Tierra de Lobos (38 page)

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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Después de la cena, y antes de que él volviera a casa, se abrigaron y subieron por el bosque en la motonieve, con los copos revoloteando a la luz del foco como galaxias desconocidas. Luke iba sentado detrás, y no tenía más remedio que asirse a Helen con ambos brazos. Ella lo encontró muy agradable. Llegaron al lugar donde había más posibilidades de hallar lobos. Justo entonces dejó de nevar, y vieron asomarse la luna entre las nubes.

Se detuvieron y se quedaron escuchando el silencio del bosque, aterciopelado y perfecto. Después cogieron la linterna y el radiorreceptor y recorrieron a pie un tramo de camino, haciendo crujir la nieve con la suela de las botas.

No tardaron casi nada en encontrar las señales, que resonaron con nitidez en la noche cristalina. Los lobos no podían estar lejos. La luz de la linterna iluminó huellas recentísimas.

Helen apagó la linterna. Permanecieron a la escucha sin moverse. Sólo se oía caer de los árboles algún que otro cúmulo de nieve.

—Aulla —susurró Helen.

Luke se lo había oído hacer varias veces, todas ellas sin éxito; él, en cambio, nunca lo había intentado, y negó con la cabeza.

—Prueba —le pidió Helen.

—No pu... puedo. ¿Có... cómo quieres que...?

Luke se señaló la boca. Al ver su gesto apenas esbozado, Helen cayó en la cuenta de que tenía miedo de que no le saliera la voz, de que le fallara como tantas veces, dejándolo mudo y avergonzado.

—No hay nadie, Luke. Sólo yo.

El muchacho la miró fijamente, y Helen leyó en sus ojos lo que ya sabía que sentía por ella. Entonces sonrió, se quitó el guante y le acarició la piel fría de la cara, provocándole un ligero temblor. En cuanto ella retiró la mano, Luke echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y emitió un largo y quejumbroso aullido que fue adelgazándose en la noche.

Pero antes de que se hubieran apagado sus últimos ecos, otro aullido sobrevoló las copas nevadas de los árboles. Los lobos habían contestado.

INVIERNO
Capítulo 24

Nadie presenció el regreso del lobero a Hope.

En vísperas del día de Acción de Gracias, su caravana plateada entró en la población al amparo de la noche, como un buque fantasma. A ambos lados de la carretera, los montones de nieve parecían tumbas anónimas. El asfalto brillaba, cubierto de sal.

Solo al volante de su vieja camioneta de color gris, la que siempre usaba para remolcar la caravana, J. T. Lovelace frenó en el cruce del antiguo colegio y apagó los faros.

Detrás de los árboles de la acera de enfrente se hallaba el cementerio donde estaba enterrada su madre, a quien no había llegado a conocer. Lovelace, sin embargo, no le prestó la menor atención; es más, ni siquiera se acordó. En lugar de ello echó un vistazo a la calle mayor y, satisfecho de ver que no había nadie, volvió a arrancar, iniciando un lento paseo por las calles de Hope.

Estaba prácticamente igual que como lo recordaba, a excepción de los coches modernos aparcados en las aceras con protectores antihielo en los parabrisas. Habían cambiado algunos nombres de tiendas, la gasolinera tenía nuevos surtidores y un semáforo nuevo colgaba de un alambre tendido por encima de la calle, a merced del viento, con su luz roja parpadeando sin objeto.

Hope no despertaba ningún sentimiento en Lovelace, ni bueno ni malo. De igual modo, su misterioso paso por el que había sido su pueblo no hizo nacer en él recuerdo alguno. Se trataba a sus ojos de una población tan anónima como las demás.

Buck Calder le había enviado un mapa con indicaciones para llegar a casa de los Hicks, su base de operaciones, pero no le hacía falta. Se acordaba perfectamente del camino. Tenía que pasar cerca del río, al lado de la casa de su padre. Se preguntó si sentiría algo al verla.

Había avisado a Calder de que no lo esperasen despiertos porque llegaría tarde. En aquella clase de trabajos era mejor pasar inadvertido desde el principio; de ahí que hubiera aguardado a que acabara la temporada de caza y las montañas quedaran vacías de imbéciles entrometidos.

Una vez fuera del pueblo volvió a encender las luces, pero sólo las cortas. El camino de grava estaba lleno de baches por culpa de la nieve. La única señal de vida que vio en ocho kilómetros fue un buho en el poste de una valla.

La verja de la casa de su padre había sido invadida por la maleza, y tenía varios centímetros de nieve alrededor. Lovelace frenó delante, a fin de iluminarla con los faros. Le habría bastado parar el motor y bajar la ventanilla para oír el río, pero no lo hizo. La noche era despejada, el frío gélido, y sus huesos demasiado sensibles.

Las ramas desnudas de los álamos de Virginia permitían ver la casa con suficiente claridad para darse cuenta al primer vistazo de que llevaba mucho tiempo abandonada. De la ventana de la cocina, o ex cocina, colgaba una mosquitera hecha jirones. En el patio había una caravana destartalada, abierta por el techo. Había entrado tanta nieve que era como si las ventanas estuvieran cegadas con sudarios.

Aun siendo consciente de que eran momentos proclives a la nostalgia, Lovelace no halló rastro alguno de ella en su interior. Su única reacción fue sorprenderse de que no hubiera venido nadie de la ciudad a echar por tierra la casa y construirse un chalecito para las vacaciones de verano. Volvió a arrancar y puso rumbo a la parte alta del valle.

Al cabo de un rato divisó la épica verja del rancho Calder, con el cráneo de buey cubierto de nieve, vigilando a cuantos se acercaran. Dos kilómetros más adelante divisó la casa principal. Había luces encendidas encima del patio, coches aparcados y un par de perros que habían salido corriendo de los cobertizos, y que dejaron de ladrar en cuanto vieron que la camioneta se desviaba en dirección a casa de los Hicks.

Aparcó donde le habían dicho, bajo los árboles de detrás de los establos. Calder había dicho que era el mejor lugar para que no lo vieran, ni siquiera desde arriba. También le había asegurado que aparte de él los únicos que estaban al corriente del asunto eran Hicks y su mujer, informados asimismo de su llegada.

En cuanto salió de la camioneta Lovelace acusó el frío como un mazazo. Seguro que la temperatura rondaba los diez grados bajo cero. Se bajó las orejeras del gorro de piel y volvió a la caravana, pasando al lado de la motonieve que llevaba en la plataforma de la camioneta. La nieve estaba dura, y crujía con fuerza bajo sus botas. Dentro de la casa ladraba un perro viejo.

Lovelace se detuvo delante de la puerta de la caravana y miró el firmamento sin reparar en las estrellas de que estaba cuajado. Lo que quería eran nubes, nubes que pudieran atenuar el frío. Por desgracia no había ninguna.

Una vez dentro de la caravana encendió una lámpara de gas y puso leche a calentar en el hornillo de queroseno. Esperó sentado en la litera, temblando y con las manos metidas debajo de los brazos (y eso que ya llevaba guantes). Cuando la leche rompió a hervir, Lovelace se llenó la taza y aprovechó para calentarse las manos. Uno a uno, los sorbos se perdieron en la fría caverna de su cuerpo.

Había una estufa de leña, pero no tuvo fuerzas para encenderla. La caravana estaba hecha para trabajar, no para estar cómodo. Era como una versión reducida del cuarto de las trampas, con unos cinco metros y medio de longitud y un pasillito de linóleo que comunicaba la litera y la cocina, situadas en la parte delantera, con la mesa de trabajo del fondo. El instrumental no estaba a la vista, sino guardado en armarios de madera por todo el interior de la caravana.

Los había construido el propio Lovelace, el único que conocía la existencia de paneles secretos cuya misión era ocultar los aparejos propios de su verdadera profesión: trampas, cepos, botes de cebo, la escopeta plegable de fabricación alemana (con su silenciador enroscable y su dispositivo de láser para visión nocturna), el radiorreceptor para localizar a lobos con collar y las cápsulas de cianuro M44 que le explotaban al lobo en la cara. Este último artilugio era la única concesión de Lovelace al veneno. Consciente de cuál habría sido la opinión de su padre, lo usaba muy poco. Había tardado casi un mes en ponerlo todo a punto.

Después de acabarse la leche tenía tanto frío como antes. Se estiró en la litera con todo puesto, chaqueta, gorra, botas y guantes. Apagó la luz en cuanto tuvo encima las mantas de piel de lobo y el rústico edredón que había cosido Winnie para la cama de matrimonio.

Permaneció inmóvil, procurando olvidar el frío a base de pensar en el encargo que lo había llevado hasta allí. Estaba seguro de poder cumplirlo, pese al tiempo que llevaba sin trabajar. Próximo a la vejez, conservaba la destreza de un joven. Quizá no pusiera tanto empeño como antes, pero eso era cosa del corazón, órgano imprevisible del que no podía uno fiarse. Al menos tendría con qué mantenerse ocupado.

Cuando tuvo la vista acostumbrada a la oscuridad vio que la luz de las estrellas, reflejada en la nieve, había convertido la ventana trasera de la caravana en una pantalla plateada. En espera del amanecer, cubierto por sus pieles de lobo, el lobero la miró fijamente como si estuviera a punto de empezar una película.

—¿Nos cogemos las manos? —dijo Buck Calder.

Los comensales estaban sentados en torno a la larga mesa instalada en la sala de estar. Presidía la multitud de platos un gigantesco pavo dorado del que se elevaban volutas de humo. Helen, que estaba sentada al lado de Luke, se volvió hacia él y le tendió la mano. Luke se la cogió con una sonrisa, antes de que ambos bajaran la cabeza para que Buck pronunciase la bendición. Sólo se oían crujir los gruesos leños que alimentaban el fuego de la chimenea.

—Señor, te damos las gracias por guiar a nuestros antepasados en este gran país, llevarlos a buen puerto y ayudarlos a superar los múltiples peligros y privaciones con que se enfrentaron para convertir en lugar seguro esta patria nuestra. Que su coraje y tu espíritu nos guíen, y nos hagan dignos de los frutos de tu amor, dispuestos hoy ante nosotros. Amén.

—Amén.

Todo el mundo se puso a hablar a la vez, señal de que la fiesta había empezado.

En total eran doce, incluido el bebé de Kathy Hicks, que, rodeado por sus padres, ocupaba una trona atornillada a un extremo de la mesa. Lane, la hermana de Luke, había venido de Bozeman con su marido Bob; era profesora de instituto, y no sólo se parecía físicamente a su madre sino que había heredado su amable dignidad. En cuanto a Bob, sus dotes de conversador parecían limitarse al tema de los precios en el sector inmobiliario. Eso era lo que estaba explicando a Doug Millward, que había venido en compañía de Hettie y sus tres hijos. Aparte de Helen la única «forastera» era Ruth Michaels, que había llegado tarde y parecía todavía más cohibida que la bióloga.

Sólo la insistencia de Luke había conseguido que Helen aceptara la invitación. Había acudido sin saber cómo la trataría el ranchero, y no muy segura de haber recuperado el aplomo necesario para discutir con él. Sus temores resultaron infundados, puesto que Buck Calder estaba encantador, al igual que todos los demás.

Antes de la cena Helen ayudó a Kathy a poner la mesa, aprovechando para conversar con ella largo y tendido por primera vez. Quedó impresionada por la inteligencia y sentido del humor de la joven, aunque seguía sin entender qué había visto en Clyde. De todos modos, según sabía por experiencia propia, hay mujeres cuyas inclinaciones amorosas carecen de explicación. Cuando llegó la hora de sentarse a comer, Helen, confortada por la presencia silenciosa de Luke, se alegró de haber asistido.

Era hermoso poder participar en una fiesta de familia y en un hogar de verdad, aunque no fuera el suyo. Además, hacía meses que no comía tan bien. Viendo que repetía pavo por segunda vez, Doug Millward, que ocupaba el asiento de al lado, empezó a tomarle el pelo y a pasarle todas las bandejas.

Se dio por satisfecha después de la tercera porción. Fue entonces cuando alguien sacó el tema de los lobos.

—¿Y qué, Buck? —dijo Hettie Millward—. ¿Esta temporada has cazado algún alce?

—No, ninguno.

—No es muy buen tirador —susurró Doug Millward a Helen.

Todos rieron. A continuación intervino Clyde.

—El otro día estuve hablando con Pete Neuberg, el que vende artículos de caza. Dice que hace años que no veía una temporada tan mala. Según él hay menos alces y ciervos que nunca, y echa la culpa a los lobos.

Kathy puso los ojos en blanco.

—Parece que también tienen la culpa de que haga mal tiempo.

—¿Cómo puede ser? —preguntó el pequeño Charlie Millward.

Su hermana le dio un codazo.

—¡Tonto, que era un chiste!

Se produjo un breve silencio. Helen reparó en que Buck Calder la estaba mirando.

—¿Usted qué piensa, Helen?

—¿Sobre lo de que tengan la culpa del mal tiempo?

Nada más contestar lamentó haberlo hecho con tono irónico. Las risas provocadas por su respuesta indujeron un cambio sutil en la sonrisa de Calder. Advirtiendo la incomodidad de Luke, se apresuró a seguir hablando.

—Lo que está claro es que matan alces y ciervos. Son su principal fuente de alimentación; en ese sentido, seguro que la presencia de lobos tiene repercusiones. Pero no muy grandes.

Clyde resopló por lo bajo, ganándose una mirada de reproche de su mujer. Luke se acercó a la mesa y carraspeó.

—Estas se... semanas hemos vi... visto mu... muchos ciervos y alces.

—Es verdad —confirmó Helen.

Nadie hizo comentarios. Eleanor se levantó para fregar los platos.

—No sé —dijo—. Al menos ya no se comen al ganado.

—Yo no he perdido ninguna res —afirmó Doug Millward.

Luke se encogió de hombros.

—Qui... quizá las tu... tuyas sepan peor.

Todos los comensales se echaron a reír, hasta el padre de Luke. Después la conversación siguió otros rumbos. Helen aguardó a que nadie los mirara para volverse hacia Luke.

—Gracias, socio —dijo en voz baja.

Luke tardó en olvidar aquella mirada, así como el contacto de sus manos al pronunciar Buck la bendición.

¡Qué orgulloso había estado de que Helen lo llamara socio! Esa noche, sentado a su lado, casi había tenido la sensación de ser su novio. En cenas de grupo como aquélla lo normal era que se quedara callado, por miedo a que su tartamudez lo dejara en ridículo. No obstante, el hecho de tener a Helen al lado le había infundido tal confianza en sí mismo que había salido en su defensa sin la menor vacilación. ¡Si hasta se había atrevido a hacer un chiste!

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