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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (17 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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Diecinueve

E
., acabo de vomitar en el lavamanos del lavabo de hombres. Austen lo ha visto, pero no me importa. No tiene ningún sentido continuar esta mascarada. No estás llevando a cabo una negociación en secreto. No puedes responder. El envío desde Rumanía confirma mis peores sospechas. No he podido ver las cintas, pero Julia dice que no hay nada en ellas. Dice que alguien ha grabado diez cintas de una silla en una habitación vacía. Imagínatelo, cinco horas de metraje. El audio captó unos vagos sonidos como de susurros. Miggison cree que podría ser solamente una pelusa en el micrófono, pero no está seguro de que el equipo de cámaras utilizara a un ingeniero de sonido. Podría haber habido un micrófono jirafa en algún sitio. La iluminación no está mal, así que alguien sabía lo que estaba haciendo, pero la luz cae sobre una silla de madera en un espacio que no nos dice nada; podría encontrarse en cualquier parte. Estas noticias me dejan paralizado. Lo siento mucho, E. Si existe el cielo, sé que estás en él con Ian.

Stimson, ¿estás ahí? Soy yo, Evangeline.

Oh, Dios mío. ¿Dónde diablos estás? ¿Estás bien?

Estoy bien. Supongo que recibisteis mi mensaje de voz. Las negociaciones han ido bien. ¿Habéis recibido las cintas que envié?

Sí. Las hemos recibido, aunque parece que debió de haber algún problema técnico. Pero no es nada comparado con saber que estás bien. Estábamos completamente aterrorizados. Tu padre estuvo aquí, Lockyear fue despedido. ¿Dónde estás ahora? ¡Dime!

¿Las cintas fueron aceptadas, Stim?

Perdona mi lenguaje, E., pero a la mierda las cintas! Necesito tus coordenadas, números de teléfono, todo. Vamos a ir a buscarte.

No. Antes de que continuemos, debo saberlo. Eran las grabaciones de la audición, y todo el mundo debe verlas antes de que hagamos esta historia. ¿Fueron aceptadas?

Sí, Claude Miggison firmó el recibo y las registró, y por lo que sé, se las dio a Julia Barnes para que las guardara. Eso significa que las aceptó. Pero Julia dice que no contienen nada, ¿comprendes? Nada excepto una silla. Dime algo. Dame una localización. Dime que estás bien.

Estoy bien, Stimson. Por favor, perdona que tardara tanto en responder. Han sido unas semanas difíciles; ten en cuenta que ha sido la negociación más difícil que he realizado para el programa, que estamos tratando con un cerebro del crimen que tiene unas exigencias de naturaleza bastante laberíntica y que ha manifestado el deseo de contarnos su historia personal antes de entregarse a las autoridades de Estados Unidos. Su propio gobierno lo quiere muerto, así que nuestra historia sería su seguro de vida contra el asesinato. Tiene información exclusiva sobre terrorismo, el crimen organizado en Rusia y el contrabando de armas nucleares. Por esta razón, es posible que continúe retenida para esta negociación un tiempo más. Ya he comunicado esta información a mis superiores, y te lo digo a ti porque has sido muy dulce al mandarme esa nota en la que me expresas tu afecto, y quería corresponder con un gesto de confianza. No debes decirles a los demás que hemos estado en contacto.

¿Has dicho corresponder?

Sí, pero no como tú desearías, quizá. No tengo tiempo para sentimentalismos, pero sí necesito a un amigo y a un aliado en esta enorme tarea que he acometido. Va a ser una historia que no se parecerá a ninguna otra de las que se han contado nunca, y sólo los más fuertes y los mejores podrán enfrentarse a ese desafío. Este trabajo ya me ha cambiado, mi querido amigo, y estoy segura de que te va a cambiar a ti también, si aceptas hacer todo lo que te diga. ¿Me mostrarás verdadera lealtad? Eso es lo que me pregunto, y lo que espero. Tu colega, Evangeline Harker.

LIBRO 3

La mente del corresponsal

Veinte

Lunes, 5 de octubre

L
a peor parte de este diario terapéutico es el ritual de cerrar las cortinas. Cada vez que quiero escribir, tengo que fingir que voy a echar una siesta y correr las cortinas sobre las ventanas. Me hace parecer jodidamente viejo. Y como me hace parecer viejo, me siento viejo, y me siento culpable, y odio sentirme culpable por algo que me ordenó hacer un médico carísimo de Park Avenue. Mientras tanto, Peach sospecha que realizo alguna actividad nefanda. Cree que estoy abusando del Percocet e intenta racionármelo.

Debo dejar claras mis objeciones hacia este diario desde el principio. En primer lugar, y lo más importante, ha sido usted mal informado. No me desplomé durante una entrevista. El verbo desplomarse es una clara exageración del caso. Simplemente dejé de hablar, por razones desconocidas para mí. Me quedé sin habla. El entrevistado se alarmó y cuando vi su intranquilidad y me levanté para tranquilizarle, tropecé con un cable y me caí. Por favor, tome nota de mi aclaración. Desplomarse implica incapacitación, lo cual implica trastorno mental. Estoy perfectamente bien de la cabeza, a pesar de lo que mi empresa cree. Mi jefe, Bob Rogers, sospecha que la cadena está utilizando la idea de mi desplome para erosionar todavía más nuestra autoridad aquí en
La hora
. La emisora ha filtrado el asunto a la prensa, después de todo.

Pero me estoy adelantando. En primer lugar, para que este diario le resulte comprensible, doctor Bunten, y para que pueda evaluar con confianza el impacto que mi lugar de trabajo pueda estar causando en mis facultades mentales, creo que debo corregir unas cuantas percepciones incorrectas que usted tiene acerca de la naturaleza de mi contribución al programa. En concreto, una vez usted me preguntó si yo era el hombre más poderoso de los informativos de la televisión. Esta pregunta demuestra un nivel de ignorancia que puede ser comprensible dado el duradero éxito de
La hora
. Tal y como señaló usted, hemos guillotinado a unos cuantos infortunados, hemos ayudado por lo menos a un presidente a conseguir el cargo y hemos contribuido al deceso político de otro. Yo he estado personalmente involucrado en revocar una o dos penas de muerte. Pero la visión externa es equívoca en referencia a la parte de responsabilidad que me corresponde por los frutos de esta labor. Es más, tengo miedo de que, sin una adecuada introducción al delicado aunque brutal ecosistema darwinista en el cual he pasado la mayor parte de mi vida profesional, usted tenga tendencia a atribuir mi supuesto declive a algunas ideas vagas y estereotipadas relacionadas con el ataque del 11 de septiembre, un diagnóstico que yo rechazaría completa y categóricamente, en caso de que éste, desgraciadamente, se diera. Por favor, tome nota atentamente, porque no quiero tener que repetirme.

Tal y como usted sabe, soy un corresponsal. En un periódico, esta palabra es sinónimo de periodista. En nuestro negocio, el de la televisión, un corresponsal es alguien que aparece en la pantalla del televisor. Yo he sido una de esas personas bajo los focos durante cuatro décadas y media, desde principios de la década de 1960; diez años como corresponsal de noticias para televisión y treinta más como una de las caras familiares de un programa llamado
La hora
, que, según usted confesó, era uno de sus programas favoritos de televisión. Por una cuestión de absoluta claridad, y en caso de que usted no lo sepa, le diré que
La hora
es el programa de noticias de más audiencia de la televisión de Estados Unidos, y lo ha sido desde que se erigiera como pionera del formato magazine en ese feroz año de 1968, durante el cual los asesinatos, los levantamientos raciales, la guerra al otro lado del Atlántico y la música popular conspiraron para desbordar los límites de la franja habitual destinada a las noticias. Durante la última década, aproximadamente, ha habido cinco corresponsales habituales en
La hora
, cinco idiotas conocidos por millones de espectadores: los más famosos son Edward Price, el desgreñado asesino a sueldo de la nación, a quien usted afirma adorar; su humilde servidor, Sam Dambles, el favorito nacional, nuestro hombre tranquilo; Nina Vargtimmen, nuestra única mujer, con minifalda a los sesenta años; y Skipper Bland, la adquisición más reciente. Al contrario de lo que se cree popularmente, los corresponsales de
La hora
no son unos «masters del universo» que tienen el control absoluto de los destinos, ni tampoco unas simples marionetas movidas por unos hilos, ni pueden ser considerados periodistas que trabajan sobre el terreno.

Para obtener las historias, cada corresponsal depende de un equipo de ocho personas, formado por cuatro equipos de dos productores cada uno. Quizás usted no tenga idea de qué significa la palabra «productor» en este contexto. Un productor es una persona que traduce la información en imágenes, una especie de periodista que pasa la mayor parte de su vida consciente preocupado por qué sucesión de imágenes se necesitan. Sin imágenes no puede haber noticias en televisión. Sin imágenes, las palabras perecen como chipirones en la playa, así que a la mayoría de productores de
La hora
se les paga para que sean buenos con las imágenes, no para que sean periodistas de verdad. Para ese trabajo más riguroso, cada productor tiene un subordinado conocido como productor asociado, un colega más joven y menos experimentado que genera las ideas para las historias, arma esas ideas y luego sale al terreno para investigar la exactitud periodística y el potencial televisivo de las mismas. Por norma, los productores asociados funcionan como los guardianes de nuestro programa. Si huelen algún problema, nadie más tiene que olerlo. (Como un aparte de importancia indeterminada, debo mencionar otra, y poco conocida, pequeña casta de nuestro sistema. Como ayuda para esas misiones, estos equipos de productores se apoyan en la labor de un estrato que llamamos asociados de producción, unos jóvenes profesionales que reúnen metraje documental, que es lo que llamamos cinta vieja, filmada por equipos anteriores y que, a menudo, pertenece a otras emisoras. Esta gente también solicita las licencias y permisos de utilización de estos metrajes. Es un trabajo de esclavo mal pagado, y como consecuencia, los asociados de producción acostumbran a ser pobres, lo cual, con frecuencia, genera amargura y una disposición a filtrar noticias sobre nosotros tanto a los periódicos como a nuestros supervisores. La mayoría de ellos son bastante jóvenes, porque los jóvenes no valoran su tiempo y pueden ser explotados sin compasión por su deseo de formar parte de la marca en que se ha convertido
La hora
.)

Esta información debería servirle para captar la importancia de lo que sigue. Sin ella, nunca comprendería la razón por la cual ciertas circunstancias que se han dado en la planta veinte me han forzado a acudir a usted, doctor Bunten. Mis padecimientos personales han surgido a causa del esfuerzo por ser sincero conmigo mismo y con las historias que hemos estado contando durante los últimos treinta años contra una marea creciente de provincianismo y de insulsez.

¿Cómo confeccionamos nuestras historias? Cuando mis productores y sus equipos de cámaras han filmado el metraje suficiente, nos metemos en el cuarto de edición.
La hora
tiene su propio equipo de editores, los mejores de nuestro negocio, hombres y mujeres sindicados que han estado cortando fragmentos durante tanto tiempo como yo llevo en este trabajo. Para algunos productores, gracias a las diferencias de salario y, como consecuencia, de estrato social, los editores son considerados como un orden más bajo del ser humano. Apestan a funcionario obrero. Para mí, en relación con los productores, ellos son como los ángeles para los humanos. Y debemos rogar por nuestros ángeles. Como corresponsales, debemos presentarnos con el sombrero en la mano ante un hombre llamado Claude Miggison que supervisa los calendarios, para suplicarle los servicios de nuestros editores favoritos y, si están libres, si otro corresponsal no se ha fugado con ellos, podemos tener una oportunidad. No me importa confesar que yo nunca trabajo con un editor inadecuado: así de importante es asegurarse la alianza con el que resulte más apropiado. A un gran editor hay que manejarlo con amabilidad, besos y loanzas; hay que seducirle con vino y bombones por Navidad. Es una tarea agotadora e infame, pero es la verdad. A los editores hay que cortejarlos como si fueran mujeres volubles carentes de cualquier objetivo. Y cuando han sido cortejados, deben ser dominados, mimados y, ocasionalmente, sometidos.

Pero estoy divagando. Usted me preguntó antes cómo conseguimos reducir toda esa cinta, cientos de horas, a unos cuantos minutos. La respuesta es sencilla. El editor realiza un truco, el equivalente tecnológico al viejo número del pañuelo, en el cual el mago muestra un pañuelo rojo, lo sacude y, quién lo iba a decir, ese pañuelo emerge del sombrero anudado a veinte pañuelos más. El editor pone todos los trozos de cinta en una máquina que transforma la imagen analógica en un archivo digital -se digitaliza el material, como decimos nosotros- y cuando eso está hecho, todos los trozos separados de cinta se convierten en una parte de un gran pañuelo. Si se me permite ser más poético, ahora, en nuestro sistema, ese pañuelo embrujado de imágenes se convierte en un río que se vierte, al final, en el gran océano de imágenes disponibles en nuestros ordenadores, un océano que rodea el mundo y en el cual nos bañamos como polinesios felices.

Cuando montamos una pieza, en ese momento mágico, nosotros los polinesios ordenamos los mejores momentos en una secuencia de doce minutos. Atamos con fuerza esos momentos con tiras de palabras, lo que llamamos un guión. Pero el guión puede inducir a error, y debo dejar clara una cosa:
La hora
siempre ha estado dirigido a las entrevistas. No nos hemos especializado en movimientos de cámara extravagantes, interludios musicales, excesos de verborrea ni enormes cantidades de metraje de archivo. Vivimos y morimos según la calidad de las personas a quienes entrevistamos. Cuando mis productores asociados se lanzan al terreno, les recuerdo la necesidad de encontrar excelentes «personajes». Sí, doctor Bunten, personajes, igual que en un buen cuento o en una buena novela. Y así es como veo mi trabajo, como el de un cronista de pequeñas novelas visuales de la vida. Quizás es por eso por lo que me lo tomo de una forma tan personal. Quizás es por eso por lo que me he visto obligado, al final, a buscar ayuda entre los de su profesión. Con la ayuda de los productores y del editor, elaboro mis pequeñas novelas, quitando y poniendo, puliendo y sacando brillo hasta que cada fotograma comunica por sí mismo; recortando las entrevistas hasta dejar solamente los más exquisitos momentos de emoción y locura humana, hasta que estamos preparados para mostrar nuestro trabajo a los verdaderos señores del programa: mi jefe y sus asociados.

Y aquí está la respuesta a su absurda pregunta. ¿Soy el hombre más poderoso de los informativos de la televisión? Por supuesto, no; categóricamente no, si por poder usted entiende tener la autonomía necesaria para hacer lo que uno quiera, en el momento que quiera y con la suficiente abundancia económica, la única clase de poder que vale la pena poseer. Este honor pertenece a un hombre llamado Bob Rogers, fundador y productor ejecutivo de este programa durante más de tres décadas. Solamente Bob Rogers aprueba o rechaza nuestras historias, mucho antes de que los equipos de cámaras las filmen. Bob Rogers, con el consejo de sus dotados e intoxicados tenientes, revisa el producto final en la sala de visionado y, con un poco más de vulgaridad que un antiguo emperador romano -bueno, de entre los cinco mejores de ellos- muestra el pulgar hacia arriba o hacia abajo. No me importa confesar cuántas piezas maravillosas han sido salvajemente destruidas por una indigestión suya, pero también debo confesar que una cantidad innumerable de las mismas ha sido mejorada por su capricho. Cuando ha sido necesario, en ese sanctasanctórum que es la sala de visionado, los tenientes de Rogers se han peleado y han ganado, ha habido guerras civiles, se han destruido carreras, pero de todas estas peleas y marabuntas ha surgido parte de nuestro mayor éxito. Rogers es la más detestable de las criaturas, un merecedor depositario de la gracia de la fortuna, y yo sería un patán si no le reconociera mis modestos logros personales. Sin Rogers, ninguno de nosotros estaríamos aquí, doctor. Y, a pesar de ello, su locura y su manipulación van más allá de lo imaginable.

Una última palabra antes de tomarme otro Percocet para el dolor de espalda y caer en el sopor. Rogers será poderoso, pero no es omnipotente. Durante treinta años se ha peleado con nuestra cadena para mantener el control de este pequeño programa, que tiene sus despachos en la planta veinte de un edificio de oficinas del centro de la ciudad y que está, así, separado del grueso de las demás operaciones de la cadena, concentradas en una desparramada y triste conejera en la cuenca baja de la calle Hudson. Llamamos a este lugar la sede de la cadena, y es el emplazamiento de un poder maligno que se dirige eternamente contra nosotros. Durante treinta años, la cadena ha intentado bajar a Rogers a su ciénaga primordial para dictar las condiciones, incluso para dar un giro a
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y darle un tono más juvenil, y durante ese mismo periodo de tiempo, debido a los fenomenales índices de audiencia, Rogers ha sido capaz de ahuyentar a sus enemigos. Pero una gran parte de mi estrés, debe usted saberlo, se debe a mi cada vez mayor sensación de que estamos empezando, por fin, a perder la batalla. Rogers tiene ochenta años y no podrá continuar para siempre. La edad me acosa a mí, a Prince, e incluso a Dambles. Y la cadena ve, la cadena sabe. Cuando llegue el momento, golpeará sin piedad, con una venganza rápida y terrible, y se llevará lo que hemos construido para ofrecerlo a los habitantes de las cavernas, a los tontos, los avariciosos y los depravados.

Ahora estoy oficialmente deprimido, doctor, gracias a usted. Se despide, Trotta.

Lunes, 5 de octubre, más tarde

He aquí lo que me pesa esta mañana: la última conversación con Evangeline Harker antes de que partiera hacia Rumania. ¿Había yo llevado alguna vez un arma en Vietnam? Ella deseaba saberlo de verdad. Dijo que su prometido le había hecho la pregunta, y que ella no sabía la respuesta, pero yo tuve la sensación de que había algo más. Ella tenía alguna preocupación respecto al viaje. Temía complicaciones. Normalmente no hablo mucho sobre esa época, pero es una chica dulce y yo contesté la pregunta. Le dije que solamente había llevado un arma, una vez, en Khe Sanh. Alguien me aconsejó que llevara una pistola como protección, y así lo hice. Esa persona me informó de que ciertos elementos del ejército de Estados Unidos podían intentar fingir un accidente. Nunca descubrí la verdad, pero poseer esa cosa me aterrorizó. No sé por qué, quizá porque sabía que podría utilizarla. Nunca llevé ninguna otra. Ella no me pidió que continuara la historia. Le pregunté si tenía alguna otra preocupación en concreto, y me dijo que no.

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