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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (5 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Desde hacía un par de años, la política vigente consistía en reducir el número de lobos con collar. La idea de reintroducir en la zona una población capaz de reproducirse por sí misma suponía dar a los animales unas condiciones de vida lo más naturales posible. Cuando el número de parejas reproductoras fuera suficiente, el lobo habría dejado de formar parte de la lista de especies en extinción. Para Dan, los collares no eran precisamente la mejor arma para conseguirlo.

No todo el mundo estaba de acuerdo con él. Había incluso quien abogaba por utilizar collares de captura, dotados de pequeñas jeringuillas que pudieran activarse a voluntad para dormir al lobo. Dan los había utilizado un par de veces cuando trabajaba en Minnesota, y sí, facilitaban bastante las cosas, pero cada vez que un lobo era capturado, drogado, manipulado, sometido a análisis de sangre y marcado en la oreja, se volvía menos salvaje, menos lobo. Al final, cabía preguntarse si el control remoto no lo convertía en algo parecido a los barcos de juguete que navegan por los estanques de los parques.

De todos modos, cuando un lobo empezaba a meterse en líos y matar vacas, ovejas o animales domésticos, había que ponerle un collar, tanto por su propio bien como para el de los demás. Se procuraba dar a los rancheros la impresión de que todos los lobos del estado estaban bajo control; si uno se volvía díscolo, había que encontrarlo antes de que alguien se adelantara con una escopeta. Al menos el collar permitía saber dónde estaba el lobo. Y si volvía a las andadas, podía ser trasladado o sacrificado.

El sol seguía su curso ascendente, y los dos ocupantes de la angosta cabina del Cessna estaban tan silenciosos como el receptor de Rimmer. De hallarse por la zona que sobrevolaban algún lobo con collar, ya habían tenido tiempo de sobra para localizarlo. En una región de aquellas características, encontrar uno o varios lobos sin collar era más difícil. Y la pregunta era: ¿quién iba a hacerlo? Peor aún: ¿quién iba a ocuparse de ellos una vez localizados?

Dan se habría encargado con mucho gusto. Llevaba un tiempo sin ver más lobo que
Fred
. Su conversión en biólogo de despacho había llegado a tal punto que solía bromear acerca de su intención de hacer un doctorado sobre las costumbres alimenticias de los blocs de notas. Tenía muchas ganas de volver al trabajo de campo, como en los buenos tiempos de Minnesota, lejos del teléfono y el fax. Pero era imposible. Tenía demasiado trabajo, y sólo podía delegarlo en Donna. Bill Rimmer había tenido la generosidad de ofrecerse a ayudarlo a poner trampas, pero lo cierto era que estaba tan ocupado como el que más.

Políticamente hablando, el tema de los lobos siempre había sido muy reñido, pero en los últimos tiempos daba la impresión de que todos los goles los marcaba el equipo contrario. Al tiempo que crecía la población de lobos aumentaba la polémica en torno a ella. A más incidentes como el de Hope, más dificultades para solicitar un aumento de recursos económicos y humanos. Dan había asistido a un recorte drástico del presupuesto. Pronto no quedaría nada que recortar. A veces, en caso de emergencia, conseguía que se le asignara a alguien de otro departamento durante un par de meses, cuando no recurría a un doctorando o uno de los voluntarios que trabajaban en Yellowstone.

El problema estribaba en que aquella operación iba más allá de poner trampas y collares. Hope podía convertirse fácilmente en la prueba más dura a que se hubiera visto sometido el programa de repoblación.

Dado el recalcitrante odio de que eran objeto los lobos en Hope, y el hecho de que los medios de comunicación ya se estaban cebando en ello, el ayudante de Dan no tenía más remedio que ser muy bueno poniendo trampas y persiguiendo lobos. Tendría que ser un buen comunicador, atento a los sentimientos de la comunidad, pero lo bastante enérgico para plantar cara a bravucones como Buck Calder. Pocos biólogos eran tan versátiles.

El Cessna había ejecutado otra pasada en dirección este. Dan dio media vuelta una vez más y se fijó en Hope, tendido a sus pies como un modelo a escala. Un camión de ganado estaba saliendo de la gasolinera. Parecía que se pudiera coger con los dedos. Entre los álamos de Virginia, los meandros del río brillaban como láminas de cromo.

Echó un vistazo al indicador de carburante. Quedaba lo justo para otra pasada.

Esta vez sobrevoló directamente el rancho Calder, donde unas cabezas de ganado manchaban de negro el prado quemado por el sol, semejantes a un puñado de hormigas. Un coche circulaba por las colinas, siguiendo la sinuosa carretera que llevaba a casa de los Hicks. Sin duda otro de esos malditos reporteros.

En cuanto llegaron al bosque Dan voló a menor altura, descendiendo cuanto permitía la prudencia, con la copa de los árboles y la cima de los cañones desfilando a velocidad enloquecida bajo la sombra de la avioneta. Justo cuando iba a levantar el morro para emprender el último ascenso vio algo delante, una mancha gris claro que desaparecía al otro lado de unas rocas. Miró a Rimmer con el corazón desbocado, y supo que también lo había visto.

No dijeron nada. Los diez segundos que tardaron en llegar se les antojaron muy largos. Dan viró la avioneta y trazó una curva al alcanzar la cima de la cresta. Escudriñaron la ladera por donde había desaparecido el animal.

—Ya lo veo —dijo Rimmer.

—¿Dónde?

—Acaba de meterse entre los árboles, al lado de esa franja de rocas. —Hizo una pausa—. Es un coyote, aunque muy grande.

Se volvió hacia Dan con una sonrisa de consuelo. Dan se encogió de hombros.

—Es hora de volver a casa.

—Sí. Parece que habrá que recurrir a las trampas.

Dan describió una última curva con el Cessna, y el sol se reflejó fugazmente en el cristal. Después estabilizó las alas y puso rumbo a Helena.

Debajo de ellos, en un lugar ignoto que seguía siendo el secreto de un muchacho, los lobos oyeron apagarse el zumbido de la avioneta.

Capítulo 4

Helen Ross odiaba Nueva York. La odiaba todavía más cuando la temperatura pasaba de treinta y cuatro grados y el aire estaba tan húmedo que ella se sentía como una almeja cociéndose en la humareda de los tubos de escape.

En sus escasas visitas a la ciudad, Helen siempre adoptaba una actitud de bióloga, consistente en observar el comportamiento de las extrañas especies que paseaban por las aceras, y tratar de dilucidar por qué algunos ejemplares parecían disfrutar del incesante festival de luces y ruidos. Pero siempre fracasaba de modo lamentable; y, pasada la euforia infantil que se había apoderado de ella al llegar, sentía contraerse su rostro en una hosca coraza de cinismo.

En esos momentos la llevaba puesta. Acodada a una mesa minúscula, en lo que el encargado del restaurante había tenido la risible ocurrencia de llamar el terrazzo (refiriéndose a un trozo de acera rodeado de setos polvorientos), Helen se sirvió otra copa de vino, encendió otro cigarrillo y se preguntó por qué demonios su padre siempre llegaba tarde.

Buscó su cara entre la multitud que se volcaba en las aceras para ir a comer. Resultaba increíble lo elegante y guapo que era todo el mundo. Ejecutivos jóvenes y morenos cuyas americanas se sostenían con estudiada naturalidad en un solo hombro conversaban con mujeres de dientes perfectos y piernas kilométricas, sin duda plurilicenciadas de Columbia, Harvard, Yale, etc. Helen odiaba a unos y otras.

El restaurante lo había escogido su padre. Estaba situado en SoHo, un barrio en el que Helen nunca había estado; según su padre era el sitio más
chic
para vivir. Estaba repleto de galerías de arte y de esas tiendas que sólo venden un par de artículos exquisitos, exquisitamente iluminados y repartidos en enormes superficies por las que circulan vendedores salidos de las páginas de
Vogue
. Todos eran igual de delgados, tenían la misma expresión de desprecio, y parecían capaces de impedir la entrada por motivos puramente estéticos a quien tuviera la desfachatez de intentar colarse por la puerta. Helen ya había cogido manía a SoHo. Hasta la ortografía del nombre era una estupidez.

Y no podía atribuirse a mezquindad de carácter, puesto que, en su vida cotidiana, Helen llevaba la generosidad a extremos peligrosos, siempre dispuesta a conceder el beneficio de la duda hasta en los casos más dudosos. Pero ese día, varios factores habían contribuido a sacarla de quicio, además de la ciudad y el clima. Uno de ellos, nada desdeñable, era el hecho de estar a punto de cumplir los veintinueve, edad que le parecía un hito colosal, un mojón en su biografía. Era lo mismo que treinta, sólo que peor, porque al menos a los treinta ya se ha pasado el trauma. Cuando se han cumplido los treinta, ya da lo mismo tener cuarenta o cincuenta. O estar muerto. Porque a esas alturas, a menos que uno ya tenga la vida hecha, es casi seguro que nunca la tendrá.

Su cumpleaños era al día siguiente, y, de no mediar la mano de Dios, Helen amanecería igual de parada, soltera e infeliz.

Ya era todo un ritual que su padre la invitase a comer para su cumpleaños, al margen de sus respectivos lugares de residencia, que solían distar cientos de kilómetros. La que viajaba siempre era ella, porque su padre estaba ocupadísimo, y seguía creyendo que, después de pasar largo tiempo fuera, el viaje a la ciudad era un placer para su hija. Cada verano, al acercarse la fecha del convite, Helen ya no se acordaba de que no lo fuera.

Un mes antes recibía por correo un billete de avión, con detalles sobre cómo llegar a algún restaurante de moda. Entonces cogía el teléfono y concertaba citas con los amigos, cada vez más entusiasmada. Quería mucho a su padre, y casi sólo lo veía en la comida de cumpleaños.

Sus padres se habían divorciado cuando Helen tenía diecinueve años. Por aquel entonces su hermana Celia, dos años menor, acababa de ingresar en la facultad, y Helen estudiaba biología en la Universidad de Minnesota. Ambas volvieron a casa para el día de Acción de Gracias. Finalizada la comida, sus padres posaron los cubiertos y anunciaron con calma que, una vez cumplida la tarea de educar a sus hijas, iban a seguir caminos distintos.

Desvelaron que el matrimonio llevaba años siendo un desastre, y que ambos tenían a otra persona con quien preferían compartir su vida. Venderían la casa familiar, si bien las chicas, como no podía ser menos, seguirían teniendo sus correspondientes habitaciones en los nuevos hogares que la sustituyeran. Todo se hacía racionalmente, sin rencor. Lo cual, para Helen, resultó infinitamente más duro.

Fue un golpe tremendo descubrir que una familia que siempre le había parecido, si bien no exactamente feliz sí normal en su infelicidad, encubriera un sufrimiento tan prolongado. Sus padres siempre habían sido propensos a pelearse, poner malas caras y planear venganzas mezquinas, pero Helen había dado por sentado que a todos los padres les sucedía lo mismo. De pronto resultaba que llevaban años odiándose, y que sólo se habían aguantado por sus hijas.

Celia se había portado de maravilla, como siempre. Lloró y los abrazó a los dos, haciéndolos llorar a su vez, mientras Helen lo observaba todo con asombro. Su padre tendió la mano, tratando de que Helen se sumara a los lloros y todo se resolviera en un espantoso acto conjunto de absolución. Helen apartó la mano de su padre y gritó:

—¡No! —Y, ante los ruegos de su padre, exclamó todavía más fuerte—: ¡No! ¡A la mierda! ¡A la mierda los dos!

Salió de casa hecha una fiera.

En aquel entonces le había parecido una reacción sensata.

Por lo visto, sus padres pensaban que el hecho de no haberse divorciado antes constituía un regalo permanente e indestructible para sus hijas, y que la ilusión de haber vivido una infancia feliz equivalía a haberla tenido de verdad. El verdadero regalo era más crudo, y mucho más duradero.Y es que, desde entonces, Helen nunca había sido capaz de superar la idea de que todos los padecimientos de sus padres eran culpa de ella. El razonamiento era diáfano: de no haber sido por ella (y por Celia, claro, pero Celia era poco dada a sentirse culpable, y Helen tenía que generar remordimientos suficientes para ambas), sus padres habrían podido «seguir caminos distintos» mucho antes.

El divorcio confirmó viejas sospechas de Helen, en el sentido de que los animales eran más dignos de confianza que las personas. Y, pensándolo bien, no parecía casualidad que hacia esas fechas hubiera empezado a estudiar con pasión a los lobos. Con su devoción y lealtad, y su manera de cuidar a las crías, se le antojaban superiores a los seres humanos en casi todos los aspectos.

Los diez años transcurridos no habían atenuado sus sentimientos acerca del divorcio, pero sí habían hecho que se mezclaran con todas las dudas y desilusiones con que Helen había conseguido llenar su vida. Y, salvando los pocos días en que perdía toda noción de misericordia, y un viento oscuro y lleno de reproches barría el mundo a su alrededor, ahora se alegraba de que sus padres hubieran acabado por hallar la felicidad.

Su madre había vuelto a casarse después de obtener el divorcio, pasando a vivir una vida de golf, bridge y, por lo visto, sexo volcánico con Ralphie, un agente inmobiliario bajito, calvo y sumamente amable.

Resultó que Ralphie llevaba seis años siendo «el otro». «La otra» de su padre sólo duró seis meses, y desde entonces había sido sustituida por una serie de «otras otras», a cuál más joven. Su trabajo de asesor financiero (palabras cuyo significado exacto Helen nunca había conseguido averiguar) había llevado al señor Ross de Chicago a Cincinnati, pasando por Houston. Desde hacía un año estaba instalado en Nueva York, ciudad donde el último verano había conocido a Courtney Dasilva.

Ése era el otro factor que contribuía a mitigar la euforia de Helen. Howard y Courtney Dasilva iban a casarse en Navidad. Helen estaba a punto de hablar con Courtney por primera vez.

La semana anterior, al anunciarle la noticia por teléfono, el padre de Helen le había dicho que su futura madrastra trabajaba en uno de los bancos más importantes de Estados Unidos. También se había licenciado en psicología por Standford, además de ser la belleza más espectacular que había visto en su vida.

—¡Fantástico, papá! ¡Me alegro muchísimo! —había dicho Helen, procurando ser sincera.

—¿Verdad que sí? ¡Me siento tan... tan vivo, nena! Estoy impaciente por que os conozcáis. Te encantará.

—Yo también. Vaya, que quiero conocerla.

—¿Qué te parece si viene con nosotros a comer?

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