Authors: Nicholas Evans
—¡Dios mío! ¿Qué es eso?
Rimmer sonrió.
—¿De verdad te interesa?
—Pues no sé...
—Es lince podrido y glándulas anales de coyote fermentadas.
—Gracias por la información, Bill.
Buzz
, que también había percibido el olor, estaba fuera de sí, y temblaba de interés cada vez que veía el bote (herméticamente cerrado, gracias a Dios).
Habían encontrado huellas y excrementos de lobo en ese mismo cañón, aunque no eran recientes. Parecía el lugar más prometedor: un pasillo de roca que ocupaba un lugar estratégico en todas las rutas a disposición de los lobos. Así pues, habían decidido escogerlo como emplazamiento para diez de las veinte trampas. Las demás, pensando en Buck Calder, las habían diseminado por las dos rutas que parecían unir con mayor facilidad el bosque y las tierras arrendadas por Calder y sus vecinos como pastos de verano.
Helen, consciente de la reputación de Rimmer como trampero, había contemplado con cierta aprensión la idea de trabajar con él delante; pero Bill se había mostrado generoso, hasta el extremo de alabar su técnica y selección de emplazamientos. Al verla excavar su primer hoyo, comentó en broma que se iba a casa, que no le hacía falta para nada.
Helen se lo pasaba bien con él. Bill conocía la zona a fondo y, sin asomo de condescendencia, le enseñó cómo actuaban los lobos en terreno tan montañoso como aquél, cuáles eran sus presas habituales y qué lugares escogían para cavar sus guaridas. Era un hombre muy sociable, y le gustaba hablar de su mujer e hijos. Tenía dos niños, de cinco y seis años, y una niña de ocho que, según él, tenía a raya a toda la familia. La pequeña sabía que una parte del trabajo de su padre era matar animales, y se lo recriminaba con gran seriedad.
Utilizaban trampas del número catorce modificadas, muy parecidas a las viejas Newhouse que Helen había empleado en Minnesota, y que se caracterizaban por un riesgo bajo de provocar heridas en las patas. A Rimmer no acababan de convencerle; decía que les faltaba fuerza, y que daban demasiadas posibilidades de escapar a los lobos. Prefería trampas con más agarre en la pata, las que fabricaba en Texas el legendario trampero Roy McBride.
Cada cepo estaba atado con cuerda a un collar transmisor escondido en las proximidades, preferiblemente en un árbol. En cuanto algo arrastraba la trampa, la cuerda tiraba de un pequeño imán y el collar empezaba a transmitir señales. Helen y Rimmer se repartieron las trampas y quedaron en que el que atrapara al primer lobo tendría derecho a una cerveza gratis.
Después de tres semanas la apuesta seguía pendiente.
Helen había explorado las ondas a diario sin captar ninguna señal. Cada día salía dos veces a revisar las tres series de trampas. Las dos del bosque no planteaban problemas, porque los caminos de leñadores permitían acercarse a ellas en camioneta. Las trampas del cañón requerían más tiempo. La vieja Toyota casi se hacía pedazos antes de llegar al final de la última senda, desde donde todavía quedaba una hora larga de caminata.
Cada vez que ella subía a la cima donde se hallaba en aquellos instantes con Rimmer, se convencía de que era su día de suerte. Caminaba por el bosque aguzando el oído, a la espera de oír el ruido metálico de la cadena o el crujir de un arbusto donde hubiera buscado refugio un lobo atrapado. Pero siempre pasaba lo mismo.
Nada. Ni lobos ni huellas o excrementos recientes. Ni siquiera unos pelos en las espinas de un arbusto.
Empezaba a sospechar que había perdido facultades o cometido un error. Por eso, después de diez días, trasladó las trampas, modificó la manera de colocarlas y probó otros emplazamientos aparte de las inmediaciones de los senderos, sin duda la vía de desplazamiento más lógica para un lobo. Las dejó en la cima y al lado del arroyo, en campo abierto y sepultadas en la maleza.
Fue inútil.
Se le ocurrió que quizá las trampas fueran demasiado nuevas u olieran demasiado a metal. Se las llevó en varias tandas a la cabaña, las restregó con un cepillo de alambre y después las puso a hervir con astillas de madera en agua del arroyo. Tras pasarlas por cera de abejas fundida, las colgó de un árbol y las dejó secar, poniendo sumo cuidado en no tocarlas sin guantes.
No sirvió de nada.
Se preguntó si el problema sería
Buzz
, que no sólo la acompañaba sino que a veces contribuía con su propio pipí al pipí de lobo con que su dueña rociaba las inmediaciones de la trampa. A Helen le había parecido buena idea; tampoco Rimmer había puesto reparos al enterarse. El olor de un cánido intruso solía atraer a los lobos, tanto si se trataba de otro lobo como de un perro castrado; no obstante, quizá los esfuerzos de
Buzz
los estuvieran ahuyentando. De ahí que ella llevara un tiempo dejándolo en la camioneta o la cabaña, no sin resistencia del interesado. Hasta dejó de fumar unos días, por si lo que los molestaba era el olor a tabaco.
Aun así, las trampas seguían insolentemente vacias.
Por suerte Helen tenía trabajo de sobra. Una vez cargado en su ordenador todo el software S.I.G. (Sistema de Información Geográfica) que le había proporcionado Dan, dispuso de mapas de toda la zona. Había mapas separados para todo (hidrografía, caminos y vegetación), y podían hacerse todas las superposiciones posibles. Helen no se limitaba a introducir en ellos el emplazamiento exacto de cada trampa, sino que hacía constar cualquier dato que pudiera ser útil, como avistamientos o huellas de alces y ciervos u otros animales de que pudieran alimentarse los lobos, incluido el ganado que pacía en lo alto del valle.
Se daba cuenta de que era importantísimo estar ocupada, porque si en algún momento se cruzaba de brazos, aunque fuera un minuto, corría el peligro de recordar a Joel.
Lo peor eran las noches. Cuando volvía de revisar las trampas casi siempre estaba oscureciendo. Desde entonces hasta el momento de acostarse solía hacer cada día lo mismo. Si su telefono móvil se había cargado (no siempre se daba el caso), y si conseguía cobertura, activaba el buzón de voz y devolvía las llamadas. En cuanto a los e-mails, prácticamente había renunciado a ellos. Dado el sistema de transmisión analógica del móvil, el ordenador tardaba una eternidad en cargar la información que llegaba por Internet. Una página podía tardar cinco minutos.
Cada vez que escuchaba los mensajes albergaba la absurda esperanza de oír la voz de Joel; pero los únicos que llamaban eran Dan y Bill Rimmer, deseosos de saber si había tenido suerte con las trampas. De hecho hacía un tiempo que apenas sabía nada de ellos, quizá porque era un poco violento tener que oír siempre la misma respuesta. De vez en cuando recibía un mensaje de Celia o de su madre, y hacía lo posible por devolverles la llamada.
Después daba de comer a
Buzz
, se duchaba, preparaba la cena y se ponía delante del ordenador hasta la hora de dormir, haciendo anotaciones y leyendo. A medida que caía la noche y el silencio descendía sobre el bosque cual cojín en manos de un asesino (sólo de vez en cuando un grito de buho o de animal moribundo), se hacía más difícil mantener a Joel a raya.
Había intentado ahuyentarlo a base de música, pero sucedía lo contrario. Adivinaba su presencia en el silbido de las lámparas de gas, o en el zumbar de un insecto contra la puerta mosquitera. Quitárselo de la cabeza sólo servía para notarlo en todo el cuerpo, como un peso colgando dentro de la caja torácica, un peso que se traducía en llanto y hacía que Helen, incapaz de seguir soportándolo, saliera corriendo de la cabaña y se sentara a la orilla del lago, sollozando, fumando, odiándose a sí misma, odiándolo a él y odiando a todo el mundo, el maldito mundo.
Por la mañana, indefectiblemente, se daba cuenta de haber sido una estúpida y le daba vergüenza, como si aquella pena absurda fuera un hombre aborrecible con quien se hubiera acostado sin saber por qué. Su faceta de bióloga sensata la advertía del peligro de convertir en costumbre aquellos arrebatos, y, como único remedio, le proponía romper con la rutina.
Siguiendo el consejo, se propuso hacer una sesión de aullidos desde lo alto del cañón, pero fue todavía peor que la noche en que había intentado aullar junto al lago. Después de un par de aullidos aceptables (sin respuesta, lógicamente), se echó a llorar.
Mayor éxito obtuvieron sus tardes en el pueblo, donde estaba empezando a conocer gente. Cenaba en el bar de Nelly y casi siempre encontraba a alguien con quien charlar, si bien todavía no había hecho el acopio de coraje necesario para ir sola a El Último Recurso.
También había aprovechado el tiempo para visitar a casi todos los rancheros de la zona, poniendo todo su empeño en caerles bien. Primero les explicaba el motivo de su presencia y después les pedía que se pusieran en contacto con ella en cuanto vieran señales de lobos. Sus visitas se producían a una hora acordada de antemano por teléfono, casi siempre sobre las doce del mediodía. En general la habían recibido con amabilidad; eso sí, más las mujeres que los hombres.
Los Millward, criadores de toros de pura raza Charolais, se habían prodigado en atenciones, hasta el punto de insistir en que se quedara a comer. Hasta la hija de Buck Calder, Kathy Hicks, había destacado por su amabilidad, sorprendente cuando menos teniendo en cuenta lo que le había pasado a su perro. La mayoría de los rancheros (no todos) le dieron permiso para entrar en sus tierras en caso de necesidad, siempre y cuando no molestara ni dejara abiertos los portones.
Casi había conseguido ver a todo el mundo, a excepción de Abe Harding.
Sus llamadas al rancho habían quedado sin respuesta. Viéndolo un día en la ciudad, delante de la tienda de comestibles, Helen lo saludó amablemente, pero Harding pasó de largo como si no hubiera visto a nadie. Se sintió un poco violenta. Reparó en las sonrisas burlonas de los dos hijos de Harding, que estaban cargando algo en su camioneta. Eran los dos jóvenes que la habían visto hacer eses por la carretera justo antes de su primera visita a Hope.
—Por Abe Harding no te preocupes, mujer —dijo Ruth Michaels al enterarse—. Lo hace con todo el mundo. Es un capullo. Bueno, tampoco tanto; lo que pasa es que está triste y amargado, y puede que un poco loco. Pero a ver quién no, con dos hijos así.
Como Ruth le caía bien, Helen nunca bajaba a la ciudad sin entrar en la tienda a tomar un café. El sentido del humor de Ruth, tan malévolo, siempre le provocaba unas carcajadas de efecto no menos tonificante que el del café; además le iba bien tener a alguien que pudiera ponerla al día en cuestión de chismorreos y describirle a los personajes más destacados de la ciudad.
Con el paso de las semanas, el hecho de no haber conseguido coger al lobo fue convirtiéndose en fuente de molestias para Helen. Empezaban a circular chistes sobre ella. Hacía dos días que se había encontrado a Clyde Hicks en la gasolinera. El joven había sacado la cabeza por la ventanilla para preguntarle cómo iba todo y si ya había cogido al lobo, aun sabiendo de sobra que no era así. Helen dijo que no.
—¿Sabes cuál es la mejor manera? —le preguntó Clyde con una sonrisa más bien repelente.
Helen negó con la cabeza.
—Pero imagino que vas a decírmelo —añadió.
—Consigues una piedra grande, le echas un poco de pimienta, viene el lobo, la huele, estornuda y se queda frito. Bingo.
Helen se aguantó la rabia y sonrió.
—¿En serio?
—Sí. Inténtalo. No te cobro nada por el consejo.
Y el listillo se alejó al volante de su coche.
Helen se pasaba en blanco parte de la noche, tratando de desentrañar la causa de su mala suerte. Pensó que quizá fueran las personas. ¿Y si había alguien más que ella por la montaña, impidiendo que el lobo cayera en una de las trampas? No a propósito, sino por el mero hecho de estar ahí. Helen nunca había visto a nadie, pero sabía que algunos excursionistas llegaban hasta el cañón. También estaban los leñadores, que trabajaban un poco más abajo para la compañía de postes.
A veces encontraba huellas de botas, algunas en el barro del arroyo, aunque demasiado pocas para preocuparse de que alguien pudiera caer en las trampas. Hacía poco que también había visto pisadas y excrementos de caballo. De todos modos los lobos no solían tener miedo ni de excursionistas ni de caballos. Eran animales tímidos, sí, pero no más que los osos pardos o los pumas, y Helen había encontrado huellas tanto de unos como de otros. Era extraño.
Más extraño todavía resultaba el hecho de que, desde hacía cierto tiempo, aparecieran trampas que se habían hecho saltar, sin que el responsable hubiera dejado huellas. Daban la impresión de haber saltado solas, porque no habían sido arrastradas, lo cual habría activado el transmisor de radio.
Y seguía sucediendo a pesar de que Helen hubiera ajustado la tensión para hacerlas menos sensibles. Los tres casos descubiertos el día anterior la habían impulsado a llamar a Bill Rimmer y pedirle que la acompañara en su prospección matinal.
Como suele suceder en este tipo de cosas, todavía no habían encontrado ninguna trampa desactivada. Todas las del bosque estaban intactas.
—Vas a pensar que me lo invento —dijo Helen al emprender con Rimmer el descenso del cañón.
—Es como cuando el coche hace un ruido raro, lo llevas a arreglar y de repente no se oye nada.
—Con el mío no sabrían por dónde empezar.
Las dos primeras trampas que verificaron en el cañón estaban como las había dejado Helen por la noche. Por fin, a la tercera, encontraron una que había saltado.
Ella la había colocado al margen de un sendero estrecho con aspecto de ser utilizado sobre todo por ciervos. Rimmer caminó alrededor de la trampa, escudriñando el suelo a cada paso. Acto seguido la levantó poco a poco con la punta de un palo y, después de examinarla, la cogió con las manos y comprobó el mecanismo.
—A esta trampa no le pasa nada.
La devolvió a su sitio y recorrió unos veinte metros de sendero sin pisarlo, con la vista fija en el suelo. Después volvió al punto de partida y repitió la operación en sentido contrario. Helen se limitó a observar.
—Ven a ver —dijo Rimmer al cabo de un rato.
Helen acudió a su lado. El señaló el sendero.
—¿Ves las huellas de ciervo? ¿Ves cómo se paran de repente?
—Será que el ciervo dio media vuelta.
—No creo. Fíjate en esto.
Volvieron hacia la trampa, pasaron de largo y llegaron al primer punto donde se había detenido Rimmer.