Tierra de vampiros (14 page)

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Authors: John Marks

BOOK: Tierra de vampiros
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Andras se tiró, con un grito ahogado y sangre manándole por la boca, tambaleándose, contra mí. Tenía seis brazos. Eso es lo que vi en primer lugar, unos brazos que se retorcían, como las serpientes de las estatuas antiguas, alrededor de su cuello, de su torso, de sus piernas. Le habían atrapado. Tiraban de él hacia atrás, hacia la oscuridad. Alguien tenía un cuchillo, el filo brilló. Yo salí corriendo de la cabina y le agarré una mano. Nos sujetamos con fuerza un momento y vi en él la entera vida de esfuerzo de un periodista itinerante, vi la belleza y el coraje y la locura que había en ello, una vida atrapada en esos momentos por una conmoción ciega y un ultraje en ese horrible lugar. Los brazos serpenteantes apretaron, Andras rugió, nuestras manos se separaron y él salió volando hacia atrás por el pasillo hasta que se oyó un portazo y el ruido de la lucha cesó. Me quedé inmóvil durante mucho rato, me pareció, con la mano todavía extendida y caliente de su contacto. El
paternoster
giraba detrás de mí. Las sombras de delante se estremecían. La alfombra apestaba. Mi bolso había desaparecido abajo. Detrás de la puerta, en la oscuridad, oía unos susurros divertidos, y el ritmo de una respiración feroz. Detrás de esas puertas habitaban todo tipo de horrores. Levanté la otra mano, en un gesto de rechazo de lo que pudiera venir.

Me precipité corriendo hacia delante en la oscuridad gritando su nombre.

—¡Andras!

Una puerta se abrió y los vi, justo delante de mí, dos hombres de ojos brillantes, pelo largo y oscuro y sonrisa mordaz, los Vourkulaki. Se movían juntos, con agilidad, como panteras. Uno tenía un cuchillo y el filo brillaba.

—Tú -dijeron al unísono, como si me hubieran estado esperando desde que nací.

Catorce

M
i vida me pasó en un instante ante los ojos, pero no como yo habría esperado. De hecho, no fue como en una cámara. Fue como un oleaje. La voz de mi padre diciendo: «Nunca empieces un fin de semana con menos de cien dólares en el bolsillo». Una foto de mi antepasado Crazy Snake, tenue y trémula. Mi tatarabuela me mostraba la tumba de un joven indio enterrado bajo las puertas de su pequeña casa. Yo comía un pastel de cumpleaños. Una chica bronceada con un bañador rojo se tiraba de un trampolín a la piscina del club Dallas Country. Yo bailaba con guantes blancos en un cotillón. Mi madre lloraba en el funeral de su madre. Robert intentaba besarme en nuestra primera cita. Austen Trotta me decía que debía ponerme ante la cámara. Oí una explosión en las alturas. Robert me pidió la mano. Clemmie Spencer susurró «África».

Tenía recuerdos. Yo era real. Eso era real. Los hermanos Vourkulaki eran como un charco de alquitrán que había visto en Los Angeles, una superficie negra y humeante bajo la cual las cosas se hundían sin dejar rastro.

—¿Dónde está? — pregunté.

No creo que hablaran muy bien el inglés, ni que eso importara. Sus brazos me rodearon el cuello y las piernas. Yo me retorcí y arañé, pero me encontraba de lleno en la boca del lobo. Los brazos me llevaron hasta una habitación al otro lado de la sala, enfrente de la habitación donde se encontraba Andras. Los Vourkulaki tenían unos ojos inexpresivos como de tiburón, casi invisibles detrás la masa de pelo. Se movían agachados. Sus lenguas lamían palabras extrañas. Me dejaron caer al suelo, salieron fuera, al otro lado del pasillo, y entraron en la otra habitación, que todavía tenía la puerta abierta. Mi puerta se cerró con un portazo.

Esperé oír el sonido de una llave al girar, pero no lo oí. Esa habitación no se había incendiado. Había decaído, como un cuerpo. Oí un grito en la sala. Algo nuevo estaba sucediendo. ¿Podía estar vivo Andras? ¿Podía ser él? Percibí el sonido de un golpe, como de un objeto pesado, y el susurro de unas mantas. Esperaba que mi puerta se abriera de un momento a otro.

Me di cuenta del momento en que se puso el sol. Las sombras de la habitación se hicieron negras, y el ruido de la otra puerta se reanudó, pero tenía una calidad distinta. Se oyeron unas voces en comunión, en un tono apagado, casi respetuoso. En ese momento creí que otro había llegado al pasillo. La conversación se apagaba y se reanudaba, y oí el sonido de unos pies calzados con botas que abandonaban la habitación y entraban en el pasillo. Me preparé. Pero los pasos transitaron hacia otro lugar, hubiera jurado que hacia el
paternoster
, antes de alejarse. Esperé. No fue difícil. No podía moverme.

Debía de haber pasado una hora más cuando, finalmente, me aventuré hasta la puerta y la abrí un poco para mirar al pasillo en dirección al
paternoster
. Al principio, sentí alivio. El viento emitía su habitual gemido. Abrí un poco más la puerta. Las bisagras no rechinaron y me preparé para correr. Abrí la puerta unos centímetros más y escuché. Al otro lado, fuera de la vista, estaba la habitación donde habían llevado a Andras, cuya puerta no tenía ni idea de si estaría todavía abierta. No quería que lo estuviera. Temía verlo. A lo lejos se oía un sonido rítmico y pensé que debía de ser un generador de uno de los pisos de abajo. Volví a mirar pasillo abajo y vi que las bombillas del
paternoster
brillaban intermitentemente a una corta distancia. Ahí estaba. Esa era la oportunidad. Volví a pensar en Andras, y volví a sentir el contacto de su mano antes de separarse de la mía. Miraría en su habitación. Sería muy rápido. Si él podía caminar mínimamente, intentaría ayudarle. Si no, tendría que abandonarle. El viento gimió con fuerza y abrió y cerró las puertas de ambos lados del pasillo. Justo enfrente de mí, al otro lado del vestíbulo, la puerta de su habitación dio un portazo. Me apretujé contra mi puerta y oí que ese sonido rítmico cobraba mayor fuerza, era como los dientes de una sierra contra la madera. Era un ser humano. Estaba vivo, probablemente no se le podía ayudar. Todavía escondida detrás de la puerta de mi habitación, me agaché. Me concentré. Con la punta de los dedos empujé la puerta un poco hasta que sólo podía ver el vestíbulo de mi habitación, pero no más allá. Vi varias cosas a la vez en la penumbra. Al principio, no estaba segura de que ninguna de ellas fuera real.

En el suelo, con las manos metidas en un cubo, se encontraba sentado el hombre que había conocido como Ion Torgu. Al principio pensé que estaba vomitando. Tenía los ojos girados hacia arriba. Le temblaban los labios, y emitía unos susurros enfebrecidos. El cubo del hielo, pensé, el de la cena; allí había estado su cuchillo. Volví a mirarle a la cara. Una sustancia oscura le goteaba de la parte inferior del rostro, desde las fosas nasales hasta la barbilla, y oí unas palabras confusas, como si fueran nombres de lugares, aunque podía haber sido mi imaginación; algo así como: «Nitra, Rumbala, Cajamarca, Gomorra, Balaklava, Nadorna, Planitsa, Ashdod…». Movía las manos por el borde del cubo. Miró hacia arriba y el blanco de los ojos le brilló con fuerza, mucho más que cualquier otra cosa en esa habitación. Tenía las piernas abiertas a ambos lados del cubo. Le vi la suela de una de las botas. La parte inferior de su cuerpo no se movía. De repente, apartó las manos del cubo y las dejó caer en el suelo, los nudillos hacia abajo, las palmas hacia arriba, los dedos retorciéndose. Alguien le había golpeado, pensé. Yo le había golpeado, pero ¿le había dejado así? Su cuerpo parecía tener una cualidad como de plástico, como si fuera un objeto en lugar de un hombre, pero el pecho le subía y le bajaba, y el sonido rítmico, como de sierra, resultó ser el de su respiración. La letanía de esas palabras susurradas llegaba desde el vestíbulo con un efecto extraño. Empecé a oírlas dentro de mi propia cabeza, como si yo las estuviera pensando al mismo tiempo que él las pronunciaba, incluso antes de que salieran de su boca, a medida que se formaban en su mente, «Thessalonika, Treblinka, Golgotha, Solferino, Lepanto, Kalawao, Kukush…».

Puse un pie en el pasillo, creyendo que él estaba inconsciente, pero su cuerpo hizo un movimiento repentino. La cabeza le cayó hacia delante, encima del cubo. Levantó las manos de la alfombra, las puso sobre el borde y las metió dentro. Abrió la boca y subió las manos juntas, formando un cuenco. Introdujo la parte inferior del rostro dentro y el fluido negro se le escurrió entre los dedos. Oí el goteo del líquido sobre el líquido. Su respiración era entrecortada, y movía los labios contra las palmas de las manos. Los glóbulos oculares le brillaban como estrellas. Empecé a comprender. Vi más allá de él. Me fallaron las piernas y caí de rodillas. A su espalda, encima de la cama, había un pie desnudo, y lo supe. Torgu bebía la sangre de ese hombre, del cubo. Se bebía a Andras. No podía moverme. Escuché en un rapto de terror a Torgu, que bebía y hablaba, sus labios negros recitando los nombres de lugares en mi cabeza, y mientras yo recitaba con él, empecé a comprender por primera vez que cada uno de los hombres y mujeres que habían sido alguna vez obligados a pararse desnudos ante la fosa común, cada una de las niñas asesinadas ante los ojos de sus padres, cada uno de los pueblos aniquilados, cada uno de los nombres extinguidos por el capricho de un carnicero, cada uno de los insignificantes ciudadanos masacrados en cada uno de los lugares desconocidos desde el principio de los tiempos, cada uno de ellos había existido de verdad. Mis gritos no pudieron ahogar las palabras de esa canción.

Quince

M
e desperté en la cama del ático, la luz salvaje de las estrellas se apagaba en el cielo. No sabía cuánto tiempo había estado allí, y me vino la idea de que habían pasado días. Al instante, me senté, y me di cuenta de que la habitación estaba diferente. No tenía la sensación de ambiente viciado de antes. Me di cuenta de por qué. A unos metros, la puerta que conducía al piso superior estaba abierta.

Me quedé encima del cubrecama, en blanco por un momento, antes de empezar a recordar lo que había visto. Sentí que se me rasgaba el pecho. Nunca en toda mi vida, hasta ese momento, había gemido. Me llevé las manos a la cara y mi cuerpo emitió un sonido. Gemí por mi madre y por mi padre. Gemí por Robert. Gemí por Andras. Salí de la cama y me vi los pies desnudos: alguien me había quitado los zapatos. Fui hasta el espejo del tocador y me vi los rasgos crispados, el pelo negro ferozmente revuelto, lágrimas por todas partes, los ojos conmocionados, húmedos y rojos. Los dos botones de arriba del suéter se habían caído, y vi que tenía restos de sangre seca por todas partes. Me arranqué el suéter, mi favorito, y me quedé allí de pie. Era una visión de mí misma que no podía haber imaginado: yo al borde de la muerte. Al lado del tocador se encontraba el bar. Cogí una botella de Amaro, un licor que había descubierto en un viaje a Italia durante el cual Robert me enamoró. Se bebe con unas gotas de limón. La lancé al otro lado de la habitación, hacia una ventana, pero tenía el brazo débil. La botella dio contra un aparador y rodó por el borde recto de una alfombra persa.

Vi la botella de Jameson. Ya me había tomado una parte antes. La cogí, la abrí y me bebí el resto. Caí hacia atrás encima de una sedosa alfombra persa y tragué. Gemí un poco más. El espesor del tejido bajo la espalda me resultaba agradable, y acaricié los hilos con una mano. Luché por no perder la conciencia por completo. Pensé en Clementine Spence y en su cruz, dejé la botella encima de la alfombra, me levanté y rebusqué en el bolso hasta que encontré el crucifijo y me lo colgué del cuello. Me tumbé encima de la alfombra. Vacié lo que quedaba del whisky en mi boca y lancé la botella rodando por encima de la alfombra hasta la puerta abierta.

El pie de Torgu la detuvo. Torgu entró y le dio una patada a la botella. «La Cosa está aquí», pensé. La cosa llamada Torgu no se podía filmar. No era natural, ni siquiera sobrenatural. No había forma de verle como a un humano. En el mejor de los casos, era el portador de una plaga desconocida. En el peor, desafiaba cualquier descripción, era una sustancia emanada de una inmensurable y oscura pesadilla, era mi propio fin.

Torgu entró en la habitación y sus ojos absorbieron la cruz que me colgaba del cuello. Tenía los labios relucientes de prolongadas libaciones. Los estaba moviendo. La sangre le corría por la barbilla formando hilos, manchándole la camisa, la misma que llevaba la noche de nuestra cita. Su boca recitaba su letanía de nombres, ahora libres de cualquier intención o significado. Me puse las manos sobre los oídos, pero no sirvió de nada. Las palabras se habían metido dentro de mí; me penetraban el corazón como gusanos, y la Cosa lo sabía. Los dientes negros brillaron detrás de una mueca babeante. Al principio las manos no estaban a la vista, pero dio un paso hacia delante y apareció una de ellas, sus dedos eran unos hilos colgantes de pesadilla. No parpadeaba. Los glóbulos oculares sobresalían con una vitalidad amarillenta, las pupilas eran unos apretados puntos. La mandíbula inferior sobresalía, y Torgu caminó hasta los pies de la cama, donde, parecía, se esperaba que estuviera yo. No me moví de mi sitio encima de la alfombra persa. El noruego se encontraba desnudo y sin afeitar antes del sacrificio. Yo estaba en sujetador y pantalón de chándal.

Sentía los brazos débiles a ambos lados del cuerpo. Intenté desaparecer de lo que tenía delante de mí. Me imaginé a mí misma como un diseño persa de mujer intrincadamente tejido en la alfombra. Oí una frase de música, unos timbales y unas cuerdas de sonido sinuoso; un fragmento de una absurda película antigua sobre la exótica Arabia. Torgu caminó alrededor de mi cuerpo hasta que llegó a la altura de mi cabeza, de forma que le vi el rostro del revés. Le miré a los ojos. Él no me quitaba la vista de encima. Me sujetó por el pelo con una mano, y con la otra cogió el enrojecido cuchillo de degollar; yo ni siquiera pensé en gritar. Pero Torgu todavía no atacó. Por un instante, pensé, deseé, que fuera a causa de la cruz de Clementine.

En esos ojos, justo allí encima de mí, imaginé ver el alba de una comprensión. Una revelación mutua se estableció entre nosotros, aunque, en mi estado de confusión a causa de la bebida, no pude entenderla del todo.

—¿Quién eres? — pregunté.

La respuesta burbujeó en sangre.

—Un hombre viejo.

—¿Qué quieres?

—¿Qué quiero? — Pareció ganar en estatura. Le brillaron los ojos-. Quiero aparecer en su programa de televisión.
Hélas.

—¿Qué va a sucederme? — susurré.

Torgu levantó el cuchillo.

—Eso quedará claro.

Esas palabras manaron de sus labios y gotearon encima de mi cuerpo. Bajo su mirada, perdí la voluntad de preguntar.

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