Tierra de Lobos (16 page)

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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Eleanor se metió en el coche, notando el calor del asiento a través de su vestido de algodón. Cuando estaba a punto de arrancar vio que el letrero de en venta seguía en el escaparate de la tienda de artículos de regalo de Ruth Michaels, al otro lado de la calle. Volvió a pensar en lo que le había dicho Kathy.

Hacía un mes, mientras cambiaban los pañales al pequeño Buck, Kathy había comentado que Paragon estaba en venta, y había planteado la posibilidad de que Eleanor la comprara. Desde su matrimonio, uno de los pasatiempos favoritos de Kathy era discurrir proyectos en que involucrar a su madre, a la que había propuesto de todo, desde ir a la universidad a practicar el yoga, pasando por abrir un restaurante y montar una empresa de venta por correo. Lo último era comprar la tienda de Ruth Michaels.

—No seas tonta —había dicho Eleanor—. No tendría ni idea de cómo administrarla. Ni siquiera sabría preparar un cappuccino.

—¿No ayudaste al abuelo en su tienda? Además no haría falta. Ruth no quiere dejarlo; lo que pasa es que pidió un préstamo demasiado elevado y ya no puede seguir. Podrías comprar una parte del negocio y dejar que siguiera encargándose de todo. Dependería de ti participar mucho o poco.

Kathy había echado por tierra todas las excusas de su madre. Desde entonces no había vuelto a surgir el tema, pero Eleanor le había dado muchas vueltas. A lo mejor era justo lo que le hacía falta. Casadas sus dos hijas, y con Luke a punto de entrar en la universidad, algo había que hacer para llenar el vacío.

En los viejos tiempos, antes de morir Henry, Eleanor solía llevar gran parte del papeleo del rancho, el mismo del que había pasado a encargarse Kathy. El tiempo había reducido sus actividades a la cocina, y le sorprendía la idea de haber disfrutado alguna vez entre fogones. A veces llegaba a tales extremos de aburrimiento y soledad que temía volverse loca.

Con Ruth Michaels sólo había cruzado algún que otro saludo, pero siempre le había parecido una mujer despierta y simpática. Cinco años atrás su llegada a Hope había provocado curiosidad y suspicacia entre la población; para ser más exactos, los hombres habían sentido curiosidad y las mujeres suspicacia, por motivos iguales en ambos casos: su piel morena y aspecto exótico, y el hecho de que fuera soltera. Al final la habían aceptado (dentro de los límites impuestos por su procedencia neoyorquina), y gozaba del aprecio general.

La tienda había causado muy buena impresión a Eleanor las pocas veces que había entrado. No vendía la típica bazofia para turistas (muñequitos de plástico, bolas con paisajes nevados y camisetas de vaquero con chistes impresos). El buen gusto de Ruth se notaba en su selección de joyas, libros y material gráfico.

Eleanor cruzó la calle sin haber tomado una decisión, procurando no pisar lo que habían dejado las vacas ni topar con los últimos músicos de la banda, tan acalorados como antes.

Ruth permitía que la gente pusiera notas y carteles en un tablón colgado del escaparate, donde se anunciaban ventas de objetos usados, cachorros para regalar y acontecimientos tales como comidas comunitarias o bodas a las que se invitaba a todo el pueblo. Eleanor vio que casi todos los anuncios tenían relación con la feria y el rodeo, y sonrió al ver uno donde ponía: «Se precisa trombón. Urgente. Llamar a Nancy Schaeffer ¡ya!». Debajo del tablón había un gato negro que dormía, aprovechando el sol que entraba por el escaparate.

La puerta tenía unas campanillas que sonaban al abrirla o cerrarla. Después del resplandor de la calle, los ojos de Eleanor tardaron un poco en acostumbrarse a la poca luz de la tienda. El ambiente era fresco y tranquilo, con música relajante y un denso aroma a café flotando por doquier. No se veía a nadie.

Eleanor avanzó con cuidado entre altas estanterías llenas de objetos de cerámica, juguetes de artesanía y mantas indias de colores vivos, poniendo cuidado en no chocar con la enorme proliferación de móviles y carillones colgados del techo, que tintineaban al dar vueltas y topar unos con otros. Había cestas llenas de pulseras hechas con crin trenzada y teñida, y vitrinas abarrotadas de joyas de plata.

De la cafetería, colocada al fondo de la tienda, llegaban silbidos y ruidos metálicos. Al acercarse, Eleanor oyó la voz de Ruth.

—¡Venga, pedazo de capullo! ¡Decídete!

No se veía a nadie. Eleanor estaba indecisa. No quería interrumpir una discusión privada.

—Una última oportunidad. O la aprovechas o no sales viva de aquí, ¿vale?

De repente, la enorme cafetera cromada de encima del mostrador soltó un chorro de vapor tremendo.

—¡Me cago en tus muertos! ¡Habráse visto cosa más inútil y asquerosa!

—¿Hola? —dijo Eleanor con timidez—. ¿Ruth?

Todo quedó en silencio.

—Si viene de parte del banco o de hacienda, no está.

La cabeza de Ruth se asomó lentamente al borde de la cafetera, con una mancha negra de aceite en la mejilla. Por un instante, al ver a Eleanor puso cara de susto, pero luego sonrió.

—¡Hola, señora Calder! Perdone, pero es que no la he oído. Esta máquina me va a matar, y no lo digo en broma. ¿En qué puedo ayudarla? ¿Quiere un café?

—Si va a explotar no.

—No, si sólo se porta mal cuando cree que no hay nadie.

—Tiene algo en la...

Eleanor señaló la mancha.

—Ah, sí. Gracias. —Ruth cogió un kleenex y se limpió la mejilla usando la máquina como espejo—. ¿Cree en los fantasmas?

—Me parece que sí. ¿Por qué?

—Le juro que esta cosa está encantada. La conseguí a muy buen precio en un local de Seattle que estaba a punto de cerrar. Ahora lo entiendo. ¿Qué tal un cafetito?

—¿Tiene descafeinado?

—¡Cómo no! La leche, ¿desnatada o normal?

—Póngamela desnatada.

—No vale la pena.

—Bueno, es que...

—No, si es el nombre que le he puesto a un descafeinado con leche desnatada. Sin cafeína ni nata no vale la pena. —Ruth se echó a reír de forma curiosa, con una risa ronca y casi vulgar que se le contagió a Eleanor en cuestión de segundos—. ¿Qué, la ha pillado la estampida?

—Me he salvado por pelos. ¡Pobres chicos!

—Siéntese, por favor.

Eleanor ocupó uno de los exiguos taburetes, mientras Ruth obligaba a la máquina a hacer dos cappuccinos. Llevaba tejanos gastados y una camiseta suelta de color violeta, con el nombre de la tienda estampado. Un pañuelo rojo recogía su oscura cabellera. Eleanor calculó que tendría entre treinta y cinco y cuarenta años, y le llamó la atención su gran atractivo.

Se preguntó qué habría provocado la expresión de pánico de Ruth al verla. Quizá fuera cierto que estaba esperando una visita de hacienda. Ruth sirvió el café a Eleanor.

—¿Y qué? ¿Ya ha encontrado comprador? —preguntó Eleanor—. Kathy me ha dicho que quiere encontrar un socio.

—¿Ha visto la cola que hay? No le interesa a nadie.

Eleanor tomó un sorbo de café. Estaba bueno. Se dijo: «Venga, dilo ya». Dejó la taza.

—Pues a mí a lo mejor sí.

Buck supuso que el ternero llevaba muerto unos días. No quedaba gran cosa; sus cuartos traseros casi habían desaparecido, a excepción de unos pcos huesos y trozos de piel masticada. Los despojos habían aparecido en lo alto de un profundo barranco, y lo que no se habían llevado los pájaros y otras alimañas lo había dejado tieso el calor del sol. Nat Thomas tenía serias dificultades para averiguar lo sucedido.

Estaba arrodillado delante del cadáver, revolviendo entre moscas y gusanos con su cuchillo y su fórceps. Alrededor todo estaba lleno de saltamontes. Nat, y antes de él su padre, llevaban muchos años prestando sus servicios al rancho Older, y Buck lo había llamado enseguida. Quería una opinión independiente, antes de que los agentes del gobierno empezaran a manosear el cadáver. Cierto, habían admitido que la muerte de
Prince
era obra de un lobo, pero era lo mínimo teniendo en cuenta que Kathy había visto a esa bestia maldita con sus propios ojos.

Buck no tenía mucha simpatía por el tipo ese de Fauna y Flora, Prior o como se llamara. Tampoco se fiaba de él. El otro, Rimmer, el de control de depredadores, parecía buen chaval, pero a la hora de la verdad, por mucho que disimulen, los funcionarios son funcionarios, qué demonios, y a todos les gustan los lobos.

Buck tenía a Clyde a su lado. Ambos miraban por encima del hombro de Nat. Era mediodía, y las rocas dispersas por el prado estaban tan calientes que hacían temblar el aire. Sólo se oía el ruido seco de los saltamontes al saltar, y algún que otro mugido que llegaba de más arriba, cerca del bosque. Buck todavía sudaba de lo empinada que era la cuesta. El coche de Nat se había quedado en la casa, y los tres habían recorrido el mayor trecho posible con la camioneta de Clyde, a la que habían tenido que dejar un kilómetro más abajo, al topar con terreno impracticable. El caballo habría sido mejor opción.

El ternero había sido descubierto por Clyde esa misma mañana, y lo que más molestaba a Buck era que Luke no lo hubiera encontrado antes. Justo después de la muerte de
Prince
el muchacho había recibido el encargo de llevar las vacas a pastar. Alguien tenía que vigilar al ganado si había lobos rondando, y nada impedía que ese alguien fuera Luke, visto que conocía el terreno y no servía para gran cosa más.

Buck le había dado instrucciones de fijarse especialmente en ese tipo de cosas, pero Luke no había sabido ver al ternero, sin duda porque se pasaba casi todo el tiempo en las nubes, soñando y leyendo, buscando huesos viejos o a saber qué. Buck no tenía ni idea de cómo convertirlo en un ranchero más o menos aceptable.

—¿Qué, Nat? ¿Cómo lo ves?

—La verdad, no tengo mucho por donde empezar.

—¿Cuánto lleva muerto?

—Pues tres o cuatro días.

—¿Crees que ha sido un lobo?

—Lo que está claro es que lo han dejado en los huesos. ¿Ves las marcas de dientes en el cuello? Señal de que ha sido un depredador con una mandíbula bastante grande, y no creo que se trate de un oso. A lo mejor un lobo, o un coyote. ¿Has buscado huellas por aquí cerca?

—Está demasiado seco —dijo Clyde—, y hay demasiados saltamontes.

—Puede que ese bicho ya se lo encontrara muerto.

—Mis vacas no se mueren solas, Nat. De sobra lo sabes.

—Ya, pero con lo poco que queda igual podría habérselo cargado un rayo o cualquier otra cosa...

—¿Un rayo? No fastidies, Nat.

—Bueno, bueno.

Al mirar el cadáver, Buck se fijó en algo y se agacho a recogerlo. Era un trozo de piel endurecida por el sol. Llevaba la marca del rancho Calder: «HC.» Sopló para apartar a un saltamontes y examinó el trozo de piel desde todos los ángulos.

Algún ternero que otro hay que perder, claro. De vez en cuando siempre hay uno que se pone enfermo o se cae por un barranco. Hacía unos años que un oso había matado a dos antes de que un agente de control de depredadores se hiciera cargo de él. En aquella zona, criar ganado implicaba perder algunos terneros.

No obstante, hacía dos años que todos los animales volvían sanos y salvos de pasar el verano en esos pastos. Al ver su marca en el trozo de piel, Buck se puso furioso.

Estaba seguro de que el culpable era un lobo, ¡y vava si lo demostraría! Debía de ser el mismo que había matado al perro de Kathy, una de esas bestias dañinas que habían dejado sueltas por Yellowstone los gilipollas del gobierno. ¡Y encima les pedían mantenerse al margen y dejar que se merendaran terneros de quinientos dólares! Daba ganas de vomitar. Buck no estaba dispuesto a soportarlo.

Tiró el trozo de piel y lo vio rebotar por el barranco como las piedras planas que se tiran al agua.

—A ver, Nat, ¿estás dispuesto a darme la razón si digo que es un lobo, o no?

El veterinario se levantó y se rascó la cabeza. Buck se dio cuenta de haberlo puesto en un brete. Se conocían desde niños. Ambos eran conscientes de que Nat y su padre habían obtenido ingresos sustanciosos gracias al rancho.

—Me lo pones difícil, Buck.

—De viejo no se ha muerto, eso seguro.

—Ya, pero...

—Y ya has dicho que no ha sido ningún oso.

—No lo descarto al cien por cien.

Buck le pasó un brazo por los hombros. Nat era bajo, y a su lado Buck parecía un gigante.

—Somos buenos amigos, Nat, y no quiero poner palabras falsas en tu boca, pero ya sabes cómo son esos ecologistas. Se desvivirán por hacer ver que no ha sido uno de sus maravillosos lobos. Sólo quiero que me des argumentos, un poco de munición.

—Podría ser.

—A esa gente no se la convence con medias tintas. A ver, que me aclare. ¿Qué posibilidades hay de que fuera un lobo? ¿Noventa por ciento? ¿Ochenta? Dímelo tú.

—No tanto, Buck.

—Pues setenta y cinco.

—Mira, no lo sé. Puede ser.

—Setenta y cinco. Perfecto. —Buck soltó los hombros del veterinario. Ya tenía lo que buscaba—. Gracias, Nat. Eres un amigo. Ya puedes volver a colocar la lona, Clyde.

Clyde echó encima del ternero muerto una lona vieja de color verde que habían traído dentro de la camioneta. Una nube de saltamontes saltó en todas direcciones. Después de consultar su reloj, Nat Thomas dijo que tenía que irse, porque llegaba tarde a su siguiente cita.

Buck sabía que el pobre no tenía ningunas ganas de esperar a que llegaran los federales. Le dio una palmada en la espalda y emprendieron juntos el descenso.

—Te llevo. Venga, Clyde, a llamar a los melenudos.

—¿No bajas a comer, Luke?

Luke abrió los ojos y vio a su madre de pie al lado de la cama.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, sí. Estaba haciendo unos ejercicios. Debo de haberme quedado dormido.

Su madre le apartó unos mechones de la frente y sonrió, pero Luke leyó en sus ojos que algo andaba mal. Se incorporó, puso los pies en el suelo y empezó a calzarse las botas.

—¿Qué pasa?

Su madre apartó la mirada y suspiró.

—¡Mamá!

—Clyde ha encontrado un ternero muerto. Tu padre está aprovechando para armar un escándalo.

—¿Do... dónde?

—A saber.

—¿En los pastos de arriba?

Su madre lo miró y asintió con la cabeza.

—¿Y cree que ha sido un lobo?

—Sí, y Nat Thomas también. Date prisa, que ya están todos abajo. Cuanto menos dure mejor.

Luke siguió a su madre por el pasillo en dirección a la escalera. ¿Qué iba a decir? Seguro que su padre le echaba la culpa. ¿Se podía saber cómo lo había encontrado Clyde? Además, ¿qué era eso de espiarlo?

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