Tierra de vampiros (15 page)

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Authors: John Marks

BOOK: Tierra de vampiros
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—Pero primero -continuó Torgu-, exijo una invitación. Hemos hablado de Nueva York.

Debí de parecer confundida. Torgu me penetró con la mirada, yo le miré. ¿Por qué no me había puesto el cuchillo en el cuello? El alcohol me nublaba la mente. Cerré los ojos durante dos segundos; cuando los volví a abrir, su atención se había desplazado a la parte superior de mi cuerpo. El aire frío procedente de la puerta abierta había provocado que mis pezones estuvieran erectos, y la forma en que me había caído sobre la alfombra me había dejado los pantalones bajados por la cadera izquierda. Sentí que un gemido emergía desde mis tripas, esta vez a causa de la humillación, pero antes de que pudiera ser audible, otro pensamiento tomó forma, una revelación. Él volvió a hablar, como si se adelantara a mí línea de razonamiento.

—Necesito que me haga llegar una invitación personal, Evangeline.

Era la primera vez que utilizaba mi nombre; el efecto fue casi tierno. Noté de nuevo la agresión a mi voluntad. Sus ojos apretaban los míos como si estuvieran encima de ellos. Aferró mi pelo con más fuerza, insistiendo. Volví a escuchar en mi cabeza las palabras susurradas antes, un eco de ecos más remotos, fuera del tiempo y del espacio. Quise darle permiso. Quise decirle que viniera a mi país, que viniera a mi programa, que viniera a mi cuerpo. Que me aniquilara. Podría llamarlo un tipo de deseo sexual, pero fue, en verdad, el deseo de escapar de mi sufrimiento. No podía soportar ni un momento más mi propio terror.

Cerré los ojos otra vez, los mantuve cerrados y me despedí de mí misma. Perdí la capacidad de sentir nada en las piernas. Quería que llegara la muerte. Pero le oía respirar entrecortadamente, como un hombre que hubiera estado soportando un peso durante demasiado tiempo. La cabeza me cayó hacia atrás y cuando abrí los ojos, sorprendida, él parpadeaba, como si un exceso de luz del sol le hubiera golpeado, y se retiraba rodeando el extremo inferior de mi cuerpo. «La cruz -pensé-, por fin ha funcionado de una puñetera vez.» Pero no se marchó. Al llegar a mis pies, se volvió y se quedó ahí, con el cuchillo al lado del cuerpo, sin dejar de parpadear. En esos pocos segundos, mientras observaba su incomprensible retirada, el desconcierto se convirtió en conocimiento. Una revelación incendió mis sentidos. No se trataba en absoluto de la cruz. Recordé su delicada salud, la fragilidad de su cuerpo en relación a cierto «estado» no especificado, y esa idea me atravesó el cuerpo y extinguió la lasitud de la mortalidad.

Lo que estoy a punto de contar me resulta muy difícil. Sé lo que significa, o lo que puede significar para mi futuro, en mis relaciones con otras personas, en mi vida con mi esposo. Pero intento ofrecer una estricta narración de lo que vi para que otros puedan disponer de un valioso conocimiento cuando les llegue su momento, tal y como debe ser y será. Algunos dirán que me crié en un hogar sin ninguna creencia religiosa y que eso ha sido decisivo. Otros dirán que yo era una chica posmoderna de comportamiento desenfrenado en una era en la que poco importa, o no importa en absoluto, que una mujer soltera se acueste con hombres y que lleve a cabo, sin ninguna vergüenza, una serie de actos sexuales que las anteriores generaciones de mujeres guardaban como su secreto más profundo. Pero afirmo ahora que siempre he sido un ejemplo más que convencional de la típica mujer de mi época, con cierta experiencia sexual, sí, pero que sólo realiza los actos más comunes, muy discreta y extremadamente modesta, que nunca he tenido tendencia a los vuelos de la fantasía, que he tenido un número mínimo de compañeros, que soy una monógama y una pragmática e, incluso, una mojigata donde las haya.

Torgu estaba agitado y contemplaba mi cuerpo como si fuera un lecho de lava. Yo temblaba y casi no podía moverme, pero me quité con esfuerzo el anillo de prometida del dedo y le tiré el delicado aro a la cara. Él se tambaleó hacia atrás, gruñó y amenazó con el cuchillo. Yo no podía soportar verle. Esos labios goteantes, esos ojos de hipnotizador amenazaban mi determinación. Tomé una decisión. Todavía tumbada de espaldas, rodé sobre mí de tal forma que él pudiera tomarme por detrás; era un juego terrible, un juego atroz, pero era la última posibilidad. Él dejó escapar un siseo. Me icé un poco del suelo, introduje los pulgares en la cintura del pantalón y me lo bajé hasta las rodillas. El crucifijo me colgaba del cuello, y sentía el alcohol en el cuerpo. «Escucha la canción que marcan tus caderas -me dije-; por favor, Dios; por favor, Dios», un encantamiento sincopado. Concentré toda mi fuerza en los puños, los cerré con furia y empecé a contonearme. Fue un acto de fe, en algún sentido, de fe no en lo divino de arriba, sino en lo divino de abajo, en mi poder sobre ese mal. Si estaba equivocada, entonces sería violada antes de ser asesinada, pero me consolé a mí misma con la idea de que nadie lo sabría nunca.

El demonio ardía, en ese extraño ático, con sus interminables ríos de filigranas de seda, sus insinuaciones de harenes
kitsch,
a la primera luz de una mañana transilvana. Un gemido me surgió del pecho, me llevé una mano al hombro y me bajé primero una tira negra del sujetador y luego, la otra. Sudaba alcohol. Mantuve los ojos fijos en las figuras entrelazadas de la alfombra, en el azul profundo, el oro y el verde de acanto, para que Torgu no pudiera verme los ojos. Esperaba que dejara caer el cuchillo de un momento a otro y que se me pusiera encima, esperaba que ese animal me penetrara, pero no sucedió nada. «Tengo razón -pensé como una loca, más un deseo que una certidumbre-. Le he descubierto.» Reduje el ritmo hasta quedarme perfectamente quieta excepto por el movimiento de mis pulmones y giré sobre mí misma para mirarle, para ver qué era lo que había conseguido. Era un espectáculo asombroso y, debo admitirlo, esa visión me cambió para siempre.

Él había caído de rodillas. El cuchillo se había convertido en la muleta en la que se apoyaba. Tuvo un tremendo escalofrío. Torgu intentó indicarme con un gesto de mano que yo debía abandonar, un gesto patético para despertar mi miedo, pero su autoridad había desaparecido. Me senté, puse los brazos detrás de mí con las manos abiertas sobre el suelo, y me preparé. Me puse de pie. Al hacerlo, el pelo me cayó encima de la cara, ocultándole mis ojos. La cruz de Clementine brillaba al alba del día.

«Ahora la muerte», me dije, ignorando mis últimas obligaciones sagradas. El sujetador se había desabrochado y me colgaba del brazo, a la altura del codo. Estaba de pie, casi desnuda y crucificada ante esa criatura, a unos centímetros de su boca entreabierta. Torgu hervía por dentro, pero ya no podía apartar la mirada, y sentí, con una determinación sedienta de sangre, que ahora yo tenía la capacidad de barrerle de la faz de la tierra. Fue un momento de conocimiento puro. Allí estaba, arrodillado con su arma en la mano, y allí estaba yo de pie, con mi piel caliente y humana, y se hizo patente de forma clara y repentina que el cuchillo teme a la piel más que a nada en el mundo, que depende de la piel en todos sus sueños sangrientos, que su único recurso es abrir en dos la pesadilla, cortar la vid del interminable bosque del deseo. Abrí las piernas unos centímetros y deslicé la mano hacia abajo. Las últimas y lentas caricias tuvieron su efecto en él y en mí. Mis dedos encontraron respuesta. Una pesadilla de fuego y desolación arrasó la mente del monstruo. Se estaba consumiendo, incinerando. Los nombres de los lugares arrasados pasaban por sus labios en una retahíla desesperada y crispada, se deshacían en sílabas incoherentes. Mi mente atravesó volando la alfombra persa recordando una vieja y olvidada fórmula para ahuyentar al diablo. Pensé en vidas muy lejanas, en las mujeres de todos los tiempos que tuvieron que abrirse paso sinuosamente para escapar del asesinato y de cosas peores. Era una enorme tradición, y esos sutiles poderes fluían por mis caderas y mis pechos, como si los santos del deseo hubieran cobrado vida en esta habitación. Y con estas revelaciones, se produjo otra, insoportable, la de que quizá yo podía tener el poder que Torgu poseía, de que el beber sangre humana podía ofrecer unos generosos beneficios, de que la violencia de sus labios podía deslizarse por mis pechos y mi vientre y ofrecerme algo mucho mejor. Ese pensamiento se desvaneció tan deprisa como había aparecido. Con una confianza peligrosa pero absoluta, deslicé los pulgares dentro de la cintura de mis baratas bragas de color rosa y me las quité. En un último gesto de desprecio, hice una bola con la pieza de ropa interior y se la introduje en la boca, un verdadero acto hipnótico tan completo que la criatura no pudo concentrar fuerza suficiente en sus manos para quitarse la pieza de ropa de las fauces. La fiebre de esa lucha aumentó. El terror aumentó. La Cosa se tambaleó hacia atrás, y la explosión se produjo despacio. No iba a detenerla. Arqueé la espalda, ofreciéndome igual que el noruego sacrificado. Permití que el puro placer de ese movimiento me invadiera todos los sentidos. El cuchillo cayó de los dedos de la bestia. De su boca emanó una masa de sangre. Al fin, con ferocidad, se arrancó la ropa interior de entre los dientes. El material de poliéster se le quedó pegado en los dedos. Emitió un último rugido de frustración mientras intentaba rasgar la tela. Yo siseé su nombre, como la gran puta de Babilonia, una vez y otra, «Torgu, Torgu, Torgu», irguiéndome en el aire para que él pudiera observarme por completo. Cerré los ojos, pensé que la habitación debía de estar envuelta en llamas. Oí una respiración entrecortada, la mía o la suya, no lo sé, unos pasos apresurados escaleras abajo en una huida que me puso enferma, que me trajo a la mente los rozamientos y los serpenteos de los insectos asustados de repente por la luz. Abrí los ojos otra vez, y se había ido.

No tenía tiempo de sentirme disgustada conmigo misma. No me regodeé en nada. No dudé ni un instante. Volví a vestirme casi por completo con la armadura de mi victoria, el sujetador y el pantalón de chándal, por si Torgu volvía a por mí otra vez. Dejé las bragas y el anillo de prometida en el suelo, pero cogí el cuchillo. «Seguiré al monstruo hasta las profundidades del hotel. Escaparé de esta guarida y correré con mis últimas fuerzas hasta la capilla, en el prado del valle desierto, donde alguien, seguro, me ofrecerá refugio. Y si esas puertas me son cerradas, correré agazapada al suelo, mataré a cualquier cosa que intente detenerme, hasta regresar a una morada humana. Lucharé con la piel, los huesos y el sexo para sobrevivir.»

LIBRO 2

Susurros en los pasillos

Dieciséis

E
., me dicen que estás metida en alguna especie de negociación súper secreta con ese criminal, pero no me lo creo. Algo va mal. Sus caras lo dicen. Tendrías que haberme puesto al corriente a estas alturas. Tendrías que haber mandado uno o dos despachos sobre su mal aliento y sus torpes insinuaciones sexuales. Pero dado que no has respondido a un solo correo electrónico mío esta semana, siento un escalofrío de desastre. O quizás es nuestro propio desastre lo que despierta mi miedo. Alguien tiene que darte la noticia. Quizá la conmoción te saque de donde estés escondida.

¿Recuerdas el último día antes de que partieras hacia Rumanía, cuando Ian vino a visitarte a tu oficina?

Visualiza ese mínimo, encantador y civilizado momento en tu mente, si puedes. Tú y yo estábamos comiendo una ensalada asiática de pollo de dos restaurantes de comida preparada distintos, Munchies y Jamais, y discutiendo acerca de cuál de los dos preparaba la mejor salsa de sésamo y lima. Yo intentaba animarme a decirte algo importante acerca de nuestra amistad cuando Ian entró, dio un portazo y soltó, con una ira inusitada: «Es oficial: odio este jodido lugar». Nosotros intentamos ocultar la diversión que eso nos causó, porque era evidente que él estaba en un estado de auténtica consternación. Tenía buen aspecto, supongo que lo recuerdas. Siempre lo ha tenido. Se le veía la expresión exhausta propia de un hombre joven que está criando a unos niños pequeños, pero también mostraba la rubicundez de quien navega, corre por la playa y nada en el mar, en el punto más álgido de finales de verano. Ian vestía bien, además -tú dabas gran valor a ese tipo de cosas-. Ese día había hecho progresos en su habitual estilo desaliñado y llevaba un traje que había encargado a esa sastrería del Rockefeller Center. En su locura habitual, debía de haber pensado que un atavío hecho por encargo le resultaría de ayuda a la hora de plantear sus argumentos como productor ante su jefe, Skipper Blant; pero Blant, como era de esperar, le echó un vistazo y le llamó «engolletado payaso de la moda», como si el mismo Blant no padeciera los mismos notorios ataques de bufonería. ¿Recuerdas la perorata? Yo la estoy oyendo ahora mismo.

«Pues aquí estuve hasta las tres ayer por la noche. — Me quitó el
brownie
que me habían dado como obsequio y se dejó caer en tu sofá azul-. No importa que tenga un hijo de dos años en casa. No importa que el de tres años llore toda la noche preguntando por papá. No importa que mi mujer tenga miedo por mi salud y que quiera que salga a buscar un trabajo con un horario normal. Ninguno de esos pequeños detalles importa. Yo estaba aquí.»

«Claro que estabas aquí», repetiste tú, para ofrecer apoyo moral.

«De verdad que aprecio tu llamada y tu respuesta, Evangeline.» Antes de comerse mi
brownie
, se quitó la chaqueta del traje, de un tejido de lana demasiado grueso para finales de agosto; estoy seguro de que quería lucirlo antes de que empezara la temporada, hacer un pase, recibir unos cuantos cumplidos y afinar el efecto del conjunto. Se estaba quejando acerca de los últimos agravios en su campaña por convertirse en un productor a tiempo completo para Blant, una labor endiablada donde las hubiera. «Así que consigo a ese increíble personaje, un hombre negro educado en Harvard que, además, resulta ser un artista del timo de guante blanco y gana dios sabe cuánto a base de vender una mierda de valores al abuelo americano medio, de hacer que pierda sus ahorros para la jubilación, y el tipo ni siquiera ha hablado con el
Times
todavía.»

En las salas de nuestro programa; cuando alguien esboza la idea de una historia, siempre me ha parecido educado exclamar los
oh
y los
ah
propios de quien siente un gran interés, tanto si creo que la historia es buena como si no, y tú, Evangeline, compartes esta convicción, pero ésta sonaba de verdad interesante, así que exclamamos unos
oh
y unos
ah
con un entusiasmo genuino, y él se dio cuenta y continuó:

«Conseguimos la entrevista. Blant hace un trabajo brillante, aunque odio decirlo. Se jacta de la historia con Bob Rogers, y Rogers se pone cachondo y dice que quiere que sea la historia principal del primer programa de la temporada, así que, por supuesto, le doy caña. Escribo un guión fantástico. Lo bordo. Tal y como he dicho, me voy de esta oficina a las tres de la madrugada, a las tres de esta misma madrugada, amigos, y vuelvo a esta oficina, que ya he empezado a odiar con todo mi ser, a las ocho de la mañana». Espera un momento para que hagamos alguna mueca o soltemos alguna exclamación, cosa que hacemos. «Ya veis adónde voy a parar. Me marcho a las tres, me levanto a las seis con mis hijos, entro a las ocho. Ansiedad, preocupación y miedo por mi salud es lo que veo en el rostro de mi mujer otra vez.»

«Lo entendemos, Ian», te apresuraste a decir, con tu comprensión habitual.

Tú y la esposa de Ian sois amigas, y yo tuve uno de esos extraños momentos en los que se me hace absolutamente claro que tú tienes una vida fuera de esta oficina, una vida que no me incluye a mí.

Él continuó:

«Blant no ha aparecido hasta mediodía».

«Por supuesto que no, Ian», dijiste tú, porque todos conocemos los hábitos de Blant.

«Yo muestro la contención de una puta. Es mediodía, pero me comporto como si fueran las ocho de la mañana, ya sabéis, para no hacerle pasar vergüenza. “¿Qué tal, Skipper?” Él ignora la pregunta. No me llama a su oficina. No me pide el guión. Es la una. La una y media. Él está ahí dentro jugando a un juego de ordenador.»

No puedo reprimir una risa de sorpresa al recordarlo. Nunca había visto a Ian con la cara tan roja. Su cresta de pelo perfectamente cepillado y lleno de laca parecía una isla de granito en una tormenta.

«Finalmente, me agarro las pelotas. Me armo de valor. Entro. Me pregunta si tengo el guión, como si yo me hubiera dormido y acabara de llegar al trabajo, como él. Le doy el guión. No hay nada que decir. Es perfecto. Es una mezcla entre Flannery O'Conner y Murrow. Se lo lee en cinco segundos, levanta la vista hacia mí y dice: “Fantástico, excepto que es racista”.»

«Noooo», dijiste tú, sin mencionar nada de tus propios problemas.

«Tú me conoces, Line. Sabes que eso es una asquerosa mentira. Yo estaba conmocionado, le dije que el testigo de mi boda era un compañero de universidad afroamericano, y le pregunté que por qué era racista, que cómo era posible que fuera jodidamente racista, excepto por el hecho de que el personaje principal resultara ser un negro y un criminal, y él me dice, “está todo en la presentación, y si no eres capaz de verlo, eso sólo confirma mis sospechas”.»

«Oh, Dios mío», dijimos los dos al unísono.

«Pero espera. Eso no es nada. Hace unos cinco minutos me vuelve a llamar a su oficina y me dice que ha intentado reescribir el guión, una mentira directa a la cara, porque le veía a través del cristal jugando con el ordenador y jugando a la bolsa, pero que mi versión está tan imbuida por mi intolerancia que está pensando en apartarme por completo de la historia. Yo me quedo sin palabras. Finalmente declara, antes de volverse hacia el juego de ordenador, claramente visible en el monitor: “Ya te lo he dicho, Ian. Eres bueno en conseguir las entrevistas, pero eso todo el mundo puede hacerlo. Se trata de escribir. No puedes escribir para la televisión, y este programa no se puede permitir tener aficionados”».

Ian bajó la cabeza, se puso una mano en la frente y dijo:

«Y lo peor de todo es que ahora tengo fiebre y lo más probable es que tenga que irme a casa y meterme en la cama. Eso es todo. Os lo digo: me rindo».

Le dije que se podía comer mi
brownie,
el que ya se había comido hacía unos segundos durante esa perorata, y él sonrió y me dijo:

«Os digo algo».

Entonces se dio cuenta de que tú tenías el ceño fruncido.

«Oh, no -exclamó-. No te he preguntado por tu situación. ¿Qué ha pasado?»

«No importa, Ian -dijiste tú-. No es nada comparado con lo tuyo. Me va a hacer ir a Rumania. Eso es todo.»

«Qué capullo.»

«Decir eso no es de ninguna ayuda.»

«Evangeline, a ver si te caes del guindo. ¿Cuándo vas a aprender? Tienes que luchar contra el poder.»

Tú tenías demasiadas cosas en la cabeza para seguirle la corriente. Estabas asustada, y furiosa, y también excitada por tu boda. No tuvimos oportunidad de hablar de mí, pero, a pesar de mi decepción personal, recuerdo las últimas palabras que Ian te dijo antes de recoger su chaqueta y salir:

«De verdad espero que seas un poco menos complaciente, por tu propio bien. Sólo un poco. Entonces comprenderás por lo que he pasado».

Y tú dijiste:

«Lo comprendo, Ian. Sólo que no me importa tanto».

Él te señaló pero me miró a mí directamente:

«¿No es adorable?». Dio la vuelta y caminó otra vez hasta tu escritorio. «¿Recuerdas que una vez me dijiste que era un honor trabajar en
La hora?
Te importa más que a mí. Pero no tienes nervio, Line. Te conformas con ser el soldado de otro. De esa forma nunca tienes que enfrentarte a la responsabilidad final.»

Tus ojos mostraron una expresión herida. Te sonrojaste un poco a causa del enfado.

«Pero ¿sabes qué? Probablemente volverás con la historia del año, y tu jefe te adorará. Mientras tanto, yo estoy a punto de producir mis propias historias, y he dirigido el programa, ¿cuántas?, ¿siete veces?, pero mi jefe me tiene básicamente desprecio. Con eso, me voy a la cama.» Alargó la mano por encima del escritorio, te tomó la mano y te la besó, casi con cortesía. «Dulzura, ten mucho cuidado. Lo celebraremos a tu vuelta.»

«No, tú no -lloriqueaste-. Pero espero que hagas suplicar a Skipper Blant antes de que esto termine.» Éstas fueron las últimas palabras que le dirigiste, a no ser que esté muy equivocado.

Hemos enterrado a Ian esta semana. Ha sido una especie de virus. Sólo le vi una vez más, en la calle, y no parecía estar bien, pero tenía pinta de sufrir el principio de un resfriado suave. Recibimos la noticia por correo electrónico hace tres días, un único párrafo acerca de los detalles médicos. Se fue al hospital el viernes con dolor de cabeza, salió el sábado, volvió otra vez el martes y falleció el jueves. La noticia venía del mismo Skipper Blant, o, como me gusta llamarle,
el Coala,
quien nunca ha mostrado el más mínimo signo de reconocer mi persona, pero que se ha ganado mi cariño llamándome de tú. Esta mañana, en el vestíbulo, se ha parado y ha dicho:

«Tú conocías bien a Ian».

Nos hemos dado un abrazo. Parecía consternado, a pesar de que yo tenía la sensación de que nunca le cayó muy bien nuestro amigo. Pero uno nunca sabe la verdad en estos casos, ¿no?

Debería ser posible que consultaras el correo electrónico en Transilvania: mi asesoramiento técnico asegura que debería ser así. Si lo es, probablemente recibirás esta noticia por la noche, y será peor para ti de lo que lo ha sido para cualquiera de nosotros, porque tú estás sola, porque tú conocías mejor a Ian, porque él era tu caballero cruzado. Lo siento mucho, E. Siento que esto haya sucedido, y siento que estés sola al enterarte. Pero comprenderás, si recibes esto, que tenía que hacértelo saber.

¿Cómo es posible que haya sucedido? Algo terrible y desconocido le invadió el fluido espinal y no se retiró. El cuerpo puede convertirse en campo de una batalla espiritual, y así es como debo considerar ese desarrollo, como otra batalla perdida en la gran derrota de cualquier cosa decente del espíritu humano aquí, en
La hora.
Fue una muerte natural, nos dicen. Supongo que debo creerlo.

La semana pasada, después de que te marcharas, yo estaba cruzando la calle Noventa y seis y me encontré con Ian. Iba vestido con su elegancia habitual, un traje ligero de Armani o de Hugo Boss. El traje por encargo había sido guardado. El viento no le movía ni un pelo. Mostraba una gran firmeza. No recuerdo lo que nos dijimos; se acercaba el Día de los trabajadores. Quizá me preguntó por mis planes, quizá yo hice lo mismo. Pero puedo decirte lo siguiente: no mencionó nada, no me pidió que le pusiera al día de las llamadas telefónicas, no quería saber si yo había ido a los archivos o si tenía pensado ir. Era un tío decente que me trataba como a un ser humano, eso es lo que recuerdo de ese encuentro. Le echaré de menos. Él te quería.

No sé exactamente qué le pasó a Ian, pero ahora sospecho incluso del aire que respiramos. Ya sabes lo que él pensaba de este lugar, y yo estoy de acuerdo. Trabajamos en el corazón del terror. La gente de fuera no tiene ni idea de lo que hablo, pero tú sí. El terror, en la superficie, es cortante y afilado como un cuchillo, pero en su corazón, crece y fluye como un mar. No permanece en unas formas ni en unos símbolos permanentes, ni siquiera en sombras. Es líquido, y nosotros lo ingerimos, y él nos ingiere a nosotros. La amenaza se ha hecho más profunda desde que nos trasladamos de nuevo a este edificio, cosa que nunca deberíamos haber hecho. Algunas oficinas se recolocaron en Nueva Jersey, gracias a dios, pero no la de Bob Rogers. Hablando de vanidad; tenía que trasladarnos aquí sólo para demostrar que teníamos unas pelotas tan grandes como los del Wall Street Journal. Ahora ya no consigo dormir.

Creo que Ian no murió de muerte natural. No se pueden nunca argumentar estas cosas, pero a veces tengo estos presentimientos. No puedo evitar sentir que Ian era, simplemente, demasiado bueno en su trabajo, en su vida, en su mundo, así que le hicieron desaparecer. Ascendía demasiado deprisa. Era demasiado querido. ¿Qué tipo de virus puede llevarse a un hombre joven que está al principio de la treintena y oblitera su existencia en cuestión de días? Si te conozco, E., ahora estás mirando la pantalla con esos profundos ojos marrones y rezas una oración a un dios en el que no crees. No estás llorando. Eres demasiado actriz para permitirte derrumbarte en cualquier pequeño y mugriento café internet de Europa del Este. Esperarás a llegar a la habitación de tu hotel y te enroscarás sobre el colchón, y te tirarás de ese pelo negro profundo porque no serás capaz de llegar a aceptar el hecho de esta tragedia.

Antes de que lo hagas, de todas formas, voy a pedirte que hagas una sola cosa. Responde este correo electrónico.

Lo repito: responde este correo electrónico.

La gente empieza a murmurar que también hay algún tipo de problema contigo, que existe algún tipo de maldición sobre nosotros; primero Ian, ahora tú, ¿quién será el siguiente? Ese tipo de cosas. Se suponía que sólo tenías que estar en Transilvania cinco días. Lo sé porque yo hice las reservas del viaje, me encargué de los pequeños detalles, te conseguí la mejora a primera clase, encontré ese excelente hotel cerca del Parlamento e incluso te encontré un alojamiento en Brasov, tal como pediste. Eso no fue fácil. Tú presupuestaste un vuelo de ida y vuelta a Budapest sin el equipo y cinco días, tiempo suficiente para llegar a Rumania, alquilar un coche hasta Transilvania, encontrarte con tu hombre y volver a casa. Te obsesionas en los lugares baratos y no te gustan los lugares sucios, así que no me creo que hayas prolongado tu estancia en la Transilvania poscomunista.

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