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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (12 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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Dejé la cámara y fui hasta la mesa de sonido. En el trayecto agarré el bolso y lo dejé al lado del equipo de audio. Miré debajo de la mesa. La mesa de sonido estaba conectada a un cable de extensión que corría por el suelo hasta un enchufe de pared que había cerca. Activé todas las palancas y una serie de luces verdes se encendieron.

—¿Lleva puesto el micro para el sonido? — pregunté.

Torgu me miró con perplejidad. Verdaderamente no tenía ni idea de nada de eso.

—¿Micrófono? ¿No? Quizás esté en la cámara.

Volví hasta la cámara y la levanté otra vez, acercándola un poco más al hombre mientras buscaba el audio. Lo encontré; al menos ponía eso en uno de los botones.

—Esto tiene sonido -le dije-, pero si tuviéramos un micro sería más seguro, por si el audio de la cámara se raja.

«Jesús -pensé-, hablo como los de verdad.» Volví a la mesa de sonido. Vi unas conexiones para micros.

—Hay más aparatos -dijo Torgu-. Allí.

Hizo un gesto en dirección a una silla que estaba ante otra mesa. Yo fui a mirar mirándole de reojo. En el asiento había una maleta de metal gris, de las que utilizan los equipos de televisión desde un extremo del planeta a otro. Vi un nombre y una dirección escritos en tinta negra en una esquina de la tapa: Andras algo, de una calle de Oslo. Apreté dos botones y la maleta se abrió. Dentro había micrófonos de distintos tamaños, un trozo de cable, una batería de repuesto, condones, bolsas de cacahuetes y cigarrillos. Mirando hacia atrás, me metí una bolsa de cacahuetes en los pantalones. Tomé el trozo de cable y el micro más pequeño, conecté el micro en la mesa de sonido y lo llevé hasta los pies de la silla de Torgu. Debajo de la silla y ligeramente oculto detrás de sus pies, vi algo que no estaba allí antes: un pequeño cubo como los que se encuentran en los hoteles para las máquinas de hielo, nada extraño si no fuera que no había visto ninguna máquina de hielo en ese hotel. Vi el mango de madera del cuchillo que sobresalía del cubo. Le miré.

—Retiraré lo que queda en la mesa más tarde -dijo.

Volví a la mesa de sonido, conecté un extremo del cable allí y el otro a la cámara, mientras sentía el pulso latiéndome en las sienes. Le pedí a Torgu que dijera algo. El masculló unas cuantas palabras ininteligibles, algo que tenía muchas vocales. No pude encontrar el monitor de audio, pero no importaba.

Siseó unas cuantas palabras más y yo levanté el pulgar.

—Perfecto -dije.

—¿Podemos empezar, por favor?

Levanté las manos.

—Deme un par de segundos para colocar la cámara en posición. Quiero que esto funcione bien.

Parecía impaciente. Tenía una mano colgando a un lado de la silla y jugueteaba con el mango del cuchillo que se encontraba en el cubo, rascando el borde del mismo con la hoja. Yo respiré profundamente. Levanté el trípode otra vez y lo acerqué un poco a él. Me arrodillé y miré por el visor. Se veía la silla y el cubo, pero no había ninguna señal del hombre. Llegué a la conclusión de que ya debía de haber una cinta en la cámara, y de que estaba viendo una imagen que había sido grabada con anterioridad, una imagen de prueba, quizá. No tenía tiempo de comprobarlo, y no importaba.

—Otra cosa más -dije.

Torgu entrecerró los ojos. Dejó el cuchillo y cruzó los brazos.

—Necesito que aguante en alto algo blanco, como un trozo de tela o un trozo de papel -dije, improvisando un trozo de realización de programa de televisión que había visto pero que nunca había acabado de entender-, para que pueda medir la luz blanca y asegurarme de que la cámara está sincronizada con la iluminación de la habitación. ¿Puede hacerlo?

Me pareció que Torgu emitía un gruñido negativo, pero se puso en pie, fue hasta la mesa y tomó una servilleta.

—¿Servirá esto?

—Bingo.

—¿Y ahora qué?

—Siéntese y aguántelo en alto.

Hizo lo que le dije, pero no era suficiente.

—Desdóblelo del todo, señor Torgu, y aguántelo delante de la cara.

Suspiró.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Porque es ahí donde la lente de la cámara va a enfocar, y si la iluminación está mal, nadie le va a ver.

Él dudó, me di cuenta. Quiso decir algo, pero lo pensó mejor. Levantó la servilleta por delante de sus ojos y la desplegó completamente.

—¿Así? — preguntó.

—Justo ahí -dije yo.

Desconecté el trozo de cable que conectaba la cámara con la mesa de sonido. Junté las tres patas del trípode en una única pata. Sujeté la cámara por los pies del trípode. Conté hacia atrás mentalmente, como si fuera un mantra tranquilizador. Tres, dos, uno.

—Ya casi está -dije.

Lancé el trípode. Lo lancé como si fuera un garrote y le golpeé en la cabeza. El equipo crujió contra el cráneo, pero no quise mirar. Solté el trípode, tomé mi bolso de la mesa y salí corriendo hacia el vestíbulo del hotel. Tropecé con el cable que había conectado la cámara con la mesa de sonido y caí al suelo, rodando, pero volví a ponerme en pie y me apresuré hacia la salida. No me importaba lo que pudiera haber fuera. Llegué a las puertas de cristal del hotel y agarré los tiradores, sabiendo que debían de estar cerradas. Se abrieron y tropecé hacia atrás por la conmoción. El aire frío de la montaña me golpeó, un delirio de pinos y de noche. Bajé corriendo las escaleras, crucé la entrada y el pórtico del hotel y llegué al laberinto de árboles iluminados de ocre. El generador tosió dentro de la casucha, a mi lado. No tenía ningún plan. No había tiempo. Pensé en el pueblo y en la iglesia en el prado. Había luz debajo de la puerta de la iglesia. La carretera no podía estar a más de noventa metros hacia delante. Algo crujió en los matorrales a mis espaldas. Un tronco cayó del montón de leña. Vi un rostro pálido y aterrorizado, el mío, reflejado en el cristal. El generador volvió a emitir un ruido. Las luces se apagaron y se hizo la oscuridad. Salí corriendo y di de rodillas contra la corteza de un árbol. Trastabillé hacia atrás y caí al suelo. Más adelante, en la noche, unos ojos amarillos parpadearon. Los aullidos de los animales volaban con el viento. Vi las estrellas muy altas y deseé ser una de esas amas de casa de las afueras de New Jersey que no han hecho otra cosa en toda su vida que preparar el hogar para un rico hombre de negocios y para sus protegidos hijos.

Doce

R
obert, mi amor, no hay mucho tiempo. Ésta será mi última comunicación, a no ser que, por algún azar, sobreviva. Si no sobrevivo, rezo para que alguien encuentre estas notas y pueda comprender mi extraordinario viaje. He intentado dejar constancia de todo tal y como ha sucedido, con gran detalle, para que no pueda haber ninguna duda de mi veracidad. Debo apresurarme o el sol va a bajar y tendré que ocuparme de esta amenaza en la oscuridad.

Ni siquiera sé por qué estoy aquí todavía. En estos momentos estaría muerta si no hubiera sido por la única debilidad de Torgu. Tiene algún plan en Nueva York, eso está claro. Es una especie de terrorista; pero su terror es extraño. Es como un virus, y yo lo tengo; él me lo ha pasado. Se hace más evidente cuando me quedo quieta y cierro los ojos. Él ha puesto alguna cosa terrible dentro de mí.

Pero déjame que intente recomponer todo esto. Al día siguiente de mi intento de huida, me desperté en una cama de una habitación en mi planta del hotel. Alguien, probablemente Torgu, me había dejado el desayuno habitual; yo devoré la mitad del pan y me bebí todo el café. En una peculiar muestra de solicitud hacia una mujer que le había agredido, me había dejado el bolso en la mesilla de noche, al lado de la mesa. Miré dentro. El monedero con el pasaporte y el dinero continuaban allí, y también el inútil teléfono móvil. ¿Por qué? No tenía importancia.

Por lo que me pareció, yo no había sido agredida físicamente. Todavía llevaba puesta la ropa de la noche anterior. Encontré la bolsa de cacahuetes de la maleta de las cámaras. Metí los cacahuetes en el bolso para consumirlos más tarde y comprobé mi equipaje. Para mi disgusto, ya me lo había puesto todo, y en algunos casos más de una vez. Incluso en situaciones extremas soy un poco obsesiva con este tema. Detesto llevar la ropa interior sucia, por encima de casi cualquier otra cosa. Me hace sentir dejada, deprimida. La ropa interior sucia es como el primer paso en un proceso que, una vez ha empezado, no pude detenerse. Revolví la ropa buscando el último par de piezas de ropa interior menos usadas, un sujetador negro que me había puesto tres veces y unas bragas de poliéster rosa que tenían unos hilos sueltos en una de las costuras. Un conjunto horrible, pero lo mejor de entre esos restos. Me puse un pantalón de chándal y un suéter caliente, metí unas cuantas cosas en el bolso, entre ellas el mendrugo de pan y el crucifijo de Clemmie, e intenté abrir la puerta. Estaba cerrada, tal y como esperaba, pero por un momento sentí pánico y la golpeé. Grité. Luego volví a golpearla y me di cuenta de que estaba hecha de un material delgado y que podría derribarla con una dosis de la misma adrenalina que me permitió lanzar la cámara contra Torgu.

Pero eso no había funcionado muy bien. Llevé a cabo un registro del resto del piso. El bar repleto de alcohol me llamó la atención. Me sentí fuertemente tentada por una botella de Jameson. Si todo lo demás fallaba, podía sentarme sobre una elegante alfombra otomana y acunar mi desesperación con alcohol. Pero no llegué tan lejos. Me dolían las rodillas a causa del golpe con la corteza del árbol. Adiviné que mi vida no valía nada y una sensación de vértigo me llenó el corazón; por primera vez había descubierto la verdadera naturaleza de las cosas. Supe que podía morir muy pronto, y supe que no quería morir y que iba a luchar para sobrevivir. Destapé la botella de Jameson. Debía de hacer bastante tiempo que se encontraba allí, pero olía bien. Posiblemente había pertenecido a otro de los invitados de Torgu, pensé, e hice un brindis mentalmente para esa persona perdida.

El sol atravesaba las ventanas del ático con un resplandor de plata. Con la botella en la mano caminé a lo largo del perímetro de la habitación y miré por las ventanas hacia abajo, hacia el bosque de pinos. Me di cuenta del momento en que llegué al extremo norte porque las montañas pobladas de pinos caían a lo lejos y se veían las llanuras de Transilvania, una bruma de un gris verdoso.

Solamente una de las esquinas de la habitación no tenía ventanas, y no la había explorado, así que lo hice. Ya había pasado una hora cuando me tropecé con una máquina de hielo completamente nueva que estaba desenchufada. Así que ahí estaba, pensé, recordando el cubo para el hielo de la noche anterior. Pero otro detalle del aparato me llamó la atención. Parecía encontrarse fuera de lugar en medio de ese museo de antigüedades. Esa cosa tenía una pala, como todas sus hermanas, pero yo estaba segura de que en ella nunca había caído ni un solo cubito de hielo. Al olerla te dabas cuenta de que no había rastro de humedad. Era un acero inoxidado e impoluto.

En el momento en que intenté enchufarla, encontré la salida de emergencia hacia los pisos de abajo.

¿Cómo podría describir unos aromas que solamente había percibido en las más primitivas letrinas de un campamento de verano? Detrás de la máquina de hielo, una escalera conducía hacia una oscuridad que olía a fuego y a excrementos y a matadero. Por ahí era por donde Torgu se trasladaba arriba y abajo, entre mi habitación y los pisos inferiores, para traer el desayuno sin hacer ningún ruido. Así era como espiaba a sus invitados sin ser descubierto. La máquina de hielo cubría la entrada perfectamente.

En cualquier otra circunstancia, hubiera vuelto a empujar la máquina contra la pared y hubiera apilado unos muebles delante de ella para mantener el hedor a raya. Pero vi mi oportunidad. Era una vía de huida. La otra alternativa, intentar tumbar la puerta que estaba cerrada, solamente conseguiría avisar de mis intenciones a los de abajo.

Recé una oración atea. Simplemente pedí coraje. Saqué el crucifijo de Clemmie del bolso y me lo colgué del cuello. La máquina de hielo no pesaba mucho, y la empujé a un lado de la puerta. Quería que la luz natural de la habitación iluminara la escalera. Por lo menos, en el primer tramo, podría ver dónde ponía los pies.

Me arrodillé en el umbral de la salida y me di un momento para orientarme. Recordé la distribución del hotel tal y como la había visto desde el
paternoster
y pensé en cuál debía de ser mi posición exacta en el edificio. Me encontraba en el piso superior, en el extremo este del mismo. En el extremo oeste se encontraban la puerta cerrada y el
paternoster
, que era la vía más rápida hasta la planta baja. Debajo de mí, supuse, habría otro piso como los que había visto, de largos pasillos flanqueados por una serie de habitaciones. Así que, deduje, si podía bajar hasta el piso de abajo y llegar hasta el pasillo central, sería posible caminar hasta el
paternoster
y bajar en él. Ese plan daba muchas cosas por supuestas: que a través de esa salida de detrás de la máquina de hielo podría llegar hasta el piso de abajo; que, una vez en ese piso, podría llegar hasta el pasillo; y que una vez me encontrara al final del pasillo, el
paternoster
estaría en funcionamiento.

Miré hacia abajo. Los escalones bajaban hasta un rellano. Vi unas paredes de cemento desconchadas y más allá de ellas, las sombras. Me colgué el bolso al hombro. Pensé que no existían unos hermanos griegos: eran un invento de Torgu; de otra forma, los hubiera visto. A pesar de ello, me demoré un poco ante la escalera. Había visto una mano pálida la primera vez que había subido en el
paternoster
, o me pareció haberla visto. Descendí despacio un par de escalones y miré por encima del pasamanos hacia las profundidades de la escalera. Intenté ver si había alguna señal de movimiento, pero no había ninguna. Se oía un goteo de agua. El viento rugía contra las paredes del hotel, arremolinándose como un río de ruido. Me pareció oír un tintineo de cristales. El sueño de la razón produce monstruos, pero ahora mi razón se había despertado; aunque hubiera dos hermanos griegos en ese lugar, no eran más que unos asalariados que preparaban la comida y hacían algunos trabajos.

Me obligué a bajar las escaleras, descendiendo de escalón en escalón. La luz del sol sólo llegaba hasta el primer rellano. Crucé la línea de penumbra e inmediatamente di un paso hacia atrás. A partir de allí todo estaba completamente oscuro. Parecía que la escalera se precipitaba hacia abajo hasta perderse de vista en una caída en picado, como en esas costas en que un descenso gradual del suelo se precipita de repente hacia un océano sin fondo. Alargué la mano hacia la oscuridad y la bajé hasta el pasamanos. ¿Y si ponía mal un pie y caía? ¿Y si la escalera se había quemado y los escalones simplemente se interrumpían ante un precipicio? Muy abajo se encontraba el origen de ese hedor. Lo olía. Procedía de las regiones inferiores, como si allí corrieran unas cloacas o como si unas tumbas se acabaran de abrir.

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