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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (2 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Kathy nunca había tenido problemas de autoestima. Era hija de Buck Calder, y eso era a lo más que podía aspirarse en la zona. El rancho de su padre era una de las mayores explotaciones ganaderas de Helena a aquella parte, y Kathy había crecido con la sensación de ser la princesa del lugar. Una de las pocas cosas que no le gustaban del matrimonio era renunciar a su apellido. Hasta había comentado a su marido la posibilidad de hacer lo que las mujeres de carrera, las grandes ejecutivas: ponerse dos apellidos y hacerse llamar Kathy Calder Hicks. Clyde había dicho que bueno, pero su falta de entusiasmo saltaba a la vista, y su mujer, que no quería darle un disgusto, optó por seguir siendo Kathy Hicks.

Echó un vistazo al reloj. Faltaba poco para las seis. Clyde y el padre de Kathy estaban abajo, en los pastos, trabajando con el riego, y a las siete vendrían a cenar. La madre de Kathy no tardaría en llegar con el postre, un pastel casero. Kathy limpió el fregadero de farfolla y puso el maíz a freír en una sartén. Acto seguido se limpió las manos con el delantal y apagó la radio. Sólo faltaba pelar las patatas; después de eso, seguro que el pequeño Buck se ponía a berrear de hambre. Kathy le daría de comer y lo bañaría para dejarlo bien limpito para su abuelo.

Cuando el lobo salió de los árboles, todas las vacas de la parte alta del prado volvieron la cabeza al mismo tiempo. El lobo se detuvo donde empezaba el pasto, como si quisiera darles tiempo de examinarlo. Nunca habían visto un animal como ése. Acaso lo tomaran por una especie de coyote, más grande y oscuro. Los coyotes sólo eran un peligro cuando nacía un ternero. O quizá se pareciera más a uno de los perros del rancho, que a veces se paseaban entre ellas y a los que sólo había que prestar atención cuando amenazaban con morderles las patas, obligándolas a moverse.

El lobo apenas miró las vacas. Estaba concentrado en otra cosa, algo próximo a la casa. Bajó la cabeza y se internó por el prado en su dirección, caminando con mayor lentitud y cautela que antes. Pasó entre las vacas, sin esforzarse por evitarlas; pero su falta de interés era tan manifiesta que ninguno de los animales se apartó, y volvieron a pacer como si tal cosa.

Al esconderse el sol detrás de las montañas, una franja de sombra barrió el prado delante de la casa y fue invadiendo el porche como una marea, de modo que primero las ruedas y después la parte baja del carrito quedaron sumidos en la oscuridad, y el rojo de la pared adquirió tonos más oscuros.

El lobo ya había llegado al otro extremo del prado. Se detuvo junto a la cerca, donde Clyde había instalado una tubería y una tina vieja para que el ganado bebiese cuando se secaba el arroyo. Dos urracas emprendieron el vuelo desde los arbustos de la orilla y revolotearon en torno al lobo, riñéndolo, como si desaprobaran sus intenciones. El lobo no les hizo caso. En su cochecito, sólo a una veintena de metros, el bebé hizo una imitación bastante correcta de los pájaros, y la repitió varias veces entre grititos de entusiasmo. Dentro de la casa sonó el teléfono.

Era la madre de Kathy, a quien se le había quemado el pastel, pero no pasaba nada porque en el congelador tenía otro postre que podía calentarse en el microondas.

—Ah, y dice Luke que si le dejas venir.

—¡Qué pregunta!

Luke, el hermano de Kathy, acababa de cumplir dieciocho años. Si estaba en el rancho cuando Kathy iba a ver a sus padres, trataba al bebé con cariño, pero no se llevaba muy bien con Clyde, y desde la boda sólo había ido a visitarlos un par de veces. De pequeño no había tenido mucha relación con Kathy. Ni con ella ni con nadie, a decir verdad. Sólo se salvaba su madre, la única que no tenía problemas con su tartamudeo.

Kathy siempre había sido demasiado impaciente. Ya en edad de tener más tacto, seguía acabándole las frases cuando veía que no podía seguir. Hacía unos meses Luke había salido del colegio, y desde entonces Kathy apenas lo había visto. Tenía la impresión de que se estaba volviendo cada vez más solitario, siempre paseando a solas por el bosque, sin más compañía que la de aquel caballo de aspecto tan raro.

En fin, bien estaba que viniera a cenar.

La madre le preguntó por el niño. Kathy contestó que estaba muy bien, y que prefería no seguir hablando, porque faltaba poco para darle de comer y aún no lo tenía todo preparado.

Justo después de colgar empezaron a oírse ladridos.

Normalmente, Kathy no se habría fijado. Los perros se pasaban el día desgañitándose por cualquier bichejo. Sin embargo, algo en sus ladridos la hizo mirar por la ventana.

Maddie
, la vieja collie, se escabullía por detrás del cobertizo con la cola entre las patas, mirando hacia atrás. Prince, el labrador amarillo que Kathy había recibido de su padre al cambiar de casa, se paseaba arriba y abajo con el pelaje erizado, levantando las orejas y dejándolas caer sucesivamente, como si no estuviera muy seguro. Alternaba los ladridos con extraños gañidos, y miraba fijamente algo que estaba más allá de la casa, en el prado.

Kathy frunció el entrecejo. Más valía averiguar qué los traía tan asustados. Oyendo que la sartén del maíz empezaba a chisporrotear, se acercó a los fogones y bajó la llama. Cuando salió al patio por la puerta mosquitera de la cocina, la collie había desaparecido.
Prince
pareció aliviado de verla.

—¡Eh! ¿Qué pasa?

El perro avanzó hacia ella y se detuvo. Quizá la presencia de Kathy le hubiera devuelto la pizca de valor que le faltaba, porque echó a correr como loco y dobló en la esquina de la casa dejando un rastro de polvo.

De repente, Kathy se acordó. ¡El niño! En el porche había algo que se estaba acercando al niño. Echó a correr. Debía de ser un oso, o un puma. ¡Qué estúpida, por Dios! ¿Cómo no se le había ocurrido?

Al doblar en la esquina, vio algo al borde del porche. Al principio lo tomó por un perro negro de gran tamaño, quizá un pastor alemán. El animal plantó cara al labrador, que seguía corriendo hacia él.

—¡Vete de aquí! ¡Largo!

El animal la miró. Viendo el fulgor amarillo de sus ojos, Kathy supo que no era un perro.

Prince
se había detenido en seco delante del lobo, y tenía las patas delanteras tan estiradas que casi tocaba el suelo con el pecho. Gruñía, ladraba y enseñaba los dientes, pero todo ello con tal timidez que parecía a punto de ponerse patas arriba en señal de rendición. Pese a no moverse, el lobo parecía haber crecido, y superaba al perro en estatura. Tenía la cola en alto. Poco a poco apartó los belfos y gruñó, mostrando unos colmillos largos y blancos.

De repente, el lobo arremetió contra el perro y le clavó los colmillos en el cuello, derribándolo como si fuese de una liebre. El perro aulló. Kathy gritó y echó a correr hacia el fondo del porche. Tuvo la sensación de que cientos de kilómetros la separaban de su hijito.

¡Dios mío, por favor, que no esté muerto!, suplicó. ¡Haz que no esté muerto, te lo ruego!

No vio nada raro en el cochecito, pero los gañidos del perro no le impidieron advertir el silencio del bebé, y sollozó al pensar en lo que estaba punto de ver.

Casi no se atrevía a mirar. Con un gran esfuerzo, vio la cara del pequeño vuelta hacia ella, mostrándole las encías con una sonrisa. Lo cogió en brazos, gritando de alivio, pero lo arrancó del cochecito con tanta brusquedad que el pequeño rompió a llorar, y todavía lloró más al sentir la presión asfixiante de los brazos de su madre. Kathy dio media vuelta y, apoyada contra la pared, se fijó en el otro extremo del porche.

El lobo estaba de pie, olisqueando al labrador con el hocico. Kathy advirtió que el perro estaba muerto. Sus patas traseras temblaron por última vez, como cuando dormía delante de la chimenea. Tenía el cuello desgarrado y la tripa abierta, igual que un pescado recién limpiado. De su cuerpo manaban hilillos de sangre. Kathy volvió a gritar, y el lobo dio un respingo, como si hubiera olvidado su presencia. La miró fijamente. Ella vio brillar la sangre en su hocico.

—¡Fuera de aquí! ¡Que te vayas, te digo!

Miró alrededor en busca de un objeto arrojadizo, pero no hizo falta. El lobo ya se había puesto a correr, y en cuestión de segundos pasó por debajo de la cerca y se metió entre el ganado, que había dejado de pastar para ver qué pasaba. Cuando llegó al borde del prado, se detuvo y volvió la cabeza hacia Kathy, que seguía contemplando el cadáver del perro, llorosa y con el niño en brazos. Después desapareció en la oscuridad del bosque.

Capítulo 2

Las oficinas del programa de repoblación de lobos del Servicio de Fauna y Flora de Estados Unidos ocupaban el tercer piso de un discreto edificio de ladrillo rojo, en un barrio tranquilo de Helena. No había ningún cartel que lo anunciara, y poco habría durado si lo hubieran puesto. En la región abundaba gente poco amiga de organismos gubernamentales, y menos de uno cuyo único objetivo era proteger a la bestia más odiosa de la creación. Dan Prior y su equipo sabían por experiencia que en cuestión de lobos valía más pasar desapercibidos.

En el primer despacho había una vitrina con un lobo disecado, que observaba con expresión más o menos benévola las tareas del equipo de Dan. Según la placa montada en el lateral, el ocupante de la vitrina era «
Canis lupus irremotus
, lobo del norte de las montañas Rocosas.» Sin embargo, por motivos que ningún trabajador del despacho era capaz de recordar, el lobo recibía el nombre informal de
Fred
.

Dan se había acostumbrado a hablar con
Fred
, sobre todo durante las largas noches en que se quedaba solo en la oficina, enfrentado al enésimo conflicto político suscitado por un colega de especie de
Fred
, sólo que más movedizo. En tales ocasiones no era raro que Dan dirigiera a su silencioso acompañante nombres distintos, más enérgicos.

No iba a ser el caso de aquella noche; y es que, por primera vez desde tiempos inmemoriales, Dan estaba a punto de marcharse temprano. Tenía una cita. Y, por haber cometido el error de decirlo, llevaba una semana soportando las brornas de sus compañeros. Cuando salió de su despacho, metiendo papeles en la cartera, todos entonaron al unísono lo que tenían ensayado:

—¡Que te diviertas, Dan!

—Muchas gracias —dijo Dan entre dientes. Todos rieron—. ¿Alguien puede explicarme a qué viene tanta fascinación por mi vida privada?

Donna, su ayudante, le sonrió. Era una mujer de casi cuarenta años, corpulenta y con agallas, que llevaba la oficina con serenidad y buen humor en los momentos de mayor trasiego. Se encogió de hombros.

—Supongo que porque hasta ahora nunca habías tenido.

—Quedáis todos despedidos.

Dan subrayó sus palabras con un gesto de mano, dijo a
Fred
que dejara de sonreír de una vez y se dispuso a parcharse. Justo entonces sonó el teléfono.

—No estoy —dijo en voz baja, mirando a Donna para que le leyera los labios.

Salió al pasillo, pulsó el botón del ascensor y esperó a que dejara de oírse ruido de cables detrás de las puertas de acero inoxidable. Un timbre señaló la apertura de las puedas.

—¡Dan!

Esperó con el dedo en el botón, manteniendo las puertas abiertas mientras Donna se acercaba corriendo por el pasillo.

—Respecto a tu nueva vida privada...

—¡Fíjate, Donna! ¡Justo estaba pensando en subirte el sueldo!

—Perdona, pero es que me ha parecido importante. Era un ranchero de Hope, un tal Clyde Hicks. Dice que un lobo ha intentado matar a su hijo pequeño.

Veinte minutos (y media docena de llamadas) después, Dan se dirigía en coche a Hope. Cuatro de las llamadas habían sido a guardabosques, guardas del Servicio Forestal y otros empleados de Fauna y Flora, por si alguno de ellos estaba al corriente de algún movimiento de lobos en la zona de Hope. Nadie sabía nada. El destinatario de la quinta llamada fue Bill Rimmer, agente de control de depredadores. Dan le había pedido que fuera a Hope para hacer la autopsia al perro. El sexto número marcado por Dan había sido el de la encantadora e imponente Sally Peters, mujer recién divorciada que dirigía el departamento de márketing de una empresa de piensos de la región. Dan había tardado dos meses en hacer acopio de coraje para invitarla a salir. A juzgar por su reacción cuando él le dijo que no podía ir a cenar, la próxima vez iba a ser más difícil (suponiendo que hubiera una próxima vez).

De Helena a Hope había más o menos una hora de camino. Al abandonar la interestatal en dirección a las montañas, cuyas negras siluetas empezaban a destacarse contra el cielo rosado, reflexionó sobre el hecho de que, tarde o temprano, los lobos volvieran locos a cuantos trabajaban con ellos.

A lo largo de su carrera había conocido a biólogos especializados en otros animales, desde musarañas enanas a pingüinos, y, pese a darse algún que otro caso de psiquiatra, la mayoría parecía capaz de vivir sin problemas, al igual que el resto de los humanos. En cambio, los especialistas en lobos eran un verdadero desastre.

Abanderaban todos los índices: divorcios, depresiones, suicidios... Considerando las estadísticas, Dan no tenía de qué avergonzarse. Su matrimonio había durado casi dieciséis años, lo cual debía de ser todo un récord. Y aunque Mary, su ex, no le hablaba, su hija Ginny (catorce años) lo consideraba un buen padre. ¡Qué buen padre ni qué...! ¡Estaba loca por él, y él por ella! Pero Dan tenía cuarenta y un años y, aparte de Ginny, ¿qué le quedaba de tantos años de devoción al bienestar de los lobos?

Encendió la radio para no tener que contestarse. Saltándose los anuncios y la inevitable música country (que, después de tres años en Montana, seguía sin gustarle), sintonizó las noticias locales. En poco contribuyeron a levantarle el ánimo.

La última crónica iba del «ataque de un lobo» a un rancho cerca de Hope, y de cómo el nieto de pocos meses de uno de los notables del lugar, Buck Calder, había escapado a una muerte segura gracias a un valiente perro labrador que se había sacrificado por él.

Dan gimió. Los medios de comunicación ya se habían enterado. ¡Genial! Pero aún quedaba lo peor. La emisora ya había establecido contacto telefónico con el propio Calder. Dan había oído hablar de él, pero no lo conocía en persona. Tenía voz de político, profunda y seductora. Asestaba puñaladas con tono melifluo.

«El gobierno federal ha dejado que los lobos corran a sus anchas por Yellowstone. Ahora están por todas partes, amenazando a madres y niños pequeños. ¿Y nosotros? ¿Tenemos derecho a defendernos, a proteger a nuestro ganado y nuestras propiedades? No. ¿Por qué? Porque el gobierno dice que son una especie en peligro de extinción. ¿Sabe qué le digo? Que es absurdo, absurdo e injusto.»

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