Tierra de Lobos (30 page)

Read Tierra de Lobos Online

Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
13.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No se preocupe.

Helen sacó otro cigarrillo. Calder le cogió las cerillas y se lo encendió. Ella le dio las gracias. Guardaron silencio.

—Luke se sabe las montañas al dedillo —dijo Helen.

—Seguramente.

—Y mi trabajo se le da muy bien.

—Sí, es un melenudo nato.

Rieron.

—¿También le viene de su madre?

—Supongo. Es una mujer de ciudad.

—Que es lo que somos todos los melenudos, claro.

—Eso parece.

Calder sonrió y se dispuso a beber, mirándola por encima del vaso. De repente, y muy a su pesar, Helen comprendió el éxito de Buck Calder con las mujeres. No se debía a su aspecto físico, aunque supuso que no estaría mal para quien tuviera interés por los hombres maduros. El secreto era su aplomo. Irradiaba una tremenda confianza en sí mismo. Según como se mirara, su manera de concentrar la atención en una mujer podía parecer insolente, por no decir cómica; pero Helen imaginó que debía de haber muchas mujeres dispuestas a verlo desde otra perspectiva y sentirse halagadas por ello.

Tras pedir dos bebidas más sin consultarla, Calder cambió de tema y se interesó por su vida: Chicago, su trabajo en Minnesota, su familia, y hasta las inminentes segundas nupcias de su padre. Saltaba a la vista que estaba echando mano de otra de sus técnicas de seducción, pero lo hacía con tal desenvoltura, dosificando tan bien sus muestras de empatia, que Helen tuvo que esforzarse para no revelar cosas que pudiera lamentar a la mañana siguiente, cuando estuviera sobria.

—¿Le molesta que su prometida sea tan joven?

—¿Comparada con mi padre o conmigo?

—No sé... Con los dos.

Helen meditó su respuesta.

—Conmigo no, al menos que yo sepa. Con él... pues sí, para qué mentir. No sé por qué, pero me molesta.

—A veces enamorarse es inevitable.

—Ya, pero ¿por qué no escoge a alguien de su edad?

Calder se echó a reír.

—Que por qué no se hace mayor, vaya.

—Exacto.

—Mi madre solía decir que los hombres nunca se hacen mayores, sólo más gruñones. Todos llevamos un niño dentro, y sigue con nosotros hasta que morimos, berreando: «Quiero esto, quiero lo otro.»

—¿Y las mujeres no quieren nada?

—Seguramente sí, pero cuando no les dan algo lo aceptan mejor que los hombres.

—¡Vaya!

—Yo creo que sí, Helen. Creo que hay cosas que las mujeres ven más claro que los hombres.

—¿Como qué?

—Como que querer algo puede ser mejor que tenerlo.

Se miraron. Helen se estaba llevando la sorpresa de descubrir en Calder a un filósofo, aunque, como siempre, sus palabras daban la impresión de tener un sentido oculto.

Ethan Harding y sus amigos leñadores pasaron por la barra de camino a la puerta. Ethan saludó a Calder con la cabeza, pero ni él ni sus compañeros miraron a Helen.

Ella miró alrededor y comprobó que se había marchado mucha gente. Llevaban casi una hora hablando. Dijo que tenía que marcharse, y resistió los intentos de Calder de invitarla a la última copa. Ya había bebido demasiado. No había más que ver cómo se movían las paredes desde que estaba de pie.

—Me lo he pasado muy bien —dijo Calder.

—Y yo.

—¿Podrá conducir? Yo no tengo inconveniente en...

—Estoy bien —repuso demasiado rápido.

—La acompaño a la camioneta.

—No, gracias. Estoy bien.

Gracias a Dios, estaba lo bastante sobria para darse cuenta de que no le convenía que la vieran salir del bar con Calder. Ya tenía bastante con las habladurías que iban a circular desde esa noche.

La calle estaba vacía. Se respiraba un aire fresco, delicioso. Helen abrió el bolso y buscó las llaves de la camioneta. Después de vaciar el bolso encima del capó, las encontró en el bolsillo de su chaqueta. Tras arreglárselas para dar la vuelta sin chocar con nada, salió de la ciudad a paso de tortuga; aunque ya era consciente de haber hecho el ridículo, todavía estaba lo bastante borracha para no preocuparse de ello. Recordó vagamente que la vergüenza y los reproches sólo llegan con la resaca.

Mientras hacía lo posible por seguir la trayectoria oscilante de los faros, se acordó del vuelo que tenía previsto con Dan, y de que los aviones pequeños no congenian demasiado con las resacas.

Ya se divisaba la fila de buzones. Helen llevaba tres días sin abrir el suyo. Unas horas antes, al bajar a la ciudad, había decidido esperar hasta la vuelta por miedo a que la falta de cartas le estropeara el buen humor. Estando borracha no se lo tomaría tan mal.

Cuando estuvo cerca vio algo blanco en el camino, y no tardó en adivinar de qué se trataba. Dejó los faros encendidos y bajó de la camioneta.

Era su buzón, con el soporte de metal torcido y la caja aplastada. Parecía que alguien la hubiera chafado con algo y después, para rematar la faena, hubiera pasado encima con el coche. Los demás buzones estaban intactos.

Iluminada a medias por los faros, Helen se puso de pie, contemplando el desastre con ceño. Aún tenía problemas de equilibrio, pero se estaba serenando por momentos. El motor de la camioneta traqueteó y se paró. Oyó gemir el viento por primera vez. Había cambiado. Era más frío que antes, y soplaba del norte.

Un coyote aulló en el bosque y calló de repente, como si lo hubieran regañado. Helen miró la punta de su sombra, que cubría la grava del camino hasta confundirse con la oscuridad de la noche. Le pareció ver algo blanco. Se fijó mejor, pero ya no estaba.

Dio media vuelta y regresó a la camioneta. Justo en ese momento la carta volvió a dar un tumbo, con la diferencia de que esta vez pasó desapercibida. Después el viento la hizo girar y se la llevó volando.

Capítulo 19

Dan Prior no era un hombre religioso. A lo más que llegaba su indulgencia era a considerar la fe como un obstáculo para el conocimiento, una excusa para no enfrentarse al presente. A nivel más práctico, era de la opinión de que cuando hay algo que arreglar vale más intentarlo uno mismo que dejarlo en manos de alguien a quien nunca se ha visto, y que hasta puede no presentarse.

Había, sin embargo, dos ocasiones excepcionales en que Dan recurría a la oración. La primera era los sábados por la noche, cuando su hija tardaba más de lo convenido y no llamaba (se había convertido en algo tan habitual que Dios no tardaría en considerar a Dan como un nuevo recluta). La segunda era cuando volaba, y por pura lógica: a miles de metros de altitud en poco podía ayudarse uno a sí mismo, y si por casualidad había Alguien ahí arriba, al menos se estaba bien situado para captar su atención.

Dan estaba procurando que el Cessna no cediera al viento huracanado del norte, y por una vez no rezó ni por su seguridad ni por la de Helen. Escudriñando las zonas más altas del valle de Hope, comprobó hasta qué punto había corrido la voz sobre las supuestas pérdidas de Abe Harding. Por todas partes había ganaderos reuniendo a las reses para hacerlas bajar de sus pastos de verano. Así pues, Dan recurrió al tono del salmista para implorar al Señor que todos los rancheros que se veían desde la avioneta, montados en caballos que parecían garrapatas, encontraran sano y salvo a su ganado.

Después de ver que la sombra de la avioneta adelantaba al último jinete, Dan volvió a mirar hacia adelante. Las montañas describían una curva hacia el norte, semejantes a una columna vertebral en estado fósil con las vértebras espolvoreadas de nieve reciente. El viento había despejado el cielo, barriendo las últimas brumas estivales y dejándolo de un azul nítido y sin confines. Con ese color, tenía uno la sensación de poder hacer un viaje de ida y vuelta a la luna sin más requisitos que algo más de gasolina.

Dan se guardó su lirismo para sí, consciente de que Helen no se hallaba en condiciones de valorarlo. Estaba encorvada en el asiento de al lado, explorando las ondas y ocultando su resaca bajo unas gafas de sol y una gorra vieja de los Minnesota Timberwolves. Cada vez que la miraba de reojo, Dan tenía la sensación de que su cara había adquirido un tono verde todavía más ceniciento.

Helen había llegado al aeródromo de Helena con un vaso grande de café comprado de camino, avisando a Dan que no estaba de humor para bromas. Su estado era tan deplorable que al detectar la primera señal, tres o cuatro kilómetros al sur de Hope, hizo un gesto de dolor y bajó el volumen.

La señal procedía del macho joven. Cambiando de frecuencia, Helen no tardó en captar la de la madre. La intensidad de ambas llegó a su ápice al sobrevolar Wrong Creek; era bueno que así fuera, puesto que significaba que estaban lejos del ganado. Parecían hallarse en la vertiente norte del cañón, sin duda descansando, a unos dos kilómetros de donde Helen había cogido al macho. No obstante, la avioneta llevaba tres pasadas y seguían sin localizarlos.

Haciendo salvedad de algún que otro prado de humildes proporciones, el cañón era muy frondoso, y por mucho que el viento estuviera desnudando a los álamos temblones de sus luminosas hojas amarillas, pinos y abetos formaban una capa verde impenetrable. Para colmo no era ése el único refugio a disposición de los lobos, puesto que las rocas ofrecían cientos de escondrijos.

Al llegar al final del cañón, Dan volvió a subir y dio media vuelta, quedando bruscamente a merced del viento. La avioneta dio un tumbo como el de un coche al pasar por un bache, haciendo que el piloto diera gracias por no haber desayunado.

—¡Dios santo, Prior!

—Perdona.

—Veo que tu técnica de piloto no ha mejorado.

—Lo mismo digo de tu resaca.

Esta vez Dan voló más bajo, pasando por encima de la cresta sur del cañón y ladeando la avioneta para que Helen tuviera mejor perspectiva. Las señales de la antena de estribor fueron cobrando intensidad, hasta que Helen señaló algo con el dedo.

—Ya la veo.

—¿La hembra?

—Como no haya otro del mismo color... Y los demás están ahí. Son cuatro. No, cinco.

Dan se inclinó a un lado, pero no consiguió verlos.

—¿Dónde?

—¿Ves esa plataforma de roca encima de los álamos? —Helen los estaba mirando con los prismáticos—. Sí que es ella. Lleva collar. Y ése es el macho joven que atrapamos. Qué maravilla, ¿no?

—¿Dices que el chico de los Calder cree que hay un total de nueve?

—Cuatro adultos y cinco cachorros.

—¿Ves al jefe de la manada?

—No. Son demasiado grises y pequeños. Parece que hay cuatro cachorros y los dos a los que pusimos collar.

Helen cogió la cámara y Dan voló en redondo para que pudiera hacer fotos con el teleobjetivo. Los lobos descansaban al sol y no se mostraron demasiado inquietos por la avioneta hasta la tercera pasada, durante la cual la madre los obligó a levantarse y meterse en el bosque.

Dedicaron un rato a seguir sobrevolando el cañón y las zonas colindantes, con la vana esperanza de divisar a los otros tres. Durante el trayecto de regreso al aeródromo Helen tomó nota de lo que habían visto, apuntando la hora y la referencia del mapa. Tenía la cara menos verde que antes.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó él al ver que había terminado.

—Sí, y perdona que sea tan cascarrabias.

Dan se limitó a sonreír. No volvieron a hablar durante el resto del viaje. Él se preguntó si su mal humor se debería a algo más que la resaca. La veía un poco triste y preocupada.

Después de aterrizar fueron al despacho, cada cual con su coche. Helen no había vuelto desde el primer día, pero Donna la recibió como si fueran amigas del alma y llevaran años sin verse. Después la felicitó por la captura de los lobos. Dan le propuso llevar el carrete a la tienda de fotografía e ir a comer algo durante la hora que tardaría el revelado.

Bajaron a la tienda y después fueron a un bar situado a unas manzanas, donde servían buenos bocadillos de pavo y batidos. Durante la comida hablaron de lo que habían visto en el cañón.

—Estaría más tranquilo si también hubiéramos visto al macho dominante —dijo Dan.

—A lo mejor estaba y no lo vimos.

—Puede ser. Creo que prefiere estar más abajo, cerca de esos novillos tan jugosos.

—¡Vamos, Dan! ¡No irás a creer que a los terneros de Abe Hardíng se los comieron los lobos!

—¿Quién sabe?

—No es muy buen ganadero que se diga. Seguro que cada verano pierde la misma cantidad. Además, apuesto a que ni siquiera sabe cuántos eran al principio.

—Ya, pero si resulta que los lobos han matado terneros tendremos que hacer algo, ya lo sabes.

—¿Qué?

—¿De qué te sorprendes? Nuestro trabajo tiene una serie de reglas, Helen. No podemos improvisar sobre la marcha. Los lobos que se comen a las reses ponen en peligro al programa de recuperación.

—¿Qué quieres decir con «hacer algo»? ¿Trasladarlos?

—Antes quizá sí, pero ahora no. No hay donde ponerlos. Me refiero a control letal.

—¿Pegarles un tiro?

—Eso.

Ella sacudió la cabeza y apartó la vista. Despierta, Helen, se dijo. Estamos en el mundo real. Lee el Plan de Control.

Acabaron los bocadillos en silencio. Después recogieron las fotos y las miraron de camino al despacho. Algunas estaban bien. Helen dijo que no entraba. Había dejado a
Buzz
en la cabaña y tenía que revisar las trampas. Tratando en vano de mejorar el ambiente, Dan dijo que quizá hubiera cogido a los otros tres, los que no habían visto desde la avioneta. Ella ni siquiera sonrió.

La acompañó a la camioneta. El reencuentro no había cumplido sus expectativas. Lamentaba haberse excedido con su último comentario. Debía de ser el motivo de que la notara tan hostil. Su llegada a Montana le hacía pensar tontamente en la posibilidad de que ocurriera algo entre los dos. Más valía ir acostumbrándose a la idea de que no.

Helen subió a la camioneta y Dan se quedó a su lado mientras arrancaba.

—¿Qué, funciona?

—Es una porquería.

—Intentaré conseguirte algo mejor.

—Ya me las arreglaré.

—¿Estás bien?

—De fábula. —Viendo que no quedaba convencido, se ablandó un poco y le sonrió—. En serio, estoy bien. Gracias por preguntarlo.

—Para eso estamos. —Dan se fijó en que había algo en el asiento del pasajero—. ¿Y eso qué es?

—Mi ex buzón. Tengo que conseguir uno nuevo. —Le explicó lo sucedido.

—Mala cosa. ¿Tienes idea de quién puede haber sido?

Helen se encogió de hombros.

—No.

Other books

Leviathan Wakes by James S.A. Corey
1 - Warriors of Mars by Edward P. Bradbury
Writing from the Inside Out by Stephen Lloyd Webber
Bad Blood by Sandford, John
Shoeshine Girl by Clyde Robert Bulla
Shameless by Burston, Paul
The Color of Silence by Liane Shaw
Beating Heart by A. M. Jenkins