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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (36 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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En cambio, no se acordaba de aquel hombre tan parlanchín; claro que en los años cincuenta Buck Calder debía de ser muy pequeño, además de que en aquella época casi todo el trabajo de Lovelace se desarrollaba ya lejos de casa, en México o Canadá. En el cincuenta y seis se había casado con Winnie y se había mudado a Big Timber. Desde entonces casi nunca había ido a Hope.

—¿Qué, qué le parece?

—Matar lobos va contra la ley.

Calder se cruzó de brazos, apoyó la espalda en la mesa y sonrió. A Lovelace no le gustaba su aire de suficiencia.

—¿Y quién va a enterarse?

—Seguro que no les quitan los ojos de encima.

—En eso tiene razón. —Calder sonrió y guiñó el ojo a Lovelace—. Pero dispondría usted de información confidencial.

Acechó la reacción de Lovelace, pero el trampero no estaba para jueguecitos y aguardó a que Calder le aclarara lo que acababa de decir.

—Mi hijo está echando una mano a la bióloga y sabe dónde están los lobos, lo que hacen... Todo, vaya.

—Pues entonces no hace falta que le ayude nadie.

—Ya, pero mi hijo está más de acuerdo con ellos que conmigo.

—¿Y cómo se explica que vaya a darle la información?

—Ya se me ocurrirá algo.

La cabeza de ciervo casi estaba despellejada del todo. Lovelace dejó el cuchillo y separó la piel de la carne, retirándola con cuidado como una máscara.

—Veo que es todo un experto en taxidermia —dijo Calder—. En casa cazamos bastante. ¿También lo hace por encargo?

—Sólo para mis amigos.

No era verdad. Lovelace no había tenido más amigos que los de Winnie, y ninguno de ellos había llamado en varios meses. Tampoco le importaba.

—¿Y bien, señor Lovelace? ¿Qué contesta?

—¿A qué?

—¿Nos ayudará? Diga usted mismo lo que quiere cobrar.

Lovelace se puso en pie y llevó el cubo al fregadero de acero inoxidable que había al otro lado de la mesa de trabajo. Tiró la sangre y limpió los cuchillos, reflexionando sobre la propuesta.

Hacía tres años que no mataba lobos de forma ilegal, y dos de forma legal, en Alberta. Después de tanto tiempo insistiendo en que se retirara, Winnie había conseguido convencerlo; pero hacía seis meses, justo cuando Lovelace se estaba acostumbrando a no trabajar y hasta empezaba a disfrutar de ello, a Winnie le habían detectado un cáncer. Resultó que la metástasis se había propagado por todo su cuerpo, tan menudo, y tres semanas después estaba muerta.

A decir verdad, Lovelace notaba que le hacía falta trabajar. La oferta de Calder era la primera que le habían hecho desde el entierro. Las trampas colgadas en las vigas se habían oxidado, pero eso tenía fácil arreglo.

Secó los cuchillos y limpió de sangre el fregadero.

—¿Qué es ese alambre de ahí, el que tiene trocitos de metal colgando? Si no quiere no conteste.

Calder señalaba la pared del fondo, concretamente la parte de encima de los congeladores, donde Lovelace colgaba las cadenas, los ganchos y los rollos de cable de acero.

—Es para atrapar cachorros. Una idea de mi padre. Lo llamaba aro Lovelace.

Capítulo 23

Los lobeznos huérfanos de Hope casi habían cumplido cinco meses. Con sus cuerpos esbeltos y su pelaje cada vez más poblado de cara al invierno, eran prácticamente igual de grandes que los tres adultos. A casi todos se les habían caído los dientes de leche. Seguían quedándose rezagados durante la cacería y aún tenían mucho que aprender, pero cada día eran más atrevidos y astutos.

A esas alturas todos tenían un rango en la manada, y los más débiles se sometían a los más fuertes sin rechistar, tanto si jugaban como si descansaban o comían lo que habían cazado: echaban las orejas hacia atrás, metían la cola entre las piernas y, adoptando una posición sumisa, lamían y mordisqueaban las mandíbulas del hermano más fuerte, cuya postura erguida y cola poblada proclamaban su autoridad.

Desde la muerte de su padre, el temible cazador de terneros, tanto los lobeznos como los dos adultos jóvenes seguían el liderazgo de su madre. Sólo ella los despertaba de sus largas siestas y los reunía para cazar, sin prestar atención al collar que llevaba en el cuello; también era ella la que los guiaba en fila india por el bosque, a la luz del crepúsculo otoñal; ella, asimismo, la que se detenía a olfatear el aire frío de la noche, tratando de detectar el rastro de alguna presa; ella, en fin, la que escogía cuándo truncar la vida de seres menos fuertes y cuándo perdonarlos.

La hembra joven había sido la única ayudante de su padre a la hora de matar terneros, aunque todos los demás se hubieran alimentado de los despojos. Sólo ella había visto el disparo que había destrozado el corazón del jefe de la manada. Presa del pánico, había salido huyendo, y desde aquella noche parecía contentarse con obedecer las decisiones de su madre.

Bien por miedo, bien por tendencia innata, dichas decisiones consistían en alejarse de donde los hombres habían llevado a pacer a sus tontas reses, y preferirles como presas a los alces y ciervos en celo que bajaban inadvertidamente a sus dominios. Los alces machos se disputaban sus harenes con terrible vehemencia; su brama, y el entrechocarse de sus astas, retumbaban de monte a monte.

Pero los lobos no eran los únicos cazadores.

Los depredadores humanos habían subido a cobrar sus piezas. Hacía un mes que hombres vestidos de verde y marrón merodeaban por los cañones, con rostros manchados de barro y espaldas cargadas con arcos y afiladas flechas. Dejaban a su paso montones de visceras que los lobos comían a falta de presas propias, es decir, bastante a menudo.

Faltaba poco para que llegaran otros hombres vestidos de naranja chillón, hombres con armas de fuego. Algunos recorrerían los bosques en sus vehículos, disparando a cuanto se les pusiera a tiro. Los más románticos se impregnarían con sustancias olorosas segregadas por glándulas de ciervo, o cual silvestres sirenas imitarían la brama para atraer a los animales en celo.

Durante un mes todo sería una vorágine de apareamiento y muerte, mientras la vida era esparcida con ardiente desenfreno y cosechada a sangre fría.

Los dos cazadores avanzaban sin hablar por el sendero. Sólo se oía el ruido de sus botas de goma hundiéndose en el barro. Por encima de ellos, un empinado bosque de abetos desaparecía bajo un manto de niebla otoñal, presente en el cañón desde que había amanecido.

Iban pertrechados con equipo completo, incluidos rifles automáticos y cuchillos de sierra sujetos al cinturón. Los dos llevaban mochila, y portaban al hombro sendos rifles magnum. Faltaba un día para el inicio de la temporada de caza general, y ninguno de los dos parecía dispuesto a perderse un minuto de ella. Sin duda tendrían intención de acampar y salir de caza antes del alba.

En el asiento del copiloto de la camioneta, Helen acariciaba distraídamente la cabeza de
Buzz
, dormido en su regazo, mientras veía acercarse a los cazadores por el retrovisor.

No eran los primeros. Poco antes, un chico de unos dieciséis años se había interesado por lo que cazaban ella y Luke, y al oír su respuesta se había embarcado en una enardecida perorata sobre los lobos, diciendo que iban a exterminar a los ciervos y alces cuyos legítimos poseedores eran los cazadores como él. La expresión fanática de sus ojos había hecho pensar a Helen en los jóvenes soldados descritos por Joel en su carta.

Vio bajar a Luke del bosque, llevando al hombro las trampas que había subido a recoger. Era necesario retirarlas todas; en caso contrario se corría el riesgo de herir a algún cazador, con la mala publicidad que ello conllevaría (aunque, viendo acercarse a aquellos dos, Helen pensó que tampoco era tan mala idea).

Al regresar al camino, Luke coincidió con los cazadores. De repente
Buzz
los oyó y se puso a ladrar y gruñir. Helen le hizo callar y subió la ventanilla.

Los cazadores estaban mirando las trampas que Luke dejaba en la plataforma de la camioneta, donde ya había varias. Ella creyó reconocer a uno de los que habían participado en la reunión de Hope, y lo saludó con una sonrisa. El cazador le devolvió el saludo con frialdad, y, recorridos unos metros, volvió la cabeza. El otro le había dicho algo que Helen no entendió. Los dos se echaron a reír. Luke se puso al volante.

—Vaya par de gilipollas —dijo Helen.

Luke arrancó.

—¿Nunca has ca... cazado? —preguntó sonriente.

—No, pero conozco a muchos biólogos que sí, y de los buenos. Por ejemplo Dan Prior. Era un gran cazador. ¡Cuántas horas pasamos discutiendo cuando trabajábamos en Minnesota!

Adelantaron a los cazadores, no sin que Helen volviera a sonreírles.
Buzz
gruñó.

—Dan siempre decía que el ser humano es un depredador, y que no debería olvidársele; según él, nuestro mayor problema en tanto que especie es que nos hemos alejado de nuestra naturaleza profunda. Yo a veces pienso que sí, que tiene razón, y otras que sólo es una buena excusa para hacer muchachadas. «¡Somos asesinos natos, así que a matar se ha dicho!» Pero la verdad es que disparo fatal.

Luke rió.

—¿Y tú? —preguntó Helen—. ¿Nunca has cazado?

—Sí, una vez, a los trece años.

El cambio de expresión de Luke le indicó que había tocado un punto sensible.

—No hace falta que me lo cuentes.

—No pa... pasa nada.

Escuchó el relato de la cacería del alce, de cómo lo habían encontrado herido en el árbol y Buck Calder había obligado a su hijo a colaborar en el descuartizamiento. Luke hablaba sin perder de vista el camino. Helen lo observó por encima de la cabeza de
Buzz
, imaginando la escena.

Desde aquella mañana fría en que el muchacho la había encontrado sucia y mojada en el catre de la cabaña, reinaba entre ellos una intimidad que Helen no había compartido con ningún amigo o amiga. Se daba cuenta de deberle la vida.

Luke la había cuidado mientras se esforzaba por salir del pozo, velando por que comiera, durmiera y no cogiera frío. Cada noche antes de irse apagaba las linternas, atizaba la estufa y dejaba a Helen acostada. Volvía a primera hora para dejar salir a
Buzz
y poner la cafetera.

Helen había pasado los primeros días casi sin hablar, como si estuviera despierta pero en coma. En lugar de sucumbir al pánico o bombardearla con preguntas, él la había atendido en silencio, igual que habría hecho con un animal herido. Parecía entender lo sucedido sin necesidad de que se lo explicaran.

Aguardó unos días para contarle que su padre había dado su visto bueno a que la ayudara con los lobos, siempre y cuando ella estuviera de acuerdo; y así, mientras Helen descansaba en la cabaña o se quedaba sentada al sol, arrebujada en sus mantas como una inválida, Luke se dedicaba a revisar las trampas y rastrear las señales de los lobos que llevaban collar.

Regresaba a la cabaña al anochecer, y después de entregar sus notas a la enferma preparaba la cena, aprovechando para explicarle todo lo que había visto y hecho. Aun hallándose absorta en su dolor, Helen no dejó de advertir que el chico estaba en su elemento.

En ocasiones parecía haber superado la tartamudez. Las dificultades sólo reaparecían al hablar de su padre o ponerse nervioso, como aquella mañana en que había vuelto corriendo para decirle que en una de las trampas había un lobo.

—Ti... ti... tienes que venir.

—No puedo, Luke...

—¡Po... por favor! No sé qué te... tengo que hacer.

La obligó a vestirse y coger el instrumental, y después la llevó en camioneta a un estrecho cañón situado muy por encima del rancho Millward, cañón que los lobos parecían frecuentar desde hacía un tiempo. Conducía tan rápido por los estrechos caminos de leñadores que ella tuvo que cerrar los ojos un par de veces.

Resultó que el lobo cautivo era uno de los cachorros, hembra para más señas. Luke realizó casi todo el trabajo, incluida la toma de medidas y de notas; en cuanto a Helen, se limitó a dar consejos, poner inyecciones y recoger las muestras de sangre y heces. El cachorro pesaba algo más de veinticinco kilos y todavía no había alcanzado su pleno desarrollo, por lo que le colocaron un collar para adultos, rellenándolo con gomaespuma.

Aquel día se convirtió en una fecha crucial para Helen. Fue como si el entusiasmo de Luke encendiera en ella una chispa de esperanza, la de que la vida pudiera volver a ser soportable.

Seguía llorando casi todas las noches hasta quedarse dormida, salvo cuando permanecía despierta con imágenes de Joel en el altar, junto a su novia belga, la mujer perfecta; y eso que no dejaba de recriminarse lo estúpido de su actitud. A fin de cuentas no había cambiado nada: su relación había hecho aguas en el momento mismo de solicitar Joel trabajo en África. Aun así, todo esfuerzo era vano a la hora de evitar la conclusión de que el matrimonio de Joel confirmaba la falta de valía de Helen.

Queriendo castigarse a sí misma, Helen dejó de fumar con una facilidad que se le antojó sorprendente. No obstante, a veces el cambio provocaba en ella cierta agresividad, como la noche en que Dan le había subido la motonieve.

El plan de Dan consistía en llevarla a cenar a un local elegante de Great Falls, pero ella había renunciado en el último minuto, aduciendo que no estaba preparada. Su jefe, dolido, había intentado convencerla por todos los medios, sin conseguir más que negativas por parte de la joven. De todos modos, quizá fuera mejor; así se había ahorrado la vergüenza de verla borracha o derramando lágrimas en el plato.

Con Luke sus cambios de humor carecían de importancia. El muchacho era capaz de detectar sus ataques de rabia o llanto, y se limitaba a abrazarla hasta que se le pasaban, como había hecho por primera vez aquella mañana de crudo invierno.

Oyendo narrar la historia del alce, Helen se extrañó de que el hijo de un padre como Buck Calder se hubiera convertido en alguien tan tierno. Supuso que era herencia de su madre, aquella mujer educada y sonriente con quien todavía no había conseguido establecer una relación cordial.

El relato reavivó la tartamudez de Luke.

—Mi pa... pa... padre se enfadó mucho. Siempre que... que... quería que fuera co... como mi hermano, que ma... mató un alce enorme a los diez años.

—No sabía que tuvieras un hermano.

Luke tragó saliva y asintió con la cabeza.

—Murió hace ca... ca... casi once años.

—Vaya. Lo siento.

—Fue un accidente de co... co... coche. Te... te... tenía qui... quince años.

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