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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (34 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Preparó té y la obligó a bebérselo, ayudándola a sostener la taza y llevársela a los labios. Después la sostuvo entre sus brazos todo el tiempo necesario.

Ella tardó una hora o más en hablar. Tenía la cabeza apoyada contra el pecho. Sólo le salió un hilillo de voz, como si hablara desde muy lejos.

—Lo siento —dijo—. No soy digna de que te esfuerces.

Él tuvo la delicadeza de no preguntar qué había pasado. Quizá tuviera que ver con la carta. Quizá se le hubiera muerto un ser querido.

Lo único que sabía, lo único que le interesaba saber, era que la quería.

Capítulo 22

Las dos semanas posteriores al arresto de Abe Harding fueron las más duras de toda la carrera de Dan Prior, y las más extrañas. De repente había manadas de lobos haciendo estragos por toda la región, como si quisieran vengar al hermano muerto en Hope.

Al norte de Yellowstone, un granjero perdió a treinta corderos en una noche por culpa de un grupo de lobos que habían cruzado las lindes del parque, y que prácticamente los dejaron intactos. Otra manada mató a un par de potros de raza, justo al este de Glacier, y un lobo que se había separado de una manada de Idaho mató a tres terneros cerca de Salmón River, amén de dejar a un cuarto tan maltrecho que hubo que sacrificarlo.

Bill Rimmer apenas salía de su helicóptero. En diez días había acabado con nueve lobos. Otros quince, cachorros en su mayoría, fueron trasladados con la esperanza de que no volvieran a las andadas. La responsabilidad de corroborar las sentencias de muerte recayó en Dan, para quien cada firma era un fracaso personal. Su trabajo era repoblar, no eliminar. De todos modos no le quedaba otra opción: el recurso al «control letal» constaba con toda claridad dentro del plan que había permitido iniciar la repoblación. Y desde lo sucedido en Hope los medios de comunicación observaban sus movimientos con lupa.

Lo llamaban periodistas a todas horas. El contestador de su casa estaba puesto todo el día, salvo las noches en que se quedaba Ginny, que contestaba haciéndose pasar por la encargada de un restaurante de comida china para llevar o un asilo para delincuentes psicóticos, lo cual no andaba muy lejos de la verdad. En el despacho era Donna quien filtraba casi todas las llamadas de los medios de comunicación, y sólo dejaba hablar con Dan a periodistas que lo conocieran en persona o gozaran de cierto renombre.

El renovado interés por los lobos no se limitaba a los periódicos y emisoras de la zona, sino a los de ámbito nacional y hasta internacional. En cierta ocasión llamó un reportero alemán que no se cansaba de hablar de Nietzsche y marear a Dan con preguntas de contenido filosófico; pero hubo otra llamada todavía más surrealista, la de un periodista de la revista Time que dijo que se estaban planteando poner a Abe Harding en portada.

—¿Es una broma? —preguntó Dan.

—Por supuesto que no. —El periodista pareció ofenderse—. En el fondo, podría decirse que es como el último defensor de los valores del viejo Oeste, ¿no cree? Como una especie de pionero acosado, ¿no le parece?

—¿Me promete no publicar lo que voy a decirle?

—Descuide. ¿De qué se trata?

—Yo lo veo más bien como un gilipollas acosado.

Dan se pasó días riéndose de la idea de ver a Abe Harding en portada del Time, bajo el titular: «Abe Harding, el último pionero.» Afortunadamente, el artículo seguía en fase de proyecto, sin duda por falta de un mínimo de colaboración por parte del propio Abe, en cuya escala de preferencias los periodistas apenas superaban a los lobos.

Después de pasar la noche en la cárcel, Abe había sido acusado de matar a un ejemplar de una especie en extinción, concretamente un lobo, así como de apoderarse de sus restos y transportarlos. El cargo de agresión a un policía fue retirado, y el juez lo dejó en libertad sin fianza.

Schumacher y Lipsky, los dos agentes especiales de Fauna y Flora presentes en la reunión, fueron al rancho Harding con una orden de registro. El representante del sheriff, cada vez más reacio a colaborar, insistió en acompañarlos, convirtiéndose en fuente constante de problemas. Craig Rawlinson, en efecto, dio claras muestras de estar de parte de los hijos de Harding, que se pasaron toda la visita increpando a los agentes. Schumacher y Lipsky lograron mantener la sangre fría necesaria para encontrar (y confiscar) la escopeta Ruger M-77 con que Abe admitía haber disparado al lobo.

En cuanto a éste, pasó la noche en el congelador del garaje de Dan, encima de cajas de pizza compradas hacía meses. Al día siguiente lo enviaron a Ashland, Oregón, al laboratorio forense de Fauna y Flora, donde la autopsia mostró que el disparo le había destrozado por completo el corazón y los pulmones. Se encontraron trozos pequeños de una bala magnum de 7 mm, pero fue imposible encontrar el resto porque había atravesado todo el cuerpo del animal hasta salir por la parte posterior.

Los científicos de Ashland realizaron pruebas de ADN, averiguando que el lobo no tenía relación con los que andaban sueltos por Yellowstone e Idaho. Le encontraron una etiqueta en la oreja, y gracias a ella supieron que procedía de un rincón remoto de la Columbia Británica; es decir, que había cubierto una distancia superior a trescientos kilómetros. También descubrieron que le faltaba un dedo en la pata delantera derecha. La cicatriz apuntaba a que había caído en una trampa, de la que había conseguido soltarse. Uno de los científicos formuló la hipótesis de que la mutilación había afectado a su habilidad para cazar ciervos o alces, llevándolo a las reses, presas más fáciles.

En principio Abe afirmó haber disparado contra el lobo porque estaba atacando a un ternero en un prado a sólo doscientos metros de su casa. Más tarde admitió que el lobo todavía no había atacado, pero sostuvo que tenía intención de hacerlo. Dijo haber visto dos, y lamentó no haber matado al otro. Se declaró inocente, y dispuesto a llevar el caso al Tribunal Supremo; pero no quería que lo defendiera nadie, por ser de la opinión de que los abogados no eran más que lobos con traje.

Entretanto, y a falta de que se publicase el artículo de Time, los hijos de Harding contribuían a convertir a su padre en un héroe popular.

Encargaron dos mil camisetas con el semblante huraño de Abe y, detrás, la inscripción «Miembro oficial del BALA (Bloque por la Aniquilación del Lobo en América)». Fueron puestas a la venta en El Último Recurso a quince dólares y en dos días se habían agotado. La segunda tirada, de quinientos, estaba a punto de seguir el mismo camino, a diferencia de las tazas («Abe Harding, el héroe de Hope»), que no tenían tanta salida. Bill Rimmer había comprado una de cada para Dan, que, si bien todavía no se había puesto la camiseta, usaba la taza para beber café en el desayuno.

A diferencia de sus congéneres del resto del estado, y para alegría de Dan, los lobos de Hope (los que quedaban) apenas daban señales de vida. Dan no estaba dispuesto a permitir que Buck Calder lo empujara a tomar medidas sin haber obtenido pruebas del comportamiento dañino de los lobos. Además, ya tenía bastantes problemas.

Por cada llamada de un ranchero indignado que lo acusaba de ser demasiado blando recibía otra de un defensor de los derechos de los animales que lo trataba de asesino por haber firmado las sentencias de muerte de nueve lobos. Había cuatro demandas en marcha, dos de asociaciones ganaderas que pretendían dar fin al programa de repoblación por considerarlo anticonstitucional y dos de grupos ecologistas cuyo objetivo era impedir por la vía judicial «nuevas acciones ilegales de control letal».

El día después de la reunión, Mundo Abierto a los Lobos había enviado a Hope a un grupo de activistas, con el encargo de realizar una encuesta a domicilio. Dan recibió varias llamadas de gente furiosa. Un ranchero amenazó con pegarles un tiro a la que volvieran a llamar a su puerta. Los llamó «pandilla de rojos terroristas con melenas», y cuando Dan fue a ver a los encuestadores, pensó que el ranchero tenía su parte de razón. Lo que hizo fue hablar con el coordinador regional de Missoula y darle a entender con buenas palabras que en Hope ya había bastantes cosas que andaban MAL, y que quizá la mejor manera de sobrevivir para los lobos fuera no asomar demasiado la oreja.

Lo último que necesitaba eran más problemas. En el fondo, pensaba que quizá Abe les hubiera hecho un favor a todos matando al espécimen más conflictivo. Los rancheros ya no estaban tan enfadados por haber perdido a sus terneros. Al menos Helen podría tomarse un respiro, y con algo de suerte tener suficientemente vigilado al resto de la manada para evitar nuevos incidentes.

Estaba un poco preocupado, porque no la había visto desde la noche de la reunión, y hacía tres días que no lo llamaba ni contestaba a sus mensajes. Estuvo a punto de ir a verla a la cabaña, pero entonces recibió una llamada suya diciendo que acababa de pasar una gripe. A juzgar por la voz no estaba muy animada, tal vez por las secuelas de la enfermedad. Helen añadió que la había estado cuidando Luke, el hijo de Calder, un muchacho encantador. Dan no pudo evitar una punzada de celos.

Lo que no veía tan claro era que Luke ayudara a Helen a poner trampas y seguir la pista a los lobos. Por supuesto que después del clima hostil de la reunión y el incidente del buzón era mejor que no estuviera sola, pero el hecho de que su ayudante fuera hijo de Buck Calder no resultaba demasiado tranquilizador. Así se lo había dicho por teléfono, al oír la noticia de su boca.

—¿No es como dormir con el enemigo?

—Perdona, pero yo no estoy durmiendo con nadie.

—No lo decía en ese sentido, Helen...

—¡Oye, que sólo me está echando una mano! Deberías estarle agradecido.

—Ya, pero ¿y si dice a Calder dónde están tus trampas, o...?

—¡Venga ya, Dan! Eso son tonterías.

Se produjo un silencio incómodo. Desde su enfermedad Helen estaba cambiada; cada vez que hablaba con ella por teléfono la notaba susceptible o distante.

—Perdona —dijo—. Es buena idea.

Ella no contestó. Él la imaginó sentada a solas en la cabaña, rodeada de bosque y oscuridad.

—¿Estás bien, Helen?

La réplica fue cortante.

—Sí, muy bien. ¿Por qué?

—No, por nada; es que no tienes voz de estar muy contenta.

—¿Es obligatorio? ¿Era una de las condiciones? «Los biólogos con contrato temporal tendrán que estar de buen humor a todas horas.»

—Pues sí, mira.

A Dan le pareció oír una especie de risa. Ella dejó pasar unos segundos y añadió con tono conciliador:

—Perdona. Debe de ser que me faltan ángeles.

—Me preocupas.

—Ya lo sé. Gracias.

—De nada. Oye, te he conseguido una motonieve.

—¿En el mismo sitio donde compraste la camioneta?

—No, ésta es nueva; bueno, casi. Te va a hacer falta dentro de nada. ¿Te parece que te la suba el fin de semana?

—Perfecto.

Dan le dijo que se cuidara. Después de colgar se quedó un rato pensando en ella, mientras el héroe de Hope, Abe Harding, lo miraba con ceño desde la taza de café.

Se propuso volver a invitarla a cenar, pero esta vez a un sitio más agradable. Desde la primera cena no había salido con nadie. Tras muchas vacilaciones se había atrevido a llamar a Sally Peters para quedar con ella, pero al final se había visto obligado a anular la cita por segunda vez. Al día siguiente la había llamado para pedirle disculpas. Sally le había dicho que daba pena, y que a ver cuándo empezaba a vivir.

Dan tuvo que reconocer que no le faltaba razón.

Kathy desabrochó el cinturón de seguridad del pequeño Buck y cogió al niño en brazos. Un poco más adelante, Ned Wainwright, el habitante más viejo de Hope, estaba siendo sometido a una entrevista por el enésimo equipo de televisión. Los muy pesados llevaban dos semanas invadiendo la ciudad, y la gente empezaba a cansarse, Kathy incluida.

Al acercarse a Paragon oyó a Ned pontificando sobre por qué al gobierno federal le gustaban los lobos.

—Está clarísimo. Quieren cargarse a todos los ciervos y alces para que ya no podamos cazarlos. Después dirán que como ya no queda nada que cazar no hacen falta armas, y las prohibirán. Lo que quieren es quitarnos las armas.

A Kathy le pareció una solemne estupidez, pero el reportero de la tele asentía como si tuviera delante a un sabio. Al verla pasar, un miembro del equipo le sonrió. Kathy se quedó seria.

—¿No tienen noticias más importantes que cubrir? —les preguntó, y entró en la tienda de objetos de regalo sin darles tiempo de contestar.

Como su madre decía maravillas sobre las novedades que había pedido Ruth para la campaña de Navidad, Kathy, movida por la lealtad, había decidido comprar el máximo de regalos en Paragon. Todavía faltaba mucho para las fiestas, pero le gustaba organizarse. Había escogido aquella mañana por ser el día en que su madre se iba de compras a Helena.

Ruth la recibió efusivamente, e insistió en quedarse con el niño mientras Kathy echaba una ojeada.

—¿No estás histérica con tanta gente de la tele? —preguntó Kathy.

—Para nada. Compran. Se llevan todo lo que tenga lobos.

—No se me había ocurrido. ¡Pues menos mal que a alguien le aprovecha!

No tardó en encontrar lo que quería: un chaleco de piel para Clyde, una caja de madera y latón para los puros de su padre y un par de collares de plata la mar de monos para su madre y Lane. A Bob, el marido de Lane, le compró un libro sobre el arte de las tribus indias, y a Luke una cinta de crin de caballo trenzada para poner en el sombrero.

Se negó a que Ruth le hiciera un descuento, pero no a que la invitara a un café. Mientras Ruth lo preparaba, Kathy se sentó en la barra con el bebé encima de las rodillas.

—¿Sabes a quién se le ocurrió poner cosas con lobos en el escaparate? A tu madre. ¡Y fíjate si se han vendido!

—¿En serio?

—Sí. Es muy inteligente.

—Siempre lo ha sido.

—Es un encanto de mujer.

Siguieron hablando de la madre de Kathy, y después, mientras tomaban café, de los padres de Ruth. Su padre había muerto años atrás. Su madre estaba casada por segunda vez y vivía en Nueva Jersey, donde llevaba una vida social de infarto.

—No tiene nada que ver con Eleanor —dijo Ruth—. A tu madre siempre se la ve muy tranquila, muy puesta. La mía es como un huracán. Una vez subió corriendo al piso de arriba después de una pelea tremenda y se encerró en el lavabo. Tuve que convencerla de que saliera. Debía de tener quince años, y mientras hablaba con ella pensé: No, esto no me cuadra. Aquí la adolescente soy yo.

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