Tierra de Lobos (37 page)

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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—¡Qué horror!

—Sí.

Helen leyó en su sonrisa que no quería seguir hablando del tema. Luke señaló con la cabeza el receptor de radio colocado encima del salpicadero.

—¿Po... por qué no pruebas con las señales, a ver si aquí arriba te... te... tenemos suerte?

—Tú mandas.

Helen encendió el receptor. Sólo quedaban dos trampas por recoger, y las posibilidades de haber atrapado un lobo eran harto escasas; lástima, porque Helen había confiado en poner el collar a por lo menos cuatro miembros de la manada antes del inicio de la temporada de caza (entre ellos, a poder ser, dos cachorros).

Los cazadores solían ser gente responsable y respetuosa con la ley, pero siempre había alguno que disparaba al tuntún. Quizá se lo pensara dos veces antes de abatir a un blanco con collar.

Helen sintonizó la frecuencia del transmisor unido a la primera trampa. No emitía señales.

El segundo sí.

La trampa estaba colocada en una encrucijada de senderos de ciervo, a escasa distancia de donde habían atrapado al lobezno hembra. Se trataba de un sendero encajonado, con maleza y pimpollos de abeto a ambos lados. A juzgar por los excrementos y huellas, venía a ser como una estación de trenes en versión lobuna. Aunque se podía llegar en camioneta, Helen y Luke optaron por la discreción y dejaron el vehículo a pocos minutos, recorriendo a pie el resto del sendero.

Oyeron los chillidos desde lejos, y, superada la última vuelta del camino, vieron moverse los arbustos de la encrucijada. Dejaron las mochilas en el suelo. Mientras preparaba la jeringuilla, Helen percibió un olor extraño, como a perro mojado pero más fuerte. Los chillidos tampoco cuadraban con lo que era de esperar en un lobo atrapado. Le bastó echar un vistazo para entender el motivo.

—Esto... —dijo en voz baja a Luke, que se había quedado atrás.

—¿Qué pasa?

—Nuestro objetivo son los lobos. Has cogido un oso.

El acudió junto a ella y miró. Era un cachorro de oso gris, de unos ocho o nueve meses. Helen colocó la jeringuilla en la punta del palo y apretó un poco el émbolo para que no hubiera burbujas.

—¿Vas a do... dormirlo?

—Tenemos que sacarle la trampa de la pata, y está un poco crecidito para jugar con él, ¿no te parece? ¿Has visto qué dientes, y qué garras? No es ningún osito de peluche. Además hay que darse prisa. Seguro que su madre está cerca.

Intentando escapar, el osezno había hecho que el gancho se enredara en los arbustos, por lo que no gozaba de mucha libertad de movimientos. Mientras Luke lo distraía, ella consiguió ponerse detrás y asestar un golpe certero con la jeringuilla, clavándosela en los cuartos traseros. El cachorro soltó un gañido y arremetió contra Helen, pero no lo bastante rápido para evitar que le fuera administrado todo el sedante.

Ambos se alejaron, aguardando a que surtiera efecto. Helen era consciente de que su deber era pesar al oso, medirlo y someterlo a las mismas pruebas que a un lobo, entregar los datos a los funcionarios de Fauna y Flora que se ocuparan de osos grises; pero como estaba casi segura de que la madre andaba cerca (decidiendo sin duda cuál de los dos parecía más sabroso), prefirió no quedarse más de lo necesario.

—¿Vamos a hacerle la revisión?

—Tú haz lo que quieras. Yo me marcho en cuanto hayamos quitado la trampa.

Los gruñidos del cachorro se habían vuelto soñolientos. En cuanto lo vieron dormido, Helen y Luke se arrodillaron a su lado. Helen olfateó.

—Le convendría cambiar de desodorante.

—Sí, mi madre dice que huelen a basura.

Helen abrió el dispositivo. La pata del osezno sangraba; de tanto revolverse se le habían clavado los dientes de la trampa. Luke sabía cómo proceder, y, sin necesidad de pedírselo, Helen recibió de sus manos un trapo con que limpiar la herida, seguido por el ungüento antibiótico.

—Mejor que también le ponga una inyección.

Justo cuando Luke le tendía la jeringuilla oyeron romperse una rama. Quedaron en suspenso, mirándose y escuchando. Todo estaba en silencio.

—Ya es hora de volver —musitó Helen.

Se apresuró a llenar la jeringuilla y administrar el antibiótico al cachorro. Luke estaba tan nervioso como ella, aunque los dos disimularan. Le dio la jeringuilla y examinó la herida de la pata por segunda vez. Ya no sangraba. Cuando volvió a mirar a Luke, advirtió un cambio de expresión en su rostro. Al volverse para averiguar qué estaba mirando, descubrió que un oso gris los observaba a menos de cuarenta metros.

—No es su ma... madre.

—Tienes razón. Es demasiado grande.

Permanecieron inmóviles y hablaron en susurros.

—Si dejamos aquí al cachorro lo matará.

Helen sabía que era cierto. Los osos machos matan a cuantos oseznos de su mismo sexo se cruzan en su camino, aun tratándose de hijos suyos. El oso levantó las patas de delante y se irguió lentamente sobre las de detrás. Debía de medir más de dos metros y medio, aunque parecían seis. Su peso rondaría sin duda los cuatrocientos kilos. Tenía un pelaje marrón claro tirando a amarillo que se hacía más oscuro en las orejas y el cuello, donde se apreciaban algunas mechas plateadas. Levantó el hocico y husmeó.

Helen tenía el corazón desbocado. Se acordó del spray de pimienta que le había dado Dan para tales menesteres, y que estaba criando polvo en un rincón de la cabaña.

—Ve por la camioneta, Luke.

—Ve tú, yo me quedo con el cachorro.

—Oye, que aquí la única heroína soy yo. Ve, pero no corras. Ni se te ocurra correr.

Luke le dio la vara con la jeringuilla.

—Gracias. Se lo daré para que lo use de mondadientes.

Helen miró al oso mientras Luke se alejaba. Había visto muchos, pero ninguno pardo. Eso sí, había leído bastante sobre ellos. Su nombre científico era Ursus arctos horribilis, y nada más indicado para aquel ejemplar. Tenía garras del tamaño de cuchillos de cocina, blancas y curvadas. Helen estaba fascinada por ellas.

En cuanto a cómo reaccionar en presencia del horribilis, había consejos para todo, casi siempre incompatibles. Estirarse y hacerse el muerto o intentar asustarlo a base de gritos; quedarse de pie sin moverse, ponerse hecho un ovillo o retroceder poco a poco hablando en voz baja y monótona; subirse a un árbol o no subirse. Lo único en que coincidían todos los biólogos era en que no valía la pena huir, puesto que el oso gris corre a más de sesenta kilómetros por hora. Dada la falta de consenso, Dan había propuesto el spray de pimienta como solución más segura. Y ella lo había dejado en la cabaña.

Con toda la lentitud de que fue capaz, y procurando no hacer el menor ruido, empezó a meter el equipo en la mochila sin dejar de mirar al oso de soslayo.

El oso volvió a ponerse de cuatro patas y dio unos pasos hacia la izquierda, bamboleándose con parsimonia e imprimiendo a su cabeza una torpe oscilación, como un marinero con demasiadas cervezas encima. Después dio media vuelta y regresó al punto de partida, a ratos mirando a Helen y otros husmeando el aire como si no consiguiera detectar su olor.

Helen se fijó en su oscura joroba, y en los pelos que empezaban a erizársele en los hombros. Y le asaltó la primera oleada de miedo en estado puro. De pronto se avergonzó de sus penosos arrebatos de autocompasión, y de todas las veces que había deseado morir durante los últimos días. Tal vez fueran esas ideas las que habían provocado la aparición de aquella mortífera criatura, muy capaz de satisfacer sus deseos. Pues bien, no estaba preparada. Se dio cuenta de que en realidad quería seguir viviendo.

Miró de reojo al osezno, que seguía tendido a sus pies. Se preguntó si Luke ya habría llegado a la camioneta, y por qué demonios no había venido a buscarla todavía. ¿A quién se le ocurría arriesgar la vida por un animal que no tendría reparos en mandarla al otro mundo con un zarpazo?

Oyó a lo lejos el motor de la camioneta. El oso, que había reparado en su presencia, interrumpió su paseo circular, pero no parecía asustado; de hecho ni siquiera mostraba gran interés por el vehículo. Helen se preguntó qué hacer cuando llegara Luke, y decidió que lo mejor sería cargar al cachorro en la camioneta... y rezar por que el oso no los atacara.

A juzgar por el ruido, la camioneta se estaba acercando. Oyó ladrar a
Buzz
, y a Luke diciéndole que se callara. Al oso no se le escapaba detalle, y por su manera de echar las orejas hacia atrás no daba la impresión de estar muy contento. Helen recordó haber leído que era mala señal.

Volvió la cabeza poco a poco y vio a Luke saliendo con cautela de la camioneta, cuyo motor había dejado en marcha.
Buzz
estaba dentro, con las patas apoyadas en el salpicadero, ladrando como un descosido. Cuando tuvo a Luke a su lado, Helen pasó el brazo por una de las correas de la mochila.

—Vamos a cargarlo en la camioneta —dijo.

Cogieron al osezno y lo levantaron. Ya pesaba unos treinta kilos. Tanto Helen como Luke vigilaban al oso, que de repente soltó una especie de ladrido, y después otro. Balanceaba la cabeza con rapidez.

—Me temo lo peor.

—Pa... parece que va a atacar.

—Si lo hace, dejamos al pequeñín y nos las piramos, ¿vale?

—Vale.

El oso hizo entrechocar los dientes.

—¡Ya vi... viene!

Helen miró hacia atrás y vio que el animal había echado a correr cuesta abajo. El gesto de volverse hizo que se le cayera la mochila, y al tratar de recuperarla soltó al cachorro sin querer.

—¡Mierda!

Se apresuró a volver a levantar al osezno, al tiempo que vigilaba a su atacante. La cuesta estaba cubierta de arbustos y pimpollos, pero el oso adulto se abría camino con la fuerza de un quitanieves.

Al llegar a la camioneta, Helen se dio tanta prisa en abrir la puerta que estuvo a punto de caérsele el osezno por segunda vez.
Buzz
estaba como loco.

—¿No sería mejor po... ponerlo detrás?

—No. ¡Metámoslo aquí, deprisa!

Lo embutieron en el hueco para los pies del asiento del pasajero. Helen empujó a
Buzz
y se zambulló en el asiento. El oso había llegado al sendero y corría pesadamente hacia ellos. Sólo le faltaban veinte metros por cubrir.

Helen consiguió ponerse al volante, mientras
Buzz
, apretujado contra la ventanilla, le ladraba en el oído izquierdo con todas sus fuerzas. Miró al oso y se quedó de piedra. ¡Luke había ido a buscar la mochila!

—¡Vuelve, Luke!

Casi había llegado. El oso se acercaba a pasos de gigante. Luke agarró la mochila, pero al dar media vuelta resbaló y cayó de bruces en el barro.

—¡Luke!

Helen tocó el claxon con todas sus fuerzas, pero el oso no se inmutó. Sólo le faltaban unos cinco metros para alcanzar a Luke, que intentaba levantarse. No iba a tener tiempo de llegar a la camioneta. Helen chilló.

De repente el oso fue derribado. Por unos instantes Helen sólo vio una mancha indistinta de pelaje pardo, hasta que lo comprendió... el oso había sufrido el ataque de otro miembro de su especie, sin duda la madre del cachorro. El choque hizo que el macho rodara por la maleza, perseguido por la hembra enfurecida.

—¡Corre, Luke!

Él casi había llegado a la camioneta, pero el macho no iba a darse por vencido tan fácilmente.

Dio un tremendo empujón a la hembra y reanudó la persecución del cachorro.

—¡Que viene! ¡Corre, sube!

Luke dio un brinco y se sentó con los pies en alto para no pisar al osezno. Cuando iba a cerrar la puerta el macho le ahorró el esfuerzo arrancándola de un zarpazo.

—¡Co... corre, Helen, arranca!

Ella puso marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. La camioneta se tambaleó por el camino, resbalando cada dos por tres y lanzando barro y piedras al oso, que se había quedado atrás con aire desconcertado.

—¡
Buzz
, joder! ¿Quieres callarte de una vez? —exclamó Helen.

Estaba sentada de lado, haciendo tres cosas a la vez: mirar por el cristal de detrás, conducir y aplastar a
Buzz
contra la puerta.

—¿Nos persigue?

—No...

—Menos mal.

—Sí.

—¡Mierda!

—Los dos, y el cachorro se está despertando.

—Genial.

Helen se acordó de que a medio camino de donde habían aparcado el sendero se ensanchaba lo suficiente para girar en redondo. La cuestión era saber si tendrían tiempo de hacerlo antes de que los alcanzara el oso. No se atrevía a mirar por miedo a salirse del camino.

—¿Todavía nos persigue?

—Sí, y está ga... ganando terreno.

Viendo aproximarse el lugar que buscaba, Helen decidió probar suerte. Dijo a Luke que se cogiera fuerte y, pisando el freno, intentó dar un giro de ciento ochenta grados. La camioneta quedó con dos ruedas en el aire, y Helen tuvo la terrible sensación de que iba a volcar; por suerte, las otras dos ruedas aterrizaron con una sacudida y se encontraron de cara al oso, que patinó y dio de bruces contra la puerta del conductor, resquebrajando la ventanilla y zarandeando el vehículo.
Buzz
aprovechó para escurrirse por debajo del brazo de Helen y arremeter contra el osezno, que empezaba a despertarse.

Ella cambió de marcha con un gesto brusco. El oso tenía el hocico contra el cristal, haciendo ostentación de su dentadura.

—Perdona, colega, pero vamos llenos —dijo Helen—. ¡Hasta otra!

Pisó a fondo el acelerador, mientras
Buzz
y el osezno luchaban a muerte entre las piernas de Luke.

Helen tenía una mano en el volante y la otra aferrada al collar de
Buzz
, mientras Luke se las tenía con el osezno, que se estaba recuperando rápidamente. Tres kilómetros más adelante el pequeño se sintió lo bastante en forma para desgarrar los tejanos de Luke y arrancarle un trozo de bota con los dientes.

Helen supuso que ya estaban lo bastante lejos de los adultos para que el osezno tuviera posibilidades de sobrevivir. Con algo de suerte volvería a encontrar a su madre. Así pues, frenó y lo empujaron fuera sin contemplaciones.
Buzz
se quedó atado al volante, clamando venganza. Luke y Helen, que se habían apeado, vieron desaparecer entre los arbustos al arisco cachorro.

—¡De nada, tío! —exclamó Helen.

Se apoyó en Luke con una mano y sacudió la cabeza.

—Más vale que sólo nos de... dediquemos a los lobos —dijo él con una sonrisa.

Por la tarde empezó a nevar. Como no hacía viento, los copos caían pesadamente, amontonándose en los alféizares de la cabaña. Helen y Luke cocinaron, cenaron y se rieron de lo sucedido.

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