Authors: Nicholas Evans
Dan tomó la delantera por el camino sinuoso que unía la zona de estacionamiento a una iglesia de madera blanca, situada sobre una colina al final del parque. Parecía estar inspeccionando el suelo. De repente se detuvo y señaló algo.
—Mira.
Helen acudió junto a él, sin ver qué le estaba enseñando.
—¿Que mire qué?
Dan se agachó para recoger un objeto pequeño y blanco. Se lo tendió a Helen, que lo examinó.
—Parece un trozo de concha.
Él negó con la cabeza y volvió a señalar el suelo.
—¿Ves? Hay más.
Estaban por todo el camino, restos blancos de algo gastado y reducido a fragmentos cada vez menores por el paso de zapatillas de deporte y ruedas de bicicleta.
—A veces se encuentran trozos más grandes —dijo Dan—. Seguro que por debajo todo está lleno. Debe de ser el motivo de que el césped crezca tan bien.
—¿Piensas decirme qué es?
—Formaba parte de un viejo camino.
Helen frunció el entrecejo.
—Son huesos de lobo. El camino estaba cubierto de calaveras de lobo.
Ella lo miró, pensando que era una broma.
—En serio. Miles de calaveras.
Y mientras los niños del parque jugaban con el agua del riego, mientras sus risas flotaban por el aire balsámico de la tarde como si el mundo siempre hubiera sido el mismo, Dan hizo que ella tomara asiento junto a una de las mesas debajo de los sauces, y le explicó cómo había llegado a existir un camino de calaveras.
Habían pasado ciento cincuenta años desde la llegada al valle del primer contingente de cazadores y tramperos blancos. Los primeros vinieron en busca de castores, después de exterminarlos en el este; siempre en guardia, recorrieron el Missouri con barcas de quilla plana, no sin antes amenazar el equilibrio de las embarcaciones con la cantidad de víveres que estimaron suficiente para pasar el invierno. Primero remaron hacia el oeste y después hacia el sur, hasta encontrar un pequeño afluente (innominado para quienes no fueran «salvajes») que llevaba a las montañas. Lo siguieron y montaron un campamento.
Cavaron refugios similares a cuevas en las cuestas de la loma donde más tarde se construiría la iglesia, poniéndoles techo de madera, hierba y maleza, y dejando como único elemento visible cortas chimeneas de piedras apiladas. En primavera, cuando los tramperos emprendieron el camino de regreso a Fort Benton con su cargamento de pieles, empezaron a divulgarse las buenas perspectivas de caza. En los años que siguieron llegó gente con caballos y carretas, y no tardó en formarse un pueblecito de cazadores y tramperos, auténtica colonia dedicada a sembrar la destrucción, a la que alguien puso el nombre de Hope no porque tuviera esperanza sino en recuerdo de una niña ahogada.
Bastaron pocas temporadas para acabar con todos los castores. El beneficio de la venta de pieles fue derrochado en whisky indio y mujeres indias; en cuanto a las pieles, fueron enviadas al Este para abrigar los elegantes cuellos y cabezas de la gente de ciudad. Llegó el día en que las aguas dejaron de verse agitadas por castores. Fue entonces cuando los primeros habitantes de Hope se fijaron en los lobos.
Desde tiempos remotos el valle había sido un lugar especial para los lobos. Honrado como gran cazador por los Pies Negros, que, como él, llevaban mucho tiempo asentados en la zona, el lobo sabía que el valle era refugio invernal de ciervos y alces, pero también paso entre las montañas y el llano y, por ende, buen lugar para perseguir grandes manadas de búfalos. En 1850 dichas manadas habían empezado a ser diezmadas por el hombre blanco, que en los treinta años posteriores mataría setenta millones de cabezas.
Lo irónico del caso fue que el lobo empezó sacando provecho de la situación, ya que los cazadores sólo querían la piel de los búfalos (a veces también la lengua, y la carne más sabrosa). Con lo que quedaba, los lobos celebraban verdaderos festines. Pero un día, de allende el Atlántico, llegó una gran demanda de abrigos de piel de lobo. No hacía falta ser un genio para responder a ella. Al igual que miles de colegas a lo largo y ancho del Oeste, gente buena, mala y loca de remate, los tramperos de Hope se convirtieron en cazadores de lobos.
Era más fácil que matar castores, siempre y cuando se dispusiera de los doscientos dólares necesarios para el equipo. Un frasco de cristales de estricnina costaba setenta y cinco centavos, y hacían falta dos para impregnar un búfalo muerto; ahora bien, dejándolo en el lugar adecuado podían conseguirse cincuenta lobos en una noche, y todavía daba para otra más. Con las mejores pieles de lobo a dos dólares por pieza, el veneno permitía sacarse doscientos o trescientos dólares en un invierno. Por esa cantidad, bien valía la pena correr ciertos riesgos: morir congelado, o quedarse sin cabellera, ya que de todos los invasores blancos el cazador de lobos era el más odiado, y los Pies Negros mataban a cuantos caían en sus manos.
Los cazadores de Hope salían a diario en busca de cebo. A falta de búfalos, empezaron a improvisar con cuanto tenían a su alcance, hasta pájaros pequeños cuyos pechos sajaban con delicadeza para llenarlos de pasta venenosa. Las carnadas se disponían en círculo que podían llegar a medir kilómetros. A la mañana siguiente, los loberos recorrían su circunferencia y la encontraban cubierta de toda clase de animales muertos o agonizantes. Cualquier pájaro o mamífero que cruzara la línea caía víctima del veneno; no sólo lobos, sino zorros, coyotes, osos y linces rojos, sujetos algunos todavía a vómitos y convulsiones. Los vómitos y babas envenenaban la hierba durante años, matando a todos los animales que pacieran en ella.
Un lobo podía tardar una hora en morir, y los más prudentes, los que sólo husmeaban o lamían lo que sus hermanos y hermanas devoraban a placer, podían durar mucho más. La estricnina les afectaba el intestino, y poco a poco se les iba cayendo el pelo. Quedaban como espectros desnudos, aullando por los llanos hasta perecer de frío.
En lo más crudo del invierno, cuando la cosecha diaria estaba demasiado congelada para despellejarla, los loberos amontonaban los cadáveres encima de la nieve. Por las tardes había menos trabajo, pero se corría el riesgo de perderlo todo por culpa de un deshielo repentino. Y fue uno de esos deshielos lo que dio origen al camino de calaveras.
El invierno de 1877 trajo una de las heladas más prolongadas de la historia de Hope. En marzo, más de dos mil lobos sin desollar seguían formando pilas junto a las cuevas de los loberos, y también alrededor del grupo de cabañas en que habían pasado a vivir casi todos.
De pronto, una mañana, el aire amaneció más templado. Los árboles empezaron a gotear, el hielo del río a crujir, y en poco tiempo un viento cálido bajó con ímpetu de las montañas. Cundió la alarma y los loberos, locos de miedo ante la idea de perder todos los beneficios de la temporada, pusieron manos a la obra con sus cuchillos, como demonios el día del Juicio Final.
Al ponerse el sol no quedaba en el pueblo lobo sin desollar; se había aprovechado hasta la última piel, y los loberos de Hope, borrachos de euforia, bailaron en una mezcla de nieve fundida y sangre que les llegaba hasta las rodillas.
Llevaban años dejando los animales despellejados al lado del río, pasto de cuervos, buitres y otros carroñeros que cometieran la imprudencia de acercarse, pues casi todos morían en poco tiempo por culpa de la estricnina ingerida por los lobos. Aquel día, deseosos de conmemorar su última hazaña, los loberos juntaron todos los huesos y, sumándolos a los restos decapitados de los animales que acababan de despellejar, dibujaron con ellos un camino. Después cogieron las cabezas y, una vez hervidas, usaron de adoquines las calaveras, limpias y blancas. De ese día en adelante, todos los lobos muertos contribuyeron con su cráneo al artístico conjunto.
En noches despejadas y sin nieve, el camino se veía desde las montañas, brillando a varios kilómetros de distancia bajo la luz de la luna.
Con el tiempo, las calaveras fueron dibujando curvas a lo largo de más de un kilómetro hasta alcanzar la zona en que preferían vivir quienes habían seguido los pasos de los loberos, quizá porque el aire era más fragante o porque la compañía lo era menos.
Por todo el valle empezaba a oírse el gemir de las reses, y, en consonancia con su llegada, el pueblo fue haciéndose más grande, capaz de satisfacer las necesidades de los rancheros. El herrero, el barbero, el hotelero, la puta... Todos prosperaron a su modo.
Y al otro extremo del camino de calaveras también prosperaron los loberos de Hope, cuyos actos eran sometidos a juicio desde lo alto del Gólgota en que se erguía una hermosa iglesia blanca (sometidos a juicio y perdonados, claro está, puesto que se consideraba a los lobos tan desprovistos de alma como cualquier animal).
Pero los loberos contaban con orientación espiritual desde antes de construirse la iglesia, gracias, en gran medida, a un sedicente predicador, lobero y ex cazador de indios llamado Josiah King, más conocido por su grey como Reverendo Lobo.
Los domingos por la mañana, dependiendo del clima y la cantidad de whisky consumida la noche anterior, Josiah explicaba a sus fieles que el lobo no era un animal dañino entre tantos, sino la apoteosis andante de todos los males. Y el fervor con que predicaba su aniquilación era tan contagioso que los loberos de Hope llegaron a considerarse modernos cruzados, disputando la frontera a la bestia infiel y descargando sobre ella la venganza del Señor.
Quien sirve a Dios recibe justa recompensa. El trabajo de lobero estaba mejor pagado que nunca. El estado prometía un dólar por cada lobo muerto, y otro tanto ofrecían los ganaderos, cuyo odio a los lobos no precisaba acicates religiosos. Y es que, desaparecidos los búfalos y menguada la población de ciervos y alces, los lobos se habían aficionado a la carne de vacuno. Además, las vacas eran más lentas, más torpes y más fáciles de matar.
A decir verdad, los elementos siempre habían sido más eficaces que el lobo a la hora de acabar con el ganado. El terrible invierno de 1886 mató a casi todas las reses del valle. Sólo subsistieron los rancheros más curtidos de Hope, pero el hielo grabó en sus corazones una indeleble cicatriz de dolor.
Ahora bien, ¿a quién podía culparse del frío? ¿O de la enfermedad, la sequía, los precios lamentables a que se pagaba la carne? ¿Y por qué maldecir al gobierno, el clima o Dios, teniendo a mano al mismísimo diablo? Cada noche se le oía rondar los pastos, aullando hasta descolgar las estrellas del cielo.
De modo que el lobo se convirtió en chivo expiatorio de Hope.
A veces, en pago por sus crímenes, lo atrapaban vivo y lo enseñaban por las calles. Los niños le tiraban piedras, y los más valientes lo atacaban con palos. Después, personas de todas las edades se reunían en la ribera del río, donde los inquisidores más fervientes de Reverendo Lobo quemaban al animal como si fuera una bruja.
Con el cambio de siglo los loberos desaparecieron casi por completo. Matar lobos ya no daba para vivir. Algunos cambiaron de oficio; otros se trasladaron más al norte y al oeste, donde por un tiempo siguieron disponiendo de víctimas abundantes. La industria ganadera había cobrado un peso político enorme, y el gobierno federal, alentado por un presidente-ranchero que calificó al lobo de «bestia de destrucción y desolación», recogió el testigo de la cruzada.
En todos los bosques del país los guardas recibieron orden de matar a cuanto lobo asomara la oreja. En 1915, el Servicio Biológico de Estados Unidos, organismo responsable de cuidar la fauna y flora del país, emprendió metódicamente una política de «exterminación total», dotada de generoso presupuesto.
En cuestión de años, el lobo, que había seguido al búfalo por las llanuras, iba en pos de él por la senda de la extinción.
Quedaban algunos en Hope, cabeza de una región pródiga en naturaleza virgen. Se escondían en los bosques más altos, demasiado sagaces y prudentes para caer en la trampa de un animal muerto que olía a veneno a la legua. Detectaban las trampas mal puestas desde un kilómetro a la redonda, y a veces, como muestra de desdén, las desenterraban y las hacían saltar. Algo más de astucia le hacía falta al hombre para cazar a los de su especie; tenía que pensar como un lobo y conocer todas las sombras, todos los olores y ruidos del bosque.
En Hope sólo quedaba una persona capaz de ello.
Joshua Lovelace había llegado al valle en 1911, procedente de Oregón. Montana le ofrecía una nueva ley que aumentaba la recompensa a quince dólares por lobo. La destreza de Lovelace era tan superior a la de sus rivales que la asociación local de ganaderos no tardó en contratarlo a jornada completa. Se construyó una casa a ocho kilómetros del pueblo, a la orilla norte del río Hope.
Era un hombre taciturno, amigo de la soledad, celoso guardián de los secretos de su profesión. Aun así, había dos sellos distintivos que permitían reconocer su trabajo. El primero (que le había ganado fama de excéntrico o demasiado apegado a los principios) era que nunca usaba veneno. Cuando le preguntaban por ello, declaraba su odio por tales sustancias, diciendo que sólo eran para imbéciles a quienes tanto les daba matar una cosa u otra. Para él, matar lobos era un arte de absoluta precisión.
Su segundo distintivo era un artefacto inventado por él mismo, del que había intentado obtener la patente sin éxito. Según el propio Lovelace se le había ocurrido de niño, en Oregón, viendo a los pescadores de salmones colocar sedales de noche en la desembocadura de un río. Lo llamaba «aro Lovelace».
Sólo se usaba en primavera, cuando las lobas paren. Consistía en un círculo de alambre fino de unos quince metros, con una docena de trampas de resorte sujetas por alambres todavía más finos. En cada trampa se ponía un bocado de carne (casi todas iban bien, aunque Joshua prefería la de pollo). Después el aro se colocaba con cuidado fuera del cubil, clavado al suelo con una estaca de hierro.
El factor tiempo era crucial. Para obtener resultados óptimos el aro tenía que colocarse entre tres y cuatro semanas después de parir la hembra; averiguar de forma discreta cuándo había sucedido esto último formaba parte del oficio. Era difícil que un lobo adulto cometiera la imprudencia de coger la carnada. Pero el artefacto no estaba ideado para adultos.
El lobezno abre los ojos a las dos semanas; cumplida la tercera le salen los dientes de leche y empieza a oír. Es el momento en que se atreve a hacer las primeras incursiones fuera de la guarida, y ya tiene edad para comer los pequeños bocados de carne regurgitados por los lobos adultos, que los han traído de sus cacerías. Joshua solía jactarse de conocer el momento exacto en que había que tender la trampa. Quería que el pollo fuera la primera carne que comieran los lobeznos. También la última.