lo justifica?

—No, pero no tiene nada que ver con nosotros. De hecho, la intervención occidental me parece muy paternalista. Es como decir que somos los únicos civilizados, cuando ni siquiera entendemos los motivos que los llevan a matarse. Y cuando uno no entiende acaba por empeorar las cosas.

—¿Ah sí?

Helen no se decidía a entrar. Celia salió de la cocina y pasó al salón, haciendo una mueca a su hermana. Preguntó alegremente si alguien quería café, lo cual significaba: «Vale, tíos, cortad el rollo». Bryan y Joel rehusaron.

—Siempre acabamos apoyando a los que no hay que apoyar —dijo Bryan.

Joel asintió con la cabeza, como si estuviera pensando en las palabras de Bryan. No contestó nada, pero Helen nunca le había visto una mirada tan fría. La siguiente noticia explicaba el caso de una pitón de cinco metros hallada bajo la casa de un matrimonio de jubilados de Georgia. Llevaba años viviendo en el mismo lugar, y sólo la habían descubierto después de que a alguien le extrañara la cantidad de perros desaparecidos en el barrio.

—¿Qué, qué piensas? —preguntó Bryan, al parecer desconcertado por el silencio de Joel.

Joel lo miró fijamente y después dijo con serenidad:

—Que eres un capullo.

El ambiente no volvió a ser el mismo en el resto de las vacaciones.

Regresaron a la casa del cabo, y todo pareció volver a la normalidad; sin embargo, a medida que se alejaban las fiestas, Helen advirtió en Joel un nerviosismo cada vez mayor.

Cuando estaba sentada delante del ordenador, se volvía hacia él y lo sorprendía mirando al vacío. También se daba cuenta de que lo irritaba con detalles como su costumbre de tamborilear sobre el teclado cuando estaba absorta en algún punto de la tesis.

No tardó en tener la impresión de que él juzgaba todos sus actos en silencio, y de que el veredicto no era favorable. De repente se levantaba, cogía el abrigo y decía que iba a dar un paseo, dejándola sentada con la sensación de haber hecho algo mal, aunque sin saber qué. Helen miraba por la ventana y lo veía caminar por la playa con la cabeza gacha y el viento de cara, sin mirar siquiera los palos que
Buzz
dejaba a sus pies para que se los tirara, hasta que el perro entendía que los juegos eran agua pasada.

Una noche, después de acostarse, Joel, que se había quedado mirando el techo, dijo que quería hacer algo que valiera la pena.

—¿Y te parece que lo que haces ahora no lo vale? —preguntó Helen. Reparando en cómo la miraba, se apresuró a añadir—: No me refiero a lo nuestro, sino a tu trabajo.

En realidad se refería a ambas cosas, pero Joel le tomó la palabra y dijo que sí, que en cierto modo valía la pena.

—Pero dudo que vaya cambiar el mundo salvando a un par de cangrejos. Los mares se están echando a perder, y todo el planeta está siendo destruido. Mira, Helen, el mundo está lleno de gente muriéndose de hambre o matándose como animales. ¿Y yo qué coño hago? ¿Qué son unos cangrejos comparado con eso? Es como tocar la cítara mientras se quema Roma.

De repente ella sintió un escalofrío. Joel le hizo el amor, pero fue diferente, como si ya se hubiera marchado.

Una noche de finales de abril, durante la cena, Joel le dijo que había escrito a una ONG solicitando colaborar en su programa de ayuda a África. Querían entrevistarlo. Ella intentó no mostrarse ofendida.

—¡Vaya! —dijo—. Qué bien, ¿no?

—Bueno, sólo es una entrevista...

Él siguió comiendo sin mirarla a los ojos. Un grito mudo de acusación resonó en la cabeza de Helen, que procuró adoptar un tono que no la delatara.

—¿En África hay cangrejos que pasan hambre? —se le escapó. Joel la miró. Era la primera vez que oía de su boca un comentario hiriente. Helen siguió adelante, resuelta a que sus palabras pasaran por una pregunta de verdad—. Me refiero a si necesitan licenciados en biología.

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