Authors: Nicholas Evans
—¡Pues claro! Será... estupendo.
Se produjo un breve silencio. Helen oyó carraspear a su padre.
—Quería decirte otra cosa, Helen. —Adoptó un tono confidencial, un poco inseguro—. Tiene veinticinco años.
Y ahí estaba, a una manzana de distancia, cogida del brazo de su padre, con su melena negra moviéndose y brillando a la luz del sol. Conversaba y reía a la vez, habilidad que Helen nunca había llegado a dominar, mientras su padre, radiante, miraba con disimulo a los hombres que pasaban por su lado, buscando señales de envidia en sus rostros. Daba la impresión de haber perdido unos quince kilos, y llevaba más corto el pelo. Courtney lucía un vestido negro suelto, carísimo sin duda, con un ancho cinturón rojo. Sus sandalias de tacón también eran rojas, y la hacían más alta que el padre de Helen, cuya estatura rondaba el metro setenta y siete. El color de su lápiz de labios hacía juego con el cinturón y los zapatos.
Helen también llevaba un vestido. De hecho, era el mejor que tenía. Se trataba de un modelo marrón de algodón estampado, comprado hacía dos veranos en The Gap. Por unos instantes se planteó esconderse debajo de la mesa.
Al verla, su padre la saludó con la mano y se la señaló a Courtney, que hizo lo propio. Helen apagó el cigarrillo a toda prisa y, cuando la pareja llegó al otro lado del seto polvoriento del
terrazzo
, se levantó para abrazar a su padre. El gesto hizo que la mesa se tambaleara y que la botella de vino se derramara sobre el borde del vestido de Helen, antes de caer al suelo y romperse en mil pedazos.
—¡Eh, cuidado! —dijo su padre.
Raudo cual proyectil, un camarero acudió en su ayuda.
—¡Vaya! ¡Lo siento! —gimió Helen—. ¡Mira que soy estúpida!
—¡No es verdad! —dijo Courtney con vehemencia.
Helen estuvo a punto de replicar: «¿Tú qué coño sabes? Soy lo estúpida que quiero.»
Para llegar al terrazzo, el padre de Helen y Courtney tuvieron que dar la vuelta y entrar por la puerta del restaurante, lo cual concedió a Helen unos instantes para secarse el vestido, con la ayuda, demasiado íntima por cierto, del camarero-proyectil, que se había puesto de rodillas delante de ella y le frotaba los muslos con un trapo. Todo el mundo los miraba.
—Gracias, ya está bien. En serio, no hace falta que siga. ¡Basta!
Afortunadamente, el camarero le hizo caso y desapareció. Helen se quedó de pie con el vestido húmedo, encogiéndose de hombros y sonriendo con cara de idiota a los ocupantes de las mesas de al lado. De repente vio a su padre y tensó la cara, confiando en remedar una sonrisa. Su padre le tendió los brazos y ella dejó que la abrazara.
—¿Cómo está mi niña?
—Mojada. Y con mucho calor.
Su padre le dio un beso. Llevaba colonia. ¡Colonia! Retrocedió para mirar bien a su hija, sin soltarle los hombros.
—Estás estupenda —mintió.
Helen se encogió de hombros. Nunca había sabido cómo reaccionar a los cumplidos de su padre; ni, ya puestos, a los de las demás personas, que tampoco eran tantos. Su padre se volvió hacia la encantadora Courtney, que había permanecido a un lado observando con mirada afectuosa el reencuentro de padre e hija.
—Nena, te presento a Courtney Dasilva.
Helen se preguntó si tenía que darle un beso. Fue un alivio que Courtney le tendiera una mano morena y elegante.
—Hola —dijo Helen, estrechándosela—. ¡Qué uñas más bonitas!
Hacían juego con el cinturón, los zapatos, los labios y probablemente la ropa interior. Helen, en cambio, tenía uñas de camionero, cortas y rotas de trabajar todo el verano en la cocina de Moby Dicks.
—¡Muchas gracias! —dijo Courtney—. ¡Pobrecita! ¿Se te ha estropeado el vestido? Howard, cariño, deberíamos comprarle otro. Hay una tienda muy buena justo al lado de...
—Estoy bien. En serio. La verdad es que es mi manera de refrescarme. Así, si se nos acaba el vino sólo tengo que escurrir el vestido.
«Howard cariño» pidió champán, y, después de unas copas, Helen empezó a sentirse mejor. Hablaron del tiempo, del calor que hacía en Nueva York, y de SoHo, donde Courtney quería conseguir un
loft
;(cómo no). Helen no pudo evitar preguntarle con cara seria qué pensaba guardar en el
loft
. ¿Adornos de Navidad? Courtney le explicó pacientemente que, en aquel contexto, un
loft
era un estudio.
El camarero reapareció para indicar a Helen que estaba prohibido fumar, lo cual resultaba bastante absurdo teniendo en cuenta que se encontraban en el terrazzo, respirando el humo de los tubos de escape. También fue un poco decepcionante, porque Helen ya había advertido que Courtney era contraria al tabaco, y tenía ganas de seguir molestándola. Hacía poco que había vuelto a fumar después de siete años, y obtenía una satisfacción perversa de ser la única bióloga fumadora de que tenía constancia.
El camarero tomó nota. Helen, la primera en pedir, optó por la terrina de pescado, seguida por un plato de pasta de armas tomar. Courtney sólo pidió ensalada de roqueta con zumo de limón, sin aliñar. La nueva y esbelta versión del padre de Helen, que ya había explicado, dándose orgullosas palmadas en el estómago, que cada mañana a primera hora iba a un gimnasio frecuentado por famosos, pidió lubina a la plancha, sin aceite, y nada de primero. Además de patosa, Helen se sentía como una glotona.
Mientras el camarero amontonaba en su plato una cantidad humillante de espaguetis a la carbonara, el padre de Helen se acercó a ella para preguntar:
—¿A que no sabes dónde nos casaremos?
Helen quiso contestar que en Las Vegas o Reno, cualquier lugar donde al día siguiente se pudieran sacar de una máquina los documentos de divorcio.
—Ni idea.
—En Barbados.
El padre de Helen cogió la mano de Courtney, que sonrió y le dio un beso en la mejilla. Helen tuvo ganas de vomitar. En lugar de ello dijo:
—¡Uau, Barbados! ¡Uau!
—Pero sólo si prometes que vendrás —dijo Courtney, mostrando una uña larga y roja.
—Por supuesto. Suelo ir de crucero por la zona, así que ¿Por qué no?
Helen notó que el comentario sentaba mal a su padre, y se dijo que mejor no seguir. ¡Sé amable, por Dios!
—Si pagáis vosotros voy. —Les sonrió—. No, en serio, me encantará. Me alegro mucho por los dos.
Courtney pareció conmovida. Sonrió y se le empañaron los ojos. Helen pensó que no debía de ser tan mala persona, aunque consideró un misterio que quisiera casarse con un hombre que la doblaba en edad. ¡Si ni siquiera era rico!
Courtney dijo:
—Ya sé que de las madrastras se espera que sean como la reina mala de Blancanieves, o algo por el estilo...
—¡Exacto! —repuso Helen—. Pero ten paciencia que con los años todo se andará. ¡En todo caso las uñas ya la$ tienes!
Estalló en carcajadas. Courtney sonrió sin saber cómo reaccionar. Helen se sirvió lo que quedaba de champán, notando que su padre la miraba. Tanto él como Courtney se habían pasado al agua mineral. Patosa, glotona... ¿Y por qué no borracha y bruja, para redondear?
—Eres bióloga, ¿no? —dijo Courtney.
¡Sí que se estaba esforzando!
—Friego platos. O los fregaba. Dejé el trabajo Ia semana pasada. De momento estoy lo que se dice sin empleo.
—Disponible.
—Para quien me quiera.
—¿Y sigues en Cape Cod?
—Sí. Varada en el cabo. Buen sitio para lavar platos. Con tantas olas...
—¿Por qué tienes la manía de menospreciarte? —dijo su padre. Se volvió hacia Courtney—. Sabe muchísimo de lobos. Está escribiendo una tesis que causará sensación.
—¡Sensación, dice! —se burló Helen.
—Es verdad. Lo dice tu director.
—Ése no tiene ni idea. Además lo dijo hace tres años. A estas alturas, seguro que la especie entera se ha vuelto herbívora y vive en los árboles.
—Helen pasó varios años viviendo con lobos en Minnesota.
—¡Viviendo con lobos! ¡Papá, oyéndote cualquiera me tomaría por Mowgli!
—Pues es verdad.
—No «viví» con ellos. ¡Si a esos bichejos no hay quien los vea! Los investigué y punto.
De hecho, su padre no se equivocaba demasiado. Podía discutirse que su tesis fuera a «causar sensación», pero no que se tratara de uno de los estudios más profundos sobre por qué algunos lobos atacan al ganado y otros no. Versaba sobre el dilema clásico entre naturaleza y educación (tema que a Helen siempre le había intrigado), y parecía dar a entender que el hecho de matar reses era cuestión de aprendizaje más que de herencia.
Pero que no le pidieran que hiciera un numerito y soltara su discurso a Courtney, que tenía su preciosa barbilla apoyada en una mano, haciendo lo posible por mostrarse fascinada.
—Cuéntamelo. ¿Qué hacías?
Helen apuró la copa antes de contestar con pose de indiferencia:
—Nada especial; los vas siguiendo. Sigues sus huellas, les pones trampas, les colocas transmisores de radio, averiguas qué han comido...
—¿Cómo?
—Pues más que nada examinando la caca.
En la mesa de al lado, una mujer se quedó mirando a Helen, que sonrió con dulzura y levantó la voz.
—Recoges todas las cacas que encuentras y las desmenuzas para ver si hay pelos, huesos u otra cosa. Después analizas la procedencia de lo que has encontrado. Cuando hace poco que han ido de caza, la mierda es negra y líquida, cosa que hace más difícil manipularla. Y echa una peste... ¡Jo, lo que puede llegar a oler la caca de lobo! Mejor que lleven un tiempo sin comer, porque entonces los cagarros son más sólidos. Más fáciles de recoger con los dedos.
Courtney asintió juiciosamente con la cabeza. Cabía decir a su favor que no había puesto cara de asco en ningún momento. Helen sabía que su padre la estaba mirando con cara de reproche, y se dijo que ya estaba bien de niñerías. Había bebido más de la cuenta.
—Pero bueno, ya he dicho bastantes tonterías. Vamos a oír las tuyas, Courtney. Trabajas en un banco, ¿no?
—Ajá.
—¿Tienes dinero?
Courtney sonrió con desenvoltura. Tenía clase, la chica.
—Sólo el de los demás —contestó—. Por desgracia.
—Y eres psicóloga.
—La verdad es que nunca he ejercido. Me falta práctica.
—Dicen que la perfección se consigue a base de práctica, y tú ya me pareces bastante perfecta.
—Helen...
Su padre le tocó el brazo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Helen lo miró con cara de inocencia. Su padre estuvo a punto de decir algo, pero acabó dirigiéndole una sonrisa compungida.
—¿Quién quiere postre?
Courtney dijo que tenía que ir al lavabo, aunque, con lo poco que había comido y bebido, Helen no se lo explicaba, a menos que quisiera retocarse las uñas. El padre de Helen esperó a que se marchara para decir a su hija:
—¿Qué te pasa, nena?
—¿Cómo que qué me pasa?
—No es obligatorio que la odies.
—¿Odiarla? ¿Por qué lo dices?
Su padre suspiró y miró hacia otro lado. De repente, Helen tuvo ganas de llorar. Se apoyó en el brazo de su padre.
—Perdona —dijo.
Su padre le estrechó la mano, mirándola a los ojos con cara de preocupación.
—¿Te pasa algo?
Helen se despejó la nariz y procuró no llorar. ¡No podía ponerse en evidencia tantas veces en un mismo sitio! ¡Acabarían metiéndola en el manicomio!
—Estoy bien.
—Me preocupas.
—No hace falta que te preocupes. Estoy bien.
—¿Has sabido algo de Joel?
Helen había rezado por que no se lo preguntara. Tuvo la certeza de que iba a llorar. Asintió con la cabeza, por miedo a que su voz la delatara, y respiró hondo.
—Sí. Me ha escrito.
No, no iba a llorar. Joel estaba a miles de kilómetros. Además era agua pasada. Y ahí estaba la buena de Courtney, recorriendo el restaurante en dirección a su mesa, sonriendo más que nunca con sus labios recién pintados. Helen resolvió concederle un respiro. No era mala chica. Al contrario, parecía capaz de enfrentarse a cualquier situación, y eso a Helen le gustaba.
¿Quién sabe?, pensó. Quizá acabemos por ser amigas.
Esa misma tarde Helen tomó un avión a Boston. Había previsto pasar el fin de semana en Nueva York con unos amigos, pero los llamó desde el aeropuerto, justificando su regreso con una excusa inventada. En realidad, su único deseo era alejarse del calor y el barullo de Manhattan.
El resto de la comida había ido mejor. Su padre le había regalado un precioso monedero de piel italiano. Lo habían escogido entre él y Courtney. Ésta también tenía un regalo para Helen (un frasco de perfume), y ganó muchos puntos a ojos de su futura hijastra comiéndose un trozo enorme de pastel de chocolate.
Hasta se habían despedido con un beso, para mal disimulada alegría del padre de Helen, y no sin que ésta se comprometiera antes a estar en Barbados para la boda. (Eso sí, se había negado en redondo a hacer de dama de honor. Ni siquiera dama de deshonor, había dicho.)
Poco antes de las diez, Helen salía de Boston y se dirigía al este por la carretera número seis, que la llevaría directamente por el cabo hasta Wellfleet.
En sus prisas por salir de Nueva York había olvidado que era viernes por la noche, la hora de más tráfico. Casi todo el recorrido estaba embotellado. Domingueros y turistas llevaban bicicletas y barcas encima de sus coches. Helen tenía ganas de que llegara el otoño, para que no hubiera tanta gente; pero aún le gustaba más el invierno, cuando el viento asolaba la bahía y se podían recorrer kilómetros de playa sin ver más seres vivos que los pájaros.
Llevaba dos años viviendo en una casa de alquiler de la bahía, un par de kilómetros al sur del pueblo de Wellfleet. Todavía la consideraba casa de Joel. Se llegaba saliendo de la carretera y metiéndose por un laberinto de calles estrechas en pleno bosque, al término de las cuales un camino de tierra muy empinado descendía hasta el agua.
Conduciendo entre árboles, lejos del tráfico (¡por fin!), Helen apagó el aire acondicionado de su viejo Volvo familiar y bajó la ventanilla para aspirar el cálido aroma del bosque. Probablemente no hiciera más frío que en Nueva York, pero el calor era distinto, la atmósfera despejada, y casi siempre corría brisa.
El coche fue dando saltos por los baches hasta que Helen vio a sus pies la negra extensión del océano, y las tres casitas por cuyo lado tenía que pasar antes de emprender el descenso final hacia la suya. Paró junto al buzón, pero estaba vacío. Llevaba un mes sin escribirle.