Authors: Nicholas Evans
—¿Se puede saber qué lleva?
—Parece una alfombra.
Harding había dejado atrás a los alborotadores y recorría el pasillo formado por las sillas, cuyos ocupantes se habían levantado para verlo mejor. Llevaba un impermeable amarillo, largo y mojado, que hacía ruido al caminar. Como no llevaba sombrero se le veía el cabello gris, totalmente despeinado.
Nadie hablaba. Todas las miradas estaban fijas en él. A cada paso que daba en dirección al estrado, sus espuelas hacían un ruido metálico. La cara de loco con que miraba a Helen habría resultado cómica de no dar tanto miedo. Ella rogó que los dos agentes especiales de Dan tuvieran sus armas a punto.
Cuando tuvo a Harding delante, encima del estrado, se fijó por primera vez en que le caía sangre por el impermeable, y acabó por reconocer el bulto que llevaba al hombro, cubierto de pelo negro.
—Tenga su maldita verificación —dijo Harding.
Y, descargando del hombro al lobo muerto, lo dejó caer encima de la mesa.
Cuando Helen y Bill Rimmer consiguieron salir de la sala de actos, la calle mayor parecía un campo de batalla. Estaba bloqueada por cuatro coches patrulla; otro, el quinto, intentaba abrirse paso con la sirena sonando. Las luces rojas rebotaban por los escaparates, haciendo que los charcos parecieran de sangre. La lluvia había cobrado la intensidad de un monzón. Helen quedó calada hasta los huesos en unos segundos.
Un policía con megáfono pedía a la gente que circulase, y casi todos obedecían, saltando por los charcos en dirección a sus coches. Helen divisó a Dan al otro lado de la calle, al lado de los dos agentes especiales. Estaban discutiendo con uno de los policías que habían arrestado a Abe Harding.
Después vio a Harding con su impermeable amarillo y las manos esposadas por detrás. Lo estaban metiendo en uno de los coches patrulla, mientras sus hijos increpaban a los otros dos policías que les impedían acercarse a él. Algo más allá, bajo el soportal del colmado de los Iverson, Buck Calder concedía una entrevista a la reportera de televisión.
—¿Estás bien? —preguntó Bill Rimmer, mirándola.
—Creo que sí.
Al arrojar el lobo sobre la mesa Harding había armado un buen alboroto. Uno de los del MAL se había enzarzado en una pelea con los dos leñadores, aunque la gente los había separado sin que la cosa llegara a mayores. Durante el caos subsiguiente Helen se había visto empujada contra la pared, y un ranchero corpulento la había pisado sin querer. Aparte de eso sólo se había llevado un buen susto.
—Parece que Dan tiene problemas —dijo Rimmer; y, encogiendo los hombros para protegerse de la lluvia, cruzó la calle con Helen detrás.
—¡No es necesario! —decía Dan al policía.
—Este hombre ha atacado a un agente de policía. Además, fue usted quien pidió refuerzos.
—Sí, pero ¿por qué se lo llevan? No iba a marcharse. Sólo servirá para convertirlo en un mártir. ¡Si es que es justo lo que quiere, caramba!
De todos modos era demasiado tarde. El coche en que habían metido a Abe acababa de arrancar con la sirena puesta, abriéndose camino por una multitud cada vez menos nutrida.
De repente Helen distinguió a Luke a la luz de los faros. Se estaba acercando por la calle, pero no la había visto. Parecía estar buscando a alguien.
—¡Luke!
El muchacho se volvió y la reconoció. Llevaba un impermeable marrón con el cuello subido. Estaba triste y pálido. Cuando llegó delante de Helen intentó sonreír, y la saludó con un gesto de cabeza que hizo caer un chorro de agua del ala de su sombrero.
—Te estaba bu... bu... buscando.
—Yo también, pero dentro de la sala. ¿Has visto lo que ha pasado?
Luke asintió y, mirando de reojo a su padre y la reportera, dijo:
—No puedo que... que... quedarme. —Sacó algo del bolsillo del impermeable y se lo dio a Helen—. Toma. Lo he encontrado al lado del camino.
Era una carta. Aunque el sobre estaba manchado de barro y se había corrido la tinta, Helen reconoció la letra de Joel. El corazón le palpitó.
—Te... tengo que irme.
—Bueno, pues adiós... y gracias.
Luke asintió con la cabeza y se alejó.
—¡Luke! —lo llamó Helen.
El chico la miró. De repente Helen cayó en la cuenta de cómo debía sentirse por lo del lobo.
—¿Vendrás a verme?
Él negó con la cabeza.
—No pu... puedo.
Y se alejó bajo la lluvia, confundiéndose con la muchedumbre.
Hospital Mwanda,
Kagambali,
16 de septiembre
Querida Helen:
¿Qué, ya los has atrapado? ¿No? Bueno, pues voy a decirte lo que tienes que hacer: consigues una cuba de metal, pero que sea grande, ¿vale? En principio, con dos metros de hondo y dos y medio de ancho debería bastarte. Después plantas una barra con un bidón de gasolina que gire, y cuelgas lo siguiente: un alce muerto. El método tiene el sello de calidad Latimer y hace siglos que se utiliza en Carolina del Norte, lo cual explica que sea un estado donde haya tan pocos lobos. Infórmame del resultado, ¿vale?
Me ha gustado lo de la cabaña. En casa de mi abuela había un sótano igual, lleno de arañas y bichos. De niño me escondía dentro para pegar un susto a mis hermanas cuando pasaran. (Pues sí, lo siento pero era de esa clase de niños. ¿A que no te lo imaginabas?)
Helen rió a carcajadas. Estaba sentada encima de la cama. Nada más recibir la carta de manos de Luke se había alejado del estropicio de la calle mayor, poniendo rumbo a la cabaña con el corazón rebosante de alegría. Por fin le había escrito.
Había retrasado lo más posible el momento de abrirla, como hacen los niños cuando se ponen delante del árbol de Navidad y miran los regalos. La había dejado sobre el cojín y había iniciado el ritual de todas las noches: sacar a
Buzz
a hacer pipí (le costó arrastrarlo bajo la lluvia), cepillarse los dientes y preparar un poco de té. Después se había desnudado y se había puesto la holgada camiseta que le servía de pijama. Una vez en la cama, con su té y su foco en la cabeza, pensó en poner una de las óperas de Joel, por ejemplo Tosca, pero no quiso desafiar a la suerte.
Cogió la taza de té y bebió un poco, moviendo la cabeza para iluminar a
Buzz
, que dormía acurrucado delante de la estufa. Arrebujada en su saco de dormir, con la espalda contra la pared de la cabaña y un cojín en medio, Helen se quedó sentada con la carta en las rodillas, oyendo caer la lluvia encima del tejado y sintiéndose próxima a la más absoluta felicidad.
Esto de aquí es una locura, y parece que va a peor. La A.C.L. ha empezado otra tanda de limpieza étnica a unos ciento cincuenta kilómetros de donde estamos, y cada día recibimos a más de mil refugiados, todos ellos en pésimas condiciones. Hay fiebre tifoidea, malaria y casi todos los horrores tropicales de que hayas oído hablar. Por suerte todavía no se ha declarado ningún caso de cólera.
Para colmo, y como era de esperar, no tenemos suficientes medicamentos ni comida. De los niños que llegan aquí (hay centenares que no lo consiguen, quizá hasta miles), muchos llevan semanas sin comer. Están cubiertos de moscas, y tienen unos brazos y piernas que parecen palos. Da mucha pena. Lo increíble es que algunos todavía se acuerdan de sonreír.
Anoche tuvimos un drama en lo que antes eran los jardines del hospital, que es donde viven casi todos los voluntarios de los grupos de ayuda. Las condiciones son tirando a elementales, por decirlo con buenas palabras; o sea, chabolas sin puertas ni ventanas, camas plegables y una mosquitera con muy pocos agujeros (eso si tienes suerte). Bueno, pues resulta que a un alemán, Hans-Herbert, le entró sueño y se fue a dormir temprano, justo después de cenar. Un par de horas más tarde, cuando sus compañeros de chabola se fueron a acostar, vieron que el alemán se había dormido con un brazo colgando de la cama, y que (espero no asustarte, Helen) una boa constrictor estaba empezando a tragárselo. ¡¡Ya había pasado del codo, y el pobre Hans-Herbert seguía durmiendo como un tronco!!
Intentaron despertarlo con suavidad, pero imagínate cómo se pondría el pobre. Le inyectaron un sedante (¡a la boa también!), y alucina: consiguieron quitarle la serpiente del brazo. Los jugos digestivos ya habían empezado a surtir efecto en los dedos y la mano, pero aparte de que a lo mejor tengan que ponerle algún que otro injerto de piel, está bastante bien. La serpiente no tanto. La dejaron al lado del río (mucho me temo que sin etiquetas ni collares transmisores), pero justo después la cogieron unos niños de uno de los campamentos, y esta mañana la han guisado para desayunar.
¿Qué, cuál es la mejor anécdota de serpientes, ésta o la de los viejos de Georgia que tenían una pitón debajo de la casa? A mí me parece que ésta.
No recibimos gran parte de la comida (y fármacos) que dicen que nos envían. O la roban funcionarios corruptos en la pista de aterrizaje o la A.C.L. secuestra los camiones antes de que lleguen al campamento. Lo normal es que se queden el cargamento, pero hay veces en que intentan vendérnoslo y no tenemos más remedio que seguirles el juego.
Los últimos que vinieron a negociar eran un grupo de chiquillos de doce y trece años con uniformes de combate y cartucheras. Había uno muy enclenque que no tendría más de diez años; llevaba una ametralladora M16 y casi no podía con su peso. Lo peor son los ojos. Te preguntas qué horrores hay que haber visto o cometido para que se te pongan así.
¡Ya ves, nos lo pasamos en grande!
La verdad es que tampoco está tan mal, sobre todo porque estoy trabajando con gente increíble. Ésa es la razón principal de que te haya escrito, Helen. Me va a costar decírtelo...
Helen notó un nudo en el estómago. Dejó la taza en el suelo por miedo a que se le cayera. No, Joel, suplicó para sus adentros. No lo digas, por favor. El corazón le latía como un bombo. Hizo el esfuerzo de seguir leyendo con manos temblorosas.
Marie-Christine lleva seis meses en el campamento. Es belga, pero vive en París. De formación es pediatra, aunque aquí hay que hacer un poco de todo. Tardamos un poco en conocernos porque...
Helen arrojó la carta al suelo. ¿Por qué tenía que leer esas tonterías? ¿Cómo se le había ocurrido que podía contárselo con pelos y señales? Sí, claro, seguro que Marie-Christine, tan mona ella, era una fiera en la cama y una Teresa de Calcuta en el trabajo; todas las virtudes resumidas en una elegante muñequita con marca de París. ¿Cómo podía tener tanta caradura?
Se quedó sentada, siguiendo con la mirada el haz de luz, que proyectaba un círculo encima de la puerta. ¡Qué estupidez! Al final no pudo evitarlo: cogió la carta y siguió leyendo.
... porque se había tomado unos días de vacaciones no sé dónde. Pero cuando nos presentaron... ¡Helen, no sabes lo difícil que me resulta decírtelo! Fue como si ya nos conociéramos.
Aquello le sonaba. Siguió leyendo por encima en busca de alguna referencia a «almas gemelas», pero no la encontró; mejor, porque seguro que se habría puesto a chillar y romperse el puño contra la pared.
El caso es que acabamos trabajando juntos al frente de la unidad móvil que hacía rondas diarias por todos los campamentos de refugiados. Eso me permitió darme cuenta de la mano que tiene con los niños. Es increíble. No hay ninguno que no la adore. No sé, Helen; quizá no haya hecho bien en contártelo, pero quiero hacerlo y siento que me lo permite el haber tenido una relación tan estrecha contigo, y haber compartido tantas cosas buenas.
En conclusión, que dentro de dos semanas Marie-Christine y yo...
—No —sollozó Helen—. No lo digas, Joel.
... nos casaremos.
Helen arrugó la carta y la lanzó al otro lado de la habitación.
—¡Cabrón de mierda!
Cubriéndose la cara con las manos, se quitó el saco de encima a base de patadas.
Buzz
, que también se había levantado, empezó a ladrar.
—¡Cállate, bicho asqueroso!
Helen dio tumbos en la oscuridad hasta llegar a la puerta de la cabaña. Abrió la puerta de golpe y echó a correr sin rumbo bajo la lluvia.
Como iba descalza resbaló en el barro y cayó de bruces, dando con la cara en tierra. Permaneció así un buen rato, jadeando, insultando a Joel, insultándose a sí misma y maldiciendo el día en que había nacido.
Después se incorporó y se quedó sentada con los hombros caídos, cubriéndose la cara con manos enlodadas.
Llovía a mares.
Helen lloraba.
Buck pensó que a fin de cuentas la noche no había estado nada mal. Se hallaba en los servicios de El Último Recurso, aligerando la vejiga. Tenía un cigarrillo en la boca y una mano contra la pared, donde un valiente historiador ya había garabateado: ABE HARDING PRESIDENTE.
Buck llevaba una hora en el bar, charlando con sus incondicionales. Como ya no había nada que ver, todo el mundo había entrado a tomar una copa. Buck nunca había visto tanta gente en el local, ni tanta animación. Hasta las cabezas de ciervo que colgaban de la pared ponían cara de estar divirtiéndose.
El éxito de la reunión había superado todas sus expectativas, hasta el punto de hacerle sentir nostalgia por los tiempos en que era legislador del estado. La llegada de aquellos ecologistas melenudos lo había pillado por sorpresa, pero estaba contento de haber contado con su presencia, porque habían hecho un ridículo espantoso.
¿Y lo de Abe con el lobo? ¡Vaya numerito! Publicidad de la que no se compra. A Buck no se le olvidaría nunca la cara que había puesto Helen Ross al ver caer el lobo encima de la mesa, justo delante de sus narices. ¡Qué noche, por Dios!
Se subió la cremallera y volvió a la barra. Entregó un billete de cincuenta dólares a Lori, la camarera, y le dijo que sirviera una ronda a todos los presentes. Después se despidió, prometiendo a los hijos de Harding que haría unas llamaditas a Helena y que tendrían a su padre en casa lo antes posible. El pobre Abe debía de estar compartiendo celda con un montón de drogadictos enfermos de sida.
Antes, sin embargo, tenía otra cosa que hacer.
Durante la reunión había visto a Ruth, pero estaba sentada demasiado cerca de Eleanor y Kathy para hablar con él a solas. La estrambótica ocurrencia de Helen de convertirse en su socia estaba empezando a entorpecer la vida amorosa de Buck. ¡Casi hacía dos semanas que no se daban ni un beso furtivo! Ruth siempre le salía con alguna excusa, por lo general relacionada con Eleanor: que si hacer las cuentas, que si esto, que si lo otro...